martes, 22 de enero de 2019

TEMA 188. GAUDETE ET EXSULTATE, CAPITULO TERCERO. A la luz del maestro (1)

INTRODUCCIÓN


63. Puede haber muchas teorías sobre lo que es la santidad, abundantes explicaciones y distinciones. Esa reflexión podría ser útil, pero nada es más iluminador que volver a las palabras de Jesús y recoger su modo de transmitir la verdad. Jesús explicó con toda sencillez qué es ser santos, y lo hizo cuando nos dejó las bienaventuranzas (cf. Mt 5,3-12; Lc 6,20-23). 

Son como el carnet de identidad del cristiano. Así, si alguno de nosotros se plantea la pregunta: «¿Cómo se hace para llegar a ser un buen cristiano?», la respuesta es sencilla: es necesario hacer, cada uno a su modo, lo que dice Jesús en el sermón de las bienaventuranzas (66). En ellas se dibuja el rostro del Maestro, que estamos llamados a transparentar en lo cotidiano de nuestras vidas. 

64. La palabra «feliz» o «bienaventurado», pasa a ser sinónimo de «santo», porque expresa que la persona que es fiel a Dios y vive su Palabra alcanza, en la entrega de sí, la verdadera dicha. 

A contracorriente 

65. Aunque las palabras de Jesús puedan parecernos poéticas, sin embargo van muy a contracorriente con respecto a lo que es costumbre, a lo que se hace en la sociedad; y, si bien este mensaje de Jesús nos atrae, en realidad el mundo nos lleva hacia otro estilo de vida. Las bienaventuranzas de ninguna manera son algo liviano o superficial; al contrario, ya que solo podemos vivirlas si el Espíritu Santo nos invade con toda su potencia y nos libera de la debilidad del egoísmo, de la comodidad, del orgullo. 

66. Volvamos a escuchar a Jesús, con todo el amor y el respeto que merece el Maestro. Permitámosle que nos golpee con sus palabras, que nos desafíe, que nos interpele a un cambio real de vida. De otro modo, la santidad será solo palabras. Recordamos ahora las distintas bienaventuranzas en la versión del evangelio de Mateo (cf. Mt 5,3-12)
(67)

«Felices los pobres de espíritu, porque de ellos es el reino de los cielos» 

67. El Evangelio nos invita a reconocer la verdad de nuestro corazón, para ver dónde colocamos la seguridad de nuestra vida. Normalmente el rico se siente seguro con sus riquezas, y cree que cuando están en riesgo, todo el sentido de su vida en la tierra se desmorona. Jesús mismo nos lo dijo en la parábola del rico insensato, de ese hombre seguro que, como necio, no pensaba que podría morir ese mismo día (cf. Lc12,16-21). 

68. Las riquezas no te aseguran nada. Es más: cuando el corazón se siente rico, está tan satisfecho de sí mismo que no tiene espacio para la Palabra de Dios, para amar a los hermanos ni para gozar de las cosas más grandes de la vida. Así se priva de los mayores bienes. Por eso Jesús llama felices a los pobres de espíritu, que tienen el corazón pobre, donde puede entrar el Señor con su constante novedad. 

69. Esta pobreza de espíritu está muy relacionada con aquella «santa indiferencia» que proponía san Ignacio de Loyola, en la cual alcanzamos una hermosa libertad interior: «Es menester hacernos indiferentes a todas las cosas criadas, en todo lo que es concedido a la libertad de nuestro libre albedrío, y no le está prohibido; en tal manera, que no queramos de nuestra parte más salud que enfermedad, riqueza que pobreza, honor que deshonor, vida larga que corta, y por consiguiente en todo lo demás»
(68)

70. Lucas no habla de una pobreza «de espíritu» sino de ser «pobres» a secas (cf. Lc 6,20), y así nos invita también a una existencia austera y despojada. De ese modo, nos convoca a compartir la vida de los más necesitados, la vida que llevaron los Apóstoles, y en definitiva a configurarnos con Jesús, que «siendo rico se hizo pobre» (2 Co 8,9). 

