Fuerza que conforta en el sufrimiento
56. San Pablo,
escribiendo a los cristianos de Corinto sobre sus tribulaciones y sufrimientos,
pone su fe en relación con la predicación del Evangelio. Dice que así se cumple
en él el pasaje de la Escritura: « Creí, por eso hablé » (2 Co 4,13). Es
una cita del Salmo 116. El Apóstol se refiere a una expresión del Salmo 116 en
la que el salmista exclama: « Tenía fe, aun cuando dije: ‘‘¡Qué desgraciado
soy!” » (v. 10).
Hablar de fe comporta a menudo hablar también de pruebas
dolorosas, pero precisamente en ellas san Pablo ve el anuncio más convincente
del Evangelio, porque en la debilidad y en el sufrimiento se hace manifiesta y
palpable el poder de Dios que supera nuestra debilidad y nuestro sufrimiento.
El Apóstol mismo se encuentra en peligro de muerte, una muerte que se
convertirá en vida para los cristianos (cf. 2 Co 4,7-12). En la hora de
la prueba, la fe nos ilumina y, precisamente en medio del sufrimiento y la
debilidad, aparece claro que « no nos predicamos a nosotros mismos, sino a
Jesucristo como Señor » (2 Co 4,5).
El capítulo 11 de la Carta a los
Hebreos termina con una referencia a aquellos que han sufrido por la fe (cf. Hb
11,35-38), entre los cuales ocupa un puesto destacado Moisés, que ha asumido la
afrenta de Cristo (cf. v. 26). El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento,
pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega
confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede
constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor.
Viendo la unión de
Cristo con el Padre, incluso en el momento de mayor sufrimiento en la cruz (cf.
Mc 15,34), el cristiano aprende a participar en la misma mirada de
Cristo. Incluso la muerte queda iluminada y puede ser vivida como la última
llamada de la fe, el último « Sal de tu tierra », el último « Ven »,
pronunciado por el Padre, en cuyas manos nos ponemos con la confianza de que nos
sostendrá incluso en el paso definitivo.
57. La luz de la fe no
nos lleva a olvidarnos de los sufrimientos del mundo. ¡Cuántos hombres y
mujeres de fe han recibido luz de las personas que sufren! San Francisco de
Asís, del leproso; la Beata Madre Teresa de Calcuta, de sus pobres. Han captado
el misterio que se esconde en ellos. Acercándose a ellos, no les han quitado
todos sus sufrimientos, ni han podido dar razón cumplida de todos los males que
los aquejan.
La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como
una lámpara, guía nuestros pasos en la noche, y esto basta para caminar. Al
hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le
responde con una presencia que le acompaña, con una historia de bien que se une
a toda historia de sufrimiento para abrir en ella un resquicio de luz. En
Cristo, Dios mismo ha querido compartir con nosotros este camino y ofrecernos
su mirada para darnos luz. Cristo es aquel que, habiendo soportado el dolor, «
inició y completa nuestra fe » (Hb 12,2).
El sufrimiento nos
recuerda que el servicio de la fe al bien común es siempre un servicio de
esperanza, que mira adelante, sabiendo que sólo en Dios, en el futuro que viene
de Jesús resucitado, puede encontrar nuestra sociedad cimientos sólidos y
duraderos.
En este sentido, la fe va de la mano de la esperanza porque, aunque
nuestra morada terrenal se destruye, tenemos una mansión eterna, que Dios ha
inaugurado ya en Cristo, en su cuerpo (cf. 2 Co 4,16-5,5). El dinamismo
de fe, esperanza y caridad (cf. 1 Ts 1,3; 1 Co 13,13) nos permite
así integrar las preocupaciones de todos los hombres en nuestro camino hacia
aquella ciudad « cuyo arquitecto y constructor iba a ser Dios » (Hb
11,10), porque « la esperanza no defrauda » (Rm 5,5).
En unidad con la fe y la
caridad, la esperanza nos proyecta hacia un futuro cierto, que se sitúa en una
perspectiva diversa de las propuestas ilusorias de los ídolos del mundo, pero
que da un impulso y una fuerza nueva para vivir cada día.
No nos dejemos robar
la esperanza, no permitamos que la banalicen con soluciones y propuestas
inmediatas que obstruyen el camino, que « fragmentan » el tiempo,
transformándolo en espacio. El tiempo es siempre superior al espacio. El
espacio cristaliza los procesos; el tiempo, en cambio, proyecta hacia el futuro
e impulsa a caminar con esperanza.
