76. «El Evangelio de la
familia alimenta también estas semillas que todavía esperan madurar, y tiene
que hacerse cargo de los árboles que han perdido vitalidad y necesitan que no
se les descuide»[73],
de manera que, partiendo del don de Cristo en el sacramento, «sean conducidos
pacientemente más allá hasta llegar a un conocimiento más rico y a una
integración más plena de este misterio en su vida»[74].
77. Asumiendo la
enseñanza bíblica, según la cual todo fue creado por Cristo y para Cristo
(cf. Col 1,16), los Padres sinodales recordaron que «el orden
de la redención ilumina y cumple el de la creación. El matrimonio natural, por
lo tanto, se comprende plenamente a la luz de su cumplimiento sacramental: sólo
fijando la mirada en Cristo se conoce profundamente la verdad de las relaciones
humanas.
“En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio
del Verbo encarnado [...] Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre y le descubre la grandeza de su vocación” (Gaudium et spes, 22).
Resulta
particularmente oportuno comprender en clave cristocéntrica [...] el bien de
los cónyuges (bonum coniugum)»[75],
que incluye la unidad, la apertura a la vida, la fidelidad y la
indisolubilidad, y dentro del matrimonio cristiano también la ayuda mutua en el
camino hacia la más plena amistad con el Señor. «El discernimiento de la
presencia de los semina Verbi en las otras culturas (cf. Ad
gentes divinitus, 11) también se puede aplicar a la realidad matrimonial y
familiar.
Fuera del verdadero matrimonio natural también hay elementos
positivos en las formas matrimoniales de otras tradiciones religiosas»[76],
aunque tampoco falten las sombras. Podemos decir que «toda persona que quiera
traer a este mundo una familia, que enseñe a los niños a alegrarse por cada
acción que tenga como propósito vencer el mal —una familia que muestra que el
Espíritu está vivo y actuante— encontrará gratitud y estima, no importando el
pueblo, o la religión o la región a la que pertenezca»[77].
78. «La mirada de
Cristo, cuya luz alumbra a todo hombre (cf. Jn 1,9; Gaudium et spes, 22) inspira el
cuidado pastoral de la Iglesia hacia los fieles que simplemente conviven,
quienes han contraído matrimonio sólo civil o los divorciados vueltos a casar.
Con el enfoque de la pedagogía divina, la Iglesia mira con amor a quienes
participan en su vida de modo imperfecto: pide para ellos la gracia de la
conversión; les infunde valor para hacer el bien, para hacerse cargo con amor
el uno del otro y para estar al servicio de la comunidad en la que viven y
trabajan [...]
Cuando la unión alcanza una estabilidad notable mediante un
vínculo público —y está connotada de afecto profundo, de responsabilidad por la
prole, de capacidad de superar las pruebas— puede ser vista como una
oportunidad para acompañar hacia el sacramento del matrimonio, allí donde sea
posible»[78].
79. «Frente a situaciones
difíciles y familias heridas, siempre es necesario recordar un principio
general: “Los pastores, por amor a la verdad, están obligados a discernir bien
las situaciones” (Familiaris consortio, 84). El grado de
responsabilidad no es igual en todos los casos, y puede haber factores que
limitan la capacidad de decisión. Por lo tanto, al mismo tiempo que la doctrina
se expresa con claridad, hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la
complejidad de las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que
las personas viven y sufren a causa de su condición»[79].
80. El matrimonio es en
primer lugar una «íntima comunidad conyugal de vida y amor»[80],
que constituye un bien para los mismos esposos[81],
y la sexualidad «está ordenada al amor conyugal del hombre y la mujer»[82].
Por eso, también «los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden
llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente»[83].
No obstante, esta unión está ordenada a la generación «por su propio carácter
natural»[84].
El niño que llega «no viene de fuera a añadirse al amor mutuo de los esposos;
brota del corazón mismo de ese don recíproco, del que es fruto y cumplimiento»[85].
No aparece como el final de un proceso, sino que está presente desde el inicio
del amor como una característica esencial que no puede ser negada sin mutilar
al mismo amor.
