CAPÍTULO PRIMERO
HEMOS CREÍDO EN EL AMOR
(cf. 1 Jn 4,16)
2ªPARTE
La salvación mediante la fe
19. A partir de esta
participación en el modo de ver de Jesús, el apóstol Pablo nos ha dejado en sus
escritos una descripción de la existencia creyente. El que cree, aceptando el
don de la fe, es transformado en una creatura nueva, recibe un nuevo ser, un
ser filial que se hace hijo en el Hijo. « Abbá, Padre », es la palabra más
característica de la experiencia de Jesús, que se convierte en el núcleo de la
experiencia cristiana (cf. Rm 8,15).
La vida en la fe, en cuanto
existencia filial, consiste en reconocer el don originario y radical, que está
a la base de la existencia del hombre, y puede resumirse en la frase de san
Pablo a los Corintios: « ¿Tienes algo que no hayas recibido? » (1 Co
4,7). Precisamente en este punto se sitúa el corazón de la polémica de san
Pablo con los fariseos, la discusión sobre la salvación mediante la fe o
mediante las obras de la ley. Lo que san Pablo rechaza es la actitud de quien
pretende justificarse a sí mismo ante Dios mediante sus propias obras.
Éste,
aunque obedezca a los mandamientos, aunque haga obras buenas, se pone a sí
mismo en el centro, y no reconoce que el origen de la bondad es Dios. Quien
obra así, quien quiere ser fuente de su propia justicia, ve cómo pronto se le
agota y se da cuenta de que ni siquiera puede mantenerse fiel a la ley. Se
cierra, aislándose del Señor y de los otros, y por eso mismo su vida se vuelve
vana, sus obras estériles, como árbol lejos del agua. San Agustín lo expresa
así con su lenguaje conciso y eficaz: « Ab eo qui fecit te noli deficere nec
ad te », de aquel que te ha hecho, no te alejes ni siquiera para ir a ti[15].
Cuando el hombre piensa que, alejándose de Dios, se encontrará a sí mismo, su
existencia fracasa (cf. Lc 15,11-24). La salvación comienza con la
apertura a algo que nos precede, a un don originario que afirma la vida y
protege la existencia. Sólo abriéndonos a este origen y reconociéndolo, es
posible ser transformados, dejando que la salvación obre en nosotros y haga
fecunda la vida, llena de buenos frutos.
La salvación mediante la fe consiste
en reconocer el primado del don de Dios, como bien resume san Pablo: « En
efecto, por gracia estáis salvados, mediante la fe. Y esto no viene de
vosotros: es don de Dios » (Ef 2,8s).
20. La nueva lógica de
la fe está centrada en Cristo. La fe en Cristo nos salva porque en él la vida
se abre radicalmente a un Amor que nos precede y nos transforma desde dentro,
que obra en nosotros y con nosotros. Así aparece con claridad en la exégesis
que el Apóstol de los gentiles hace de un texto del Deuteronomio,
interpretación que se inserta en la dinámica más profunda del Antiguo Testamento.
Moisés dice al pueblo que el mandamiento de Dios no es demasiado alto ni está
demasiado alejado del hombre. No se debe decir: « ¿Quién de nosotros subirá al
cielo y nos lo traerá? » o « ¿Quién de nosotros cruzará el mar y nos lo traerá?
» (cf. Dt 30,11-14).
Pablo interpreta esta cercanía de la palabra de
Dios como referida a la presencia de Cristo en el cristiano: « No digas en tu
corazón: “¿Quién subirá al cielo?”, es decir, para hacer bajar a Cristo. O
“¿quién bajará al abismo?”, es decir, para hacer subir a Cristo de entre los
muertos » (Rm 10,6-7). Cristo ha bajado a la tierra y ha resucitado de
entre los muertos; con su encarnación y resurrección, el Hijo de Dios ha
abrazado todo el camino del hombre y habita en nuestros corazones mediante el
Espíritu santo.
