La dignidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misterio
Los fieles laicos y la índole secular (15)
Llamados a la santidad (16)
Santificarse en el mundo (17)
Los fieles laicos y la índole secular
15. La novedad cristiana es el fundamento y el título de la igualdad de
todos los bautizados en Cristo, de todos los miembros del Pueblo de Dios:
«común es la dignidad de los miembros por su regeneración en Cristo, común la
gracia de hijos, común la vocación a la perfección, una sola salvación, una
sola esperanza e indivisa caridad»[28].
En razón de la común dignidad bautismal, el fiel laico es corresponsable, junto
con los ministros ordenados y con los religiosos y las religiosas, de la misión
de la Iglesia.
Pero la común dignidad bautismal asume en el fiel laico una
modalidad que lo distingue, sin separarlo, del presbítero, del
religioso y de la religiosa. El Concilio Vaticano II ha señalado esta modalidad
en la índole secular: «El carácter secular es propio y peculiar de los laicos»[29].
Precisamente para poder captar completa, adecuada y específicamente la
condición eclesial del fiel laico es necesario profundizar el alcance teológico
del concepto de la índole secular a la luz del designio salvífico de Dios y del
misterio de la Iglesia.
Como decía Pablo VI, la Iglesia «tiene una auténtica dimensión secular,
inherente a su íntima naturaleza y a su misión, que hunde su raíz en el
misterio del Verbo Encarnado, y se realiza de formas diversas en todos sus
miembros»[30].
La Iglesia, en efecto, vive en el mundo, aunque no es del mundo (cf. Jn 17,
16) y es enviada a continuar la obra redentora de Jesucristo; la cual, «al
mismo tiempo que mira de suyo a la salvación de los hombres, abarca también la
restauración de todo el orden temporal»[31].
Ciertamente, todos los miembros de la Iglesia son
partícipes de su dimensión secular; pero lo son de formas
diversas. En particular, la participación de los fieles
laicos tiene una modalidad propia de actuación y de función, que,
según el Concilio, «es propia y peculiar» de ellos. Tal modalidad se designa
con la expresión «índole secular»[32].
En realidad el Concilio describe la condición secular de los fieles laicos
indicándola, primero, como el lugar en que les es dirigida la llamada de Dios:
«Allí son llamados por Dios»[33].
Se trata de un «lugar» que viene presentado en términos dinámicos: los fieles
laicos «viven en el mundo, esto es, implicados en todas y cada una de las
ocupaciones y trabajos del mundo y en las condiciones ordinarias de la vida
familiar y social, de la que su existencia se encuentra como entretejida»[34].
Ellos son personas que viven la vida normal en el mundo, estudian, trabajan,
entablan relaciones de amistad, sociales, profesionales, culturales, etc. El
Concilio considera su condición no como un dato exterior y
ambiental, sino como una realidad destinada a obtener en Jesucristo la
plenitud de su significado[35].
Es más, afirma que «el mismo Verbo encarnado quiso participar de la convivencia
humana (...). Santificó los vínculos humanos, en primer lugar los familiares,
donde tienen su origen las relaciones sociales, sometiéndose voluntariamente a
las leyes de su patria. Quiso llevar la vida de un trabajador de su tiempo y de
su región»[36].
De este modo, el «mundo» se convierte en el ámbito y el medio de la
vocación cristiana de los fieles laicos, porque él mismo está
destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. El Concilio puede indicar
entonces cuál es el sentido propio y peculiar de la vocación divina dirigida a
los fieles laicos. No han sido llamados a abandonar el lugar que ocupan en el
mundo. El Bautismo no los quita del mundo, tal como lo señala el apóstol Pablo:
«Hermanos, permanezca cada cual ante Dios en la condición en que se encontraba
cuando fue llamado» (1 Co 7, 24); sino que les confía una vocación
que afecta precisamente a su situación intramundana. En efecto, los fieles
laicos, «son llamados por Dios para contribuir, desde dentro a modo de
fermento, a la santificación del mundo mediante el ejercicio de sus
propias tareas, guiados por el espíritu evangélico, y así manifiestan a Cristo
ante los demás, principalmente con el testimonio de su vida y con el fulgor de
su fe, esperanza y caridad»[37].
De este modo, el ser y el actuar en el mundo son para los fieles laicos no sólo
una realidad antropológica y sociológica, sino también, y específicamente, una
realidad teológica y eclesial. En efecto, Dios les manifiesta su designio en su
situación intramundana, y les comunica la particular vocación de «buscar el
Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según Dios»[38].
