217. Hemos hablado
mucho sobre la alegría y sobre el amor, pero la Palabra de Dios menciona
también el fruto de la paz (cf.Ga 5,22).
218. La paz social no
puede entenderse como un irenismo o como una mera ausencia de violencia lograda
por la imposición de un sector sobre los otros. También sería una falsa paz
aquella que sirva como excusa para justificar una organización social que
silencie o tranquilice a los más pobres, de manera que aquellos que gozan de
los mayores beneficios puedan sostener su estilo de vida sin sobresaltos
mientras los demás sobreviven como pueden.
Las reivindicaciones sociales, que
tienen que ver con la distribución del ingreso, la inclusión social de los
pobres y los derechos humanos, no pueden ser sofocadas con el pretexto de
construir un consenso de escritorio o una efímera paz para una minoría feliz.
La dignidad de la persona humana y el bien común están por encima de la
tranquilidad de algunos que no quieren renunciar a sus privilegios. Cuando
estos valores se ven afectados, es necesaria una voz profética.
219. La paz tampoco
«se reduce a una ausencia de guerra, fruto del equilibrio siempre precario de
las fuerzas. La paz se construye día a día, en la instauración de un orden
querido por Dios, que comporta una justicia más perfecta entre los hombres»[179]. En definitiva, una paz que no surja
como fruto del desarrollo integral de todos, tampoco tendrá futuro y siempre
será semilla de nuevos conflictos y de variadas formas de violencia.
220. En cada nación,
los habitantes desarrollan la dimensión social de sus vidas configurándose como
ciudadanos responsables en el seno de un pueblo, no como masa arrastrada por
las fuerzas dominantes. Recordemos que «el ser ciudadano fiel es una virtud y
la participación en la vida política es una obligación moral»[180].
Pero convertirse en pueblo es
todavía más, y requiere un proceso constante en el cual cada nueva generación
se ve involucrada. Es un trabajo lento y arduo que exige querer integrarse y
aprender a hacerlo hasta desarrollar una cultura del encuentro en una
pluriforme armonía.
221. Para avanzar en
esta construcción de un pueblo en paz, justicia y fraternidad, hay cuatro
principios relacionados con tensiones bipolares propias de toda realidad
social. Brotan de los grandes postulados de la Doctrina Social de la Iglesia,
los cuales constituyen «el primer y fundamental parámetro de referencia para la
interpretación y la valoración de los fenómenos sociales»[181].
A la luz de ellos, quiero proponer
ahora estos cuatro principios que orientan específicamente el desarrollo de la
convivencia social y la construcción de un pueblo donde las diferencias se
armonicen en un proyecto común. Lo hago con la convicción de que su aplicación
puede ser un genuino camino hacia la paz dentro de cada nación y en el mundo
entero.
222. Hay una tensión
bipolar entre la plenitud y el límite. La plenitud provoca la voluntad de
poseerlo todo, y el límite es la pared que se nos pone delante. El «tiempo»,
ampliamente considerado, hace referencia a la plenitud como expresión del
horizonte que se nos abre, y el momento es expresión del límite que se vive en
un espacio acotado.
Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento
y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro
como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar en
la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio.
223. Este principio
permite trabajar a largo plazo, sin obsesionarse por resultados inmediatos.
Ayuda a soportar con paciencia situaciones difíciles y adversas, o los cambios
de planes que impone el dinamismo de la realidad. Es una invitación a asumir la
tensión entre plenitud y límite, otorgando prioridad al tiempo.
Uno de los
pecados que a veces se advierten en la actividad sociopolítica consiste en
privilegiar los espacios de poder en lugar de los tiempos de los procesos.
Darle prioridad al espacio lleva a enloquecerse para tener todo resuelto en el
presente, para intentar tomar posesión de todos los espacios de poder y
autoafirmación. Es cristalizar los procesos y pretender detenerlos.
Darle
prioridad al tiempo es ocuparse de iniciar procesos más que de poseer
espacios. El tiempo rige los espacios, los ilumina y los transforma en
eslabones de una cadena en constante crecimiento, sin caminos de retorno. Se
trata de privilegiar las acciones que generan dinamismos nuevos en la sociedad
e involucran a otras personas y grupos que las desarrollarán, hasta que
fructifiquen en importantes acontecimientos históricos. Nada de ansiedad, pero
sí convicciones claras y tenacidad.
224. A veces me
pregunto quiénes son los que en el mundo actual se preocupan realmente por
generar procesos que construyan pueblo, más que por obtener resultados
inmediatos que producen un rédito político fácil, rápido y efímero, pero que no
construyen la plenitud humana. La historia los juzgará quizás con aquel
criterio que enunciaba Romano Guardini: «El único patrón para valorar con
acierto una época es preguntar hasta qué punto se desarrolla en ella y alcanza
una auténtica razón de ser la plenitud de la existencia humana, de
acuerdo con el carácter peculiar y las posibilidades de dicha
época»[182].
