CAPÍTULO SEGUNDO
EL EVANGELIO DE LA CREACIÓN
La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo creado fue destruida62. ¿Por qué incluir en este documento, dirigido a todas las personas de
buena voluntad, un capítulo referido a convicciones creyentes?
No ignoro que,
en el campo de la política y del pensamiento, algunos rechazan con fuerza la
idea de un Creador, o la consideran irrelevante, hasta el punto de relegar al
ámbito de lo irracional la riqueza que las religiones pueden ofrecer para una
ecología integral y para un desarrollo pleno de la humanidad. Otras veces se
supone que constituyen una subcultura que simplemente debe ser tolerada.
Sin
embargo, la ciencia y la religión, que aportan diferentes aproximaciones a la
realidad, pueden entrar en un diálogo intenso y productivo para ambas.
I. La luz que ofrece la fe
63. Si tenemos en cuenta la complejidad de la crisis ecológica y sus
múltiples causas, deberíamos reconocer que las soluciones no pueden llegar
desde un único modo de interpretar y transformar la realidad. También es
necesario acudir a las diversas riquezas culturales de los pueblos, al arte y a
la poesía, a la vida interior y a la espiritualidad.
Si de verdad queremos
construir una ecología que nos permita sanar todo lo que hemos destruido,
entonces ninguna rama de las ciencias y ninguna forma de sabiduría puede ser
dejada de lado, tampoco la religiosa con su propio lenguaje.
Además, la Iglesia
Católica está abierta al diálogo con el pensamiento filosófico, y eso le
permite producir diversas síntesis entre la fe y la razón. En lo que respecta a
las cuestiones sociales, esto se puede constatar en el desarrollo de la
doctrina social de la Iglesia, que está llamada a enriquecerse cada vez más a
partir de los nuevos desafíos.
64. Por otra parte, si bien esta encíclica se abre a un diálogo con todos,
para buscar juntos caminos de liberación, quiero mostrar desde el comienzo cómo
las convicciones de la fe ofrecen a los cristianos, y en parte también a otros
creyentes, grandes motivaciones para el cuidado de la naturaleza y de los
hermanos y hermanas más frágiles.
Si el solo hecho de ser humanos mueve a las
personas a cuidar el ambiente del cual forman parte, «los cristianos, en
particular, descubren que su cometido dentro de la creación, así como sus
deberes con la naturaleza y el Creador, forman parte de su fe»[36].
Por eso, es un bien para la humanidad y para el mundo que los creyentes
reconozcamos mejor los compromisos ecológicos que brotan de nuestras
convicciones.
II. La sabiduría de los relatos bíblicos
65. Sin repetir aquí la entera teología de la creación, nos preguntamos qué
nos dicen los grandes relatos bíblicos acerca de la relación del ser humano con
el mundo. En la primera narración de la obra creadora en el libro del Génesis,
el plan de Dios incluye la creación de la humanidad. Luego de la creación del
ser humano, se dice que «Dios vio todo lo que había hecho y era muy
bueno» (Gn 1,31).
La Biblia enseña que cada ser humano es
creado por amor, hecho a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26).
Esta afirmación nos muestra la inmensa dignidad de cada persona humana, que «no
es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse y de darse
libremente y entrar en comunión con otras personas»[37].
San Juan Pablo II recordó que el amor especialísimo que el Creador tiene por
cada ser humano le confiere una dignidad infinita[38].
Quienes se empeñan en la defensa de la dignidad de las personas pueden
encontrar en la fe cristiana los argumentos más profundos para ese compromiso.
¡Qué maravillosa certeza es que la vida de cada persona no se pierde en un
desesperante caos, en un mundo regido por la pura casualidad o por ciclos que
se repiten sin sentido! El Creador puede decir a cada uno de nosotros: «Antes
que te formaras en el seno de tu madre, yo te conocía» ( Jr 1,5).
Fuimos concebidos en el corazón de Dios, y por eso «cada uno de nosotros es el
fruto de un pensamiento de Dios. Cada uno de nosotros es querido, cada uno es
amado, cada uno es necesario»[39].
66. Los relatos de la creación en el libro del Génesis contienen, en su
lenguaje simbólico y narrativo, profundas enseñanzas sobre la existencia humana
y su realidad histórica. Estas narraciones sugieren que la existencia humana se
basa en tres relaciones fundamentales estrechamente conectadas: la relación con
Dios, con el prójimo y con la tierra.
Según la Biblia, las tres relaciones
vitales se han roto, no sólo externamente, sino también dentro de nosotros.
Esta ruptura es el pecado. La armonía entre el Creador, la humanidad y todo lo
creado fue destruida por haber pretendido ocupar el lugar de Dios, negándonos a
reconocernos como criaturas limitadas.
Este hecho desnaturalizó también el
mandato de « dominar » la tierra (cf. Gn 1,28) y de «labrarla
y cuidarla» (cf. Gn 2,15). Como resultado, la relación
originariamente armoniosa entre el ser humano y la naturaleza se transformó en
un conflicto (cf. Gn 3,17-19). Por eso es significativo que la
armonía que vivía san Francisco de Asís con todas las criaturas haya sido
interpretada como una sanación de aquella ruptura.
