Fe y verdad
23. Si no creéis, no
comprenderéis (cf. Is 7,9). La versión griega de la Biblia hebrea, la
traducción de los Setenta realizada en Alejandría de Egipto, traduce así las
palabras del profeta Isaías al rey Acaz. De este modo, la cuestión del
conocimiento de la verdad se colocaba en el centro de la fe.
Pero en el texto
hebreo leemos de modo diferente. Aquí, el profeta dice al rey: « Si no creéis,
no subsistiréis ». Se trata de un juego de palabras con dos formas del verbo ’amán:
« creéis » (ta’aminu), y « subsistiréis » (te’amenu).
Amedrentado
por la fuerza de sus enemigos, el rey busca la seguridad de una alianza con el
gran imperio de Asiria. El profeta le invita entonces a fiarse únicamente de la
verdadera roca que no vacila, del Dios de Israel. Puesto que Dios es fiable, es
razonable tener fe en él, cimentar la propia seguridad sobre su Palabra. Es
este el Dios al que Isaías llamará más adelante dos veces « el Dios del Amén »
(Is 65,16), fundamento indestructible de fidelidad a la alianza.
Se
podría pensar que la versión griega de la Biblia, al traducir « subsistir » por
« comprender », ha hecho un cambio profundo del sentido del texto, pasando de
la noción bíblica de confianza en Dios a la griega de comprensión. Sin embargo,
esta traducción, que aceptaba ciertamente el diálogo con la cultura helenista,
no es ajena a la dinámica profunda del texto hebreo.
En efecto, la subsistencia
que Isaías promete al rey pasa por la comprensión de la acción de Dios y de la
unidad que él confiere a la vida del hombre y a la historia del pueblo. El
profeta invita a comprender las vías del Señor, descubriendo en la fidelidad de
Dios el plan de sabiduría que gobierna los siglos.
San Agustín ha hecho una
síntesis de « comprender » y « subsistir » en sus Confesiones, cuando
habla de fiarse de la verdad para mantenerse en pie: « Me estabilizaré y
consolidaré en ti […], en tu verdad »[17].
Por el contexto sabemos que san Agustín quiere mostrar cómo esta verdad
fidedigna de Dios, según aparece en la Biblia, es su presencia fiel a lo largo
de la historia, su capacidad de mantener unidos los tiempos, recogiendo la
dispersión de los días del hombre[18].
24. Leído a esta luz, el
texto de Isaías lleva a una conclusión: el hombre tiene necesidad de
conocimiento, tiene necesidad de verdad, porque sin ella no puede subsistir, no
va adelante.
La fe, sin verdad, no salva, no da seguridad a nuestros pasos. Se
queda en una bella fábula, proyección de nuestros deseos de felicidad, algo que
nos satisface únicamente en la medida en que queramos hacernos una ilusión. O
bien se reduce a un sentimiento hermoso, que consuela y entusiasma, pero
dependiendo de los cambios en nuestro estado de ánimo o de la situación de los
tiempos, e incapaz de dar continuidad al camino de la vida.
Si la fe fuese eso,
el rey Acaz tendría razón en no jugarse su vida y la integridad de su reino por
una emoción. En cambio, gracias a su unión intrínseca con la verdad, la fe es
capaz de ofrecer una luz nueva, superior a los cálculos del rey, porque ve más
allá, porque comprende la actuación de Dios, que es fiel a su alianza y a sus
promesas.
25. Recuperar la
conexión de la fe con la verdad es hoy aun más necesario, precisamente por la
crisis de verdad en que nos encontramos. En la cultura contemporánea se tiende
a menudo a aceptar como verdad sólo la verdad tecnológica: es verdad aquello
que el hombre consigue construir y medir con su ciencia; es verdad porque
funciona y así hace más cómoda y fácil la vida. Hoy parece que ésta es la única
verdad cierta, la única que se puede compartir con otros, la única sobre la que
es posible debatir y comprometerse juntos.
Por otra parte, estarían después las
verdades del individuo, que consisten en la autenticidad con lo que cada uno
siente dentro de sí, válidas sólo para uno mismo, y que no se pueden proponer a
los demás con la pretensión de contribuir al bien común.
