ACOMPAÑAR, DISCERNIR E INTEGRAR LA FRAGILIDAD
291. Los Padres
sinodales han expresado que, aunque la Iglesia entiende que toda ruptura del
vínculo matrimonial «va contra la voluntad de Dios, también es consciente de la
fragilidad de muchos de sus hijos»[311]
Iluminada
por la mirada de Jesucristo, «mira con amor a quienes participan en su vida de
modo incompleto, reconociendo que la gracia de Dios también obra en sus vidas,
dándoles la valentía para hacer el bien, para hacerse cargo con amor el uno del
otro y estar al servicio de la comunidad en la que viven y trabajan»[312].
Por otra parte, esta actitud se ve fortalecida en el contexto de un Año Jubilar
dedicado a la misericordia.
Aunque siempre propone la perfección e invita a una
respuesta más plena a Dios, «la Iglesia debe acompañar con atención y cuidado a
sus hijos más frágiles, marcados por el amor herido y extraviado, dándoles de
nuevo confianza y esperanza, como la luz del faro de un puerto o de una
antorcha llevada en medio de la gente para iluminar a quienes han perdido el
rumbo o se encuentran en medio de la tempestad»[313].
No olvidemos que, a menudo, la tarea de la Iglesia se asemeja a la de un
hospital de campaña.
292. El matrimonio
cristiano, reflejo de la unión entre Cristo y su Iglesia, se realiza plenamente
en la unión entre un varón y una mujer, que se donan recíprocamente en un amor
exclusivo y en libre fidelidad, se pertenecen hasta la muerte y se abren a la
comunicación de la vida, consagrados por el sacramento que les confiere la
gracia para constituirse en iglesia doméstica y en fermento de vida nueva para
la sociedad.
Otras formas de unión contradicen radicalmente este ideal, pero
algunas lo realizan al menos de modo parcial y análogo. Los Padres sinodales
expresaron que la Iglesia no deja de valorar los elementos constructivos en
aquellas situaciones que todavía no corresponden o ya no corresponden a su
enseñanza sobre el matrimonio[314].
293. Los Padres también
han puesto la mirada en la situación particular de un matrimonio sólo civil o,
salvadas las distancias, aun de una mera convivencia en la que, «cuando la
unión alcanza una estabilidad notable mediante un vínculo público, está
connotada de afecto profundo, de responsabilidad por la prole, de capacidad de
superar las pruebas, puede ser vista como una ocasión de acompañamiento en la
evolución hacia el sacramento del matrimonio»[315].
Por otra parte, es preocupante que muchos jóvenes hoy desconfíen del matrimonio
y convivan, postergando indefinidamente el compromiso conyugal, mientras otros
ponen fin al compromiso asumido y de inmediato instauran uno nuevo.
Ellos, «que
forman parte de la Iglesia, necesitan una atención pastoral misericordiosa y
alentadora»[316].
Porque a los pastores compete no sólo la promoción del matrimonio cristiano,
sino también «el discernimiento pastoral de las situaciones de tantas personas
que ya no viven esta realidad», para «entrar en diálogo pastoral con ellas a
fin de poner de relieve los elementos de su vida que puedan llevar a una mayor
apertura al Evangelio del matrimonio en su plenitud»[317].
En el discernimiento pastoral conviene «identificar elementos que favorezcan la
evangelización y el crecimiento humano y espiritual»[318].
294. «La elección del
matrimonio civil o, en otros casos, de la simple convivencia, frecuentemente no
está motivada por prejuicios o resistencias a la unión sacramental, sino por
situaciones culturales o contingentes»[319].
En estas situaciones podrán ser valorados aquellos signos de amor que de algún
modo reflejan el amor de Dios[320].
Sabemos que «crece continuamente el número de quienes después de haber vivido
juntos durante largo tiempo piden la celebración del matrimonio en la Iglesia.
