martes, 5 de marzo de 2019

TEMA 191. GAUDETE ET EXSULTATE, CAPITULO TERCERO. A la luz del maestro (4)


El gran protocolo 

95. En el capítulo 25 del evangelio de Mateo (vv. 31-46), Jesús vuelve a detenerse en una de estas bienaventuranzas, la que declara felices a los misericordiosos. Si buscamos esa santidad que agrada a los ojos de Dios, en este texto hallamos precisamente un protocolo sobre el cual seremos juzgados: «Porque tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber, fui forastero y me hospedasteis, estuve desnudo y me vestisteis, enfermo y me visitasteis, en la cárcel y vinisteis a verme» (25,35-36). 

Por fidelidad al Maestro 

96. Por lo tanto, ser santos no significa blanquear los ojos en un supuesto éxtasis. Decía san Juan Pablo II que «si verdaderamente hemos partido de la contemplación de Cristo, tenemos que saberlo descubrir sobre todo en el rostro de aquellos con los que él mismo ha querido identificarse»
(79). El texto de Mateo 25,35-36 «no es una simple invitación a la caridad: es una página de cristología, que ilumina el misterio de Cristo»(80)

En este llamado a reconocerlo en los pobres y sufrientes se revela el mismo corazón de Cristo, sus sentimientos y opciones más profundas, con las cuales todo santo intenta configurarse. 

97. Ante la contundencia de estos pedidos de Jesús es mi deber rogar a los cristianos que los acepten y reciban con sincera apertura, «sine glossa», es decir, sin comentario, sin elucubraciones y excusas que les quiten fuerza. El Señor nos dejó bien claro que la santidad no puede entenderse ni vivirse al margen de estas exigencias suyas, porque la misericordia es «el corazón palpitante del Evangelio»
(81)

98. Cuando encuentro a una persona durmiendo a la intemperie, en una noche fría, puedo sentir que ese bulto es un imprevisto que me interrumpe, un delincuente ocioso, un estorbo en mi camino, un aguijón molesto para mi conciencia, un problema que deben resolver los políticos, y quizá hasta una basura que ensucia el espacio público. 

O puedo reaccionar desde la fe y la caridad, y reconocer en él a un ser humano con mi misma dignidad, a una creatura infinitamente amada por el Padre, a una imagen de Dios, a un hermano redimido por Jesucristo. ¡Eso es ser cristianos! ¿O acaso puede entenderse la santidad al margen de este reconocimiento vivo de la dignidad de todo ser humano?(82) 

99. Esto implica para los cristianos una sana y permanente insatisfacción. Aunque aliviar a una sola persona ya justificaría todos nuestros esfuerzos, eso no nos basta. Los Obispos de Canadá lo expresaron claramente mostrando que, en las enseñanzas bíblicas sobre el Jubileo, por ejemplo, no se trata solo de realizar algunas buenas obras sino de buscar un cambio social: «Para que las generaciones posteriores también fueran liberadas, claramente el objetivo debía ser la restauración de sistemas sociales y económicos justos para que ya no pudiera haber exclusión»
(83)

Las ideologías que mutilan el corazón del Evangelio 

100. Lamento que a veces las ideologías nos lleven a dos errores nocivos. Por una parte, el de los cristianos que separan estas exigencias del Evangelio de su relación personal con el Señor, de la unión interior con él, de la gracia. Así se convierte al cristianismo en una especie de ONG, quitándole esa mística luminosa que tan bien vivieron y manifestaron san Francisco de Asís, san Vicente de Paúl, santa Teresa de Calcuta y otros muchos. A estos grandes santos ni la oración, ni el amor de Dios, ni la lectura del Evangelio les disminuyeron la pasión o la eficacia de su entrega al prójimo, sino todo lo contrario. 

101. También es nocivo e ideológico el error de quienes viven sospechando del compromiso social de los demás, considerándolo algo superficial, mundano, secularista, inmanentista, comunista, populista. O lo relativizan como si hubiera otras cosas más importantes o como si solo interesara una determinada ética o una razón que ellos defienden. 

