SIN DIOS EL HOMBRE NO PUEDE GOBERNAR POR SI MISMO EL
PROGRESO
Sin
Dios el hombre no sabe donde ir ni tampoco logra entender quién es. Ante
los grandes problemas del desarrollo de los pueblos, que nos impulsan casi al
desasosiego y al abatimiento, viene en nuestro auxilio la palabra de
Jesucristo, que nos hace saber: «Sin mí no podéis hacer nada» (Jn 15,5).
Y nos anima: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final del mundo» (Mt
28,20).
Pablo VI nos ha recordado en la Populorum progressio que el hombre no es
capaz de gobernar por sí mismo su propio progreso, porque él solo no puede
fundar un verdadero humanismo. Sólo si pensamos que se nos ha llamado
individualmente y como comunidad a formar parte de la familia de Dios como
hijos suyos, seremos capaces de forjar un pensamiento nuevo y sacar nuevas
energías al servicio de un humanismo íntegro y verdadero. Por tanto, la fuerza
más poderosa al servicio del desarrollo es un humanismo cristiano, que
vivifique la caridad y que se deje guiar por la verdad, acogiendo una y otra
como un don permanente de Dios.
La
disponibilidad para con Dios provoca la disponibilidad para con los hermanos y
una vida entendida como una tarea solidaria y gozosa. Al contrario, la cerrazón
ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el
peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de
los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios
es un humanismo inhumano.
Ante el ingente trabajo que queda por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto con los que se unen en su nombre y trabajan por la justicia.. Al contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano.
Ante el ingente trabajo que queda por hacer, la fe en la presencia de Dios nos sostiene, junto con los que se unen en su nombre y trabajan por la justicia.. Al contrario, la cerrazón ideológica a Dios y el indiferentismo ateo, que olvida al Creador y corre el peligro de olvidar también los valores humanos, se presentan hoy como uno de los mayores obstáculos para el desarrollo. El humanismo que excluye a Dios es un humanismo inhumano.
Solamente
un humanismo abierto al Absoluto nos puede guiar en la promoción y realización
de formas de vida social y civil —en el ámbito de las estructuras, las
instituciones, la cultura y el ethos—, protegiéndonos del riesgo de
quedar apresados por las modas del momento. La conciencia del amor
indestructible de Dios es la que nos sostiene en el duro y apasionante
compromiso por la justicia, por el desarrollo de los pueblos, entre éxitos y
fracasos, y en la tarea constante de dar un recto ordenamiento a las realidades
humanas.
El amor de Dios nos invita a salir de lo que es limitado
y no definitivo, nos da valor para trabajar y seguir en busca del bien de todos, aun cuando no se realice inmediatamente, aun cuando lo
que consigamos nosotros, las autoridades políticas y los agentes económicos,
sea siempre menos de lo que anhelamos[158].
Dios nos da la fuerza para luchar y sufrir por amor al bien común, porque Él es
nuestro Todo, nuestra esperanza más grande.
CRISTIANOS AL SERVICIO DEL
DESARROLLO
El desarrollo necesita cristianos con los brazos
levantados hacia Dios en
oración, cristianos conscientes de que el amor lleno de verdad, caritas in
veritate, del que procede el auténtico desarrollo, no es el resultado de
nuestro esfuerzo sino un don. Por ello, también en los momentos más difíciles y
complejos, además de actuar con sensatez, hemos de volvernos ante todo a su
amor.
El
desarrollo conlleva atención a la vida espiritual, tener en cuenta seriamente
la experiencia de fe en Dios, de fraternidad espiritual en Cristo, de confianza
en la Providencia y en la Misericordia divina, de amor y perdón, de renuncia a
uno mismo, de acogida del prójimo, de justicia y de paz. Todo esto es
indispensable para transformar los «corazones de piedra» en «corazones de
carne» (Ez 36,26), y hacer así la vida terrena más «divina» y por tanto
más digna del hombre.
Todo
esto es del hombre, porque el hombre es sujeto de su existencia;
y a la vez es de Dios, porque Dios es el principio y el fin de
todo lo que tiene valor y nos redime: «el mundo, la vida, la muerte, lo
presente, lo futuro. Todo es vuestro, vosotros de Cristo, y Cristo de Dios» (1
Co 3,22-23).
El
anhelo del cristiano es que toda la familia humana pueda invocar a Dios como
«Padre nuestro». Que junto al Hijo unigénito, todos los hombres puedan aprender
a rezar al Padre y a suplicarle con las palabras que el mismo Jesús nos ha
enseñado, que sepamos santificarlo viviendo según su voluntad, y tengamos
también el pan necesario de cada día, comprensión y generosidad con los que nos
ofenden, que no se nos someta excesivamente a las pruebas y se nos libre del
mal (cf. Mt 6,9-13).
Al
concluir el Año Paulino, me complace expresar este deseo con las mismas
palabras del Apóstol en su carta a los Romanos: «Que vuestra caridad
no sea una farsa: aborreced lo malo y apegaos a lo bueno. Como buenos hermanos,
sed cariñosos unos con otros, estimando a los demás más que a uno mismo»
(12,9-10). Que la Virgen María, proclamada por Pablo VI Mater
Ecclesiae y honrada por el pueblo cristiano como Speculum iustitiae y
Regina pacis, nos proteja y nos obtenga por su intercesión celestial la
fuerza, la esperanza y la alegría necesaria para continuar generosamente la
tarea en favor del «desarrollo de todo el hombre y de todos los hombres»[159].
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio,
solemnidad de San Pedro y San Pablo, del año 2009, quinto de mi Pontificado.
BENEDICTO XVI