Secularismo y necesidad de lo religioso (4)
La persona humana: una dignidad despreciada y exaltada (5)
Conflictividad y paz (6)
Jesucristo la esperanza de la humanidad (7)
Secularismo y necesidad de lo religioso
4. ¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la indiferencia
religiosa y del ateismo en sus más diversas formas,
particularmente en aquella —hoy quizás más difundida— del secularismo? Embriagado
por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo
científico-técnico, y fascinado sobre todo por la más antigua y siempre nueva
tentación de querer llegar a ser como Dios (cf. Gn 3, 5)
mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las raíces
religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin
significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más
diversos «ídolos».
Es verdaderamente grave el fenómeno actual del secularismo; y no sólo
afecta a los individuos, sino que en cierto modo afecta también a comunidades
enteras, como ya observó el Concilio: «Crecientes multitudes se alejan
prácticamente de la religión»[8].
Varias veces yo mismo he recordado el fenómeno de la descristianización que
aflige los pueblos de antigua tradición cristiana y que reclama, sin dilación
alguna, una nueva evangelización.
Y sin embargo la aspiración y la necesidad de lo religioso no
pueden ser suprimidos totalmente. La conciencia de cada hombre, cuando tiene el
coraje de afrontar los interrogantes más graves de la existencia humana, y en
particular el del sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte, no puede
dejar de hacer propia aquella palabra de verdad proclamada a voces por San
Agustín: «Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta
que no descansa en Ti»[9].
Así también, el mundo actual testifica, siempre de manera más amplia y viva, la
apertura a una visión espiritual y trascendente de la vida, el despertar de una
búsqueda religiosa, el retorno al sentido de lo sacro y a la oración, la
voluntad de ser libres en el invocar el Nombre del Señor.
La persona humana: una dignidad despreciada y exaltada
5. Pensamos, además, en las múltiples violaciones a las
que hoy está sometida la persona humana. Cuando no es
reconocido y amado en su dignidad de imagen viviente de Dios (cf. Gn 1,
26), el ser humano queda expuesto a las formas más humillantes y aberrantes de
«instrumentalización», que lo convierten miserablemente en esclavo del más
fuerte. Y «el más fuerte» puede asumir diversos nombres: ideología, poder
económico, sistemas políticos inhumanos, tecnocracia científica, avasallamiento
por parte de los mass-media. De nuevo nos encontramos frente a una multitud de
personas, hermanos y hermanas nuestras, cuyos derechos fundamentales son
violados, también como consecuencia de la excesiva tolerancia y hasta de la
patente injusticia de ciertas leyes civiles: el derecho a la vida y a la
integridad física, el derecho a la casa y al trabajo, el derecho a la familia y
a la procreación responsable, el derecho a la participación en la vida pública
y política, el derecho a la libertad de conciencia y de profesión de fe
religiosa.
¿Quién puede contar los niños que no han nacido porque han sido matados en
el seno de sus madres, los niños abandonados y maltratados por sus mismos
padres, los niños que crecen sin afecto ni educación? En algunos países,
poblaciones enteras se encuentran desprovistas de casa y de trabajo; les faltan
los medios más indispensables para llevar una vida digna del ser humano; y
algunas carecen hasta de lo necesario para su propia subsistencia. Tremendos
recintos de pobreza y de miseria, física y moral a la vez, se han vuelto ya
anodinos y como normales en la periferia de las grandes ciudades, mientras
afligen mortalmente a enteros grupos humanos.
Pero la sacralidad de la persona no puede ser aniquilada,
por más que sea despreciada y violada tan a menudo. Al tener su indestructible
fundamento en Dios Creador y Padre, la sacralidad de la persona vuelve a
imponerse, de nuevo y siempre.
De aquí el extenderse cada vez más y el afirmarse siempre con mayor fuerza
del sentido de la dignidad personal de cada ser humano. Una
beneficiosa corriente atraviesa y penetra ya todos los pueblos de la tierra,
cada vez más conscientes de la dignidad del hombre: éste no es una «cosa» o un
«objeto» del cual servirse; sino que es siempre y sólo un «sujeto», dotado de
conciencia y de libertad, llamado a vivir responsablemente en la sociedad y en
la historia, ordenado a valores espirituales y religiosos.