La simple convivencia a menudo se elige a causa de la mentalidad general
contraria a las instituciones y a los compromisos definitivos, pero también
porque se espera adquirir una mayor seguridad existencial (trabajo y salario
fijo).
En otros países, por último, las uniones de hecho son muy numerosas, no
sólo por el rechazo de los valores de la familia y del matrimonio, sino sobre
todo por el hecho de que casarse se considera un lujo, por las condiciones
sociales, de modo que la miseria material impulsa a vivir uniones de hecho»[321].
Pero «es preciso afrontar todas estas situaciones de manera constructiva,
tratando de transformarlas en oportunidad de camino hacia la plenitud del
matrimonio y de la familia a la luz del Evangelio. Se trata de acogerlas y acompañarlas
con paciencia y delicadeza»[322].
Es lo que hizo Jesús con la samaritana (cf. Jn 4,1-26):
dirigió una palabra a su deseo de amor verdadero, para liberarla de todo lo que
oscurecía su vida y conducirla a la alegría plena del Evangelio.
295. En esta línea, san
Juan Pablo II proponía la llamada «ley de gradualidad» con la conciencia de que
el ser humano «conoce, ama y realiza el bien moral según diversas etapas de
crecimiento»[323].
No es una «gradualidad de la ley», sino una gradualidad en el ejercicio
prudencial de los actos libres en sujetos que no están en condiciones sea de
comprender, de valorar o de practicar plenamente las exigencias objetivas de la
ley.
Porque la ley es también don de Dios que indica el camino, don para todos
sin excepción que se puede vivir con la fuerza de la gracia, aunque cada ser
humano «avanza gradualmente con la progresiva integración de los dones de Dios
y de las exigencias de su amor definitivo y absoluto en toda la vida personal y
social»[324].
296. El Sínodo se ha
referido a distintas situaciones de fragilidad o imperfección. Al respecto,
quiero recordar aquí algo que he querido plantear con claridad a toda la
Iglesia para que no equivoquemos el camino: «Dos lógicas recorren toda la
historia de la Iglesia: marginar y reintegrar [...]
El camino de la Iglesia,
desde el concilio de Jerusalén en adelante, es siempre el camino de Jesús, el
de la misericordia y de la integración [...] El camino de la Iglesia es el de
no condenar a nadie para siempre y difundir la misericordia de Dios a todas las
personas que la piden con corazón sincero [...]
Porque la caridad verdadera
siempre es inmerecida, incondicional y gratuita»[326].
Entonces, «hay que evitar los juicios que no toman en cuenta la complejidad de
las diversas situaciones, y hay que estar atentos al modo en que las personas
viven y sufren a causa de su condición»[327].
297. Se trata de
integrar a todos, se debe ayudar a cada uno a encontrar su propia manera de
participar en la comunidad eclesial, para que se sienta objeto de una
misericordia «inmerecida, incondicional y gratuita». Nadie puede ser condenado
para siempre, porque esa no es la lógica del Evangelio.
No me refiero sólo a
los divorciados en nueva unión sino a todos, en cualquier situación en que se
encuentren. Obviamente, si alguien ostenta un pecado objetivo como si fuese
parte del ideal cristiano, o quiere imponer algo diferente a lo que enseña la
Iglesia, no puede pretender dar catequesis o predicar, y en ese sentido hay
algo que lo separa de la comunidad (cf. Mt 18,17).
Necesita
volver a escuchar el anuncio del Evangelio y la invitación a la conversión.
Pero aun para él puede haber alguna manera de participar en la vida de la
comunidad, sea en tareas sociales, en reuniones de oración o de la manera que
sugiera su propia iniciativa, junto con el discernimiento del pastor.
Acerca
del modo de tratar las diversas situaciones llamadas «irregulares», los Padres
sinodales alcanzaron un consenso general, que sostengo: «Respecto a un enfoque
pastoral dirigido a las personas que han contraído matrimonio civil, que son
divorciados y vueltos a casar, o que simplemente conviven, compete a la Iglesia
revelarles la divina pedagogía de la gracia en sus vidas y ayudarles a alcanzar
la plenitud del designio que Dios tiene para ellos»[328],
siempre posible con la fuerza del Espíritu Santo.