Precisamente en esta perspectiva los Padres Sinodales han afirmado lo
siguiente: «La índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en
sentido sociológico, sino sobre todo en sentido teológico. El carácter secular debe
ser entendido a la luz del acto creador y redentor de Dios, que ha confiado el
mundo a los hombres y a las mujeres, para que participen en la obra de la
creación, la liberen del influjo del pecado y se santifiquen en el matrimonio o
en el celibato, en la familia, en la profesión y en las diversas actividades
sociales»[39].
La condición eclesial de los fieles laicos se encuentra
radicalmente definida por su novedad cristiana y caracterizada
por su índole secular [40].
Las imágenes evangélicas de la sal, de la luz y de la levadura, aunque se
refieren indistintamente a todos los discípulos de Jesús, tienen también una
aplicación específica a los fieles laicos. Se trata de imágenes espléndidamente
significativas, porque no sólo expresan la plena participación y la profunda
inserción de los fieles laicos en la tierra, en el mundo, en la comunidad
humana; sino que también, y sobre todo, expresan la novedad y la originalidad
de esta inserción y de esta participación, destinadas como están a la difusión
del Evangelio que salva.
Llamados a la santidad
16. La dignidad de los fieles laicos se nos revela en plenitud cuando
consideramos esa primera y fundamental vocación, que el Padre
dirige a todos ellos en Jesucristo por medio del Espíritu: la vocación a la
santidad, o sea a la perfección de la caridad. El santo es el testimonio más
espléndido de la dignidad conferida al discípulo de Cristo.
El Concilio Vaticano II ha pronunciado palabras altamente luminosas sobre
la vocación universal a la santidad. Se puede decir que precisamente esta
llamada ha sido la consigna fundamental confiada a todos los hijos e hijas de
la Iglesia, por un Concilio convocado para la renovación evangélica de la vida
cristiana[41].
Esta consigna no es una simple exhortación moral, sino una insuprimible
exigencia del misterio de la Iglesia. Ella es la Viña elegida, por
medio de la cual los sarmientos viven y crecen con la misma linfa santa y
santificante de Cristo; es el Cuerpo místico, cuyos miembros participan de la
misma vida de santidad de su Cabeza, que es Cristo; es la Esposa amada del
Señor Jesús, por quien Él se ha entregado para santificarla (cf. Ef 5,
25 ss.). El Espíritu que santificó la naturaleza humana de Jesús en el seno
virginal de María (cf. Lc 1, 35), es el mismo Espíritu que
vive y obra en la Iglesia, con el fin de comunicarle la santidad del Hijo de
Dios hecho hombre.
Es urgente, hoy más que nunca, que todos los cristianos vuelvan a emprender
el camino de la renovación evangélica, acogiendo generosamente la invitación
del apóstol a ser «santos en toda la conducta» (1 P 1, 15). El
Sínodo Extraordinario de 1985, a los veinte años de la conclusión del Concilio,
ha insistido muy oportunamente en esta urgencia: «Puesto que la Iglesia es en
Cristo un misterio, debe ser considerada como signo e instrumento de santidad (...).
Los santos y las santas han sido siempre fuente y origen de renovación en
las circunstancias más difíciles de toda la historia de la Iglesia. Hoy tenemos
una gran necesidad de santos, que hemos de implorar asiduamente a Dios»[42].
Todos en la Iglesia, precisamente por ser miembros de ella, reciben y, por
tanto, comparten la común vocación a la santidad. Los fieles laicos están
llamados, a pleno título, a esta común vocación, sin ninguna diferencia
respecto de los demás miembros de la Iglesia: «Todos los fieles de cualquier
estado y condición están llamados a la plenitud de la vida cristiana y a la perfección
de la caridad»[43];
«todos los fieles están invitados y deben tender a la santidad y a la perfección
en el propio estado»[44].
La vocación a la santidad hunde sus raíces en el Bautismo y
se pone de nuevo ante nuestros ojos en los demás sacramentos, principalmente en
la Eucaristía. Revestidos de Jesucristo y saciados por su Espíritu, los
cristianos son «santos», y por eso quedan capacitados y comprometidos a
manifestar la santidad de su ser en la santidad de todo
su obrar. El apóstol Pablo no se cansa de amonestar a todos
los cristianos para que vivan «como conviene a los santos» (Ef 5,
3).