Se ha dicho que el nuestro es el tiempo de los «humanismos». Si algunos,
por su matriz ateo y secularista, acaban paradójicamente por humillar y anular
al hombre; otros, en cambio, lo exaltan hasta el punto de llegar a una
verdadera y propia idolatría; y otros, finalmente, reconocen según la verdad la
grandeza y la miseria del hombre, manifestando, sosteniendo y favoreciendo su
dignidad total.
Signo y fruto de estas corrientes humanistas es la creciente necesidad
de participación. Indudablemente es éste uno de los rasgos
característicos de la humanidad actual, un auténtico «signo de los tiempos» que
madura en diversos campos y en diversas direcciones: sobre todo en lo relativo
a la mujer y al mundo juvenil, y en la dirección de la vida no sólo familiar y
escolar, sino también cultural, económica, social y política. El ser
protagonistas, creadores de algún modo de una nueva cultura humanista, es una
exigencia universal e individual[10].
Conflictividad y paz
6. Por último, no podemos dejar de recordar otro fenómeno que caracteriza
la presente humanidad. Quizás como nunca en su historia, la humanidad es
cotidiana y profundamente atacada y desquiciada por la conflictividad. Es
éste un fenómeno pluriforme, que se distingue del legítimo pluralismo de las
mentalidades y de las iniciativas, y que se manifiesta en el nefasto
enfrentamiento entre personas, grupos, categorías, naciones y bloques de
naciones. Es un antagonismo que asume formas de violencia, de terrorismo, de
guerra. Una vez más, pero en proporciones mucho más amplias, diversos sectores
de la humanidad contemporánea, queriendo demostrar su «omnipotencia», renuevan
la necia experiencia de la construcción de la «torre de Babel» (cf. Gn 11,
1-9), que, sin embargo, hace proliferar la confusión, la lucha, la disgregación
y la opresión. La familia humana se encuentra así dramáticamente turbada y
desgarrada en sí misma.
Por otra parte, es completamente insuprimible la aspiración de los
individuos y de los pueblos al inestimable bien de la paz en
la justicia. La bienaventuranza evangélica: «dichosos los que obran la paz» (Mt 5,
9) encuentra en los hombres de nuestro tiempo una nueva y significativa
resonancia: para que vengan la paz y la justicia, enteras poblaciones viven,
sufren y trabajan. La participación de tantas personas y
grupos en la vida social es hoy el camino más recorrido para que la paz
anhelada se haga realidad. En este camino encontramos a tantos fieles laicos
que se han empeñado generosamente en el campo social y político, y de los modos
más diversos, sean institucionales o bien de asistencia voluntaria y de
servicio a los necesitados.
Jesucristo, la esperanza de la humanidad
7. Este es el campo inmenso y apesadumbrado que está ante los obreros
enviados por el «dueño de casa» para trabajar en su viña.
En este campo está eficazmente presente la Iglesia, todos nosotros,
pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos. Las situaciones que
acabamos de recordar afectan profundamente a la Iglesia; por ellas está en
parte condicionada, pero no dominada ni muchos menos aplastada, porque el
Espíritu Santo, que es su alma, la sostiene en su misión.
La Iglesia sabe que todos los esfuerzos que va realizando la humanidad para
llegar a la comunión y a la participación, a pesar de todas las dificultades,
retrasos y contradicciones causadas por las limitaciones humanas, por el pecado
y por el Maligno, encuentran una respuesta plena en Jesucristo, Redentor del hombre
y del mundo.
La Iglesia sabe que es enviada por Él como «signo e instrumento de la
íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano[11].
En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe esperar.
El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la «noticia» nueva y
portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a
todos los hombres.
En este anuncio y en este testimonio los fieles laicos tienen un puesto
original e irreemplazable: por medio de ellos la Iglesia de Cristo está
presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de
esperanza y de amor.
Notas a pie de página:
[8] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 7.
[9] San Agustín, Confessiones, I, 1: CCL 27,
1.
[10] Cf. Instrumentum laboris, "Vocación y misión de los
laicos en la Iglesia y en el mundo a los veinte años del Concilio Vaticano
II", 5-10.
[11] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 1.