viernes, 22 de noviembre de 2013

TEMA 84. JMJ JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD. RIO DE JANEIRO 2013. Homilía del Papa en la misa con los obispos de la JMJ, sacerdotes, religiosos y seminaristas, en la Catedral de San Sebastián (sábado 27 de julio). Discurso del Papa a la clase dirigente de Brasil (sábado 27 de julio). Discurso del Papa a los obispos brasileños (sábado 27 de julio). Discurso del Papa en la Vigilia de oración con los jóvenes (sábado 27 de julio)

Homilía del papa Francisco en la Misa con los obispos de la JMJ Río 2013

Catedral de San Sebastián
Sábado 27 de julio de 2013


Queridos hermanos en Cristo,
Al ver esta catedral llena de obispos, sacerdotes, seminaristas, religiosos y religiosas de todo el mundo, pienso en las palabras del Salmo de la misa de hoy: “Oh Dios, que te alaben los pueblos” (Sal 66). Sí, estamos aquí para alabar al Señor, y lo hacemos reafirmando nuestra voluntad de ser instrumentos suyos, para que alaben a Dios no solo algunos pueblos, sino todos.

Con la misma parresia de Pablo y Bernabé, anunciamos el Evangelio a nuestros jóvenes para que encuentren a Cristo, luz para el camino, y se conviertan en constructores de un mundo más fraterno. En este sentido, quisiera reflexionar con vosotros sobre tres aspectos de nuestra vocación: llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio, llamados a promover la cultura del encuentro.

1. Llamados por Dios. Es importante reavivar en nosotros este hecho, que a menudo damos por descontado entre tantos compromisos cotidianos: “No son ustedes los que me eligieron a mí, sino yo el que los elegí a ustedes”, dice Jesús (Jn 15,16). Es un caminar de nuevo hasta la fuente de nuestra llamada.

Al comienzo de nuestro camino vocacional hay una elección divina. Hemos sido llamados por Dios y llamados para permanecer con Jesús (cf. Mc 3,14), unidos a él de una manera tan profunda como para poder decir con san Pablo: “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí” (Ga 2,20). En realidad, este vivir en Cristo marca todo lo que somos y lo que hacemos. Y esta “vida en Cristo” es precisamente lo que garantiza nuestra eficacia apostólica y la fecundidad de nuestro servicio: “Soy yo el que los elegí a ustedes, y los destiné para que vayan y den fruto, y ese fruto sea duradero” (Jn 15,16). 

No es la creatividad pastoral, no son los encuentros o las planificaciones lo que aseguran los frutos, sino el ser fieles a Jesús, que nos dice con insistencia: “Permanezcan en mí, como yo permanezco en ustedes” (Jn 15,4). Y sabemos muy bien lo que eso significa: contemplarlo, adorarlo y abrazarlo, especialmente a través de nuestra fidelidad a la vida de oración, en nuestro encuentro cotidiano con él en la Eucaristía y en las personas más necesitadas.

El “permanecer” con Cristo no es aislarse, sino un permanecer para ir al encuentro de los otros. Recuerdo algunas palabras de la beata Madre Teresa de Calcuta: “Debemos estar muy orgullosos de nuestra vocación, que nos da la oportunidad de servir a Cristo en los pobres. Es en las favelas, en los cantegriles, en las villas miseria donde hay que ir a buscar y servir a Cristo. Debemos ir a ellos como el sacerdote se acerca al altar: con alegría” (Mother Instructions, I, p. 80). Jesús, el Buen Pastor, es nuestro verdadero tesoro, tratemos de fijar cada vez más nuestro corazón en él (cf. Lc 12,34).

2. Llamados a anunciar el Evangelio. Queridos Obispos y sacerdotes, muchos de ustedes, si no todos, han venido para acompañar a los jóvenes a la Jornada Mundial de la Juventud. También ellos han escuchado las palabras del mandato de Jesús: “Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones” (cf. Mt 28,19). Nuestro compromiso es ayudarles a que arda en su corazón el deseo de ser discípulos misioneros de Jesús. Ciertamente, muchos podrían sentirse un poco asustados ante esta invitación, pensando que ser misioneros significa necesariamente abandonar el país, la familia y los amigos. Me acuerdo de mi sueño cuando era joven: ir de misionero al lejano Japón. Pero Dios me mostró que mi tierra de misión estaba mucho más cerca: mi patria.

Ayudemos a los jóvenes a darse cuenta de que ser discípulos misioneros es una consecuencia de ser bautizados, es parte esencial del ser cristiano, y que el primer lugar donde se ha de evangelizar es la propia casa, el ambiente de estudio o de trabajo, la familia y los amigos. No escatimemos esfuerzos en la formación de los jóvenes. San Pablo, dirigiéndose a sus cristianos, utiliza una bella expresión, que él hizo realidad en su vida: “Hijos míos, por quienes estoy sufriendo nuevamente los dolores del parto hasta que Cristo sea formado en ustedes” (Ga 4,19). Que también nosotros la hagamos realidad en nuestro ministerio.

Ayudemos a nuestros jóvenes a redescubrir el valor y la alegría de la fe, la alegría de ser amados personalmente por Dios, que ha dado a su Hijo Jesús por nuestra salvación. Eduquémoslos a la misión, a salir, a ponerse en marcha. Así ha hecho Jesús con sus discípulos: no los mantuvo pegados a él como una gallina con sus polluelos; los envió. 

No podemos quedarnos enclaustrados en la parroquia, en nuestra comunidad, cuando tantas personas están esperando el Evangelio. No es un simple abrir la puerta para acoger, sino salir por ella para buscar y encontrar. Pensemos con decisión en la pastoral desde la periferia, comenzando por los que están más alejados, los que no suelen frecuentar la parroquia. También ellos están invitados a la mesa del Señor.

3. Llamados a promover la cultura del encuentro. En muchos ambientes se ha abierto paso lamentablemente una cultura de la exclusión, una Wcultura del descarte”. No hay lugar para el anciano ni para el hijo no deseado; no hay tiempo para detenerse con aquel pobre a la vera del camino. A veces parece que, para algunos, las relaciones humanas estén reguladas por dos “dogmas”: la eficiencia y el pragmatismo

Queridos obispos, sacerdotes, religiosos y también ustedes, seminaristas que se preparan para el ministerio, tengan el valor de ir contracorriente. No renunciemos a este don de Dios: la única familia de sus hijos. El encuentro y la acogida de todos, la solidaridad y la fraternidad, son los elementos que hacen nuestra civilización verdaderamente humana.

Ser servidores de la comunión y de la cultura del encuentro. Permítanme decir que debemos estar casi obsesionados en este sentido. No queremos ser presuntuosos imponiendo “nuestra verdad”. Lo que nos guía es la certeza humilde y feliz de quien ha sido encontrado, alcanzado y transformado por la Verdad que es Cristo, y no puede dejar de proclamarla (cf. Lc 24,13-35).

Queridos hermanos y hermanas, estamos llamados por Dios, llamados a anunciar el Evangelio y a promover con valentía la cultura del encuentro. Que la Virgen María sea nuestro modelo. En su vida ha dado el “ejemplo de aquel amor de madre que debe animar a todos los que colaboran en la misión apostólica de la Iglesia para engendrar a los hombres a una vida nueva” (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 65). Que ella sea la Estrella que guía con seguridad nuestros pasos al encuentro del Señor. Amén.


Discurso del papa Francisco a la clase dirigente de Brasil – JMJ Río 2013

Teatro Municipal de Río de Janeiro
Sábado 27 de julio de 2013


Excelencias, señoras y señores
Doy gracias a Dios por la oportunidad de encontrar a una representación tan distinguida y cualificada de responsables políticos y diplomáticos, culturales y religiosos, académicos y empresariales de este inmenso Brasil.

Hubiera deseado hablarles en su hermosa lengua portuguesa, pero para poder expresar mejor lo que llevo en el corazón, prefiero hablar en español. Les pido la cortesía de disculparme.

Saludo cordialmente a todos y les expreso mi reconocimiento. Agradezco a Monseñor Orani y al Señor Walmyr Júnior sus amables palabras de bienvenida y presentación. Veo en ustedes la memoria y la esperanza: la memoria del camino y de la conciencia de su patria, y la esperanza de que ella, siempre abierta a la luz que emana del Evangelio de Jesucristo, continúe desarrollándose en el pleno respeto de los principios éticos basados en la dignidad trascendente de la persona.

Quien tiene un papel de responsabilidad en una nación está llamado a afrontar el futuro “con la mirada tranquila de quien sabe ver la verdad”, como decía el pensador brasileño Alceu Amoroso Lima (“Nosso tempo”, en A vida sobrenatural e o mondo moderno, Río de Janeiro 1956, 106). Quisiera considerar tres aspectos de esta mirada calma, serena y sabia: primero, la originalidad de una tradición cultural; segundo, la responsabilidad solidaria para construir el futuro y, tercero, el diálogo constructivo para afrontar el presente.

1. En primer lugar, es importante valorar la originalidad dinámica que caracteriza a la cultura brasileña, con su extraordinaria capacidad para integrar elementos diversos. El común sentir de un pueblo, las bases de su pensamiento y de su creatividad, los principios básicos de su vida, los criterios de juicio sobre las prioridades, las normas de actuación, se fundan en una visión integral de la persona humana.

