EL AMOR EN EL MATRIMONIO
89. Todo lo dicho no
basta para manifestar el evangelio del matrimonio y de la familia si no nos
detenemos especialmente a hablar de amor. Porque no podremos alentar un camino
de fidelidad y de entrega recíproca si no estimulamos el crecimiento, la
consolidación y la profundización del amor conyugal y familiar. En efecto, la
gracia del sacramento del matrimonio está destinada ante todo «a perfeccionar
el amor de los cónyuges»[104].
También aquí se aplica que, «podría tener fe como para mover montañas; si no
tengo amor, no soy nada. Podría repartir en limosnas todo lo que tengo y aun
dejarme quemar vivo; si no tengo amor, de nada me sirve» (1 Co 13,2-3).
Pero la palabra «amor», una de las más utilizadas, aparece muchas veces
desfigurada[105].
90. En el así llamado
himno de la caridad escrito por san Pablo, vemos algunas características del
amor verdadero:
«El amor es paciente,
es servicial;
el amor no tiene envidia,
no hace alarde,
no es arrogante,
no obra con dureza,
no busca su propio interés,
no se irrita,
no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad.
Todo lo disculpa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta» (1 Co 13,4-7).
es servicial;
el amor no tiene envidia,
no hace alarde,
no es arrogante,
no obra con dureza,
no busca su propio interés,
no se irrita,
no lleva cuentas del mal,
no se alegra de la injusticia,
sino que goza con la verdad.
Todo lo disculpa,
todo lo cree,
todo lo espera,
todo lo soporta» (1 Co 13,4-7).
Esto se vive y se cultiva en medio de la vida que
comparten todos los días los esposos, entre sí y con sus hijos. Por eso es
valioso detenerse a precisar el sentido de las expresiones de este texto, para
intentar una aplicación a la existencia concreta de cada familia.
91. La primera
expresión utilizada es makrothymei. La traducción no es
simplemente que «todo lo soporta», porque esa idea está expresada al final del
v. 7. El sentido se toma de la traducción griega del Antiguo Testamento, donde
dice que Dios es «lento a la ira» (Ex 34,6; Nm 14,18).
Se muestra cuando la persona no se deja llevar por los impulsos y evita
agredir. Es una cualidad del Dios de la Alianza que convoca a su imitación
también dentro de la vida familiar.
Los textos en los que Pablo usa este
término se deben leer con el trasfondo del Libro de la Sabiduría
(cf. 11,23; 12,2.15-18); al mismo tiempo que se alaba la moderación de Dios
para dar espacio al arrepentimiento, se insiste en su poder que se manifiesta
cuando actúa con misericordia. La paciencia de Dios es ejercicio de la
misericordia con el pecador y manifiesta el verdadero poder.
92. Tener paciencia no
es dejar que nos maltraten continuamente, o tolerar agresiones físicas, o
permitir que nos traten como objetos. El problema es cuando exigimos que las
relaciones sean celestiales o que las personas sean perfectas, o cuando nos
colocamos en el centro y esperamos que sólo se cumpla la propia voluntad.
Entonces todo nos impacienta, todo nos lleva a reaccionar con agresividad.
Si
no cultivamos la paciencia, siempre tendremos excusas para responder con ira, y
finalmente nos convertiremos en personas que no saben convivir, antisociales,
incapaces de postergar los impulsos, y la familia se volverá un campo de
batalla. Por eso, la Palabra de Dios nos exhorta: «Desterrad de vosotros la
amargura, la ira, los enfados e insultos y toda la maldad» (Ef 4,31).
Esta paciencia se afianza cuando reconozco que el otro también tiene derecho a
vivir en esta tierra junto a mí, así como es.
No importa si es un estorbo para
mí, si altera mis planes, si me molesta con su modo de ser o con sus ideas, si
no es todo lo que yo esperaba. El amor tiene siempre un sentido de profunda
compasión que lleva a aceptar al otro como parte de este mundo, también cuando
actúa de un modo diferente a lo que yo desearía.
93. Sigue la palabra jrestéuetai, que
es única en toda la Biblia, derivada de jrestós (persona
buena, que muestra su bondad en sus obras). Pero, por el lugar en que está, en
estricto paralelismo con el verbo precedente, es un complemento suyo. Así,
Pablo quiere aclarar que la «paciencia» nombrada en primer lugar no es una
postura totalmente pasiva, sino que está acompañada por una actividad, por una
reacción dinámica y creativa ante los demás. Indica que el amor beneficia y
promueve a los demás. Por eso se traduce como «servicial».
