TESIS 21.
LA GRACIA DE DIOS (2)
1El hombre necesita la ayuda de la gracia para
poder alcanzar su máxima relación con
Dios en esta vida, 2la inhabitación de las Personas divinas, que conlleva una participación
de la naturaleza divina y la filiación adoptiva. 3En esta nueva situación el hombre es justificado y puede colaborar
con la acción de Dios de manera que merezca la vida eterna ejercitando ante todo las virtudes
infusas, y en especial
la caridad.
1.
Necesidad
de la Gracia
1.1
Momentos
esenciales del desarrollo dogmático sobre la gracia
1.2
Necesidad
de la gracia para los actos buenos del hombre
1.3
La gracia
y la libertad del hombre
2.
Inhabitación
de las Personas Divinas y estado de Gracia
2.1
Relación
con las Personas divinas por lainhabitación
2.2
La gracia
habitual en el hombre
2.3
Participación
de la naturaleza divina y filiación
3.
la
Justificación y las Virudes Infusas
3.1
La
justificación del pecador
3.2
El mérito
3.3
Las
virtudes infusas
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CEC 1987-2029; Compendio 422-428
ConCilio ii DE orangE, Cánones (3.7.529) 3-25 DS 373-395
ConCilio DE TrEnTo, Decreto sobre la justificación (13.1.1547) DS 1520-1583
pío Xii, Encíclica
Mystici corporis (29.6.1943) DS 3814-3815 S.Th. I, q.43; I-II q.62; 109-114
3
LA JUSTIFICACIÓN Y LAS VIRTUDES
INFUSAS
3.1 La justificación del pecador
La justificación se puede entender en sentido activo (acción de
Dios que justifica al pecador) y pasivo (movimiento de la criatura racional a la
justicia), que podría producirse a
partir simplemente de la no justicia, o como realmente sucede, a partir
del estado de pecado. Por justicia no se entiende
la virtud, sino la rectitud general del orden del hombre que
se somete a Dios. Dado que la justicia implica la totalidad e integridad del orden del hombre, conlleva
el perdón del pecado mortal,
que separa y aleja de Dios. El Concilio de Trento precisó
esta cuestión y recordó algunos pasajes bíblicos fundamentales sobre el tema.
La justificación conlleva la infusión de la
gracia divina, porque no es simple mente
el perdón de los pecados, sino también la santificación, como recordó el mismo concilio de Trento. La benevolencia
de Dios produce no sólo el perdón, sino la nueva vida, en la que se dan diversos grados,
de manera que la misma
gracia santificante perdona
el pecado y otorga la nueva vida.
En la justificación el pecador se mueve hacia la justicia
por efecto de la gracia,
y como esta moción de Dios se acomoda a la naturaleza de lo movido,
incluye la libertad
para aceptar este don. En el caso de los niños, que todavía no tiene movimiento del libre albedrío,
es la misma infusión de la gracia lo que les justifica.
Entre los actos del que se justifica se requiere la fe, por la cual la mente se vuelve
a Dios y acepta lo que Dios ha revelado
de una manera confiada: este movimiento de fe está acompañado y movido por el acto de caridad
por el que se ama a Dios sobre todas
las cosas. Asimismo
es preciso que el pecador
(cuando se trata de la justificación del adulto) deteste
los pecados y de este modo se vuelva a Dios. Así se llega al término
de la justificación que es la remisión
de los pecados.
Los acuerdos ecuménicos
en este campo han permitido
un cierto acerca- miento. Tanto católicos
como protestantes afirman
que la justificación es algo gratuito;
en este punto ambos se oponían a los pelagianos, y en la medida en que las explicaciones teológicas de la gracia de tipo molinista han perdido peso en
la teología católica, esta gratuidad se puede
advertir con más facilidad. Por otra parte
en estos acuerdos algunos seguidores de la Reforma han aceptado que hay una transformación real en el hombre, y
los católicos no niegan que permanecen en
nosotros las consecuencias del pecado (concupiscencia). Lo que ya no está tan claro es que la justificación consista
precisamente en esa transformación, y por tanto, y esto es fundamental, se pueda crecer
en la misma.