298. Los divorciados en
nueva unión, por ejemplo, pueden encontrarse en situaciones muy diferentes, que
no han de ser catalogadas o encerradas en afirmaciones demasiado rígidas sin
dejar lugar a un adecuado discernimiento personal y pastoral. Existe el caso de
una segunda unión consolidada en el tiempo, con nuevos hijos, con probada
fidelidad, entrega generosa, compromiso cristiano, conocimiento de la
irregularidad de su situación y gran dificultad para volver atrás sin sentir en
conciencia que se cae en nuevas culpas.
La Iglesia reconoce situaciones en que
«cuando el hombre y la mujer, por motivos serios, —como, por ejemplo, la
educación de los hijos— no pueden cumplir la obligación de la separación»[329].
También está el caso de los que han hecho grandes esfuerzos para salvar el primer
matrimonio y sufrieron un abandono injusto, o el de «los que han contraído una
segunda unión en vista a la educación de los hijos, y a veces están
subjetivamente seguros en conciencia de que el precedente matrimonio,
irreparablemente destruido, no había sido nunca válido»[330].
Pero otra cosa es una nueva unión que viene de un reciente divorcio, con todas
las consecuencias de sufrimiento y de confusión que afectan a los hijos y a
familias enteras, o la situación de alguien que reiteradamente ha fallado a sus
compromisos familiares. Debe quedar claro que este no es el ideal que el Evangelio
propone para el matrimonio y la familia.
Los Padres sinodales han expresado que
el discernimiento de los pastores siempre debe hacerse «distinguiendo
adecuadamente»[331],
con una mirada que «discierna bien las situaciones»[332].
Sabemos que no existen «recetas sencillas»[333].
299. Acojo las
consideraciones de muchos Padres sinodales, quienes quisieron expresar que «los
bautizados que se han divorciado y se han vuelto a casar civilmente deben ser
más integrados en la comunidad cristiana en las diversas formas posibles,
evitando cualquier ocasión de escándalo.
La lógica de la integración es la
clave de su acompañamiento pastoral, para que no sólo sepan que pertenecen al
Cuerpo de Cristo que es la Iglesia, sino que puedan tener una experiencia feliz
y fecunda. Son bautizados, son hermanos y hermanas, el Espíritu Santo derrama
en ellos dones y carismas para el bien de todos. Su participación puede
expresarse en diferentes servicios eclesiales: es necesario, por ello,
discernir cuáles de las diversas formas de exclusión actualmente practicadas en
el ámbito litúrgico, pastoral, educativo e institucional pueden ser superadas.
Ellos no sólo no tienen que sentirse excomulgados, sino que pueden vivir y
madurar como miembros vivos de la Iglesia, sintiéndola como una madre que les acoge
siempre, los cuida con afecto y los anima en el camino de la vida y del
Evangelio. Esta integración es también necesaria para el cuidado y la educación
cristiana de sus hijos, que deben ser considerados los más importantes»[334].
300. Si se tiene en
cuenta la innumerable diversidad de situaciones concretas, como las que
mencionamos antes, puede comprenderse que no debía esperarse del Sínodo o de
esta Exhortación una nueva normativa general de tipo canónica, aplicable a
todos los casos. Sólo cabe un nuevo aliento a un responsable discernimiento
personal y pastoral de los casos particulares, que debería reconocer que,
puesto que «el grado de responsabilidad no es igual en todos los casos»[335],
las consecuencias o efectos de una norma no necesariamente deben ser siempre
las mismas[336].
Los presbíteros tienen la tarea de «acompañar a las personas interesadas en el
camino del discernimiento de acuerdo a la enseñanza de la Iglesia y las
orientaciones del Obispo. En este proceso será útil hacer un examen de
conciencia, a través de momentos de reflexión y arrepentimiento.