Desde el comienzo, el amor rechaza todo impulso de cerrarse en
sí mismo, y se abre a una fecundidad que lo prolonga más allá de su propia
existencia. Entonces, ningún acto genital de los esposos puede negar este
significado[86],
aunque por diversas razones no siempre pueda de hecho engendrar una nueva vida.
81. El hijo reclama
nacer de ese amor, y no de cualquier manera, ya que él «no es un derecho sino
un don»[87],
que es «el fruto del acto específico del amor conyugal de sus padres»[88].
Porque «según el orden de la creación, el amor conyugal entre un hombre y una
mujer y la transmisión de la vida están ordenados recíprocamente (cf. Gn 1,27-28).
De esta manera, el Creador hizo al hombre y a la mujer partícipes de la obra de
su creación y, al mismo tiempo, los hizo instrumentos de su amor, confiando a
su responsabilidad el futuro de la humanidad a través de la transmisión de la
vida humana»[89].
82. Los Padres
sinodales han mencionado que «no es difícil constatar que se está
difundiendo una mentalidad que reduce la generación de la vida a una variable
de los proyectos individuales o de los cónyuges»[90].
La enseñanza de la Iglesia «ayuda a vivir de manera armoniosa y consciente la
comunión entre los cónyuges, en todas sus dimensiones, junto a la
responsabilidad generativa.
Es preciso redescubrir el mensaje de la
Encíclica Humanae vitae de Pablo VI,
que hace hincapié en la necesidad de respetar la dignidad de la persona en la
valoración moral de los métodos de regulación de la natalidad [...] La opción
de la adopción y de la acogida expresa una fecundidad particular de la
experiencia conyugal»[91].
Con particular gratitud, la Iglesia «sostiene a las familias que acogen, educan
y rodean con su afecto a los hijos diversamente hábiles»[92].
83. En este contexto,
no puedo dejar de decir que, si la familia es el santuario de la vida, el lugar
donde la vida es engendrada y cuidada, constituye una contradicción lacerante
que se convierta en el lugar donde la vida es negada y destrozada.
Es tan
grande el valor de una vida humana, y es tan inalienable el derecho a la vida
del niño inocente que crece en el seno de su madre, que de ningún modo se puede
plantear como un derecho sobre el propio cuerpo la posibilidad de tomar
decisiones con respecto a esa vida, que es un fin en sí misma y que nunca puede
ser un objeto de dominio de otro ser humano.
La familia protege la vida en
todas sus etapas y también en su ocaso. Por eso, «a quienes trabajan en las
estructuras sanitarias se les recuerda la obligación moral de la objeción de
conciencia. Del mismo modo, la Iglesia no sólo siente la urgencia de afirmar el
derecho a la muerte natural, evitando el ensañamiento terapéutico y la
eutanasia», sino también «rechaza con firmeza la pena de muerte»[93].
84. Los Padres
quisieron enfatizar también que «uno de los desafíos fundamentales frente al
que se encuentran las familias de hoy es seguramente el desafío educativo,
todavía más arduo y complejo a causa de la realidad cultural actual y de la
gran influencia de los medios de comunicación»[94].
«La Iglesia desempeña un rol precioso de apoyo a las familias, partiendo de la
iniciación cristiana, a través de comunidades acogedoras»[95].
Pero me parece muy importante recordar que la educación integral de los hijos
es «obligación gravísima», a la vez que «derecho primario» de los padres[96].
No es sólo una carga o un peso, sino también un derecho esencial e
insustituible que están llamados a defender y que nadie debería pretender
quitarles.
El Estado ofrece un servicio educativo de manera subsidiaria,
acompañando la función indelegable de los padres, que tienen derecho a poder
elegir con libertad el tipo de educación —accesible y de calidad— que quieran
dar a sus hijos según sus convicciones. La escuela no sustituye a los padres
sino que los complementa. Este es un principio básico: «Cualquier otro
colaborador en el proceso educativo debe actuar en nombre de los padres, con su
consenso y, en cierta medida, incluso por encargo suyo»[97].