Esta visión del hombre y de la vida característica del pueblo brasileño ha recibido mucho de la savia del Evangelio a través de la Iglesia Católica: ante todo, la fe en Jesucristo, el amor de Dios y la fraternidad con el prójimo. Pero la riqueza de esta savia debe ser valorada en toda su plenitud. Puede fecundar un proceso cultural fiel a la identidad brasileña y constructor de un futuro mejor para todos. Así dijo el amado Papa Benedicto XVI en su discurso inaugural de la V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano en Aparecida.

Hacer crecer la humanización integral y la cultura del encuentro y de la relación es la manera cristiana de promover el bien común, la alegría de vivir. Y aquí convergen la fe y la razón, la dimensión religiosa con los diferentes aspectos de la cultura humana: el arte, la ciencia, el trabajo, la literatura… El cristianismo combina la trascendencia y la encarnación; revitaliza siempre el pensamiento y la vida ante la frustración y el desencanto que invaden el corazón y se propagan por las calles.

2. Un segundo punto al que quisiera referirme es la responsabilidad social. Esta requiere un cierto tipo de paradigma cultural y, en consecuencia, de la política. Somos responsables de la formación de las nuevas generaciones, capaces en la economía y la política, y firmes en los valores éticos. El futuro nos exige una visión humanista de la economía y una política que logre cada vez más y mejor la participación de las personas, evite el elitismo y erradique la pobreza. 

Que a nadie le falte lo necesario y que se asegure a todos dignidad, fraternidad y solidaridad: este es el camino a seguir. Ya en la época del profeta Amós era muy fuerte la admonición de Dios: “Venden al justo por dinero, al pobre por un par de sandalias. Oprimen contra el polvo la cabeza de los míseros y tuercen el camino de los indigentes” (Am 2,6-7). Los gritos que piden justicia continúan todavía hoy.

Quien desempeña un papel de guía debe tener objetivos muy concretos y buscar los medios específicos para alcanzarlos, pero puede haber el peligro de la desilusión, la amargura, la indiferencia, cuando las expectativas no se cumplen. La virtud dinámica de la esperanza impulsa a ir siempre más allá, a emplear todas las energías y capacidades en favor de las personas para las que se trabaja, aceptando los resultados y creando las condiciones para descubrir nuevos caminos, entregándose incluso sin ver los resultados, pero manteniendo viva la esperanza.

La dirigencia sabe elegir la más justa de las opciones después de haberlas considerado, a partir de la propia responsabilidad y el interés por el bien común; esta es la forma de ir al centro de los males de una sociedad y superarlos con la audacia de acciones valientes y libres. En nuestra responsabilidad, aunque siempre sea limitada, es importante comprender la totalidad de la realidad, observando, sopesando, valorando, para tomar decisiones en el momento presente, pero extendiendo la mirada hacia el futuro, reflexionando sobre las consecuencias de las decisiones.

Quien actúa responsablemente pone la propia actividad ante los derechos de los demás y ante el juicio de Dios. Este sentido ético aparece hoy como un desafío histórico sin precedentes. Además de la racionalidad científica y técnica, en la situación actual se impone la vinculación moral con una responsabilidad social y profundamente solidaria.

3. Para completar la “visión” que me he propuesto, además del humanismo integral que respete la cultura original y la responsabilidad solidaria, termino indicando lo que considero fundamental para afrontar el presente: el diálogo constructivo.

Entre la indiferencia egoísta y la protesta violenta, siempre hay una opción posible: el diálogo. El diálogo entre las generaciones, el diálogo con el pueblo, la capacidad de dar y recibir, permaneciendo abiertos a la verdad. Un país crece cuando sus diversas riquezas culturales dialogan de manera constructiva: la cultura popular, universitaria, juvenil, la cultura artística y tecnológica, la cultura económica, de la familia y de los medios de comunicación.

Es imposible imaginar un futuro para la sociedad sin una incisiva contribución de energías morales en una democracia que no sea inmune de quedarse cerrada en la pura lógica de la representación de los intereses establecidos. Es fundamental la contribución de las grandes tradiciones religiosas, que desempeñan un papel fecundo de fermento en la vida social y de animación de la democracia. La convivencia pacífica entre las diferentes religiones se ve beneficiada por la laicidad del Estado, que, sin asumir como propia ninguna posición confesional, respeta y valora la presencia del factor religioso en la sociedad, favoreciendo sus expresiones concretas.

Cuando los líderes de los diferentes sectores me piden un consejo, mi respuesta es siempre la misma: diálogo, diálogo, diálogo. El único modo de que una persona, una familia, una sociedad, crezca; la única manera de que la vida de los pueblos avance, es la cultura del encuentro, una cultura en la que todo el mundo tiene algo bueno que aportar, y todos pueden recibir algo bueno a cambio. El otro siempre tiene algo que darme cuando sabemos acercarnos a él con actitud abierta y disponible, sin prejuicios. Esta actitud yo la definiría como humildad social, que es la que favorece el diálogo. Solo así puede prosperar un buen entendimiento entre las culturas y las religiones, la estima de unas por las otras sin opiniones previas gratuitas y en el respeto de los derechos de cada una. Hoy, o se apuesta por la cultura del encuentro, o todos pierden; seguir la vía correcta hace el camino fecundo y seguro.

Excelencias, señoras y señores, gracias por su atención. Tomen estas palabras como expresión de mi preocupación como Pastor de la Iglesia y del amor que tengo por el pueblo brasileño. La hermandad entre los hombres y la colaboración para construir una sociedad más justa no son una utopía, sino que son el resultado de un esfuerzo concertado de todos por el bien común. Les aliento en su compromiso por el bien común, que requiere por parte de todos sabiduría, prudencia y generosidad. Les encomiendo al Padre celestial pidiéndole, por la intercesión de Nuestra Señora de Aparecida, que colme de sus dones a cada uno de los presentes, a sus familias y comunidades humanas y de trabajo, e imparto a todos mi Bendición.


Discurso del papa Francisco a los obispos brasileños – JMJ Río 2013

Almuerzo en el Centro de Estudios de Sumaré
Sábado 27 de julio de 2013


Queridos hermanos
¡Qué bueno y hermoso encontrarme aquí con ustedes, obispos de Brasil!
Gracias por haber venido, y permítanme que les hable como amigos; por eso prefiero hablarles en español, para poder expresar mejor lo que llevo en el corazón. Les pido disculpas.

Estamos reunidos aquí, un poco apartados, en este lugar preparado por nuestro hermano Mons. Orani, para estar solos y poder hablar de corazón a corazón, como pastores a los que Dios ha confiado su rebaño.
En las calles de Río, jóvenes de todo el mundo y muchas otras multitudes nos esperan, necesitados de ser alcanzados por la mirada misericordiosa de Cristo, el Buen Pastor, al que estamos llamados a hacer presente. Gustemos, pues, este momento de descanso, de compartir, de verdadera fraternidad.
Deseo abrazar a todos y a cada uno, comenzando por el Presidente de la Conferencia Episcopal y el Arzobispo de Río de Janeiro, y especialmente a los obispos eméritos.

Más que un discurso formal, quisiera compartir con ustedes algunas reflexiones.
La primera me ha venido a la mente cuando he visitado el santuario de Aparecida. Allí, a los pies de la imagen de la Inmaculada Concepción, he rezado por ustedes, por sus Iglesias, por los sacerdotes, religiosos y religiosas, por los seminaristas, por los laicos y sus familias y, en particular, por los jóvenes y los ancianos; ambos son la esperanza de un pueblo: los jóvenes, porque llevan la fuerza, la ilusión, la esperanza del futuro; los ancianos, porque son la memoria, la sabiduría de un pueblo.

1. Aparecida: clave de lectura para la misión de la Iglesia
En Aparecida, Dios ha ofrecido su propia Madre al Brasil. Pero Dios ha dado también en Aparecida una lección sobre sí mismo, sobre su forma de ser y de actuar. Una lección de esa humildad que pertenece a Dios como un rasgo esencial, está en el ADN de Dios. En Aparecida hay algo perenne que aprender sobre Dios y sobre la Iglesia; una enseñanza que ni la Iglesia en Brasil, ni Brasil mismo deben olvidar.
En el origen del evento de Aparecida está la búsqueda de unos pobres pescadores. Mucha hambre y pocos recursos. La gente siempre necesita pan. Los hombres comienzan siempre por sus necesidades, también hoy.

Tienen una barca frágil, inadecuada; tienen redes viejas, tal vez también deterioradas, insuficientes.
En primer lugar aparece el esfuerzo, quizás el cansancio de la pesca, y, sin embargo, el resultado es escaso: un revés, un fracaso. A pesar del sacrificio, las redes están vacías.


Después, cuando Dios quiere, él mismo aparece en su misterio. Las aguas son profundas y, sin embargo, siempre esconden la posibilidad de Dios; y él llegó por sorpresa, tal vez cuando ya no se le esperaba. Siempre se pone a prueba la paciencia de los que le esperan. Y Dios llegó de un modo nuevo, porque siempre puede reinventarse: una imagen de frágil arcilla, ennegrecida por las aguas del río, y también envejecida por el tiempo. Dios aparece siempre con aspecto de pequeñez.

Así apareció entonces la imagen de la Inmaculada Concepción. Primero el cuerpo, luego la cabeza, después cuerpo y cabeza juntos: unidad. Lo que estaba separado recobra la unidad. El Brasil colonial estaba dividido por el vergonzoso muro de la esclavitud. La Virgen de Aparecida se presenta con el rostro negro, primero dividida y después unida en manos de los pescadores.