La vida según el Espíritu, cuyo fruto es la santificación (cf. Rm 6,
22; Ga 5, 22), suscita y exige de todos y de cada uno de los
bautizados el seguimiento y la imitación de Jesucristo, en la
recepción de sus Bienaventuranzas, en el escuchar y meditar la Palabra de Dios,
en la participación consciente y activa en la vida litúrgica y sacramental de
la Iglesia, en la oración individual, familiar y comunitaria, en el hambre y
sed de justicia, en el llevar a la práctica el mandamiento del amor en todas
las circunstancias de la vida y en el servicio a los hermanos, especialmente si
se trata de los más pequeños, de los pobres y de los que sufren.
Santificarse en el mundo
17. La vocación de los fieles laicos a la santidad implica que la vida
según el Espíritu se exprese particularmente en su inserción en las
realidades temporales y en su participación en las actividades
terrenas. De nuevo el apóstol nos amonesta diciendo: «Todo cuanto
hagáis, de palabra o de obra, hacedlo todo en el nombre del Señor Jesús, dando
gracias por su medio a Dios Padre» (Col 3, 17). Refiriendo estas
palabras del apóstol a los fieles laicos, el Concilio afirma categóricamente:
«Ni la atención de la familia, ni los otros deberes seculares deben ser algo
ajeno a la orientación espiritual de la vida»[45].
A su vez los Padres sinodales han dicho: «La unidad de vida de los fieles
laicos tiene una gran importancia. Ellos, en efecto, deben santificarse en la
vida profesional y social ordinaria. Por tanto, para que puedan responder a su
vocación, los fieles laicos deben considerar las actividades de la vida
cotidiana como ocasión de unión con Dios y de cumplimiento de su voluntad, así
como también de servicio a los demás hombres, llevándoles a la comunión con
Dios en Cristo»[46].
Los fieles laicos han de considerar la vocación a la santidad, antes que
como una obligación exigente e irrenunciable, como un signo luminoso del
infinito amor del Padre que les ha regenerado a su vida de santidad. Tal
vocación, por tanto, constituye una componente esencial e inseparable
de la nueva vida bautismal, y, en consecuencia, un elemento
constitutivo de su dignidad. Al mismo tiempo, la vocación a la santidad
está ligada íntimamente a la misión y a la responsabilidad
confiadas a los fieles laicos en la Iglesia y en el mundo. En efecto, la misma
santidad vivida, que deriva de la participación en la vida de santidad de la
Iglesia, representa ya la aportación primera y fundamental a la edificación de
la misma Iglesia en cuanto «Comunión de los Santos». Ante la mirada iluminada
por la fe se descubre un grandioso panorama: el de tantos y tantos fieles
laicos —a menudo inadvertidos o incluso incomprendidos; desconocidos por los
grandes de la tierra, pero mirados con amor por el Padre—, hombres y mujeres
que, precisamente en la vida y actividades de cada jornada, son los obreros
incansables que trabajan en la viña del Señor; son los humildes y grandes
artífices —por la potencia de la gracia de Dios, ciertamente— del crecimiento
del Reino de Dios en la historia.
Además se ha de decir que la santidad es un presupuesto fundamental y una
condición insustituible para realizar la misión salvífica de la Iglesia. La
santidad de la Iglesia es el secreto manantial y la medida infalible de su
laboriosidad apostólica y de su ímpetu misionero. Sólo en la medida en que la
Iglesia, Esposa de Cristo, se deja amar por Él y Le corresponde, llega a ser
una Madre llena de fecundidad en el Espíritu.
Volvamos de nuevo a la imagen bíblica: el brotar y el expandirse de los
sarmientos depende de su inserción en la vid. «Lo mismo que el sarmiento no
puede dar fruto por sí mismo, si no permanece en la vid; así tampoco vosotros
si no permanecéis en mí. Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que
permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer
nada» (Jn 15, 4-5).