225. Este criterio
también es muy propio de la evangelización, que requiere tener presente el
horizonte, asumir los procesos posibles y el camino largo. El Señor mismo en su
vida mortal dio a entender muchas veces a sus discípulos que había cosas que no
podían comprender todavía y que era necesario esperar al Espíritu Santo
(cf. Jn 16,12-13). La parábola del trigo y la cizaña
(cf. Mt 13,24-30) grafica un aspecto importante de la
evangelización que consiste en mostrar cómo el enemigo puede ocupar el espacio
del Reino y causar daño con la cizaña, pero es vencido por la bondad del trigo
que se manifiesta con el tiempo.
226. El conflicto no
puede ser ignorado o disimulado. Ha de ser asumido. Pero si quedamos atrapados
en él, perdemos perspectivas, los horizontes se limitan y la realidad misma
queda fragmentada. Cuando nos detenemos en la coyuntura conflictiva, perdemos
el sentido de la unidad profunda de la realidad.
227. Ante el
conflicto, algunos simplemente lo miran y siguen adelante como si nada pasara,
se lavan las manos para poder continuar con su vida. Otros entran de tal manera
en el conflicto que quedan prisioneros, pierden horizontes, proyectan en las
instituciones las propias confusiones e insatisfacciones y así la unidad se
vuelve imposible.
Pero hay una tercera manera, la más adecuada, de situarse
ante el conflicto. Es aceptar sufrir el conflicto, resolverlo y transformarlo
en el eslabón de un nuevo proceso. «¡Felices los que trabajan por la paz!» (Mt 5,9).
228. De este modo, se
hace posible desarrollar una comunión en las diferencias, que sólo pueden
facilitar esas grandes personas que se animan a ir más allá de la superficie
conflictiva y miran a los demás en su dignidad más profunda. Por eso hace falta
postular un principio que es indispensable para construir la amistad social: la
unidad es superior al conflicto.
La solidaridad, entendida en su sentido más
hondo y desafiante, se convierte así en un modo de hacer la historia, en un
ámbito viviente donde los conflictos, las tensiones y los opuestos pueden
alcanzar una unidad pluriforme que engendra nueva vida. No es apostar por un
sincretismo ni por la absorción de uno en el otro, sino por la resolución en un
plano superior que conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades
en pugna.
229. Este criterio
evangélico nos recuerda que Cristo ha unificado todo en sí: cielo y tierra,
Dios y hombre, tiempo y eternidad, carne y espíritu, persona y sociedad. La
señal de esta unidad y reconciliación de todo en sí es la paz.
Cristo «es
nuestra paz» (Ef 2,14). El anuncio evangélico comienza siempre con
el saludo de paz, y la paz corona y cohesiona en cada momento las relaciones
entre los discípulos. La paz es posible porque el Señor ha vencido al mundo y a
su conflictividad permanente «haciendo la paz mediante la sangre de su cruz» (Col 1,20).
Pero si vamos al fondo de estos textos bíblicos, tenemos que llegar a descubrir
que el primer ámbito donde estamos llamados a lograr esta pacificación en las
diferencias es la propia interioridad, la propia vida siempre amenazada por la
dispersión dialéctica.[183] Con corazones rotos en miles de
fragmentos será difícil construir una auténtica paz social.
230. El anuncio de paz
no es el de una paz negociada, sino la convicción de que la unidad del Espíritu
armoniza todas las diversidades. Supera cualquier conflicto en una nueva y
prometedora síntesis. La diversidad es bella cuando acepta entrar
constantemente en un proceso de reconciliación, hasta sellar una especie de
pacto cultural que haga emerger una «diversidad reconciliada», como bien
enseñaron los Obispos del Congo: «La diversidad de nuestras etnias es una
riqueza [...] Sólo con la unidad, con la conversión de los corazones y con la
reconciliación podremos hacer avanzar nuestro país»[184].
231. Existe también
una tensión bipolar entre la idea y la realidad. La realidad simplemente es, la
idea se elabora. Entre las dos se debe instaurar un diálogo constante, evitando
que la idea termine separándose de la realidad. Es peligroso vivir en el reino
de la sola palabra, de la imagen, del sofisma. De ahí que haya que postular un
tercer principio: la realidad es superior a la idea.
Esto supone evitar
diversas formas de ocultar la realidad: los purismos angélicos, los totalitarismos
de lo relativo, los nominalismos declaracionistas, los proyectos más formales
que reales, los fundamentalismos ahistóricos, los eticismos sin bondad, los
intelectualismos sin sabiduría.
232. La idea —las
elaboraciones conceptuales— está en función de la captación, la comprensión y
la conducción de la realidad. La idea desconectada de la realidad origina
idealismos y nominalismos ineficaces, que a lo sumo clasifican o definen, pero
no convocan.
Lo que convoca es la realidad iluminada por el razonamiento. Hay
que pasar del nominalismo formal a la objetividad armoniosa. De otro modo, se
manipula la verdad, así como se suplanta la gimnasia por la cosmética[185].
