La fuerza
evangelizadora de la piedad popular
122. Del mismo modo,
podemos pensar que los distintos pueblos en los que ha sido inculturado el
Evangelio son sujetos colectivos activos, agentes de la evangelización. Esto es
así porque cada pueblo es el creador de su cultura y el protagonista de su
historia. La cultura es algo dinámico, que un pueblo recrea permanentemente, y
cada generación le transmite a la siguiente un sistema de actitudes ante las
distintas situaciones existenciales, que ésta debe reformular frente a sus
propios desafíos.
El ser humano «es al mismo tiempo hijo y padre de la cultura
a la que pertenece»[97]. Cuando en un pueblo se ha inculturado
el Evangelio, en su proceso de transmisión cultural también transmite la fe de
maneras siempre nuevas; de aquí la importancia de la evangelización entendida
como inculturación. Cada porción del Pueblo de Dios, al traducir en su vida el
don de Dios según su genio propio, da testimonio de la fe recibida y la
enriquece con nuevas expresiones que son elocuentes.
Puede decirse que «el
pueblo se evangeliza continuamente a sí mismo»[98]. Aquí toma importancia la piedad
popular, verdadera expresión de la acción misionera espontánea del Pueblo de
Dios. Se trata de una realidad en permanente desarrollo, donde el Espíritu
Santo es el agente principal[99].
123. En la piedad
popular puede percibirse el modo en que la fe recibida se encarnó en una
cultura y se sigue transmitiendo. En algún tiempo mirada con desconfianza, ha
sido objeto de revalorización en las décadas posteriores al Concilio. Fue Pablo
VI en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi quien
dio un impulso decisivo en ese sentido. Allí explica que la piedad popular
«refleja una sed de Dios que solamente los pobres y sencillos pueden conocer»[100] y que «hace capaz de generosidad y
sacrificio hasta el heroísmo, cuando se trata de manifestar la fe»[101]. Más cerca de nuestros días, Benedicto
XVI, en América Latina, señaló que se trata de un «precioso tesoro de la
Iglesia católica» y que en ella «aparece el alma de los pueblos
latinoamericanos»[102].
124. En el Documento
de Aparecida se describen las riquezas que el Espíritu Santo despliega
en la piedad popular con su iniciativa gratuita. En ese amado continente, donde
gran cantidad de cristianos expresan su fe a través de la piedad popular, los
Obispos la llaman también «espiritualidad popular» o «mística popular»[103].
Se trata de una verdadera
«espiritualidad encarnada en la cultura de los sencillos»[104]. No está vacía de contenidos, sino que
los descubre y expresa más por la vía simbólica que por el uso de la razón
instrumental, y en el acto de fe se acentúa más el credere in Deum que
el credere Deum[105].
Es «una manera legítima de vivir la
fe, un modo de sentirse parte de la Iglesia, y una forma de ser misioneros»[106]; conlleva la gracia de la
misionariedad, del salir de sí y del peregrinar: «El caminar juntos hacia los
santuarios y el participar en otras manifestaciones de la piedad popular,
también llevando a los hijos o invitando a otros, es en sí mismo un gesto
evangelizador»[107]. ¡No coartemos ni pretendamos controlar
esa fuerza misionera!
125. Para entender
esta realidad hace falta acercarse a ella con la mirada del Buen Pastor, que no
busca juzgar sino amar. Sólo desde la connaturalidad afectiva que da el amor
podemos apreciar la vida teologal presente en la piedad de los pueblos
cristianos, especialmente en sus pobres.
Pienso en la fe firme de esas madres
al pie del lecho del hijo enfermo que se aferran a un rosario aunque no sepan
hilvanar las proposiciones del Credo, o en tanta carga de esperanza derramada en
una vela que se enciende en un humilde hogar para pedir ayuda a María, o en
esas miradas de amor entrañable al Cristo crucificado. Quien ama al santo
Pueblo fiel de Dios no puede ver estas acciones sólo como una búsqueda natural
de la divinidad. Son la manifestación de una vida teologal animada por la
acción del Espíritu Santo que ha sido derramado en nuestros corazones
(cf. Rm 5,5).