Los
divorciados vueltos a casar deberían preguntarse cómo se han comportado con sus
hijos cuando la unión conyugal entró en crisis; si hubo intentos de
reconciliación; cómo es la situación del cónyuge abandonado; qué consecuencias
tiene la nueva relación sobre el resto de la familia y la comunidad de los
fieles; qué ejemplo ofrece esa relación a los jóvenes que deben prepararse al
matrimonio. Una reflexión sincera puede fortalecer la confianza en la misericordia
de Dios, que no es negada a nadie»[337].
Se trata de un itinerario de acompañamiento y de discernimiento que «orienta a
estos fieles a la toma de conciencia de su situación ante Dios. La conversación
con el sacerdote, en el fuero interno, contribuye a la formación de un juicio
correcto sobre aquello que obstaculiza la posibilidad de una participación más
plena en la vida de la Iglesia y sobre los pasos que pueden favorecerla y
hacerla crecer.
Dado que en la misma ley no hay gradualidad (cf. Familiaris
consortio,34), este discernimiento no podrá jamás prescindir de
las exigencias de verdad y de caridad del Evangelio propuesto por la Iglesia.
Para que esto suceda, deben garantizarse las condiciones necesarias de
humildad, reserva, amor a la Iglesia y a su enseñanza, en la búsqueda sincera
de la voluntad de Dios y con el deseo de alcanzar una respuesta a ella más
perfecta»[338].
Estas actitudes son fundamentales para evitar el grave riesgo de mensajes
equivocados, como la idea de que algún sacerdote puede conceder rápidamente
«excepciones», o de que existen personas que pueden obtener privilegios
sacramentales a cambio de favores. Cuando se encuentra una persona responsable
y discreta, que no pretende poner sus deseos por encima del bien común de la
Iglesia, con un pastor que sabe reconocer la seriedad del asunto que tiene
entre manos, se evita el riesgo de que un determinado discernimiento lleve a
pensar que la Iglesia sostiene una doble moral.
301. Para entender de
manera adecuada por qué es posible y necesario un discernimiento especial en
algunas situaciones llamadas «irregulares», hay una cuestión que debe ser
tenida en cuenta siempre, de manera que nunca se piense que se pretenden
disminuir las exigencias del Evangelio.
La Iglesia posee una sólida reflexión
acerca de los condicionamientos y circunstancias atenuantes. Por eso, ya no es
posible decir que todos los que se encuentran en alguna situación así llamada
«irregular» viven en una situación de pecado mortal, privados de la gracia santificante.
Los límites no tienen que ver solamente con un eventual desconocimiento de la
norma.
Un sujeto, aun conociendo bien la norma, puede tener una gran dificultad
para comprender «los valores inherentes a la norma»[339] o
puede estar en condiciones concretas que no le permiten obrar de manera
diferente y tomar otras decisiones sin una nueva culpa. Como bien expresaron
los Padres sinodales, «puede haber factores que limitan la capacidad de
decisión»[340].
Ya santo Tomás de Aquino reconocía que alguien puede tener la gracia y la
caridad, pero no poder ejercitar bien alguna de las virtudes[341],
de manera que aunque posea todas las virtudes morales infusas, no manifiesta
con claridad la existencia de alguna de ellas, porque el obrar exterior de esa
virtud está dificultado: «Se dice que algunos santos no tienen algunas
virtudes, en cuanto experimentan dificultad en sus actos, aunque tengan los
hábitos de todas las virtudes»[342].
302. Con respecto a
estos condicionamientos, el Catecismo de la Iglesia Católica se
expresa de una manera contundente: «La imputabilidad y la responsabilidad de
una acción pueden quedar disminuidas e incluso suprimidas a causa de la
ignorancia, la inadvertencia, la violencia, el temor, los hábitos, los afectos
desordenados y otros factores psíquicos o sociales»[343].