Es natural recordar aquí la solemne proclamación de algunos fieles laicos,
hombres y mujeres, como beatos y santos, durante el mes en el que se celebró el
Sínodo. Todo el Pueblo de Dios, y los fieles laicos en particular, pueden
encontrar ahora nuevos modelos de santidad y nuevos testimonios de virtudes
heroicas vividas en las condiciones comunes y ordinarias de la existencia
humana. Como han dicho los Padres sinodales: «Las Iglesias locales, y sobre
todo las llamadas Iglesias jóvenes, deben reconocer atentamente entre los
propios miembros, aquellos hombres y mujeres que ofrecieron en estas
condiciones (las condiciones ordinarias de vida en el mundo y el estado
conyugal) el testimonio de una vida santa, y que pueden ser ejemplo para los
demás, con objeto de que, si se diera el caso, los propongan para la
beatificación y canonización»[47].
Al final de estas reflexiones, dirigidas a definir la condición eclesial
del fiel laico, retorna a la mente la célebre exhortación de San León Magno: «Agnosce,
o Christiane, dignitatem tuam»[48].
Es la misma admonición que San Máximo, Obispo de Turín, dirigió a quienes
habían recibido la unción del santo Bautismo: «¡Considerad el honor que se os
hace en este misterio!»[49].
Todos los bautizados están invitados a escuchar de nuevo estas palabras de San
Agustín: «¡Alegrémonos y demos gracias: hemos sido hechos no solamente
cristianos, sino Cristo (...). Pasmaos y alegraos: hemos sido hechos Cristo!»[50].
La dignidad cristiana, fuente de la igualdad de todos los miembros de la
Iglesia, garantiza y promueve el espíritu de comunión y de fraternidad y, al
mismo tiempo, se convierte en el secreto y la fuerza del dinamismo apostólico y
misionero de los fieles laicos. Es una dignidad exigente; es
la dignidad de los obreros llamados por el Señor a trabajar en su viña. «Grava
sobre todos los laicos —leemos en el Concilio— la gloriosa carga de trabajar
para que el designio divino de salvación alcance cada día más a todos los
hombres de todos los tiempos y de toda la tierra»[51].
Notas a pie de página:
[28] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 32.
[29] Ibid., 31.
[30] Pablo VI, Discurso a los miembros de los Institutos Seculares (2
Febrero 1972): AAS 64 (1972) 208.
[31] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 5.
[32] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.
[33] Ibid.
[34] Ibid.
[35] Cf. Ibid., 48.
[36] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 32.
[37] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 31.
[38] Ibid.
[39] Propositio 4.
[40] «Los laicos, siendo miembros a pleno título del Pueblo de Dios y del
Cuerpo Místico, partícipes, mediante el Bautismo, del triple oficio sacerdotal,
profético y real de Cristo, expresan y ponen en juego las riquezas de esta
dignidad suya viviendo en el mundo. Lo que para quienes pertenecen al
ministerio ordenado puede constituir una tarea sobreañadida o excepcional, para
los laicos es misión típica. Su vocación propia consiste en "buscar el
Reino de Dios tratando las realidades temporales y ordenándolas según
Dios" (Lumen gentium, 31)» (Juan Pablo II, Ángelus [15 Marzo 1987]: Insegnamenti, X, 1
[1987] 561).
[41] Véase, en particular, el cap. V de la Const. dogm. sobre la
Iglesia Lumen gentium, 39-42, que trata sobre la
"universal vocación a la santidad en la Iglesia".
[42] II Asamb. Gen. Extraor. Sínodo de los Obispos (1985), Ecclesia
sub Verbo Dei mysteria Christi celebrans pro salute mundi. Relatio finalis,
II, A, 4.
[43] Con. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 40.
[44] Ibid., 42. Estas afirmaciones solemnes e inequívocas del
Concilio vuelven a proponer una verdad fundamental de la fe cristiana. Así, por
ejemplo, Pío XI en la encíclica Casti connubii, dirigida a los esposos cristianos,
escribe: "Todos, de cualquier condición que sean y en cualquier honesto
estado de vida que hayan elegido, pueden y deben imitar al perfectísimo
ejemplar de toda santidad propuesto a los hombres por Dios, que es nuestro
Señor Jesucristo; y con la ayuda de Dios alcanzar también la cima más alta de
la perfección cristiana, como el ejemplo de muchos santos nos lo demuestra": AAS 22
(1930) 548.
[45] Con. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 4.
[46] Propositio 5.
[47] Propositio 8.
[48] San León Magno, Sermo XXI, 3: S. Ch. 22
bis, 72.
[49] San Máximo, Tract. III de Baptismo: PL 57,
779.
[50] San Agustín, In Ioann. Evang. tract., 21, 8: CCL 36,
216.
[51] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 33.