La verdad grande, la
verdad que explica la vida personal y social en su conjunto, es vista con
sospecha. ¿No ha sido esa verdad —se preguntan— la que han pretendido los
grandes totalitarismos del siglo pasado, una verdad que imponía su propia
concepción global para aplastar la historia concreta del individuo? Así, queda
sólo un relativismo en el que la cuestión de la verdad completa, que es en el
fondo la cuestión de Dios, ya no interesa.
En esta perspectiva, es lógico que
se pretenda deshacer la conexión de la religión con la verdad, porque este nexo
estaría en la raíz del fanatismo, que intenta arrollar a quien no comparte las
propias creencias. A este respecto, podemos hablar de un gran olvido en nuestro
mundo contemporáneo.
En efecto, la pregunta por la verdad es una cuestión de
memoria, de memoria profunda, pues se dirige a algo que nos precede y, de este
modo, puede conseguir unirnos más allá de nuestro « yo » pequeño y limitado. Es
la pregunta sobre el origen de todo, a cuya luz se puede ver la meta y, con
eso, también el sentido del camino común.
Amor y conocimiento de la verdad
26. En esta situación,
¿puede la fe cristiana ofrecer un servicio al bien común indicando el modo
justo de entender la verdad?
Para responder, es necesario reflexionar sobre el
tipo de conocimiento propio de la fe. Puede ayudarnos una expresión de san
Pablo, cuando afirma: « Con el corazón se cree » (Rm 10,10). En la
Biblia el corazón es el centro del hombre, donde se entrelazan todas sus dimensiones:
el cuerpo y el espíritu, la interioridad de la persona y su apertura al mundo y
a los otros, el entendimiento, la voluntad, la afectividad.
Pues bien, si el
corazón es capaz de mantener unidas estas dimensiones es porque en él es donde
nos abrimos a la verdad y al amor, y dejamos que nos toquen y nos transformen
en lo más hondo. La fe transforma toda la persona, precisamente porque la fe se
abre al amor.
Esta interacción de la fe con el amor nos permite comprender el
tipo de conocimiento propio de la fe, su fuerza de convicción, su capacidad de
iluminar nuestros pasos. La fe conoce por estar vinculada al amor, en cuanto el
mismo amor trae una luz. La comprensión de la fe es la que nace cuando
recibimos el gran amor de Dios que nos transforma interiormente y nos da ojos
nuevos para ver la realidad.
27. Es conocida la
manera en que el filósofo Ludwig Wittgenstein explica la conexión entre fe y
certeza. Según él, creer sería algo parecido a una experiencia de
enamoramiento, entendida como algo subjetivo, que no se puede proponer como
verdad válida para todos[19].
En efecto, el hombre moderno cree que la cuestión del amor tiene poco que ver
con la verdad. El amor se concibe hoy como una experiencia que pertenece al
mundo de los sentimientos volubles y no a la verdad.
Pero esta descripción
del amor ¿es verdaderamente adecuada? En realidad, el amor no se puede reducir
a un sentimiento que va y viene. Tiene que ver ciertamente con nuestra
afectividad, pero para abrirla a la persona amada e iniciar un camino, que
consiste en salir del aislamiento del propio yo para encaminarse hacia la otra
persona, para construir una relación duradera; el amor tiende a la unión con la
persona amada.
Y así se puede ver en qué sentido el amor tiene necesidad de
verdad. Sólo en cuanto está fundado en la verdad, el amor puede perdurar en el
tiempo, superar la fugacidad del instante y permanecer firme para dar
consistencia a un camino en común.
Si el amor no tiene que ver con la verdad,
está sujeto al vaivén de los sentimientos y no supera la prueba del tiempo. El
amor verdadero, en cambio, unifica todos los elementos de la persona y se
convierte en una luz nueva hacia una vida grande y plena.
Sin verdad, el amor
no puede ofrecer un vínculo sólido, no consigue llevar al « yo » más allá de su
aislamiento, ni librarlo de la fugacidad del instante para edificar la vida y
dar fruto.
Si el amor necesita la
verdad, también la verdad tiene necesidad del amor. Amor y verdad no se pueden
separar. Sin amor, la verdad se vuelve fría, impersonal, opresiva para la vida
concreta de la persona.