Hay una enseñanza perenne que Dios quiere ofrecer. Su belleza reflejada en la Madre, concebida sin pecado original, emerge de la oscuridad del río. En Aparecida, desde el principio, Dios nos da un mensaje de recomposición de lo que está separado, de reunión de lo que está dividido. Los muros, barrancos y distancias, que también hoy existen, están destinados a desaparecer. La Iglesia no puede desatender esta lección: ser instrumento de reconciliación.

Los pescadores no desprecian el misterio encontrado en el río, aun cuando es un misterio que aparece incompleto. No tiran las partes del misterio. Esperan la plenitud. Y esta no tarda en llegar. Hay algo sabio que hemos de aprender. Hay piezas de un misterio, como teselas de un mosaico, que encontramos y vemos. Nosotros queremos ver el todo con demasiada prisa, mientras que Dios se hace ver poco a poco. También la Iglesia debe aprender esta espera.

Después, los pescadores llevan a casa el misterio. La gente sencilla siempre tiene espacio para albergar el misterio. Tal vez hemos reducido nuestro hablar del misterio a una explicación racional; pero en la gente, el misterio entra por el corazón. En la casa de los pobres, Dios siempre encuentra sitio.

Los pescadores agasalham: arropan el misterio de la Virgen que han pescado, como si tuviera frío y necesitara calor. Dios pide que se le resguarde en la parte más cálida de nosotros mismos: el corazón. Después será Dios quien irradie el calor que necesitamos, pero primero entra con la astucia de quien mendiga. Los pescadores cubren el misterio de la Virgen con el pobre manto de su fe. Llaman a los vecinos para que vean la belleza encontrada, se reúnen en torno a ella, cuentan sus penas en su presencia y le encomiendan sus preocupaciones. Hacen posible así que las intenciones de Dios se realicen: una gracia, y luego otra; una gracia que abre a otra; una gracia que prepara a otra. Dios va desplegando gradualmente la humildad misteriosa de su fuerza.

Hay mucho que aprender de esta actitud de los pescadores. Una Iglesia que da espacio al misterio de Dios; una Iglesia que alberga en sí misma este misterio, de manera que pueda maravillar a la gente, atraerla. Solo la belleza de Dios puede atraer. El camino de Dios es el de la atracción, la fascinación. A Dios, uno se lo lleva a casa. Él despierta en el hombre el deseo de tenerlo en su propia vida, en su propio hogar, en el propio corazón. Él despierta en nosotros el deseo de llamar a los vecinos para dar a conocer su belleza. La misión nace precisamente de este hechizo divino, de este estupor del encuentro. Hablamos de la misión, de Iglesia misionera. Pienso en los pescadores que llaman a sus vecinos para que vean el misterio de la Virgen. Sin la sencillez de su actitud, nuestra misión está condenada al fracaso.

La Iglesia siempre tiene necesidad apremiante de no olvidar la lección de Aparecida, no la puede desatender. Las redes de la Iglesia son frágiles, quizás remendadas; la barca de la Iglesia no tiene la potencia de los grandes transatlánticos que surcan los océanos. Y, sin embargo, Dios quiere manifestarse precisamente a través de nuestros medios, medios pobres, porque es siempre él quien actúa.

Queridos hermanos, el resultado del trabajo pastoral no se basa en la riqueza de los recursos, sino en la creatividad del amor. Ciertamente, es necesaria la tenacidad, el esfuerzo, el trabajo, la planificación, la organización, pero hay que saber ante todo que la fuerza de la Iglesia no reside en sí misma, sino que está escondida en las aguas profundas de Dios, en las que ella está llamada a echar las redes.

Otra lección que la Iglesia ha de recordar siempre es que no puede alejarse de la sencillez, de lo contrario olvida el lenguaje del misterio, y no sólo se queda fuera, a las puertas del misterio, sino que ni siquiera consigue entrar en aquellos que pretenden de la Iglesia lo no pueden darse por sí mismos, es decir, Dios mismo. A veces perdemos a quienes no nos entienden porque hemos olvidado la sencillez, importando de fuera también una racionalidad ajena a nuestra gente. Sin la gramática de la simplicidad, la Iglesia se ve privada de las condiciones que hacen posible “pescar” a Dios en las aguas profundas de su misterio.

Una última anotación: Aparecida se hizo presente en un cruce de caminos. La vía que unía Río de Janeiro, la capital, con San Pablo, la provincia emprendedora que estaba naciendo, y Minas Gerais, las minas tan codiciadas por la Cortes europeas: una encrucijada del Brasil colonial. Dios aparece en los cruces. La Iglesia en Brasil no puede olvidar esta vocación inscrita en ella desde su primer aliento: ser capaz de sístole y diástole, de recoger y difundir.

2. Aprecio por la trayectoria de la Iglesia en Brasil
Los obispos de Roma han llevado siempre en su corazón a Brasil y a su Iglesia. Se ha logrado un maravilloso recorrido. De 12 diócesis durante el Concilio Vaticano I a las actuales 275 circunscripciones. No ha sido la expansión de un aparato o de una empresa, sino más bien el dinamismo de los “cinco panes y dos peces” evangélicos, que, en contacto con la bondad del Padre, en manos encallecidas han sido fecundos.

Hoy deseo reconocer el trabajo sin reservas de ustedes, Pastores, en sus Iglesias. Pienso en los obispos que están en la selva, subiendo y bajando por los ríos, en las zonas semiáridas, en el Pantanal, en la pampa, en las junglas urbanas de las megalópolis. Amen siempre con una dedicación total a su grey. Pero pienso también en tantos nombres y tantos rostros que han dejado una huella indeleble en el camino de la Iglesia en Brasil, haciendo palpable la gran bondad de Dios para con esta Iglesia.

Los obispos de Roma siempre han estado cerca; han seguido, animado, acompañado. En las últimas décadas, el beato Juan XXIII invitó con insistencia a los obispos brasileños a preparar su primer plan pastoral y, desde entonces, se ha desarrollado una verdadera tradición pastoral en Brasil, logrando que la Iglesia no fuera un trasatlántico a la deriva, sino que tuviera siempre una brújula.

El Siervo de Dios Pablo VI, además de alentar la recepción del Concilio Vaticano II con fidelidad, pero también con rasgos originales (cf. Asamblea General del CELAM en Medellín), influyó decisivamente en la autoconciencia de la Iglesia en Brasil mediante el Sínodo sobre la evangelización y el texto fundamental de referencia, que sigue siendo la Exhortación Apostólica Evangelii nuntiandi.

El beato Juan Pablo II visitó Brasil en tres ocasiones, recorriéndolo “de cabo a rabo”, de norte a sur, insistiendo en la misión pastoral de la Iglesia, en la comunión y la participación, en la preparación del Gran Jubileo, en la nueva evangelización. Benedicto XVI eligió Aparecida para celebrar la V Asamblea General del CELAM, y esto ha dejado una huella profunda en la Iglesia de todo el continente.

La Iglesia en Brasil ha recibido y aplicado con originalidad el Concilio Vaticano II y el camino recorrido, aunque ha debido superar algunas enfermedades infantiles, ha llevado gradualmente a una Iglesia más madura, generosa y misionera.

Hoy nos encontramos en un nuevo momento. Como ha expresado bien el Documento de Aparecida, no es una época de cambios, sino un cambio de época. Entonces, también hoy es urgente preguntarse: ¿Qué nos pide Dios? Quisiera intentar ofrecer algunas líneas de respuesta a esta pregunta.

3. El icono de Emaús como clave de lectura del presente y del futuro.
Ante todo, no hemos de ceder al miedo del que hablaba el beato John Henry Newman: “El mundo cristiano se está haciendo estéril, y se agota como una tierra sobreexplotada, que se convierte en arena”. 

No hay que ceder al desencanto, al desánimo, a las lamentaciones. Hemos trabajado mucho, y a veces nos parece que hemos fracasado, como quien debe hacer balance de una temporada ya perdida, viendo a quienes se han marchado o ya no nos consideran creíbles, relevantes.

Releamos una vez más el episodio de Emaús desde este punto de vista (Lc 24, 13-15). Los dos discípulos huyen de Jerusalén. Se alejan de la “desnudez” de Dios. Están escandalizados por el fracaso del Mesías en quien habían esperado y que ahora aparece irremediablemente derrotado, humillado, incluso después del tercer día (vv. 24,17-21). Es el misterio difícil de quien abandona la Iglesia; de aquellos que, tras haberse dejado seducir por otras propuestas, creen que la Iglesia —su Jerusalén— ya no puede ofrecer algo significativo e importante. Y, entonces, van solos por el camino con su propia desilusión.

Tal vez la Iglesia se ha mostrado demasiado débil, demasiado lejana de sus necesidades, demasiado pobre para responder a sus inquietudes, demasiado fría para con ellos, demasiado autorreferencial, prisionera de su propio lenguaje rígido; tal vez el mundo parece haber convertido a la Iglesia en una reliquia del pasado, insuficiente para las nuevas cuestiones; quizás la Iglesia tenía respuestas para la infancia del hombre, pero no para su edad adulta.

El hecho es que actualmente hay muchos como los dos discípulos de Emaús; no solo los que buscan respuestas en los nuevos y difusos grupos religiosos, sino también aquellos que parecen vivir ya sin Dios, tanto en la teoría como en la práctica.
Ante esta situación, ¿qué hacer?