126. En la piedad
popular, por ser fruto del Evangelio inculturado, subyace una fuerza
activamente evangelizadora que no podemos menospreciar: sería desconocer la
obra del Espíritu Santo. Más bien estamos llamados a alentarla y fortalecerla
para profundizar el proceso de inculturación que es una realidad nunca acabada.
Las expresiones de la piedad popular tienen mucho que enseñarnos y, para quien
sabe leerlas, son un lugar teológico al que debemos prestar
atención, particularmente a la hora de pensar la nueva evangelización.
127. Hoy que la
Iglesia quiere vivir una profunda renovación misionera, hay una forma de
predicación que nos compete a todos como tarea cotidiana. Se trata de llevar el
Evangelio a las personas que cada uno trata, tanto a los más cercanos como a
los desconocidos. Es la predicación informal que se puede realizar en medio de
una conversación y también es la que realiza un misionero cuando visita un
hogar. Ser discípulo es tener la disposición permanente de llevar a otros el
amor de Jesús y eso se produce espontáneamente en cualquier lugar: en la calle,
en la plaza, en el trabajo, en un camino.
128. En esta
predicación, siempre respetuosa y amable, el primer momento es un diálogo
personal, donde la otra persona se expresa y comparte sus alegrías, sus
esperanzas, las inquietudes por sus seres queridos y tantas cosas que llenan el
corazón. Sólo después de esta conversación es posible presentarle la Palabra,
sea con la lectura de algún versículo o de un modo narrativo, pero siempre
recordando el anuncio fundamental: el amor personal de Dios que se hizo hombre,
se entregó por nosotros y está vivo ofreciendo su salvación y su amistad.
Es el
anuncio que se comparte con una actitud humilde y testimonial de quien siempre
sabe aprender, con la conciencia de que ese mensaje es tan rico y tan profundo
que siempre nos supera. A veces se expresa de manera más directa, otras veces a
través de un testimonio personal, de un relato, de un gesto o de la forma que
el mismo Espíritu Santo pueda suscitar en una circunstancia concreta.
Si parece
prudente y se dan las condiciones, es bueno que este encuentro fraterno y misionero
termine con una breve oración que se conecte con las inquietudes que la persona
ha manifestado. Así, percibirá mejor que ha sido escuchada e interpretada, que
su situación queda en la presencia de Dios, y reconocerá que la Palabra de Dios
realmente le habla a su propia existencia.
129. No hay que
pensar que el anuncio evangélico deba transmitirse siempre con determinadas
fórmulas aprendidas, o con palabras precisas que expresen un contenido
absolutamente invariable. Se transmite de formas tan diversas que sería
imposible describirlas o catalogarlas, donde el Pueblo de Dios, con sus
innumerables gestos y signos, es sujeto colectivo.
Por consiguiente, si el
Evangelio se ha encarnado en una cultura, ya no se comunica sólo a través del
anuncio persona a persona. Esto debe hacernos pensar que, en aquellos países
donde el cristianismo es minoría, además de alentar a cada bautizado a anunciar
el Evangelio, las Iglesias particulares deben fomentar activamente formas, al
menos incipientes, de inculturación.
Lo que debe procurarse, en definitiva, es
que la predicación del Evangelio, expresada con categorías propias de la
cultura donde es anunciado, provoque una nueva síntesis con esa cultura. Aunque
estos procesos son siempre lentos, a veces el miedo nos paraliza demasiado. Si
dejamos que las dudas y temores sofoquen toda audacia, es posible que, en lugar
de ser creativos, simplemente nos quedemos cómodos y no provoquemos avance
alguno y, en ese caso, no seremos partícipes de procesos históricos con nuestra
cooperación, sino simplemente espectadores de un estancamiento infecundo de la
Iglesia.