94. En todo el texto se
ve que Pablo quiere insistir en que el amor no es sólo un sentimiento, sino que
se debe entender en el sentido que tiene el verbo «amar» en hebreo: es «hacer
el bien». Como decía san Ignacio de Loyola, «el amor se debe poner más en las obras
que en las palabras»[106].
Así puede mostrar toda su fecundidad, y nos permite experimentar la felicidad
de dar, la nobleza y la grandeza de donarse sobreabundantemente, sin medir, sin
reclamar pagos, por el solo gusto de dar y de servir.
95. Luego se rechaza
como contraria al amor una actitud expresada como zeloi (celos,
envidia). Significa que en el amor no hay lugar para sentir malestar por el
bien de otro (cf. Hch 7,9; 17,5). La envidia es una tristeza
por el bien ajeno, que muestra que no nos interesa la felicidad de los demás,
ya que estamos exclusivamente concentrados en el propio bienestar. Mientras el
amor nos hace salir de nosotros mismos, la envidia nos lleva a centrarnos en el
propio yo.
El verdadero amor valora los logros ajenos, no los siente como una
amenaza, y se libera del sabor amargo de la envidia. Acepta que cada uno tiene
dones diferentes y distintos caminos en la vida. Entonces, procura descubrir su
propio camino para ser feliz, dejando que los demás encuentren el suyo.
96. En definitiva, se
trata de cumplir aquello que pedían los dos últimos mandamientos de la Ley de
Dios: «No codiciarás los bienes de tu prójimo. No codiciarás la mujer de tu
prójimo, ni su esclavo, ni su esclava, ni su buey, ni su asno, ni nada que sea
de él» (Ex20,17).
El amor nos lleva a una sentida valoración de cada ser
humano, reconociendo su derecho a la felicidad. Amo a esa persona, la miro con
la mirada de Dios Padre, que nos regala todo «para que lo disfrutemos» (1 Tm 6,17),
y entonces acepto en mi interior que pueda disfrutar de un buen momento. Esta
misma raíz del amor, en todo caso, es lo que me lleva a rechazar la injusticia
de que algunos tengan demasiado y otros no tengan nada, o lo que me mueve a
buscar que también los descartables de la sociedad puedan vivir un poco de
alegría. Pero eso no es envidia, sino deseos de equidad.
97. Sigue el término perpereuotai, que
indica la vanagloria, el ansia de mostrarse como superior para impresionar a
otros con una actitud pedante y algo agresiva. Quien ama, no sólo evita hablar
demasiado de sí mismo, sino que además, porque está centrado en los demás, sabe
ubicarse en su lugar sin pretender ser el centro.
La palabra siguiente —physioutai—
es muy semejante, porque indica que el amor no es arrogante. Literalmente
expresa que no se «agranda» ante los demás, e indica algo más sutil. No es sólo
una obsesión por mostrar las propias cualidades, sino que además se pierde el
sentido de la realidad. Se considera más grande de lo que es, porque se cree
más «espiritual» o «sabio». Pablo usa este verbo otras veces, por ejemplo para
decir que «la ciencia hincha, el amor en cambio edifica» (1 Co 8,1).
Es decir, algunos se creen grandes porque saben más que los demás, y se dedican
a exigirles y a controlarlos, cuando en realidad lo que nos hace grandes es el
amor que comprende, cuida, protege al débil. En otro versículo también lo
aplica para criticar a los que se «agrandan» (cf. 1 Co 4,18),
pero en realidad tienen más palabrería que verdadero «poder» del Espíritu
(cf. 1 Co 4,19).
98. Es importante que
los cristianos vivan esto en su modo de tratar a los familiares poco formados
en la fe, frágiles o menos firmes en sus convicciones. A veces ocurre lo
contrario: los supuestamente más adelantados dentro de su familia, se vuelven
arrogantes e insoportables. La actitud de humildad aparece aquí como algo que
es parte del amor, porque para poder comprender, disculpar o servir a los demás
de corazón, es indispensable sanar el orgullo y cultivar la humildad.
Jesús
recordaba a sus discípulos que en el mundo del poder cada uno trata de dominar
a otro, y por eso les dice: «No ha de ser así entre vosotros» (Mt 20,26).
La lógica del amor cristiano no es la de quien se siente más que otros y
necesita hacerles sentir su poder, sino que «el que quiera ser el primero entre
vosotros, que sea vuestro servidor» (Mt 20,27).
En la vida familiar
no puede reinar la lógica del dominio de unos sobre otros, o la competición
para ver quién es más inteligente o poderoso, porque esa lógica acaba con el
amor. También para la familia es este consejo: «Tened sentimientos de humildad
unos con otros, porque Dios resiste a los soberbios, pero da su gracia a los
humildes» (1 P 5,5).