Hace falta una Iglesia que no tenga miedo a entrar en su noche. Necesitamos una Iglesia capaz de encontrarse en su camino. Necesitamos una Iglesia capaz de entrar en su conversación. Necesitamos una Iglesia que sepa dialogar con aquellos discípulos que, huyendo de Jerusalén, vagan sin una meta, solos, con su propio desencanto, con la decepción de un cristianismo considerado ya estéril, infecundo, impotente para generar sentido.

La globalización implacable, la urbanización a menudo salvaje, prometían mucho. Así que muchos se han enamorado de las posibilidades de la globalización, y en ella hay algo realmente positivo. Pero muchos olvidan el lado oscuro: la confusión del sentido de la vida, la desintegración personal, la pérdida de la experiencia de pertenecer a un cualquier “nido”, la violencia sutil pero implacable, la ruptura interior y las fracturas en las familias, la soledad y el abandono, las divisiones y la incapacidad de amar, de perdonar, de comprender, el veneno interior que hace de la vida un infierno, la necesidad de ternura por sentirse tan inadecuados e infelices, los intentos fallidos de encontrar respuestas en la droga, el alcohol, el sexo, convertidos en otras tantas prisiones.

Y muchos han buscado atajos, porque la “medida” de la gran Iglesia parece demasiado alta. Muchos han pensado: la idea del hombre es demasiado grande para mí, el ideal de vida que propone está fuera de mis posibilidades, la meta a perseguir es inalcanzable, lejos de mi alcance. Sin embargo —siguen pensando—, no puedo vivir sin tener al menos algo, aunque sea una caricatura, de eso que es demasiado alto para mí, de lo que no me puedo permitir. Con la desilusión en el corazón, han ido en busca de alguien que les ilusione de nuevo.

La gran sensación de abandono y soledad, de no pertenecerse ni siquiera a sí mismos, que surge a menudo en esta situación, es demasiado dolorosa para acallarla. Hace falta un desahogo y, entonces, queda la vía del lamento: ¿Cómo hemos podido llegar hasta este punto? Pero incluso el lamento se convierte a su vez en un boomerang que vuelve y termina por aumentar la infelicidad. Hay pocos que todavía saben escuchar el dolor; al menos, hay que anestesiarlo.

Hoy hace falta una Iglesia capaz de acompañar, de ir más allá del mero escuchar; una Iglesia que acompañe en el camino poniéndose en marcha con la gente; una Iglesia que pueda descifrar esa noche que entraña la fuga de Jerusalén de tantos hermanos y hermanas; una Iglesia que se dé cuenta de que las razones por las que hay quien se aleja, contienen ya en sí mismas también los motivos para un posible retorno, pero es necesario saber leer el todo con valentía.

Quisiera que hoy nos preguntáramos todos: ¿Somos aún una Iglesia capaz de inflamar el corazón? ¿Una Iglesia que pueda hacer volver a Jerusalén? ¿De acompañar a casa? En Jerusalén residen nuestras fuentes: Escritura, catequesis, sacramentos, comunidad, la amistad del Señor, María y los Apóstoles… ¿Somos capaces todavía de presentar estas fuentes, de modo que se despierte la fascinación por su belleza?
Muchos se han ido porque se les ha prometido algo más alto, algo más fuerte, algo más veloz.
Pero, ¿hay algo más alto que el amor revelado en Jerusalén? Nada es más alto que el abajamiento de la cruz, porque allí se alcanza verdaderamente la altura del amor. ¿Somos aún capaces de mostrar esta verdad a quienes piensan que la verdadera altura de la vida esté en otra parte?

¿Alguien conoce algo de más fuerte que el poder escondido en la fragilidad del amor, de la bondad, de la verdad, de la belleza?
La búsqueda de lo que cada vez es más veloz atrae al hombre de hoy: internet veloz, coches y aviones rápidos, relaciones inmediatas… Y, sin embargo, se nota una necesidad desesperada de calma, diría de lentitud. La Iglesia, ¿sabe todavía ser lenta: en el tiempo, para escuchar, en la paciencia, para reparar y reconstruir? ¿O acaso también la Iglesia se ve arrastrada por el frenesí de la eficiencia?

Recuperemos, queridos hermanos, la calma de saber ajustar el paso a las posibilidades de los peregrinos, al ritmo de su caminar, la capacidad de estar siempre cerca para que puedan abrir un resquicio en el desencanto que hay en su corazón, y así poder entrar en él. Quieren olvidarse de Jerusalén, donde están sus fuentes, pero terminan por sentirse sedientos. Hace falta una Iglesia capaz de acompañar también hoy el retorno a Jerusalén. Una Iglesia que pueda hacer redescubrir las cosas gloriosas y gozosas que se dicen en Jerusalén, de hacer entender que ella es mi Madre, nuestra Madre, y que no están huérfanos. En ella hemos nacido. ¿Dónde está nuestra Jerusalén, donde hemos nacido? En el bautismo, en el primer encuentro de amor, en la llamada, en la vocación.
Se necesita una Iglesia que también hoy pueda devolver la ciudadanía a tantos de sus hijos que caminan como en un éxodo.

4. Los desafíos de la Iglesia en Brasil

A la luz de lo dicho, quisiera señalar algunos desafíos de la amada Iglesia en Brasil.
La prioridad de la formación: obispos, sacerdotes, religiosos y laicos
Queridos hermanos, si no formamos ministros capaces de enardecer el corazón de la gente, de caminar con ellos en la noche, de entrar en diálogo con sus ilusiones y desilusiones, de recomponer su fragmentación, ¿qué podemos esperar para el camino presente y futuro? No es cierto que Dios se haya apagado en ellos. Aprendamos a mirar más profundo: no hay quien inflame su corazón, como a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 32).

Por esto es importante promover y cuidar una formación de calidad, que cree personas capaces de bajar en la noche sin verse dominadas por la oscuridad y perderse; de escuchar la ilusión de tantos, sin dejarse seducir; de acoger las desilusiones, sin desesperarse y caer en la amargura; de tocar la desintegración del otro, sin dejarse diluir y descomponerse en su propia identidad.

Se necesita una solidez humana, cultural, afectiva, espiritual y doctrinal. Queridos hermanos en el episcopado, hay que tener el valor de una revisión profunda de las estructuras de formación y preparación del clero y del laicado de la Iglesia en Brasil. No es suficiente una vaga prioridad de formación, ni los documentos o las reuniones. 

Hace falta la sabiduría práctica de establecer estructuras duraderas de preparación en el ámbito local, regional, nacional, y que sean el verdadero corazón para el episcopado, sin escatimar esfuerzos, atenciones y acompañamiento. La situación actual exige una formación de calidad a todos los niveles. Los obispos no pueden delegar este cometido. Ustedes no pueden delegar esta tarea, sino asumirla como algo fundamental para el camino de sus Iglesias.

Colegialidad y solidaridad de la Conferencia Episcopal
A la Iglesia en Brasil no le basta un líder nacional, necesita una red de «testimonios» regionales que, hablando el mismo lenguaje, aseguren por doquier no la unanimidad, sino la verdadera unidad en la riqueza de la diversidad.

La comunión es un lienzo que se debe tejer con paciencia y perseverancia, que va gradualmente “juntando los puntos” para lograr una textura cada vez más amplia y espesa. Una manta con pocas hebras de lana no calienta.

Es importante recordar Aparecida, el método de recoger la diversidad. No tanto diversidad de ideas para elaborar un documento, sino variedad de experiencias de Dios para poner en marcha una dinámica vital.
Los discípulos de Emaús regresaron a Jerusalén contando la experiencia que habían tenido en el encuentro con el Cristo resucitado. Y allí se enteraron de las otras manifestaciones del Señor y de las experiencias de sus hermanos. La Conferencia Episcopal es precisamente un ámbito vital para posibilitar el intercambio de testimonios sobre los encuentros con el Resucitado, en el norte, en el sur, en el oeste… 

Se necesita, pues, una valorización creciente del elemento local y regional. No es suficiente una burocracia central, sino que es preciso hacer crecer la colegialidad y la solidaridad: será una verdadera riqueza para todos.

Estado permanente de misión y conversión pastoral
Aparecida habló de estado permanente de misión y de la necesidad de una conversión pastoral. Son dos resultados importantes de aquella Asamblea para el conjunto de la Iglesia de la zona, y el camino recorrido en Brasil en estos dos puntos es significativo.

Sobre la misión se ha de recordar que su urgencia proviene de su motivación interna: la de transmitir un legado; y, sobre el método, es decisivo recordar que un legado es como el testigo, la posta en la carrera de relevos: no se lanza al aire y quien consigue agarrarlo, bien, y quien no, se queda sin él. Para transmitir el legado hay que entregarlo personalmente, tocar a quien se le quiere dar, transmitir este patrimonio.

Sobre la conversión pastoral, quisiera recordar que “pastoral” no es otra cosa que el ejercicio de la maternidad de la Iglesia. La Iglesia da a luz, amamanta, hace crecer, corrige, alimenta, lleva de la mano… Se requiere, pues, una Iglesia capaz de redescubrir las entrañas maternas de la misericordia. Sin la misericordia, poco se puede hacer hoy para insertarse en un mundo de «heridos», que necesitan comprensión, perdón y amor.

En la misión, también en la continental, es muy importante reforzar la familia, que sigue siendo la célula esencial para la sociedad y para la Iglesia; los jóvenes, que son el rostro futuro de la Iglesia; las mujeres, que tienen un papel fundamental en la transmisión de la fe. No reduzcamos el compromiso de las mujeres en la Iglesia, sino que promovamos su participación activa en la comunidad eclesial. Si pierde a las mujeres, la Iglesia se expone a la esterilidad.

