miércoles, 29 de marzo de 2023

TEMA 273. CURSO 2022-2023. EXHORTACIÓN APOSTÓLICA CHRISTIFIDELES LAICI "FIELES LAICOS". CAPÍTULO III . OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO. La corresponsabilidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misión (4)

 

Situar al hombre en el centro de la vida económico-social (43)

Evangelizar la cultura y las culturas del hombre (44)


Situar al hombre en el centro de la vida económico-social

43. El servicio a la sociedad por parte de los fieles laicos encuentra su momento esencial en la cuestión económico-social, que tiene por clave la organización del trabajo.

La gravedad actual de los problemas que implica tal cuestión, considerada bajo el punto de vista del desarrollo y según la solución propuesta por la doctrina social de la Iglesia, ha sido recordada recientemente en la Encíclica Sollicitudo rei socialisa la que remito encarecidamente a todos, especialmente a los fieles laicos.

Entre los baluartes de la doctrina social de la Iglesia está el principio de la destinación universal de los bienes. Los bienes de la tierra se ofrecen, en el designio divino, a todos los hombres y a cada hombre como medio para el desarrollo de una vida auténticamente humana. Al servicio de esta destinación se encuentra la propiedad privada, que —precisamente por esto— posee una intrínseca función social. Concretamente el trabajo del hombre y de la mujer representa el instrumento más común e inmediato para el desarrollo de la vida económica, instrumento, que, al mismo tiempo, constituye un derecho y un deber de cada hombre.

Todo este campo viene a formar parte, en modo particular, de la misión de los fieles laicos. El fin y el criterio de su presencia y de su acción han sido formulados en términos generales por el Concilio Vaticano II: «También en la vida económico-social deben respetarse y promoverse la dignidad de la persona humana, su entera vocación y el bien de toda la sociedad. Porque el hombre es el autor, el centro y el fin de toda la vida económico-social»[158].

En el contexto de las perturbadoras transformaciones que hoy se dan en el mundo de la economía y del trabajo, los fieles laicos han de comprometerse, en primera fila, a resolver los gravísimos problemas de la creciente desocupación, a pelear por la más tempestiva superación de numerosas injusticias provenientes de deformadas organizaciones del trabajo, a convertir el lugar de trabajo en una comunidad de personas respetadas en su subjetividad y en su derecho a la participación, a desarrollar nuevas formas de solidaridad entre quienes participan en el trabajo común, a suscitar nuevas formas de iniciativa empresarial y a revisar los sistemas de comercio, de financiación y de intercambios tecnológicos.

Con ese fin, los fieles laicos han de cumplir su trabajo con competencia profesional, con honestidad humana, con espíritu cristiano, como camino de la propia santificación[159], según la explícita invitación del Concilio: «Con el trabajo, el hombre provee ordinariamente a la propia vida y a la de sus familiares; se une a sus hermanos los hombres y les hace un servicio; puede practicar la verdadera caridad y cooperar con la propia actividad al perfeccionamiento de la creación divina. No sólo esto. Sabemos que, con la oblación de su trabajo a Dios, los hombres se asocian a la propia obra redentora de Jesucristo, quien dio al trabajo una dignidad sobreeminente, laborando con sus propias manos en Nazaret»[160].

En relación con la vida económico-social y con el trabajo, se plantea hoy, de modo cada vez más agudo, la llamada cuestión «ecológica». Es cierto que el hombre ha recibido de Dios mismo el encargo de «dominar» las cosas creadas y de «cultivar el jardín» del mundo; pero ésta es una tarea que el hombre ha de llevar a cabo respetando la imagen divina recibida, y, por tanto, con inteligencia y amor: debe sentirse responsable de los dones que Dios le ha concedido y continuamente le concede. El hombre tiene en sus manos un don que debe pasar —y, si fuera posible, incluso mejorado— a las futuras generaciones, que también son destinatarias de los dones del Señor. «El dominio confiado al hombre por el Creador (...) no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de "usar y abusar", o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de "comer del fruto del árbol" (cf. Gn 2, 16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza visible (...), estamos sometidos a las leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya trasgresión no queda impune. Una justa concepción del desarrollo no puede prescindir de estas consideraciones, relativas al uso de los elementos de la naturaleza, a la renovabilidad de los recursos y a las consecuencias de una industrialización desordenada; las cuales ponen ante nuestra conciencia la dimensión moral, que debe distinguir el desarrollo»[161].

 

Evangelizar la cultura y las culturas del hombre

44. El servicio a la persona y a la sociedad humana se manifiesta y se actúa a través de la creación y la transmisión de la cultura, que especialmente en nuestros días constituye una de las más graves responsabilidades de la convivencia humana y de la evolución social. A la luz del Concilio, entendemos por «cultura» todos aquellos «medios con los que el hombre afina y desarrolla sus innumerables cualidades espirituales y corporales; procura someter el mismo orbe terrestre con su conocimiento y trabajo; hace más humana la vida social, tanto en la familia como en la sociedad civil, mediante el progreso de las costumbres e instituciones; finalmente, a lo largo del tiempo, expresa, comunica y conserva en sus obras grandes experiencias espirituales y aspiraciones, para que sirvan al progreso de muchos, e incluso de todo el género humano»[162]. En este sentido, la cultura debe considerarse como el bien común de cada pueblo, la expresión de su dignidad, libertad y creatividad, el testimonio de su camino histórico. En concreto, sólo desde dentro y a través de la cultura, la fe cristiana llega a hacerse histórica y creadora de historia.