La defensa del inocente que no ha nacido, por ejemplo, debe ser clara, firme y apasionada, porque allí está en juego la dignidad de la vida humana, siempre sagrada, y lo exige el amor a cada persona más allá de su desarrollo. Pero igualmente sagrada es la vida de los pobres que ya han nacido, que se debaten en la miseria, el abandono, la postergación, la trata de personas, la eutanasia encubierta en los enfermos y ancianos privados de atención, las nuevas formas de esclavitud, y en toda forma de descarte(84)

No podemos plantearnos un ideal de santidad que ignore la injusticia de este mundo, donde unos festejan, gastan alegremente y reducen su vida a las novedades del consumo, al mismo tiempo que otros solo miran desde afuera mientras su vida pasa y se acaba miserablemente. 

102. Suele escucharse que, frente al relativismo y a los límites del mundo actual, sería un asunto menor la situación de los migrantes, por ejemplo. Algunos católicos afirman que es un tema secundario al lado de los temas «serios» de la bioética. Que diga algo así un político preocupado por sus éxitos se puede comprender; pero no un cristiano, a quien solo le cabe la actitud de ponerse en los zapatos de ese hermano que arriesga su vida para dar un futuro a sus hijos. 

¿Podemos reconocer que es precisamente eso lo que nos reclama Jesucristo cuando nos dice que a él mismo lo recibimos en cada forastero (cf. Mt 25,35)? San Benito lo había asumido sin vueltas y, aunque eso pudiera «complicar» la vida de los monjes, estableció que a todos los huéspedes que se presentaran en el monasterio se los acogiera «como a Cristo»(85), expresándolo aun con gestos de adoración(86), y que a los pobres y peregrinos se los tratara «con el máximo cuidado y solicitud»(87)

103. Algo semejante plantea el Antiguo Testamento cuando dice: «No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Ex 22,20). «Si un emigrante reside con vosotros en vuestro país, no lo oprimiréis. El emigrante que reside entre vosotros será para vosotros como el indígena: lo amarás como a ti mismo, porque emigrantes fuisteis en Egipto» (Lv 19,33-34). 

Por lo tanto, no se trata de un invento de un Papa o de un delirio pasajero. Nosotros también, en el contexto actual, estamos llamados a vivir el camino de iluminación espiritual que nos presentaba el profeta Isaías cuando se preguntaba qué es lo que agrada a Dios: «Partir tu pan con el hambriento, hospedar a los pobres sin techo, cubrir a quien ves desnudo y no desentenderte de los tuyos. Entonces surgirá tu luz como la aurora» (58,7-8). 

Notas a pie de página:

(79)Carta ap. Novo millennio ineunte [/c] (6 enero 2001), 49: AAS 93 (2001), 302. 

(80) Ibíd. 

(81) Bula Misericordiae Vultus (11 abril 2015), 12: AAS 107 (2015), 407. 

(82) Recordemos la reacción del buen samaritano ante el hombre que unos bandidos dejaron medio muerto al borde del camino (cf. Lc 10,30-37). 

(83) Conferencia Canadiense de Obispos Católicos. Comisión de Asuntos Sociales, Carta abierta a los miembros del Parlamento, The Common Good or Exclusion: A Choice for Canadians (1 febrero 2001), 9. 

(84) Cf. La V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del Caribe, según el magisterio constante de la Iglesia, ha enseñado que el ser humano «es siempre sagrado, desde su concepción, en todas las etapas de su existencia, hasta su muerte natural y después de la muerte», y que su vida debe ser cuidada «desde la concepción, en todas sus etapas, y hasta la muerte natural» (Documento de Aparecida,29 junio 2007, 388,464). 

(85) Regla, 53, 1: PL 66, 749. 

(86) Cf. Ibíd., 53, 7: PL 66, 750. 

(87) Ibíd., 53, 15: PL 66, 751.