99. Amar también es
volverse amable, y allí toma sentido la palabra asjemonéi. Quiere
indicar que el amor no obra con rudeza, no actúa de modo descortés,
no es duro en el trato. Sus modos, sus palabras, sus gestos, son agradables y
no ásperos ni rígidos. Detesta hacer sufrir a los demás. La cortesía «es una
escuela de sensibilidad y desinterés», que exige a la persona «cultivar su
mente y sus sentidos, aprender a sentir, hablar y, en ciertos momentos, a
callar»[107].
Ser amable no es un estilo que un cristiano puede elegir o rechazar. Como parte
de las exigencias irrenunciables del amor, «todo ser humano está obligado a ser
afable con los que lo rodean»[108].
Cada día, «entrar en la vida del otro, incluso cuando forma parte de nuestra
vida, pide la delicadeza de una actitud no invasora, que renueve la confianza y
el respeto [...] El amor, cuando es más íntimo y profundo, tanto más exige el
respeto de la libertad y la capacidad de esperar que el otro abra la puerta de
su corazón»[109].
100. Para disponerse a
un verdadero encuentro con el otro, se requiere una mirada amable puesta en él.
Esto no es posible cuando reina un pesimismo que destaca defectos y errores
ajenos, quizás para compensar los propios complejos. Una mirada amable permite
que no nos detengamos tanto en sus límites, y así podamos tolerarlo y unirnos
en un proyecto común, aunque seamos diferentes.
El amor amable genera vínculos,
cultiva lazos, crea nuevas redes de integración, construye una trama social
firme. Así se protege a sí mismo, ya que sin sentido de pertenencia no se puede
sostener una entrega por los demás, cada uno termina buscando sólo su
conveniencia y la convivencia se torna imposible. Una persona antisocial cree
que los demás existen para satisfacer sus necesidades, y que cuando lo hacen
sólo cumplen con su deber.
Por lo tanto, no hay lugar para la amabilidad del
amor y su lenguaje. El que ama es capaz de decir palabras de aliento, que
reconfortan, que fortalecen, que consuelan, que estimulan. Veamos, por ejemplo,
algunas palabras que decía Jesús a las personas: «¡Ánimo hijo!» (Mt 9,2).
«¡Qué grande es tu fe!» (Mt 15,28). «¡Levántate!» (Mc 5,41).
«Vete en paz» (Lc 7,50). «No tengáis miedo» (Mt 14,27).
No son palabras que humillan, que entristecen, que irritan, que desprecian. En
la familia hay que aprender este lenguaje amable de Jesús.
101. Hemos dicho muchas
veces que para amar a los demás primero hay que amarse a sí mismo. Sin embargo,
este himno al amor afirma que el amor «no busca su propio interés», o «no
busca lo que es de él». También se usa esta expresión en otro texto: «No os
encerréis en vuestros intereses, sino buscad todos el interés de los demás» (Flp 2,4).
Ante una afirmación tan clara de las Escrituras, hay que evitar darle prioridad
al amor a sí mismo como si fuera más noble que el don de sí a los demás. Una
cierta prioridad del amor a sí mismo sólo puede entenderse como una condición
psicológica, en cuanto quien es incapaz de amarse a sí mismo encuentra
dificultades para amar a los demás: «El que es tacaño consigo mismo, ¿con quién
será generoso? [...] Nadie peor que el avaro consigo mismo» (Si 14,5-6).
102. Pero el mismo santo
Tomás de Aquino ha explicado que «pertenece más a la caridad querer amar que
querer ser amado»[110] y
que, de hecho, «las madres, que son las que más aman, buscan más amar que ser
amadas»[111].
Por eso, el amor puede ir más allá de la justicia y desbordarse gratis, «sin
esperar nada a cambio» (Lc 6,35), hasta llegar al amor más grande,
que es «dar la vida» por los demás (Jn 15,13). ¿Todavía es posible
este desprendimiento que permite dar gratis y dar hasta el fin? Seguramente es
posible, porque es lo que pide el Evangelio: «Lo que habéis recibido gratis,
dadlo gratis» (Mt 10,8).
103. Si la primera
expresión del himno nos invitaba a la paciencia que evita reaccionar bruscamente
ante las debilidades o errores de los demás, ahora aparece otra palabra —paroxýnetai—,
que se refiere a una reacción interior de indignación provocada por algo
externo. Se trata de una violencia interna, de una irritación no manifiesta que
nos coloca a la defensiva ante los otros, como si fueran enemigos molestos que
hay que evitar. Alimentar esa agresividad íntima no sirve para nada. Sólo nos
enferma y termina aislándonos. La indignación es sana cuando nos lleva a
reaccionar ante una grave injusticia, pero es dañina cuando tiende a impregnar
todas nuestras actitudes ante los otros.