La verdad que buscamos, la que da sentido a nuestros
pasos, nos ilumina cuando el amor nos toca. Quien ama comprende que el amor es
experiencia de verdad, que él mismo abre nuestros ojos para ver toda la
realidad de modo nuevo, en unión con la persona amada.
En este sentido, san
Gregorio Magno ha escrito que « amor ipse notitia est », el amor mismo
es un conocimiento, lleva consigo una lógica nueva[20].
Se trata de un modo relacional de ver el mundo, que se convierte en
conocimiento compartido, visión en la visión de otro o visión común de todas
las cosas.
Guillermo de Saint Thierry, en la Edad Media, sigue esta tradición
cuando comenta el versículo del Cantar de los Cantares en el que el amado dice
a la amada: « Palomas son tus ojos » (Ct 1,15)[21].
Estos dos ojos, explica Guillermo, son la razón creyente y el amor, que se
hacen uno solo para llegar a contemplar a Dios, cuando el entendimiento se hace
« entendimiento de un amor iluminado »[20].
28. Una expresión
eminente de este descubrimiento del amor como fuente de conocimiento, que forma
parte de la experiencia originaria de todo hombre, se encuentra en la
concepción bíblica de la fe.
Saboreando el amor con el que Dios lo ha elegido y
lo ha engendrado como pueblo, Israel llega a comprender la unidad del designio
divino, desde su origen hasta su cumplimiento. El conocimiento de la fe, por
nacer del amor de Dios que establece la alianza, ilumina un camino en la
historia.
Por eso, en la Biblia, verdad y fidelidad van unidas, y el Dios
verdadero es el Dios fiel, aquel que mantiene sus promesas y permite comprender
su designio a lo largo del tiempo. Mediante la experiencia de los profetas, en
el sufrimiento del exilio y en la esperanza de un regreso definitivo a la
ciudad santa, Israel ha intuido que esta verdad de Dios se extendía más allá de
la propia historia, para abarcar toda la historia del mundo, ya desde la
creación.
El conocimiento de la fe ilumina no sólo el camino particular de un
pueblo, sino el decurso completo del mundo creado, desde su origen hasta su
consumación.
La fe como escucha y visión
29. Precisamente porque
el conocimiento de la fe está ligado a la alianza de un Dios fiel, que
establece una relación de amor con el hombre y le dirige la Palabra, es
presentado por la Biblia como escucha, y es asociado al sentido del oído.
San
Pablo utiliza una fórmula que se ha hecho clásica: fides ex auditu, « la
fe nace del mensaje que se escucha » (Rm 10,17). El conocimiento
asociado a la palabra es siempre personal: reconoce la voz, la acoge en
libertad y la sigue en obediencia. Por eso san Pablo habla de la « obediencia
de la fe » (cf. Rm 1,5; 16,26)[23].
La fe es, además, un conocimiento vinculado al transcurrir del tiempo,
necesario para que la palabra se pronuncie: es un conocimiento que se aprende
sólo en un camino de seguimiento. La escucha ayuda a representar bien el nexo
entre conocimiento y amor.
Por lo que se refiere al
conocimiento de la verdad, la escucha se ha contrapuesto a veces a la visión,
que sería más propia de la cultura griega. La luz, si por una parte posibilita
la contemplación de la totalidad, a la que el hombre siempre ha aspirado, por
otra parece quitar espacio a la libertad, porque desciende del cielo y llega
directamente a los ojos, sin esperar a que el ojo responda. Además, sería como
una invitación a una contemplación extática, separada del tiempo concreto en
que el hombre goza y padece.
Según esta perspectiva, el acercamiento bíblico al
conocimiento estaría opuesto al griego, que buscando una comprensión completa
de la realidad, ha vinculado el conocimiento a la visión.
Sin embargo, esta
supuesta oposición no se corresponde con el dato bíblico. El Antiguo Testamento
ha combinado ambos tipos de conocimiento, puesto que a la escucha de la Palabra
de Dios se une el deseo de ver su rostro.
De este modo, se pudo entrar en
diálogo con la cultura helenística, diálogo que pertenece al corazón de la
Escritura. El oído posibilita la llamada personal y la obediencia, y también,
que la verdad se revele en el tiempo; la vista aporta la visión completa de
todo el recorrido y nos permite situarnos en el gran proyecto de Dios; sin esa
visión, tendríamos solamente fragmentos aislados de un todo desconocido.