Hay políticos —e incluso dirigentes
religiosos— que se preguntan por qué el pueblo no los comprende y no los sigue,
si sus propuestas son tan lógicas y claras. Posiblemente sea porque se
instalaron en el reino de la pura idea y redujeron la política o la fe a la
retórica. Otros olvidaron la sencillez e importaron desde fuera una
racionalidad ajena a la gente.
233. La realidad es
superior a la idea. Este criterio hace a la encarnación de la Palabra y a su
puesta en práctica: «En esto conoceréis el Espíritu de Dios: todo espíritu que
confiesa que Jesucristo ha venido en carne es de Dios» (1 Jn 4,2).
El criterio de realidad, de una Palabra ya encarnada y
siempre buscando encarnarse, es esencial a la evangelización. Nos lleva, por un
lado, a valorar la historia de la Iglesia como historia de salvación, a
recordar a nuestros santos que inculturaron el Evangelio en la vida de nuestros
pueblos, a recoger la rica tradición bimilenaria de la Iglesia, sin pretender
elaborar un pensamiento desconectado de ese tesoro, como si quisiéramos
inventar el Evangelio.
Por otro lado, este criterio nos impulsa a poner en
práctica la Palabra, a realizar obras de justicia y caridad en las que esa
Palabra sea fecunda. No poner en práctica, no llevar a la realidad la Palabra,
es edificar sobre arena, permanecer en la pura idea y degenerar en intimismos y
gnosticismos que no dan fruto, que esterilizan su dinamismo.
234. Entre la
globalización y la localización también se produce una tensión. Hace falta
prestar atención a lo global para no caer en una mezquindad cotidiana. Al mismo
tiempo, no conviene perder de vista lo local, que nos hace caminar con los pies
sobre la tierra.
Las dos cosas unidas impiden caer en alguno de estos dos
extremos: uno, que los ciudadanos vivan en un universalismo abstracto y
globalizante, miméticos pasajeros del furgón de cola, admirando los fuegos
artificiales del mundo, que es de otros, con la boca abierta y aplausos
programados; otro, que se conviertan en un museo folklórico de ermitaños
localistas, condenados a repetir siempre lo mismo, incapaces de dejarse
interpelar por el diferente y de valorar la belleza que Dios derrama fuera de sus
límites.
235. El todo es más
que la parte, y también es más que la mera suma de ellas. Entonces,
no hay que obsesionarse demasiado por cuestiones limitadas y particulares.
Siempre hay que ampliar la mirada para reconocer un bien mayor que nos
beneficiará a todos. Pero hay que hacerlo sin evadirse, sin desarraigos.
Es
necesario hundir las raíces en la tierra fértil y en la historia del propio
lugar, que es un don de Dios. Se trabaja en lo pequeño, en lo cercano, pero con
una perspectiva más amplia. Del mismo modo, una persona que conserva su
peculiaridad personal y no esconde su identidad, cuando integra cordialmente
una comunidad, no se anula sino que recibe siempre nuevos estímulos para su
propio desarrollo. No es ni la esfera global que anula ni la parcialidad
aislada que esteriliza.
236. El modelo no es
la esfera, que no es superior a las partes, donde cada punto es equidistante
del centro y no hay diferencias entre unos y otros. El modelo es el poliedro,
que refleja la confluencia de todas las parcialidades que en él conservan su
originalidad. Tanto la acción pastoral como la acción política procuran recoger
en ese poliedro lo mejor de cada uno.
Allí entran los pobres con su cultura,
sus proyectos y sus propias potencialidades. Aun las personas que puedan ser
cuestionadas por sus errores, tienen algo que aportar que no debe perderse. Es
la conjunción de los pueblos que, en el orden universal, conservan su propia
peculiaridad; es la totalidad de las personas en una sociedad que busca un bien
común que verdaderamente incorpora a todos.
237. A los
cristianos, este principio nos habla también de la totalidad o integridad del
Evangelio que la Iglesia nos transmite y nos envía a predicar. Su riqueza plena
incorpora a los académicos y a los obreros, a los empresarios y a los artistas,
a todos. La mística popular acoge a su modo el Evangelio entero, y lo encarna
en expresiones de oración, de fraternidad, de justicia, de lucha y de fiesta.
La Buena Noticia es la alegría de un Padre que no quiere que se pierda ninguno
de sus pequeñitos. Así brota la alegría en el Buen Pastor que encuentra la
oveja perdida y la reintegra a su rebaño. El Evangelio es levadura que fermenta
toda la masa y ciudad que brilla en lo alto del monte iluminando a todos los
pueblos.
El Evangelio tiene un criterio de totalidad que le es inherente: no
termina de ser Buena Noticia hasta que no es anunciado a todos, hasta que no
fecunda y sana todas las dimensiones del hombre, y hasta que no integra a todos
los hombres en la mesa del Reino. El todo es superior a la parte.