Bienaventurada la que ha creído (Lc 1,45)
58. En la parábola del
sembrador, san Lucas nos ha dejado estas palabras con las que Jesús explica el
significado de la « tierra buena »: « Son los que escuchan la palabra con un
corazón noble y generoso, la guardan y dan fruto con perseverancia » (Lc
8,15).
En el contexto del Evangelio de Lucas, la mención del corazón noble y
generoso, que escucha y guarda la Palabra, es un retrato implícito de la fe de
la Virgen María. El mismo evangelista habla de la memoria de María, que
conservaba en su corazón todo lo que escuchaba y veía, de modo que la Palabra
diese fruto en su vida. La Madre del Señor es icono perfecto de la fe, como
dice santa Isabel: « Bienaventurada la que ha creído » (Lc 1,45)
En María, Hija de Sión,
se cumple la larga historia de fe del Antiguo Testamento, que incluye la
historia de tantas mujeres fieles, comenzando por Sara, mujeres que, junto a
los patriarcas, fueron testigos del cumplimiento de las promesas de Dios y del
surgimiento de la vida nueva.
En la plenitud de los tiempos, la Palabra de Dios
fue dirigida a María, y ella la acogió con todo su ser, en su corazón, para que
tomase carne en ella y naciese como luz para los hombres.
San Justino mártir,
en su Diálogo con Trifón, tiene una hermosa expresión, en la que dice
que María, al aceptar el mensaje del Ángel, concibió « fe y alegría »[49].
En la Madre de Jesús, la fe ha dado su mejor fruto, y cuando nuestra vida
espiritual da fruto, nos llenamos de alegría, que es el signo más evidente de
la grandeza de la fe.
En su vida, María ha realizado la peregrinación de la fe,
siguiendo a su Hijo[50].50
Así, en María, el camino de fe del Antiguo Testamento es asumido en el
seguimiento de Jesús y se deja transformar por él, entrando a formar parte de
la mirada única del Hijo de Dios encarnado.
59. Podemos decir que en
la Bienaventurada Virgen María se realiza eso en lo que antes he insistido, que
el creyente está totalmente implicado en su confesión de fe. María está
íntimamente asociada, por su unión con Cristo, a lo que creemos. En la
concepción virginal de María tenemos un signo claro de la filiación divina de
Cristo.
El origen eterno de Cristo está en el Padre; él es el Hijo, en sentido
total y único; y por eso, es engendrado en el tiempo sin concurso de varón.
Siendo Hijo, Jesús puede traer al mundo un nuevo comienzo y una nueva luz, la
plenitud del amor fiel de Dios, que se entrega a los hombres.
Por otra parte,
la verdadera maternidad de María ha asegurado para el Hijo de Dios una
verdadera historia humana, una verdadera carne, en la que morirá en la cruz y
resucitará de los muertos. María lo acompañará hasta la cruz (cf. Jn
19,25), desde donde su maternidad se extenderá a todos los discípulos de su
Hijo (cf. Jn 19,26-27). También estará presente en el Cenáculo, después
de la resurrección y de la ascensión, para implorar el don del Espíritu con los
apóstoles (cf. Hch 1,14).
El movimiento de amor entre el Padre y el Hijo
en el Espíritu ha recorrido nuestra historia; Cristo nos atrae a sí para
salvarnos (cf. Jn 12,32). En el centro de la fe se encuentra la
confesión de Jesús, Hijo de Dios, nacido de mujer, que nos introduce, mediante
el don del Espíritu santo, en la filiación adoptiva (cf. Ga 4,4-6).
60. Nos dirigimos en
oración a María, madre de la Iglesia y madre de nuestra fe.
¡Madre, ayuda nuestra
fe!
Abre nuestro oído a la
Palabra, para que reconozcamos la voz de Dios y su llamada.
Aviva en nosotros el
deseo de seguir sus pasos, saliendo de nuestra tierra y confiando en su
promesa.
Ayúdanos a dejarnos
tocar por su amor, para que podamos tocarlo en la fe.
Ayúdanos a fiarnos
plenamente de él, a creer en su amor, sobre todo en los momentos de tribulación
y de cruz, cuando nuestra fe es llamada a crecer y a madurar.
Siembra en nuestra fe la
alegría del Resucitado.
Recuérdanos que quien
cree no está nunca solo.
Enséñanos a mirar con
los ojos de Jesús, para que él sea luz en nuestro camino.
Y que esta luz de la fe
crezca continuamente en nosotros, hasta que llegue el día sin ocaso, que es el
mismo Cristo, tu Hijo, nuestro Señor.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el 29 de junio, solemnidad de los Santos
Apóstoles Pedro y Pablo, del año 2013, primero de mi Pontificado.
FRANCISCUS