Pero «se ha abierto una brecha entre familia y sociedad, entre familia y
escuela, el pacto educativo hoy se ha roto; y así, la alianza educativa de la
sociedad con la familia ha entrado en crisis»[98].
85. La Iglesia está
llamada a colaborar, con una acción pastoral adecuada, para que los propios
padres puedan cumplir con su misión educativa. Siempre debe hacerlo ayudándoles
a valorar su propia función, y a reconocer que quienes han recibido el
sacramento del matrimonio se convierten en verdaderos ministros educativos,
porque cuando forman a sus hijos edifican la Iglesia[99],
y al hacerlo aceptan una vocación que Dios les propone[100].
86. «Con íntimo gozo y
profunda consolación, la Iglesia mira a las familias que permanecen fieles a
las enseñanzas del Evangelio, agradeciéndoles el testimonio que dan y
alentándolas. Gracias a ellas, en efecto, se hace creíble la belleza del
matrimonio indisoluble y fiel para siempre.
En la familia, “que se podría
llamar iglesia doméstica” (Lumen gentium, 11), madura la
primera experiencia eclesial de la comunión entre personas, en la que se
refleja, por gracia, el misterio de la Santa Trinidad. “Aquí se aprende la
paciencia y el gozo del trabajo, el amor fraterno, el perdón generoso, incluso
reiterado, y sobre todo el culto divino por medio de la oración y la ofrenda de
la propia vida” (Catecismo de la
Iglesia Católica, 1657)»[101].
87. La Iglesia es
familia de familias, constantemente enriquecida por la vida de todas las
iglesias domésticas. Por lo tanto, «en virtud del sacramento del matrimonio
cada familia se convierte, a todos los efectos, en un bien para la Iglesia. En
esta perspectiva, ciertamente también será un don valioso, para el hoy de la
Iglesia, considerar la reciprocidad entre familia e Iglesia: la Iglesia es un
bien para la familia, la familia es un bien para la Iglesia. Custodiar este don
sacramental del Señor corresponde no sólo a la familia individualmente sino a
toda la comunidad cristiana»[102].
88. El amor vivido en
las familias es una fuerza constante para la vida de la Iglesia. «El fin
unitivo del matrimonio es una llamada constante a acrecentar y profundizar este
amor. En su unión de amor los esposos experimentan la belleza de la paternidad
y la maternidad; comparten proyectos y fatigas, deseos y aficiones; aprenden a
cuidarse el uno al otro y a perdonarse mutuamente.
En este amor celebran sus
momentos felices y se apoyan en los episodios difíciles de su historia de vida
[...] La belleza del don recíproco y gratuito, la alegría por la vida que nace
y el cuidado amoroso de todos sus miembros, desde los pequeños a los ancianos,
son sólo algunos de los frutos que hacen única e insustituible la respuesta a
la vocación de la familia»[103],
tanto para la Iglesia como para la sociedad entera.
Notas a pie de página:
[77] Cf. Homilía en la Santa
Misa de clausura del VIII Encuentro Mundial de las Familias en
Filadelfia (27 septiembre 2015):L’Osservatore Romano,
ed. semanal en lengua española, 2 de octubre de 2015, p. 20.
[81] Cf . Código
de Derecho Canónico, c. 1055 § 1: « Ad bonum coniugum atque ad
prolis generationem et educationem ordinatum».
[88] Congregación
para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum vitae (22 febrero
1987), II, 8: AAS 80 (1988), 97.
[96] Código de
Derecho Canónico, c. 1136; cf. Código de los Cánones de las
Iglesias Orientales, c. 627.
[97] Pontificio
Consejo para la Familia, Sexualidad humana:
verdad y significado (8 diciembre 1995), 23.
[98] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[99] Cf. Juan Pablo
II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 38: AAS 74 (1982), 129.
[100] Cf. Discurso a la
Asamblea diocesana de Roma (14 junio
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
19 de junio de 2015, p. 6.
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