lunes, 12 de mayo de 2025

Tema 315 PLAN INTEGRAL DE FORMACIÓN PRIMER CURSO. TESIS 21. LA GRACIA DE DIOS (2)

 

TESIS 21.

LA GRACIA DE DIOS (2)

 

1El hombre necesita la ayuda de la gracia para poder alcanzar su máxima relación con Dios en esta vida, 2la inhabitación de las Personas divinas, que conlleva una participación de la naturaleza divina y la filiación adoptiva. 3En esta nueva situación el hombre es justificado y puede colaborar con la acción de Dios de manera que merezca la vida eterna ejercitando ante todo las virtudes infusas, y en especial la caridad.

 

1.  Necesidad de la Gracia

1.1       Momentos esenciales del desarrollo dogmático sobre la gracia

1.2       Necesidad de la gracia para los actos buenos del hombre

1.3       La gracia y la libertad del hombre

 

2.  Inhabitación de las Personas Divinas y estado de Gracia

2.1            Relación con las Personas divinas por lainhabitación

2.2       La gracia habitual en el hombre

2.3       Participación de la naturaleza divina y filiación

 

3.  la Justificación y las Virudes Infusas

3.1       La justificación del pecador

3.2       El mérito

3.3       Las virtudes infusas

 

 

 


CEC 1987-2029; Compendio 422-428

 

ConCilio ii DE orangE, Cánones (3.7.529) 3-25 DS 373-395

ConCilio DE TrEnTo, Decreto sobre la justificación (13.1.1547) DS 1520-1583

pío Xii, Encíclica Mystici corporis (29.6.1943) DS 3814-3815 S.Th. I, q.43; I-II q.62; 109-114


 

 

3        LA JUSTIFICACIÓN Y LAS VIRTUDES INFUSAS

 

3.1  La justificación del pecador


La justificación se puede entender en sentido activo (acción de Dios que justifica al pecador) y pasivo (movimiento de la criatura racional a la justicia), que podría producirse a partir simplemente de la no justicia, o como realmente sucede, a partir del estado de pecado. Por justicia no se entiende la virtud, sino la rectitud general del orden del hombre que se somete a Dios. Dado que la justicia implica la totalidad e integridad del orden del hombre, conlleva el perdón del pecado mortal, que separa y aleja de Dios. El Concilio de Trento precisó esta cuestión y recordó algunos pasajes bíblicos fundamentales sobre el tema.

 

La justificación conlleva la infusión de la gracia divina, porque no es simple mente el perdón de los pecados, sino también la santificación, como recordó el mismo concilio de Trento. La benevolencia de Dios produce no sólo el perdón, sino la nueva vida, en la que se dan diversos grados, de manera que la misma gracia santificante perdona el pecado y otorga la nueva vida.

 

En la justificación el pecador se mueve hacia la justicia por efecto de la gracia, y como esta moción de Dios se acomoda a la naturaleza de lo movido, incluye la libertad para aceptar este don. En el caso de los niños, que todavía no tiene movimiento del libre albedrío, es la misma infusión de la gracia lo que les justifica.

 

Entre los actos del que se justifica se requiere la fe, por la cual la mente se vuelve a Dios y acepta lo que Dios ha revelado de una manera confiada: este movimiento de fe está acompañado y movido por el acto de caridad por el que se ama a Dios sobre todas las cosas. Asimismo es preciso que el pecador (cuando se trata de la justificación del adulto) deteste los pecados y de este modo se vuelva a Dios. Así se llega al término de la justificación que es la remisión de los pecados.

 

Los acuerdos ecuménicos en este campo han permitido un cierto acerca- miento. Tanto católicos como protestantes afirman que la justificación es algo gratuito; en este punto ambos se oponían a los pelagianos, y en la medida en que las explicaciones teológicas de la gracia de tipo molinista han perdido peso en

 

la teología católica, esta gratuidad se puede advertir con más facilidad. Por otra parte en estos acuerdos algunos seguidores de la Reforma han aceptado que hay una transformación real en el hombre, y los católicos no niegan que permanecen en nosotros las consecuencias del pecado (concupiscencia). Lo que ya no está tan claro es que la justificación consista precisamente en esa transformación, y por tanto, y esto es fundamental, se pueda crecer en la misma.