130. El Espíritu
Santo también enriquece a toda la Iglesia evangelizadora con distintos
carismas. Son dones para renovar y edificar la Iglesia[108]. No son un patrimonio cerrado,
entregado a un grupo para que lo custodie; más bien son regalos del Espíritu
integrados en el cuerpo eclesial, atraídos hacia el centro que es Cristo, desde
donde se encauzan en un impulso evangelizador. Un signo claro de la
autenticidad de un carisma es su eclesialidad, su capacidad para integrarse
armónicamente en la vida del santo Pueblo fiel de Dios para el bien de todos.
Una verdadera novedad suscitada por el Espíritu no necesita arrojar sombras
sobre otras espiritualidades y dones para afirmarse a sí misma. En la medida en
que un carisma dirija mejor su mirada al corazón del Evangelio, más eclesial
será su ejercicio. En la comunión, aunque duela, es donde un carisma se vuelve
auténtica y misteriosamente fecundo. Si vive este desafío, la Iglesia puede ser
un modelo para la paz en el mundo.
131. Las diferencias
entre las personas y comunidades a veces son incómodas, pero el Espíritu Santo,
que suscita esa diversidad, puede sacar de todo algo bueno y convertirlo en un
dinamismo evangelizador que actúa por atracción. La diversidad tiene que ser
siempre reconciliada con la ayuda del Espíritu Santo; sólo Él puede suscitar la
diversidad, la pluralidad, la multiplicidad y, al mismo tiempo, realizar la
unidad.
En cambio, cuando somos nosotros los que pretendemos la diversidad y
nos encerramos en nuestros particularismos, en nuestros exclusivismos,
provocamos la división y, por otra parte, cuando somos nosotros quienes
queremos construir la unidad con nuestros planes humanos, terminamos por
imponer la uniformidad, la homologación. Esto no ayuda a la misión de la
Iglesia.
132. El anuncio a la
cultura implica también un anuncio a las culturas profesionales, científicas y
académicas. Se trata del encuentro entre la fe, la razón y las ciencias, que
procura desarrollar un nuevo discurso de la credibilidad, una original
apologética[109] que ayude a crear las
disposiciones para que el Evangelio sea escuchado por todos.
Cuando algunas
categorías de la razón y de las ciencias son acogidas en el anuncio del
mensaje, esas mismas categorías se convierten en instrumentos de
evangelización; es el agua convertida en vino. Es aquello que, asumido, no sólo
es redimido sino que se vuelve instrumento del Espíritu para iluminar y renovar
el mundo.
133. Ya que no basta
la preocupación del evangelizador por llegar a cada persona, y el Evangelio
también se anuncia a las culturas en su conjunto, la teología —no sólo la
teología pastoral— en diálogo con otras ciencias y experiencias humanas, tiene
gran importancia para pensar cómo hacer llegar la propuesta del Evangelio a la
diversidad de contextos culturales y de destinatarios[110].
La Iglesia, empeñada en la
evangelización, aprecia y alienta el carisma de los teólogos y su esfuerzo por
la investigación teológica, que promueve el diálogo con el mundo de las
culturas y de las ciencias. Convoco a los teólogos a cumplir este servicio como
parte de la misión salvífica de la Iglesia. Pero es necesario que, para tal propósito,
lleven en el corazón la finalidad evangelizadora de la Iglesia y también de la
teología, y no se contenten con una teología de escritorio.
134. Las
Universidades son un ámbito privilegiado para pensar y desarrollar este empeño
evangelizador de un modo interdisciplinario e integrador. Las escuelas
católicas, que intentan siempre conjugar la tarea educativa con el anuncio
explícito del Evangelio, constituyen un aporte muy valioso a la evangelización
de la cultura, aun en los países y ciudades donde una situación adversa nos
estimule a usar nuestra creatividad para encontrar los caminos adecuados[111].