La tarea de la Iglesia en la sociedad
En el ámbito social, sólo hay una cosa que la Iglesia pide con particular claridad: la libertad de anunciar el Evangelio de modo integral, aun cuando esté en contraste con el mundo, cuando vaya contracorriente, defendiendo el tesoro del cual es solamente guardiana, y los valores de los que no dispone, pero que ha recibido y a los cuales debe ser fiel.

La Iglesia sostiene el derecho de servir al hombre en su totalidad, diciéndole lo que Dios ha revelado sobre el hombre y su realización. La Iglesia quiere hacer presente ese patrimonio inmaterial sin el cual la sociedad se desmorona, las ciudades se verían arrasadas por sus propios muros, barrancos, barreras. La Iglesia tiene el derecho y el deber de mantener encendida la llama de la libertad y de la unidad del hombre.

Las urgencias de Brasil son la educación, la salud, la paz social. La Iglesia tiene una palabra que decir sobre estos temas, porque para responder adecuadamente a estos desafíos no bastan soluciones meramente técnicas, sino que hay que tener una visión subyacente del hombre, de su libertad, de su valor, de su apertura a la trascendencia. Y ustedes, queridos hermanos, no tengan miedo de ofrecer esta contribución de la Iglesia, que es por el bien de toda la sociedad.

La Amazonia como tornasol, banco de pruebas para la Iglesia y la sociedad brasileña
Hay un último punto al que quisiera referirme, y que considero relevante para el camino actual y futuro, no solamente de la Iglesia en Brasil, sino también de todo el conjunto social: la Amazonia. La Iglesia no está en la Amazonia como quien tiene hechas las maletas para marcharse después de haberla explotado todo lo que ha podido. La Iglesia está presente en la Amazonia desde el principio con misioneros, congregaciones religiosas, y todavía hoy está presente y es determinante para el futuro de la zona. Pienso en la acogida que la Iglesia en la Amazonia ofrece también hoy a los inmigrantes haitianos después del terrible terremoto que devastó su país.

Quisiera invitar a todos a reflexionar sobre lo que Aparecida dijo sobre la Amazonia, y también el vigoroso llamamiento al respeto y la custodia de toda la creación, que Dios ha confiado al hombre, no para explotarla salvajemente, sino para que la convierta en un jardín. En el desafío pastoral que representa la Amazonia, no puedo dejar de agradecer lo que la Iglesia en Brasil está haciendo: la Comisión Episcopal para la Amazonia, creada en 1997, ha dado ya mucho fruto, y muchas diócesis han respondido con prontitud y generosidad a la solicitud de solidaridad, enviando misioneros laicos y sacerdotes. Doy gracias a monseñor Jaime Chemelo, pionero en este trabajo, y al cardenal Hummes, actual presidente de la Comisión.

Pero quisiera añadir que la obra de la Iglesia ha de ser ulteriormente incentivada y relanzada. Se necesitan instructores cualificados, sobre todo profesores de teología, para consolidar los resultados alcanzados en el campo de la formación de un clero autóctono, para tener también sacerdotes adaptados a las condiciones locales y fortalecer, por decirlo así, el “rostro amazónico” de la Iglesia.

Queridos hermanos, he tratado de ofrecer de una manera fraterna algunas reflexiones y líneas de trabajo en una Iglesia como la que está en Brasil, que es un gran mosaico de teselas, de imágenes, de formas, problemas y retos, pero que precisamente por eso constituye una enorme riqueza. La Iglesia nunca es uniformidad, sino diversidad que se armoniza en la unidad, y esto vale para toda realidad eclesial.

Que la Virgen Inmaculada de Aparecida sea la estrella que ilumine el compromiso de ustedes y su camino para llevar a Cristo, como ella ha hecho, a todo hombre y a toda mujer de este inmenso país. Será él, como lo hizo con los dos discípulos confusos y desilusionados de Emaús, quien haga arder el corazón y dé nueva y segura esperanza.



Discurso del papa Francisco en la Vigilia de oración con los jóvenes – JMJ Río 2013

Publicado el 28.07.2013
Paseo marítimo de Copacabana
Sábado 27 de julio de 2013


Queridos jóvenes
Hemos recordado hace poco la historia de San Francisco de Asís. Ante el crucifijo oye la voz de Jesús, que le dice: “Ve, Francisco, y repara mi casa”. Y el joven Francisco responde con prontitud y generosidad a esta llamada del Señor: reparar su casa. Pero, ¿qué casa? Poco a poco se da cuenta de que no se trataba de hacer de albañil y reparar un edificio de piedra, sino de dar su contribución a la vida de la Iglesia; se trataba de ponerse al servicio de la Iglesia, amándola y trabajando para que en ella se reflejara cada vez más el rostro de Cristo.

También hoy el Señor sigue necesitando a los jóvenes para su Iglesia. También hoy llama a cada uno de ustedes a seguirlo en su Iglesia y a ser misioneros. ¿Cómo? ¿De qué manera? A partir del nombre del lugar donde íbamos a celebrar este acto, Campus Fidei, Campo de Fe [se trasladó a Copacabana por culpa de las lluvias de los últimos días], he pensado en tres imágenes que nos pueden ayudar a entender mejor lo que significa ser un discípulo-misionero: la primera, el campo como lugar donde se siembra; la segunda, el campo como lugar de entrenamiento; y la tercera, el campo como obra en construcción.

1. El campo como lugar donde se siembra.
Todos conocemos la parábola de Jesús que habla de un sembrador que salió a sembrar en un campo; algunas simientes cayeron al borde del camino, entre piedras o en medio de espinas, y no llegaron a desarrollarse; pero otras cayeron en tierra buena y dieron mucho fruto (cf. Mt 13,1-9). Jesús mismo explicó el significado de la parábola: La simiente es la Palabra de Dios sembrada en nuestro corazón (cf. Mt 13,18-23). 

Queridos jóvenes, eso significa que el verdadero Campus Fidei es el corazón de cada uno de ustedes, es su vida. Y es en la vida de ustedes donde Jesús pide entrar con su palabra, con su presencia. Por favor, dejen que Cristo y su Palabra entren en su vida, que germine y crezca.

Jesús nos dice que las simientes que cayeron al borde del camino, o entre las piedras y en medio de espinas, no dieron fruto. ¿Qué clase de terreno somos, qué clase de terreno queremos ser?

Quizás somos a veces como el camino: escuchamos al Señor, pero no cambia nada en la vida, porque nos dejamos atontar por tantos reclamos superficiales que escuchamos; o como el terreno pedregoso: acogemos a Jesús con entusiasmo, pero somos inconstantes y, ante las dificultades, no tenemos el valor de ir contracorriente; o somos como el terreno espinoso: las cosas, las pasiones negativas sofocan en nosotros las palabras del Señor (cf. Mt 13,18-22).

Hoy, sin embargo, estoy seguro de que la simiente cae en buena tierra, que ustedes quieren ser buena tierra, no cristianos a tiempo parcial, no “almidonados”, de fachada, sino auténticos. Estoy seguro de que no quieren vivir en la ilusión de una libertad que se deja arrastrar por la moda y las conveniencias del momento. Sé que ustedes apuntan a lo alto, a decisiones definitivas que den pleno sentido a la vida. Jesús es capaz de ofrecer esto. Él es “el camino, la verdad y la vida” (Jn 14,6). Confiemos en él. Dejémonos guiar por él.

2. El campo como lugar de entrenamiento.

Jesús nos pide que le sigamos toda la vida, nos pide que seamos sus discípulos, que “juguemos en su equipo”. Creo que a la mayoría de ustedes les gusta el deporte. Y aquí, en Brasil, como en otros países, el fútbol es una pasión nacional. Pues bien, ¿qué hace un jugador cuando se le llama para formar parte de un equipo? Debe entrenarse y entrenarse mucho. Así es en nuestra vida de discípulos del Señor.
San Pablo nos dice: “Los atletas se privan de todo, y lo hacen para obtener una corona que se marchita; nosotros, en cambio, por una corona incorruptible” (1 Co 9,25). 

¡Jesús nos ofrece algo más grande que la Copa del Mundo! Nos ofrece la posibilidad de una vida fecunda y feliz, y también un futuro con él que no tendrá fin, la vida eterna. Pero nos pide que entrenemos para “estar en forma”, para afrontar sin miedo todas las situaciones de la vida, dando testimonio de nuestra fe. ¿Cómo? A través del diálogo con él: la oración, que es el coloquio cotidiano con Dios, que siempre nos escucha. A través de los sacramentos, que hacen crecer en nosotros su presencia y nos configuran con Cristo. A través del amor fraterno, del saber escuchar, comprender, perdonar, acoger, ayudar a los otros, a todos, sin excluir y sin marginar. Queridos jóvenes, ¡sean auténticos “atletas de Cristo”!

3. El campo como obra en construcción.

Cuando nuestro corazón es una tierra buena que recibe la Palabra de Dios, cuando “se suda la camiseta”, tratando de vivir como cristianos, experimentamos algo grande: nunca estamos solos, formamos parte de una familia de hermanos que recorren el mismo camino: somos parte de la Iglesia; más aún, nos convertimos en constructores de la Iglesia y protagonistas de la historia.