Ser pobre en el corazón, esto es santidad. 

«Felices los mansos, porque heredarán la tierra» 

71. Es una expresión fuerte, en este mundo que desde el inicio es un lugar de enemistad, donde se riñe por doquier, donde por todos lados hay odio, donde constantemente clasificamos a los demás por sus ideas, por sus costumbres, y hasta por su forma de hablar o de vestir. En definitiva, es el reino del orgullo y de la vanidad, donde cada uno se cree con el derecho de alzarse por encima de los otros. 

Sin embargo, aunque parezca imposible, Jesús propone otro estilo: la mansedumbre. Es lo que él practicaba con sus propios discípulos y lo que contemplamos en su entrada a Jerusalén: «Mira a tu rey, que viene a ti, humilde, montado en una borrica» (Mt 21,5; cf. Za 9,9). 

72. Él dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11,29). Si vivimos tensos, engreídos ante los demás, terminamos cansados y agotados. Pero cuando miramos sus límites y defectos con ternura y mansedumbre, sin sentirnos más que ellos, podemos darles una mano y evitamos desgastar energías en lamentos inútiles. Para santa Teresa de Lisieux «la caridad perfecta consiste en soportar los defectos de los demás, en no escandalizarse de sus debilidades»
(69)

73. Pablo menciona la mansedumbre como un fruto del Espíritu Santo (cf. Ga 5,23). Propone que, si alguna vez nos preocupan las malas acciones del hermano, nos acerquemos a corregirle, pero «con espíritu de mansedumbre» (Ga 6,1), y recuerda: «Piensa que también tú puedes ser tentado» (ibíd. ). 

Aun cuando uno defienda su fe y sus convicciones debe hacerlo con mansedumbre (cf. 1 P 3,16), y hasta los adversarios deben ser tratados con mansedumbre (cf. 2 Tm 2,25). En la Iglesia muchas veces nos hemos equivocado por no haber acogido este pedido de la Palabra divina. 

74. La mansedumbre es otra expresión de la pobreza interior, de quien deposita su confianza solo en Dios. De hecho, en la Biblia suele usarse la misma palabra anawin para referirse a los pobres y a los mansos. Alguien podría objetar: «Si yo soy tan manso, pensarán que soy un necio, que soy tonto o débil». Tal vez sea así, pero dejemos que los demás piensen esto. 

Es mejor ser siempre mansos, y se cumplirán nuestros mayores anhelos: los mansos «poseerán la tierra», es decir, verán cumplidas en sus vidas las promesas de Dios. Porque los mansos, más allá de lo que digan las circunstancias, esperan en el Señor, y los que esperan en el Señor poseerán la tierra y gozarán de inmensa paz (cf. Sal 37,9.11). Al mismo tiempo, el Señor confía en ellos: «En ese pondré mis ojos, en el humilde y el abatido, que se estremece ante mis palabras» (Is 66,2). 

Reaccionar con humilde mansedumbre, esto es santidad. 

Notas a pie de página:

(66) Cf. Homilía en la Misa de la Casa Santa Marta (9 junio 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (13 junio 2014), p. 11. 

(67) El orden entre la segunda y la tercera bienaventuranza cambia según las diversas tradiciones textuales.

(68) Ejercicios espirituales, 23. 

(69) Manuscrito C, 12r. 




martes, 8 de enero de 2019

TEMA 187. GAUDETE ET EXSULTATE, CAPITULO SEGUNDO. DOS SUTILES ENEMIGOS DE LA SANTIDAD (3)