Por eso la clave está en el modo de entender el mérito como posibilidad real de colaborar
con Dios, lo cual, en el planteamiento de Lutero, que no valora de modo
adecuado la creación en orden a lo sobrenatural, es algo inaceptable. No es que Lutero niegue
la necesidad de buenas obras,
que prescribe, la cuestión es que tales obras no contribuyen a aumentar el estado de nuestra
justificación. De ahí que persistan los debates
en este campo.
3.2
El mérito
Es evidente que entre Dios y el hombre no existe ni puede existir
una igualdad tal que Dios deba algo al hombre,
sin embargo es posible hablar
de mérito aunque
no se cumpla esa igualdad, ya que basta
una cierta proporción, en cuanto cada
uno obra según su modo de ser. El modo del poder humano depende
de Dios, de manera que lo que el hombre
puede dar a Dios depende
de lo que Dios le ha concedido previamente.
En el caso del hombre,
Dios le ha dado capacidad
de obrar, teniendo además la libertad. De esta manera no resultaría Dios
deudor del hombre en sentido
absoluto, sino conforme a la ordenación que el mismo Dios ha establecido. Por lo demás en la Sagrada
Escritura se recuerda continuamente la
necesidad de que el hombre realice obras buenas que serán premiadas por Dios,
aunque para esas obras sea necesaria la gracia. Toda la tradición cristiana ha
sido consciente de esta realidad.
Para precisar mejor la cuestión
se han establecido una serie de distinciones en el mérito. Se suele
diferenciar el mérito denominado de condigno y el de congruo. En el mérito de
condigno lo fundamental es que se da una proporción entre el mérito
y el premio, y ordenación del mérito al premio. Este merito de condigno se divide en mérito de rigurosa justicia,
que no se puede dar entre el hombre y Dios, y de mera condignidad, que es el que
se da por la gracia. El otro tipo de mérito es el de congruo, que no se funda sobre el derecho de justicia, sino en el derecho
de amistad para obtener un favor del amigo. En este último cabe a su vez
un sentido impropio, para referirnos a la mera impetración, y más impropio todavía el fundado en la liberalidad
divina: tal es la disposición del pecador para
la gracia.
El acto meritorio debe ser un acto positivo de la voluntad,
libre, bueno, sobrenatural, y en obsequio de Dios. Por ello el que merece se debe
encontrar en estado de gracia y todavía en este mundo, no en el término
final.
3.3
Las virtudes infusas
En la sistematización teológica se ha empleado la noción de
virtudes para referirse a la fe, esperanza
y caridad, términos
frecuentes en la Sagrada Escritura. Esta denominación no resultaba forzada ya que esos términos
eran aspectos de la
vida nueva que recibía el hombre por la justificación y la gracia, mientras que las virtudes son cualidades que disponen
los diversos aspectos de la naturaleza humana
(sus potencias) en orden a determinados actos. Es evidente que se trata de realidades que superan con mucho
la naturaleza humana, pero se puede emplear la analogía.
La fe, la esperanza y la caridad
son las únicas virtudes teologales: la fe ordena
el entendimiento a Dios, pues el hombre recibe ciertos principios
sobrenaturales aceptados por una luz divina.
La voluntad también
es perfeccionada en cuanto ahora
tiende a un bien difícil de conseguir (esperanza) y a la unión espiritual de amistad con ese Bien (caridad), dando lugar a una cierta
conformidad con ese fin. En el orden de la generación la fe precede a la
esperanza y a la caridad, pues para amar algo primero
hay que aprehenderlo como bien propio; sin embargo en el orden de perfección la caridad precede
a las otras, pues de ella reciben
su máxima perfección. Es evidente que estas virtudes deben estar infundidas
por Dios en el alma, y su crecimiento
también debe provenir de Dios, aunque con la
colaboración de la criatura.