30. La conexión entre el
ver y el escuchar, como órganos de conocimiento de la fe, aparece con toda
claridad en el Evangelio de san Juan. Para el cuarto Evangelio, creer es
escuchar y, al mismo tiempo, ver.
La escucha de la fe tiene las mismas
características que el conocimiento propio del amor: es una escucha personal,
que distingue la voz y reconoce la del Buen Pastor (cf. Jn 10,3-5); una
escucha que requiere seguimiento, como en el caso de los primeros discípulos,
que « oyeron sus palabras y siguieron a Jesús » (Jn 1,37).
Por otra
parte, la fe está unida también a la visión. A veces, la visión de los signos
de Jesús precede a la fe, como en el caso de aquellos judíos que, tras la
resurrección de Lázaro, « al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él » (Jn
11,45). Otras veces, la fe lleva a una visión más profunda: « Si crees, verás
la gloria de Dios » (Jn 11,40).
Al final, creer y ver están
entrelazados: « El que cree en mí […] cree en el que me ha enviado. Y el que me
ve a mí, ve al que me ha enviado » (Jn 12,44-45). Gracias a la unión con
la escucha, el ver también forma parte del seguimiento de Jesús, y la fe se
presenta como un camino de la mirada, en el que los ojos se acostumbran a ver
en profundidad.
Así, en la mañana de Pascua, se pasa de Juan que, todavía en la
oscuridad, ante el sepulcro vacío, « vio y creyó » (Jn 20,8), a María
Magdalena que ve, ahora sí, a Jesús (cf. Jn 20,14) y quiere retenerlo,
pero se le pide que lo contemple en su camino hacia el Padre, hasta llegar a la
plena confesión de la misma Magdalena ante los discípulos: « He visto al Señor
» (Jn 20,18).
¿Cómo se llega a esta
síntesis entre el oír y el ver? Lo hace posible la persona concreta de Jesús,
que se puede ver y oír. Él es la Palabra hecha carne, cuya gloria hemos
contemplado (cf. Jn 1,14). La luz de la fe es la de un Rostro en el que
se ve al Padre.
En efecto, en el cuarto Evangelio, la verdad que percibe la fe
es la manifestación del Padre en el Hijo, en su carne y en sus obras terrenas,
verdad que se puede definir como la « vida luminosa » de Jesús[24]. Esto significa que el conocimiento de la fe no invita a mirar una verdad
puramente interior. La verdad que la fe nos desvela está centrada en el
encuentro con Cristo, en la contemplación de su vida, en la percepción de su
presencia.
En este sentido, santo Tomás de Aquino habla de la oculata fides
de los Apóstoles —la fe que ve— ante la visión corpórea del Resucitado[25].
Vieron a Jesús resucitado con sus propios ojos y creyeron, es decir, pudieron
penetrar en la profundidad de aquello que veían para confesar al Hijo de Dios,
sentado a la derecha del Padre.
31. Solamente así, mediante la encarnación, compartiendo nuestra humanidad, el conocimiento propio del amor podía llegar a plenitud. En efecto, la luz del amor se enciende cuando somos tocados en el corazón, acogiendo la presencia interior del amado, que nos permite reconocer su misterio. Entendemos entonces por qué, para san Juan, junto al ver y escuchar, la fe es también un tocar, como afirma en su primera Carta: « Lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros propios ojos […] y palparon nuestras manos acerca del Verbo de la vida » (1 Jn 1,1).
Con su encarnación, con su venida entre nosotros, Jesús nos ha tocado y, a través de los sacramentos, también hoy nos toca; de este modo, transformando nuestro corazón, nos ha permitido y nos sigue permitiendo reconocerlo y confesarlo como Hijo de Dios. Con la fe, nosotros podemos tocarlo, y recibir la fuerza de su gracia.
San Agustín, comentando el pasaje de la hemorroísa que toca a Jesús para curarse (cf. Lc 8,45-46), afirma: « Tocar con el corazón, esto es creer »[26]. También la multitud se agolpa en torno a él, pero no lo roza con el toque personal de la fe, que reconoce su misterio, el misterio del Hijo que manifiesta al Padre. Cuando estamos configurados con Jesús, recibimos ojos adecuados para verlo.