La fe sabe que Dios se ha hecho muy cercano a nosotros, que
Cristo se nos ha dado como un gran don que nos transforma interiormente, que
habita en nosotros, y así nos da la luz que ilumina el origen y el final de la
vida, el arco completo del camino humano.
21. Así podemos entender
la novedad que aporta la fe. El creyente es transformado por el Amor, al que se
abre por la fe, y al abrirse a este Amor que se le ofrece, su existencia se
dilata más allá de sí mismo. Por eso, san Pablo puede afirmar: « No soy yo el
que vive, es Cristo quien vive en mí » (Ga 2,20), y exhortar: « Que
Cristo habite por la fe en vuestros corazones » (Ef 3,17).
En la fe, el
« yo » del creyente se ensancha para ser habitado por Otro, para vivir en Otro,
y así su vida se hace más grande en el Amor. En esto consiste la acción propia
del Espíritu Santo. El cristiano puede tener los ojos de Jesús, sus
sentimientos, su condición filial, porque se le hace partícipe de su Amor, que
es el Espíritu.
Y en este Amor se recibe en cierto modo la visión propia de
Jesús. Sin esta conformación en el Amor, sin la presencia del Espíritu que lo
infunde en nuestros corazones (cf. Rm 5,5), es imposible confesar a
Jesús como Señor (cf. 1 Co 12,3).
La forma eclesial de la fe
22. De este modo, la
existencia creyente se convierte en existencia eclesial. Cuando san Pablo habla
a los cristianos de Roma de que todos los creyentes forman un solo cuerpo en
Cristo, les pide que no sean orgullosos, sino que se estimen « según la medida
de la fe que Dios otorgó a cada cual » (Rm 12,3).
El creyente aprende a
verse a sí mismo a partir de la fe que profesa: la figura de Cristo es el
espejo en el que descubre su propia imagen realizada. Y como Cristo abraza en
sí a todos los creyentes, que forman su cuerpo, el cristiano se comprende a sí
mismo dentro de este cuerpo, en relación originaria con Cristo y con los
hermanos en la fe.
La imagen del cuerpo no pretende reducir al creyente a una
simple parte de un todo anónimo, a mera pieza de un gran engranaje, sino que
subraya más bien la unión vital de Cristo con los creyentes y de todos los
creyentes entre sí (cf. Rm 12,4-5). Los cristianos son « uno » (cf. Ga
3,28), sin perder su individualidad, y en el servicio a los demás cada uno
alcanza hasta el fondo su propio ser.
Se entiende entonces por qué fuera de
este cuerpo, de esta unidad de la Iglesia en Cristo, de esta Iglesia que —según
la expresión de Romano Guardini— « es la portadora histórica de la visión
integral de Cristo sobre el mundo »[16],
la fe pierde su « medida », ya no encuentra su equilibrio, el espacio necesario
para sostenerse.
La fe tiene una configuración necesariamente eclesial, se
confiesa dentro del cuerpo de Cristo, como comunión real de los creyentes.
Desde este ámbito eclesial, abre al cristiano individual a todos los hombres.
La palabra de Cristo, una vez escuchada y por su propio dinamismo, en el
cristiano se transforma en respuesta, y se convierte en palabra pronunciada, en
confesión de fe. Como dice san Pablo: « Con el corazón se cree […], y con los
labios se profesa » (Rm 10,10).
La fe no es algo privado, una concepción
individualista, una opinión subjetiva, sino que nace de la escucha y está
destinada a pronunciarse y a convertirse en anuncio. En efecto, « ¿cómo creerán
en aquel de quien no han oído hablar? ¿Cómo oirán hablar de él sin nadie que
anuncie? » (Rm 10,14). La fe se hace entonces operante en el cristiano a
partir del don recibido, del Amor que atrae hacia Cristo (cf. Ga 5,6), y
le hace partícipe del camino de la Iglesia, peregrina en la historia hasta su
cumplimiento.
Quien ha sido transformado de este modo adquiere una nueva forma
de ver, la fe se convierte en luz para sus ojos.