En otro párrafo se refiere nuevamente a circunstancias que atenúan la
responsabilidad moral, y menciona, con gran amplitud, «la inmadurez afectiva,
la fuerza de los hábitos contraídos, el estado de angustia u otros factores
psíquicos o sociales»[344].
Por esta razón, un juicio negativo sobre una situación objetiva no implica un
juicio sobre la imputabilidad o la culpabilidad de la persona involucrada[345].
En el contexto de estas convicciones, considero muy adecuado lo que quisieron
sostener muchos Padres sinodales: «En determinadas circunstancias, las personas
encuentran grandes dificultades para actuar en modo diverso [...] El
discernimiento pastoral, aun teniendo en cuenta la conciencia rectamente
formada de las personas, debe hacerse cargo de estas situaciones. Tampoco las
consecuencias de los actos realizados son necesariamente las mismas en todos
los casos»[346].
303. A partir del
reconocimiento del peso de los condicionamientos concretos, podemos agregar que
la conciencia de las personas debe ser mejor incorporada en la praxis de la
Iglesia en algunas situaciones que no realizan objetivamente nuestra concepción
del matrimonio.
Ciertamente, que hay que alentar la maduración de una
conciencia iluminada, formada y acompañada por el discernimiento responsable y
serio del pastor, y proponer una confianza cada vez mayor en la gracia. Pero
esa conciencia puede reconocer no sólo que una situación no responde
objetivamente a la propuesta general del Evangelio.
También puede reconocer con
sinceridad y honestidad aquello que, por ahora, es la respuesta generosa que se
puede ofrecer a Dios, y descubrir con cierta seguridad moral que esa es la
entrega que Dios mismo está reclamando en medio de la complejidad concreta de
los límites, aunque todavía no sea plenamente el ideal objetivo. De todos
modos, recordemos que este discernimiento es dinámico y debe permanecer siempre
abierto a nuevas etapas de crecimiento y a nuevas decisiones que permitan
realizar el ideal de manera más plena.
Notas a pie de página:
[325] Cf. Catequesis (24 junio
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
26 de junio de 2015, p. 16.
[326] Homilía en la
Eucaristía celebrada con los nuevos cardenales (15 febrero
2015): AAS 107 (215), 257.
[329] Juan Pablo II,
Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 84: AAS 74 (1982), 186. En estas situaciones, muchos,
conociendo y aceptando la posibilidad de convivir «como hermanos» que la
Iglesia les ofrece, destacan que si faltan algunas expresiones de intimidad
«puede poner en peligro no raras veces el bien de la fidelidad y el bien de la
prole» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en
el mundo actual, 51).
[333] Benedicto
XVI, Diálogo con el Papa
en la fiesta de los testimonios. VII Encuentro Mundial
de las Familias en Milán (2 junio 2012): L’Osservatore Romano,
ed. semanal en lengua española, 10 de junio de 2012, p. 12.
[336] Tampoco en lo
referente a la disciplina sacramental, puesto que el discernimiento puede
reconocer que en una situación particular no hay culpa grave. Allí se aplica lo
que afirmé en otro documento: cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre
2013), 44.47: AAS 105 (2013), 1038.1040.
[344] Ibíd.,
2352; cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración Iura et bona, sobre la eutanasia
(5 mayo 1980), II: AAS72 (1980), 546. Juan Pablo II, criticando la
categoría de «opción fundamental», reconocía que «sin duda pueden darse
situaciones muy complejas y oscuras bajo el aspecto psicológico, que influyen
en la imputabilidad subjetiva del pecador»: Exhort. ap.Reconciliatio et
paenitentia (2 diciembre 1984), 17: AAS 77
(1985), 223.
[345] Cf. Pontificio
Consejo para los Textos Legislativos, Declaración sobre la
admisibilidad a la sagrada comunión de los divorciados que se han vuelto a
casar (24 junio 2000), 2.