San Pedro nos dice que somos piedras vivas que forman una casa espiritual (cf. 1 P 2,5). Y mirando este palco, vemos que tiene la forma de una iglesia construida con piedras, con ladrillos. En la Iglesia de Jesús, las piedras vivas somos nosotros, y Jesús nos pide que edifiquemos su Iglesia; y no como una pequeña capilla donde solo cabe un grupito de personas. Nos pide que su Iglesia sea tan grande que pueda alojar a toda la humanidad, que sea la casa de todos. Jesús me dice a mí, a ti, a cada uno: “Vayan, y hagan discípulos a todas las naciones”. Esta tarde, respondámosle: Sí, también yo quiero ser una piedra viva; juntos queremos construir la Iglesia de Jesús. Digamos juntos: Quiero ir y ser constructor de la Iglesia de Cristo.

Su joven corazón alberga el deseo de construir un mundo mejor. He seguido atentamente las noticias sobre tantos jóvenes que, en muchas partes del mundo, han salido por las calles para expresar el deseo de una civilización más justa y fraterna. Sin embargo, queda la pregunta: ¿Por dónde empezar? ¿Cuáles son los criterios para la construcción de una sociedad más justa? Cuando preguntaron a la Madre Teresa qué era lo que debía cambiar en la Iglesia, respondió: Tú y yo.


Queridos amigos, no se olviden: ustedes son el campo de la fe. Ustedes son los atletas de Cristo. Ustedes son los constructores de una Iglesia más hermosa y de un mundo mejor. Levantemos nuestros ojos hacia la Virgen. Ella nos ayuda a seguir a Jesús, nos da ejemplo con su “sí” a Dios: “Aquí está la esclava del Señor, que se cumpla en mí lo que has dicho” (Lc 1,38). Se lo digamos también nosotros a Dios, junto con María: Hágase en mí según tu palabra. Que así sea.




martes, 12 de noviembre de 2013

TEMA 83. JMJ JORNADA MUNDIAL DE LA JUVENTUD. RIO DE JANEIRO 2013 Discurso del Papa en la visita a la comunidad de Varginha (Manguinhos) (jueves 25 de julio). Palabras del papa Francisco a los jóvenes argentinos en la Catedral de Río (jueves 25). Saludo del Papa en la fiesta de acogida en Copacabana (jueves 25 de julio). Rezo del Angelus desde el palacio arzobispal de San Joaquín (viernes 26 de julio). Palabras del Papa en el Vía Crucis con los jóvenes (viernes 26 de julio)

Discurso del papa Francisco en la favela-comunidad de Varginha – JMJ Río 2013

Jueves 25 de julio de 2013
Queridos hermanos y hermanas

Es bello estar aquí con ustedes. Ya desde el principio, al programar la visita a Brasil, mi deseo era poder visitar todos los barrios de esta nación. Habría querido llamar a cada puerta, decir “buenos días”, pedir un vaso de agua fresca, tomar un “cafezinho“, hablar como amigo de casa, escuchar el corazón de cada uno, de los padres, los hijos, los abuelos… Pero Brasil, ¡es tan grande! Y no se puede llamar a todas las puertas.
Así que elegí venir aquí, a visitar vuestra Comunidad, que hoy representa a todos los barrios de Brasil. 

¡Qué hermoso es ser recibidos con amor, con generosidad, con alegría! Basta ver cómo habéis decorado las calles de la Comunidad; también esto es un signo de afecto, nace del corazón, del corazón de los brasileños, que está de fiesta. Muchas gracias a todos por la calurosa bienvenida. Agradezco a Mons. Orani Tempesta y a los esposos Rangler y Joana sus cálidas palabras.

1. Desde el primer momento en que he tocado el suelo brasileño, y también aquí, entre vosotros, me siento acogido. Y es importante saber acoger; es todavía más bello que cualquier adorno. Digo esto porque, cuando somos generosos en acoger a una persona y compartimos algo con ella —algo de comer, un lugar en nuestra casa, nuestro tiempo— no nos hacemos más pobres, sino que nos enriquecemos.
Ya sé que, cuando alguien que necesita comer llama a su puerta, siempre encuentran ustedes un modo de compartir la comida; como dice el proverbio, siempre se puede “añadir más agua a los frijoles”. Y lo hacen con amor, mostrando que la verdadera riqueza no está en las cosas, sino en el corazón.

Y el pueblo brasileño, especialmente las personas más sencillas, pueden dar al mundo una valiosa lección de solidaridad, una palabra a menudo olvidada u omitida, porque es incomoda.
Me gustaría hacer un llamamiento a quienes tienen más recursos, a los poderes públicos y a todos los hombres de buena voluntad comprometidos en la justicia social: que no se cansen de trabajar por un mundo más justo y más solidario. Nadie puede permanecer indiferente ante las desigualdades que aún existen en el mundo.

Que cada uno, según sus posibilidades y responsabilidades, ofrezca su contribución para poner fin a tantas injusticias sociales. No es la cultura del egoísmo, del individualismo, que muchas veces regula nuestra sociedad, la que construye y lleva a un mundo más habitable, sino la cultura de la solidaridad; no ver en el otro un competidor o un número, sino un hermano.

Deseo alentar los esfuerzos que la sociedad brasileña está haciendo para integrar todas las partes de su cuerpo, incluidas las que más sufren o están necesitadas, a través de la lucha contra el hambre y la miseria. Ningún esfuerzo de “pacificación” será duradero, ni habrá armonía y felicidad para una sociedad que ignora, que margina y abandona en la periferia una parte de sí misma. Una sociedad así, simplemente se empobrece a sí misma; más aún, pierde algo que es esencial para ella.

Recordémoslo siempre: solo cuando se es capaz de compartir, llega la verdadera riqueza; todo lo que se comparte se multiplica. La medida de la grandeza de una sociedad está determinada por la forma en que trata a quien está más necesitado, a quien no tiene más que su pobreza.

2. También quisiera decir que la Iglesia, “abogada de la justicia y defensora de los pobres ante intolerables desigualdades sociales y económicas, que claman al cielo” (Documento de Aparecida, 395), desea ofrecer su colaboración a toda iniciativa que pueda significar un verdadero desarrollo de cada hombre y de todo el hombre.

Queridos amigos, ciertamente es necesario dar pan a quien tiene hambre; es un acto de justicia. Pero hay también un hambre más profunda, el hambre de una felicidad que solo Dios puede saciar.
No hay una verdadera promoción del bien común, ni un verdadero desarrollo del hombre, cuando se ignoran los pilares fundamentales que sostienen una nación, sus bienes inmateriales: la vida, que es un don de Dios, un valor que siempre se ha de tutelar y promover; la familia, fundamento de la convivencia y remedio contra la desintegración social; la educación integral, que no se reduce a una simple transmisión de información con el objetivo de producir ganancias; la salud, que debe buscar el bienestar integral de la persona, incluyendo la dimensión espiritual, esencial para el equilibrio humano y una sana convivencia; la seguridad, en la convicción de que la violencia sólo se puede vencer partiendo del cambio del corazón humano.

3. Quisiera decir una última cosa. Aquí, como en todo Brasil, hay muchos jóvenes. Queridos jóvenes, ustedes tienen una especial sensibilidad ante la injusticia, pero a menudo se sienten defraudados por los casos de corrupción, por las personas que, en lugar de buscar el bien común, persiguen su propio interés. 

A ustedes y a todos les repito: nunca se desanimen, no pierdan la confianza, no dejen que la esperanza se apague. La realidad puede cambiar, el hombre puede cambiar. Sean los primeros en tratar de hacer el bien, de no habituarse al mal, sino a vencerlo.

La Iglesia los acompaña ofreciéndoles el don precioso de la fe, de Jesucristo, que ha “venido para que tengan vida y la tengan abundante” (Jn 10,10).
Hoy digo a todos ustedes, y en particular a los habitantes de esta Comunidad de Varginha: No están solos, 

la Iglesia está con ustedes, el Papa está con ustedes. Llevo a cada uno de ustedes en mi corazón y hago mías las intenciones que albergan en lo más íntimo: la gratitud por las alegrías, las peticiones de ayuda en las dificultades, el deseo de consuelo en los momentos de dolor y sufrimiento.
Todo lo encomiendo a la intercesión de Nuestra Señora de Aparecida, la Madre de todos los pobres del Brasil, y con gran afecto les imparto mi Bendición.


Palabras del papa Francisco a los jóvenes argentinos en la Catedral de Río – JMJ 2013

Jueves 25 de julio de 2013
Gracias.. Gracias.. por estar hoy aquí, por haber venido… Gracias a los que están adentro y muchas gracias a los que están afuera. A los 30 mil, que me dicen que hay afuera. Desde acá los saludo; están bajo la lluvia… Gracias por el gesto de acercarse… Gracias por haber venido a la Jornada de la Juventud. Yo le sugerí al doctor Gasbarri, que es el que maneja, el que organiza el viaje, si hubiera un lugarcito para encontrarme con ustedes, y en medio día tenía arreglado todo. Así que también le quiero agradecer públicamente al doctor Gasbarri esto que ha logrado hoy.

Quisiera decir una cosa: ¿qué es lo que espero como consecuencia de la Jornada de la Juventud? Espero lío. Que acá adentro va a haber lío, va a haber. Que acá en Río va a haber lío, va a haber. Pero quiero lío en las diócesis, quiero que se salga afuera… Quiero que la Iglesia salga a la calle, quiero que nos defendamos de todo lo que sea mundanidad, de lo que sea instalación, de lo que sea comodidad, de lo que sea clericalismo, de lo que sea estar encerrados en nosotros mismos.