Frente al desarrollo de una cultura que se configura como escindida, no sólo de la fe cristiana, sino incluso de los mismos valores humanos[163], como también frente a una cierta cultura científica y tecnológica, impotente para dar respuesta a la apremiante exigencia de verdad y de bien que arde en el corazón de los hombres, la Iglesia es plenamente consciente de la urgencia pastoral de reservar a la cultura una especialísima atención.

Por eso la Iglesia pide que los fieles laicos estén presentes, con la insignia de la valentía y de la creatividad intelectual, en los puestos privilegiados de la cultura, como son el mundo de la escuela y de la universidad, los ambientes de investigación científica y técnica, los lugares de la creación artística y de la reflexión humanista. Tal presencia está destinada no sólo al reconocimiento y a la eventual purificación de los elementos de la cultura existente críticamente ponderados, sino también a su elevación mediante las riquezas originales del Evangelio y de la fe cristiana. 

Lo que el Concilio Vaticano II escribe sobre las relaciones entre el Evangelio y la cultura representa un hecho histórico constante y, a la vez, un ideal práctico de singular actualidad y urgencia; es un programa exigente consignado a la responsabilidad pastoral de la Iglesia entera y, dentro de ella, a la específica responsabilidad de los fieles laicos: «La grata noticia de Cristo renueva constantemente la vida y la cultura del hombre caído, combate y elimina los errores y males que provienen de la seducción permanente del pecado. Purifica y eleva incesantemente la moral de los pueblos (...). Así, la Iglesia, cumpliendo su misión propia, contribuye, por este mismo hecho, a la cultura humana y la impulsa, y con su actividad —incluso litúrgica— educa al hombre en la libertad interior»[164].

Merecen volver a ser consideradas aquí algunas frases particularmente significativas de la Exhortación Evangelii nuntiandi de Pablo VI: «La Iglesia evangeliza siempre que, en virtud de la sola potencia divina del Mensaje que proclama (cf. Rm 1, 16; 1 Co 1, 18, 2, 4), intenta convertir la conciencia personal y a la vez colectiva de los hombres, las actividades en las que trabajan, su vida y ambiente concreto. Estratos de la sociedad que se transforman: para la Iglesia no se trata sólo de predicar el Evangelio en zonas geográficas siempre más amplias o a poblaciones cada vez más extendidas, sino también de alcanzar y casi trastornar mediante la fuerza del Evangelio los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, la línea de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida de la humanidad que están en contraste con la Palabra de Dios y con su plan de salvación. 

Se podría expresar todo esto del siguiente modo: es necesario evangelizar —no decorativamente, a manera de un barniz superficial, sino en modo vital, en profundidad y hasta las raíces— la cultura y las culturas del hombre (...). La ruptura entre Evangelio y cultura es sin duda el drama de nuestra época, como también lo fue de otras. Es necesario, por tanto, hacer todos los esfuerzos en pro de una generosa evangelización de la cultura, más exactamente, de las culturas»[165].

Actualmente el camino privilegiado para la creación y para la transmisión de la cultura son los instrumentos de comunicación social[166]. También el mundo de los mass-media, como consecuencia del acelerado desarrollo innovador y del influjo, a la vez planetario y capilar, sobre la formación de la mentalidad y de las costumbres, representa una nueva frontera de la misión de la Iglesia. En particular, la responsabilidad profesional de los fieles laicos en este campo, ejercitada bien a título personal bien mediante iniciativas e instituciones comunitarias, exige ser reconocida en todo su valor y sostenida con los más adecuados recursos materiales, intelectuales y pastorales.

En el uso y recepción de los instrumentos de comunicación urge tanto una labor educativa del sentido crítico animado por la pasión por la verdad, como una labor de defensa de la libertad, del respeto a la dignidad personal, de la elevación de la auténtica cultura de los pueblos, mediante el rechazo firme y valiente de toda forma de monopolización y manipulación.

Tampoco en esta acción de defensa termina la responsabilidad apostólica de los fieles laicos. En todos los caminos del mundo, también en aquellos principales de la prensa, del cine, de la radio, de la televisión y del teatro, debe ser anunciado el Evangelio que salva.

Notas a pie de página:

[158] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 63.

[159] Cf. Propositio 24.

[160] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 67. Cf. Juan Pablo II, Enc. Laborem exercens, 24-27: AAS 73 (1981) 637-647.

[161] Juan Pablo II, Enc. Sollicitudo rei socialis, 34: AAS 80 (1988) 560.

[162] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 53.

[163] Cf. Propositio 35.

[164] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo actual Gaudium et spes, 58.

[165] Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 18-20: AAS 68 (1976) 18-19.