 

 Por eso la clave está en el modo de entender el mérito como posibilidad real de colaborar con Dios, lo cual, en el planteamiento de Lutero, que no valora de modo adecuado la creación en orden a lo sobrenatural, es algo inaceptable. No es que Lutero niegue la necesidad de buenas obras, que prescribe, la cuestión es que tales obras no contribuyen a aumentar el estado de nuestra justificación. De ahí que persistan los debates en este campo.

3.2  El mérito

Es evidente que entre Dios y el hombre no existe ni puede existir una igualdad tal que Dios deba algo al hombre, sin embargo es posible hablar de mérito aunque no se cumpla esa igualdad, ya que basta una cierta proporción, en cuanto cada uno obra según su modo de ser. El modo del poder humano depende de Dios, de manera que lo que el hombre puede dar a Dios depende de lo que Dios le ha concedido previamente.

 

En el caso del hombre, Dios le ha dado capacidad de obrar, teniendo además la libertad. De esta manera no resultaría Dios deudor del hombre en sentido absoluto, sino conforme a la ordenación que el mismo Dios ha establecido. Por lo demás en la Sagrada Escritura se recuerda continuamente la necesidad de que el hombre realice obras buenas que serán premiadas por Dios, aunque para esas obras sea necesaria la gracia. Toda la tradición cristiana ha sido consciente de esta realidad.

 

Para precisar mejor la cuestión se han establecido una serie de distinciones en el mérito. Se suele diferenciar el mérito denominado de condigno y el de congruo. En el mérito de condigno lo fundamental es que se da una proporción entre el mérito y el premio, y ordenación del mérito al premio. Este merito de condigno se divide en mérito de rigurosa justicia, que no se puede dar entre el hombre y Dios, y de mera condignidad, que es el que se da por la gracia. El otro tipo de mérito es el de congruo, que no se funda sobre el derecho de justicia, sino en el derecho de amistad para obtener un favor del amigo. En este último cabe a su vez un sentido impropio, para referirnos a la mera impetración, y más impropio todavía el fundado en la liberalidad divina: tal es la disposición del pecador para la gracia.

 

El acto meritorio debe ser un acto positivo de la voluntad, libre, bueno, sobrenatural, y en obsequio de Dios. Por ello el que merece se debe encontrar en estado de gracia y todavía en este mundo, no en el término final.

3.3               Las virtudes infusas


En la sistematización teológica se ha empleado la noción de virtudes para referirse a la fe, esperanza y caridad, términos frecuentes en la Sagrada Escritura. Esta denominación no resultaba forzada ya que esos términos eran aspectos de la vida nueva que recibía el hombre por la justificación y la gracia, mientras que las virtudes son cualidades que disponen los diversos aspectos de la naturaleza humana (sus potencias) en orden a determinados actos. Es evidente que se trata de realidades que superan con mucho la naturaleza humana, pero se puede emplear la analogía.

 

La fe, la esperanza y la caridad son las únicas virtudes teologales: la fe ordena el entendimiento a Dios, pues el hombre recibe ciertos principios sobrenaturales aceptados por una luz divina. La voluntad también es perfeccionada en cuanto ahora tiende a un bien difícil de conseguir (esperanza) y a la unión espiritual de amistad con ese Bien (caridad), dando lugar a una cierta conformidad con ese fin. En el orden de la generación la fe precede a la esperanza y a la caridad, pues para amar algo primero hay que aprehenderlo como bien propio; sin embargo en el orden de perfección la caridad precede a las otras, pues de ella reciben su máxima perfección. Es evidente que estas virtudes deben estar infundidas por Dios en el alma, y su crecimiento también debe provenir de Dios, aunque con la colaboración de la criatura.