Las parroquias, los colegios, las instituciones son para salir; si no salen se convierten en una ONG, y la Iglesia no puede ser una ONG. Que me perdonen los obispos y los curas, si algunos después le arman lío a ustedes, pero.. Es el consejo. Y gracias por lo que puedan hacer.

Miren, yo pienso que, en este momento, esta civilización mundial se pasó de rosca, se pasó de rosca, porque es tal el culto que ha hecho al dios dinero, que estamos presenciando una filosofía y una praxis de exclusión de los dos polos de la vida que son las promesas de los pueblos.

Exclusión de los ancianos, por supuesto, porque uno podría pensar que podría haber una especie de eutanasia escondida; es decir, no se cuida a los ancianos; pero también está la eutanasia cultural: no se les deja hablar, no se les deja actuar.

Y exclusión de los jóvenes. El porcentaje que hay de jóvenes sin trabajo, sin empleo, es muy alto, y es una generación que no tiene la experiencia de la dignidad ganada por el trabajo. O sea, esta civilización nos ha llevado a excluir las dos puntas, que son el futuro nuestro.

Entonces, los jóvenes: tienen que salir, tienen que hacerse valer; los jóvenes tienen que salir a luchar por los valores, a luchar por esos valores; y los viejos abran la boca, los ancianos abran la boca y enséñennos; transmítannos la sabiduría de los pueblos.

En el pueblo argentino, yo se los pido de corazón a los ancianos: no claudiquen de ser la reserva cultural de nuestro pueblo que trasmite la justicia, que trasmite la historia, que trasmite los valores, que trasmite la memoria del pueblo. Y ustedes, por favor, no se metan contra los viejos; déjenlos hablar, escúchenlos, y lleven adelante.

Pero sepan, sepan que, en este momento, ustedes, los jóvenes, y los ancianos, están condenados al mismo destino: exclusión; no se dejen excluir. ¿Está claro? Por eso, creo que tienen que trabajar.

Y la fe en Jesucristo no es broma, es algo muy serio. Es un escándalo que Dios haya venido a hacerse uno de nosotros; es un escándalo, y que haya muerto en la Cruz, es un escándalo: El escándalo de la Cruz. La Cruz sigue siendo escándalo, pero es el único camino seguro: el de la Cruz, el de Jesús, la encarnación de Jesús.

Por favor, no licuen la fe en Jesucristo. Hay licuado de naranja, hay licuado de manzana, hay licuado de banana, pero, por favor, no tomen licuado de fe. La fe es entera, no se licua. Es la fe en Jesús. Es la fe en el Hijo de Dios hecho hombre, que me amó y murió por mí.

Entonces: Hagan lío; cuiden los extremos del pueblo, que son los ancianos y los jóvenes; no se dejen excluir, y que no excluyan a los ancianos. Segundo: no licuen la fe en Jesucristo. 

Las bienaventuranzas.¿Qué tenemos que hacer, Padre? Mira, lee las bienaventuranzas que te van a venir bien. Y si querés saber qué cosa práctica tenés que hacer, lee Mateo 25, que es el protocolo con el cual nos van a juzgar. Con esas dos cosas tienen el programa de acción: Las bienaventuranzas y Mateo 25. No necesitan leer otra cosa. Se lo pido de corazón.

Bueno, les agradezco ya esta cercanía. Me da pena que estén enjaulados. Pero, les digo una cosa: Yo, por momentos, siento: ¡Qué feo que es estar enjaulados! Se lo confieso de corazón… Pero, veremos… Los comprendo. Y me hubiera gustado estar más cerca de ustedes, pero comprendo que, por razón de orden, no se puede.

Gracias por acercarse; gracias por rezar por mí; se lo pido de corazón, necesito, necesito de la oración de ustedes, necesito mucho. Gracias por eso… Y, bueno, les voy a dar la Bendición y después vamos a bendecir la imagen de la Virgen, que va a recorrer toda la República… y la cruz de San Francisco, que van a recorrer ‘misionariamente’. Pero no se olviden: Hagan lío; cuiden los dos extremos de la vida, los dos extremos de la historia de los pueblos, que son los ancianos y los jóvenes, y no licuen la fe.

Y ahora vamos a rezar, para bendecir la imagen de la Virgen y darles después la bendición a ustedes.
Nos ponemos de pie para la Bendición, pero, antes, quiero agradecer lo que dijo Mons. Arancedo, que de puro maleducado no se lo agradecí. Así que gracias por tus palabras.



Saludo del papa Francisco en la fiesta de acogida de los jóvenes, Copacabana – JMJ Río 2013

Jueves 25 de julio de 2013
Queridos jóvenes,
Buenas tardes.

Veo en ustedes la belleza del rostro joven de Cristo, y mi corazón se llena de alegría.
Recuerdo la primera Jornada Mundial de la Juventud a nivel internacional. Se celebró en 1987 en Argentina, en mi ciudad de Buenos Aires. Guardo vivas en la memoria estas palabras de Juan Pablo II a los jóvenes: “¡Tengo tanta esperanza en vosotros! Espero sobre todo que renovéis vuestra fidelidad a Jesucristo y a su cruz redentora” (Discurso a los Jóvenes, 11 de abril 1987: Insegnamenti, X/1 [1987], p. 1261).

Antes de continuar, quisiera recordar el trágico accidente en la Guyana francesa, en el que perdió la vida la joven Sophie Morinière, y otros jóvenes resultaron heridos. Os invito a hacer un minuto de silencio y a dirigir nuestra oración a Dios por Sophie, los heridos y sus familiares.

Este año, la Jornada vuelve, por segunda vez, a América Latina. Y ustedes, jóvenes, han respondido en gran número a la invitación de Benedicto XVI, que les ha convocado para celebrarla. Se lo agradecemos de todo corazón. Mi mirada si extiende sobre esta gran muchedumbre: ¡son ustedes tantos! Llegados de todos los continentes. Distantes, a veces no sólo geográficamente, sino también desde el punto de vista existencial, cultural, social, humano. Pero hoy están aquí, o más bien, hoy estamos aquí, juntos, unidos para compartir la fe y la alegría del encuentro con Cristo, de ser sus discípulos.

Esta semana, Río se convierte en el centro de la Iglesia, en su corazón vivo y joven, porque ustedes han respondido con generosidad y entusiasmo a la invitación que Jesús les ha hecho a estar con él, a ser sus amigos.

El tren de esta Jornada Mundial de la Juventud ha venido de lejos y ha atravesado la Nación brasileña siguiendo las etapas del proyecto “Bota fe – Pon fe”. Hoy ha llegado a Río de Janeiro. Desde el Corcovado, el Cristo Redentor nos abraza y nos bendice. Viendo este mar, la playa y a todos ustedes, me viene a la mente el momento en que Jesús llamó a sus primeros discípulos a orillas del lago de Tiberíades. Hoy Jesús nos sigue preguntando: ¿Quieres ser mi discípulo? ¿Quieres ser mi amigo? ¿Quieres ser testigo del Evangelio?

En el corazón del Año de la fe, estas preguntas nos invitan a renovar nuestro compromiso cristiano. Sus familias y comunidades locales les han transmitido el gran don de la fe.
Cristo ha crecido en ustedes. Hoy he venido a confirmarles en esta fe, la fe en Cristo vivo que habita en ustedes, pero he venido también para ser confirmado por el entusiasmo de su fe.

Les saludo a todos con gran afecto. A ustedes aquí presentes, venidos de los cinco continentes y, a través de ustedes, a todos los jóvenes del mundo, en particular a aquellos que no han podido venir a Río de Janeiro, pero que nos siguen por medio de la radio, la televisión e internet, a todos les digo: ¡Bienvenidos a esta gran fiesta de la fe! En diversas partes del mundo, muchos jóvenes están reunidos ahora para vivir juntos este momento: sintámonos unidos unos a otros en la alegría, en la amistad, en la fe. Y tengan la certeza de que mi corazón de Pastor les abraza a todos con afecto universal. ¡El Cristo Redentor, desde la cima del monte Corvado, les acoge en esta bellísima ciudad de Río!

Un saludo particular al Presidente del Pontificio Consejo para los Laicos, el querido cardenal Stanislaw Rilko, y a cuantos colaboran con él. Agradezco a Monseñor Orani João Tempesta, Arzobispo de São Sebastião do Río de Janeiro, la cordial acogida que me ha dispensado y el gran trabajo realizado para preparar esta Jornada Mundial de la Juventud, junto con las diversas diócesis de este inmenso Brasil. Mi agradecimiento también se dirige a todas las autoridades nacionales, estatales y locales, y a cuantos han contribuido para hacer posible este momento único de celebración de la unidad, de la fe y de la fraternidad.

Gracias a los Hermanos Obispos, a los sacerdotes, a los seminaristas, a las personas consagradas y a los fieles laicos que acompañan a los jóvenes, desde diversas partes de nuestro planeta, en su peregrinación hacia Jesús. A todos y a cada uno, mi abrazo afectuoso en el Señor.
¡Hermanos y amigos, bienvenidos a la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud, en esta maravillosa ciudad de Río de Janeiro!