Los nuevos pelagianos 

57. Todavía hay cristianos que se empeñan en seguir otro camino: el de la justificación por las propias fuerzas, el de la adoración de la voluntad humana y de la propia capacidad, que se traduce en una autocomplacencia egocéntrica y elitista privada del verdadero amor. 
Se manifiesta en muchas actitudes aparentemente distintas: la obsesión por la ley, la fascinación por mostrar conquistas sociales y políticas, la ostentación en el cuidado de la liturgia, de la doctrina y del prestigio de la Iglesia, la vanagloria ligada a la gestión de asuntos prácticos, el embeleso por las dinámicas de autoayuda y de realización autorreferencial. 
En esto algunos cristianos gastan sus energías y su tiempo, en lugar de dejarse llevar por el Espíritu en el camino del amor, de apasionarse por comunicar la hermosura y la alegría del Evangelio y de buscar a los perdidos en esas inmensas multitudes sedientas de Cristo (63)

58. Muchas veces, en contra del impulso del Espíritu, la vida de la Iglesia se convierte en una pieza de museo o en una posesión de pocos. Esto ocurre cuando algunos grupos cristianos dan excesiva importancia al cumplimiento de determinadas normas propias, costumbres o estilos. De esa manera, se suele reducir y encorsetar el Evangelio, quitándole su sencillez cautivante y su sal. 
Es quizás una forma sutil de pelagianismo, porque parece someter la vida de la gracia a unas estructuras humanas. Esto afecta a grupos, movimientos y comunidades, y es lo que explica por qué tantas veces comienzan con una intensa vida en el Espíritu, pero luego terminan fosilizados... o corruptos. 

59. Sin darnos cuenta, por pensar que todo depende del esfuerzo humano encauzado por normas y estructuras eclesiales, complicamos el Evangelio y nos volvemos esclavos de un esquema que deja pocos resquicios para que la gracia actúe. Santo Tomás de Aquino nos recordaba que los preceptos añadidos al Evangelio por la Iglesia deben exigirse con moderación «para no hacer pesada la vida a los fieles», porque así «se convertiría nuestra religión en una esclavitud»
(64)

El resumen de la Ley
 

60. En orden a evitarlo, es sano recordar frecuentemente que existe una jerarquía de virtudes, que nos invita a buscar lo esencial. El primado lo tienen las virtudes teologales, que tienen a Dios como objeto y motivo. Y en el centro está la caridad. San Pablo dice que lo que cuenta de verdad es «la fe que actúa por el amor» (Ga 5,6). 
Estamos llamados a cuidar atentamente la caridad: «El que ama ha cumplido el resto de la ley (…) por eso la plenitud de la ley es el amor» (Rm 13,8.10). «Porque toda la ley se cumple en una sola frase, que es: Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Ga 5,14). 

61. Dicho con otras palabras: en medio de la tupida selva de preceptos y prescripciones, Jesús abre una brecha que permite distinguir dos rostros, el del Padre y el del hermano. No nos entrega dos fórmulas o dos preceptos más. Nos entrega dos rostros, o mejor, uno solo, el de Dios que se refleja en muchos. Porque en cada hermano, especialmente en el más pequeño, frágil, indefenso y necesitado, está presente la imagen misma de Dios. 
En efecto, el Señor, al final de los tiempos, plasmará su obra de arte con el desecho de esta humanidad vulnerable. Pues, «¿qué es lo que queda?, ¿qué es lo que tiene valor en la vida?, ¿qué riquezas son las que no desaparecen? Sin duda, dos: El Señor y el prójimo. Estas dos riquezas no desaparecen»(65)

62. ¡Que el Señor libere a la Iglesia de las nuevas formas de gnosticismo y de pelagianismo que la complican y la detienen en su camino hacia la santidad! Estas desviaciones se expresan de diversas formas, según el propio temperamento y las propias características. Por eso exhorto a cada uno a preguntarse y a discernir frente a Dios de qué manera pueden estar manifestándose en su vida. 

Notas a pie de página:

(63) Cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 95: AAS 105 (2013), 1060. 

(64) Summa Theologiae I-II, q.107, a.4. 

(65) Homilía durante el Jubileo de las personas socialmente excluidas (13 noviembre 2016): L’Osservatore Romano (14-15 noviembre 2016), p. 8.