104. El Evangelio invita
más bien a mirar la viga en el propio ojo (cf. Mt 7,5), y los
cristianos no podemos ignorar la constante invitación de la Palabra de Dios a
no alimentar la ira: «No te dejes vencer por el mal» (Rm 12,21).
«No nos cansemos de hacer el bien» (Ga 6,9).
Una cosa es sentir la
fuerza de la agresividad que brota y otra es consentirla, dejar que se
convierta en una actitud permanente: «Si os indignáis, no llegareis a pecar;
que la puesta del sol no os sorprenda en vuestro enojo» (Ef 4,26).
Por ello, nunca hay que terminar el día sin hacer las paces en la familia. Y,
«¿cómo debo hacer las paces? ¿Ponerme de rodillas? ¡No! Sólo un pequeño gesto,
algo pequeño, y vuelve la armonía familiar. Basta una caricia, sin palabras.
Pero nunca terminar el día en familia sin hacer las paces»[112].
La reacción interior ante una molestia que nos causen los demás debería ser
ante todo bendecir en el corazón, desear el bien del otro, pedir a Dios que lo
libere y lo sane: «Responded con una bendición, porque para esto habéis sido
llamados: para heredar una bendición» (1 P 3,9). Si tenemos que
luchar contra un mal, hagámoslo, pero siempre digamos «no» a la violencia
interior.
105. Si permitimos que
un mal sentimiento penetre en nuestras entrañas, dejamos lugar a ese rencor que
se añeja en el corazón. La frase logízetai to kakón significa
«toma en cuenta el mal», «lo lleva anotado», es decir, es rencoroso. Lo
contrario es el perdón, un perdón que se fundamenta en una actitud positiva,
que intenta comprender la debilidad ajena y trata de buscarle excusas a la otra
persona, como Jesús cuando dijo: «Padre, perdónalos, porque no saben lo que
hacen» (Lc 23,34).
Pero la tendencia suele ser la de buscar más y
más culpas, la de imaginar más y más maldad, la de suponer todo tipo de malas
intenciones, y así el rencor va creciendo y se arraiga. De ese modo, cualquier
error o caída del cónyuge puede dañar el vínculo amoroso y la estabilidad
familiar. El problema es que a veces se le da a todo la misma gravedad, con el
riesgo de volverse crueles ante cualquier error ajeno. La justa reivindicación
de los propios derechos, se convierte en una persistente y constante sed de
venganza más que en una sana defensa de la propia dignidad.
106. Cuando hemos sido
ofendidos o desilusionados, el perdón es posible y deseable, pero nadie dice
que sea fácil. La verdad es que «la comunión familiar puede ser conservada y
perfeccionada sólo con un gran espíritu de sacrificio. Exige, en efecto, una
pronta y generosa disponibilidad de todos y cada uno a la comprensión, a la
tolerancia, al perdón, a la reconciliación. Ninguna familia ignora que el
egoísmo, el desacuerdo, las tensiones, los conflictos atacan con violencia y a
veces hieren mortalmente la propia comunión: de aquí las múltiples y variadas
formas de división en la vida familiar»[113].
107. Hoy sabemos que
para poder perdonar necesitamos pasar por la experiencia liberadora de
comprendernos y perdonarnos a nosotros mismos. Tantas veces nuestros errores, o
la mirada crítica de las personas que amamos, nos han llevado a perder el
cariño hacia nosotros mismos. Eso hace que terminemos guardándonos de los
otros, escapando del afecto, llenándonos de temores en las relaciones
interpersonales. Entonces, poder culpar a otros se convierte en un falso
alivio. Hace falta orar con la propia historia, aceptarse a sí mismo, saber
convivir con las propias limitaciones, e incluso perdonarse, para poder tener
esa misma actitud con los demás.
108. Pero esto supone la
experiencia de ser perdonados por Dios, justificados gratuitamente y no por
nuestros méritos. Fuimos alcanzados por un amor previo a toda obra nuestra, que
siempre da una nueva oportunidad, promueve y estimula. Si aceptamos que el amor
de Dios es incondicional, que el cariño del Padre no se debe comprar ni pagar,
entonces podremos amar más allá de todo, perdonar a los demás aun cuando hayan
sido injustos con nosotros. De otro modo, nuestra vida en familia dejará de ser
un lugar de comprensión, acompañamiento y estímulo, y será un espacio de
permanente tensión o de mutuo castigo.
Notas a pie de página:
[109] Catequesis (13 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 15 de mayo de 2015, p. 9.
[112] Catequesis (13 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 15 de mayo de 2015, p. 9.
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