Palabras del papa Francisco en el rezo del Angelus – JMJ Río 2013

Palacio Arzobispal de San Joaquín, Río de Janeiro
Viernes 26 de julio de 2013


Queridos hermanos y amigos

Doy gracias a la Divina Providencia por haber guiado mis pasos hasta aquí, a la ciudad de San Sebastián de Río de Janeiro. Agradezco de corazón a Mons. Orani y también a ustedes la cálida acogida, con la que manifiestan su afecto al Sucesor de Pedro. Me gustaría que mi paso por esta ciudad de Río renovase en todos el amor a Cristo y a la Iglesia, la alegría de estar unidos a Él y de pertenecer a la Iglesia, y el compromiso de vivir y dar testimonio de la fe.

Una bellísima expresión popular de la fe es la oración del Angelus [en Brasil, la Hora de María]. Es una oración sencilla que se reza en tres momentos señalados de la jornada, que marcan el ritmo de nuestras actividades cotidianas: por la mañana, a mediodía y al atardecer.

Pero es una oración importante; invito a todos a recitarla con el Avemaría. Nos recuerda un acontecimiento luminoso que ha transformado la historia: la Encarnación, el Hijo de Dios se ha hecho hombre en Jesús de Nazaret.

Hoy la Iglesia celebra a los padres de la Virgen María, los abuelos de Jesús: los santos Joaquín y Ana. En su casa vino al mundo María, trayendo consigo el extraordinario misterio de la Inmaculada Concepción; en su casa creció acompañada por su amor y su fe; en su casa aprendió a escuchar al Señor y a seguir su voluntad. Los santos Joaquín y Ana forman parte de esa larga cadena que ha transmitido el amor de Dios, en el calor de la familia, hasta María que acogió en su seno al Hijo de Dios y lo dio al mundo, nos los ha dado a nosotros.

¡Qué precioso es el valor de la familia, como lugar privilegiado para transmitir la fe! Refiriéndome al ambiente familiar quisiera subrayar una cosa: hoy, en esta fiesta de los santos Joaquín y Ana, se celebra, tanto en Brasil como en otros países, la fiesta de los abuelos. Qué importantes son en la vida de la familia para comunicar ese patrimonio de humanidad y de fe que es esencial para toda sociedad.

Y qué importante es el encuentro y el diálogo intergeneracional, sobre todo dentro de la familia. El Documento conclusivo de Aparecida nos lo recuerda: “Niños y ancianos construyen el futuro de los pueblos. Los niños porque llevarán adelante la historia, los ancianos porque transmiten la experiencia y la sabiduría de su vida” (n. 447). Esta relación, este diálogo entre las generaciones, es un tesoro que tenemos que preservar y alimentar. En estas Jornadas de la Juventud, los jóvenes quieren saludar a los abuelos. Los saludan con todo cariño y les agradecen el testimonio de sabiduría que nos ofrecen continuamente.

Y ahora, en esta Plaza, en sus calles adyacentes, en las casas que viven con nosotros este momento de oración, sintámonos como una gran familia y dirijámonos a María para que proteja a nuestras familias, las haga hogares de fe y de amor, en los que se sienta la presencia de su Hijo Jesús.



Discurso del papa Francisco en el Vía Crucis – JMJ Río 2013

Paseo marítimo de Copacabana
Viernes 26 de julio de 2013


Queridísimos jóvenes

Hemos venido hoy aquí para acompañar a Jesús a lo largo de su camino de dolor y de amor, el camino de la Cruz, que es uno de los momentos fuertes de la Jornada Mundial de la Juventud.

Al concluir el Año Santo de la Redención, el beato Juan Pablo II quiso confiarles a ustedes, jóvenes, la Cruz diciéndoles: “Llévenla por el mundo como signo del amor de Jesús a la humanidad, y anuncien a todos que sólo en Cristo muerto y resucitado hay salvación y redención” (Palabras al entregar la cruz del Año Santo a los jóvenes, 22 de abril de 1984: Insegnamenti VII,1 (1984), 1105).
Desde entonces, la Cruz ha recorrido todos los continentes y ha atravesado los más variados mundos de la existencia humana, quedando como impregnada de las situaciones vitales de tantos jóvenes que la han visto y la han llevado.

Nadie puede tocar la Cruz de Jesús sin dejar en ella algo de sí mismo y sin llevar consigo algo de la cruz de Jesús a la propia vida.

Esta tarde, acompañando al Señor, me gustaría que resonasen en sus corazones tres preguntas: ¿Qué han dejado ustedes en la Cruz, queridos jóvenes de Brasil, en estos dos años en los que ha recorrido su inmenso país? Y ¿qué ha dejado la Cruz en cada uno de ustedes? Y, finalmente, ¿qué nos enseña para nuestra vida esta Cruz?

1. Una antigua tradición de la Iglesia de Roma cuenta que el apóstol Pedro, saliendo de la ciudad para huir de la persecución de Nerón, vio que Jesús caminaba en dirección contraria y enseguida le preguntó: “Señor, ¿adónde vas?”. La respuesta de Jesús fue: “Voy a Roma para ser crucificado de nuevo”.

En aquel momento, Pedro comprendió que tenía que seguir al Señor con valentía, hasta el final, pero entendió sobre todo que nunca estaba solo en el camino; con él estaba siempre aquel Jesús que lo había amado hasta morir en la Cruz.

Miren, Jesús con su Cruz recorre nuestras calles para cargar con nuestros miedos, nuestros problemas, nuestros sufrimientos, también los más profundos.

Con la Cruz, Jesús se une al silencio de las víctimas de la violencia, que no pueden ya gritar, sobre todo los inocentes y los indefensos; con ella, Jesús se une a las familias que se encuentran en dificultad, que lloran la trágica pérdida de sus hijos, como en el caso de los 242 jóvenes víctimas en el incendio de la ciudad de Santa María en el incendio de este año recemos por ellos.

O que sufren al verlos víctimas de paraísos artificiales como la droga; con ella, Jesús se une a todas las personas que sufren hambre en un mundo que cada día tira toneladas de alimentos; con ella, Jesús se une a quien es perseguido por su religión, por sus ideas, o simplemente por el color de su piel; en ella, Jesús se une a tantos jóvenes que han perdido su confianza en las instituciones políticas porque ven el egoísmo y la corrupción, o que han perdido su fe en la Iglesia, e incluso en Dios, por la incoherencia de los cristianos y de los ministros del Evangelio.

En la Cruz de Cristo está el sufrimiento, el pecado del hombre, también el nuestro, y Él acoge todo con los brazos abiertos, carga sobre su espalda nuestras cruces y nos dice: ¡Ánimo! No la llevas tú solo. Yo la llevo contigo y yo he vencido a la muerte y he venido a darte esperanza, a darte vida (cf. Jn 3,16).

2. Y así podemos responder a la segunda pregunta: ¿Qué ha dejado la Cruz en los que la han visto, en los que la han tocado? ¿Qué deja en cada uno de nosotros? Deja un bien que nadie más nos puede dar: la certeza del amor indefectible de Dios por nosotros. Un amor tan grande que entra en nuestro pecado y lo perdona, entra en nuestro sufrimiento y nos da fuerza para sobrellevarlo, entra también en la muerte para vencerla y salvarnos.

En la Cruz de Cristo está todo el amor de Dios, su inmensa misericordia. Y es un amor del que podemos fiarnos, en el que podemos creer.

Queridos jóvenes, fiémonos de Jesús, confiemos totalmente en Él (cf. Lumen fidei, 16). porque Él nunca defrauda a nadie.

Solo en Cristo muerto y resucitado encontramos salvación y redención. Con Él, el mal, el sufrimiento y la muerte no tienen la última palabra, porque Él nos da esperanza y vida: ha transformado la Cruz de ser instrumento de odio, de derrota, de muerte, en un signo de amor, de victoria y de vida.

El primer nombre de Brasil fue precisamente “Terra de Santa Cruz”. La Cruz de Cristo fue plantada no sólo en la playa hace más de cinco siglos, sino también en la historia, en el corazón y en la vida del pueblo brasileño, y en muchos otros. A Cristo que sufre lo sentimos cercano, uno de nosotros que comparte nuestro camino hasta el final. No hay en nuestra vida cruz, pequeña o grande, que el Señor no comparta con nosotros.

3. Pero la Cruz nos invita también a dejarnos contagiar por este amor, nos enseña así a mirar siempre al otro con misericordia y amor, sobre todo a quien sufre, a quien tiene necesidad de ayuda, a quien espera una palabra, un gesto, y a salir de nosotros mismos para ir a su encuentro y tenderles la mano.

Muchos rostros han acompañado a Jesús en su camino al Calvario: Pilato, el Cireneo, María, las mujeres… También nosotros podemos ser para los demás como Pilato, que no tiene la valentía de ir contracorriente para salvar la vida de Jesús y se lava las manos.

Queridos amigos, la Cruz de Cristo nos enseña a ser como el Cireneo, que ayuda a Jesús a llevar aquel madero pesado, como María y las otras mujeres, que no tienen miedo de acompañar a Jesús hasta el final, con amor, con ternura. Y tú, ¿como quién eres? ¿Como Pilato, como el Cireneo, como María?
Jesús te está mirando ahora y te dice ¿Me quieres ayudar a llevar la cruz?


Queridos jóvenes, llevemos nuestras alegrías, nuestros sufrimientos, nuestros fracasos a la Cruz de Cristo; encontraremos un Corazón abierto que nos comprende, nos perdona, nos ama y nos pide llevar este mismo amor a nuestra vida, amar a cada hermano o hermana nuestra con ese mismo amor. Que así sea.