Decía san Buenaventura que,
por la reconciliación universal con todas las criaturas, de algún modo
Francisco retornaba al estado de inocencia primitiva[40].
Lejos de ese modelo, hoy el pecado se manifiesta con toda su fuerza de
destrucción en las guerras, las diversas formas de violencia y maltrato, el
abandono de los más frágiles, los ataques a la naturaleza.
67. No somos Dios. La tierra nos precede y nos ha sido dada. Esto permite
responder a una acusación lanzada al pensamiento judío-cristiano: se ha dicho
que, desde el relato del Génesis que invita a « dominar » la tierra (cf. Gn 1,28),
se favorecería la explotación salvaje de la naturaleza presentando una imagen
del ser humano como dominante y destructivo.
Esta no es una correcta
interpretación de la Biblia como la entiende la Iglesia. Si es verdad que
algunas veces los cristianos hemos interpretado incorrectamente las Escrituras,
hoy debemos rechazar con fuerza que, del hecho de ser creados a imagen de Dios
y del mandato de dominar la tierra, se deduzca un dominio absoluto sobre las
demás criaturas.
Es importante leer los textos bíblicos en su contexto, con una
hermenéutica adecuada, y recordar que nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín
del mundo (cf. Gn 2,15). Mientras «labrar» significa cultivar,
arar o trabajar, «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar,
vigilar. Esto implica una relación de reciprocidad responsable entre el ser
humano y la naturaleza.
Cada comunidad puede tomar de la bondad de la tierra lo
que necesita para su supervivencia, pero también tiene el deber de protegerla y
de garantizar la continuidad de su fertilidad para las generaciones futuras.
Porque, en definitiva, «la tierra es del Señor » (Sal24,1), a él pertenece
« la tierra y cuanto hay en ella » (Dt 10,14). Por eso, Dios niega
toda pretensión de propiedad absoluta: « La tierra no puede venderse a
perpetuidad, porque la tierra es mía, y vosotros sois forasteros y huéspedes en
mi tierra » (Lv 25,23).
68. Esta responsabilidad ante una tierra que es de Dios implica que el ser
humano, dotado de inteligencia, respete las leyes de la naturaleza y los
delicados equilibrios entre los seres de este mundo, porque « él lo ordenó y
fueron creados, él los fijó por siempre, por los siglos, y les dio una ley que
nunca pasará » (Sal 148,5b-6).
De ahí que la legislación bíblica se
detenga a proponer al ser humano varias normas, no sólo en relación con los
demás seres humanos, sino también en relación con los demás seres vivos: « Si
ves caído en el camino el asno o el buey de tu hermano, no te desentenderás de
ellos […] Cuando encuentres en el camino un nido de ave en un árbol o sobre la
tierra, y esté la madre echada sobre los pichones o sobre los huevos, no
tomarás a la madre con los hijos » (Dt 22,4.6).
En esta línea, el
descanso del séptimo día no se propone sólo para el ser humano, sino también «
para que reposen tu buey y tu asno » (Ex 23,12). De este modo
advertimos que la Biblia no da lugar a un antropocentrismo despótico que se
desentienda de las demás criaturas.
69. A la vez que podemos hacer un uso responsable de las cosas, estamos
llamados a reconocer que los demás seres vivos tienen un valor propio ante Dios
y, «por su simple existencia, lo bendicen y le dan gloria»[41],
porque el Señor se regocija en sus obras (cf. Sal 104,31).
Precisamente por su dignidad única y por estar dotado de inteligencia, el ser
humano está llamado a respetar lo creado con sus leyes internas, ya que «por la
sabiduría el Señor fundó la tierra» (Pr 3,19).
Hoy la Iglesia no
dice simplemente que las demás criaturas están completamente subordinadas al bien
del ser humano, como si no tuvieran un valor en sí mismas y nosotros pudiéramos
disponer de ellas a voluntad. Por eso los Obispos de Alemania enseñaron que en
las demás criaturas «se podría hablar de la prioridad del ser sobre
el ser útiles»[42].
El Catecismo cuestiona de manera muy directa e insistente lo que
sería un antropocentrismo desviado: «Toda criatura posee su bondad y su
perfección propias […] Las distintas criaturas, queridas en su ser propio,
reflejan, cada una a su manera, un rayo de la sabiduría y de la bondad
infinitas de Dios. Por esto, el hombre debe respetar la bondad propia de cada
criatura para evitar un uso desordenado de las cosas»[43].
70. En la narración sobre Caín y Abel, vemos que los celos condujeron a
Caín a cometer la injusticia extrema con su hermano. Esto a su vez provocó una
ruptura de la relación entre Caín y Dios y entre Caín y la tierra, de la cual
fue exiliado.
Este pasaje se resume en la dramática conversación de Dios con
Caín. Dios pregunta: «¿Dónde está Abel, tu hermano?». Caín responde que no lo
sabe y Dios le insiste: «¿Qué hiciste? ¡La voz de la sangre de tu hermano clama
a mí desde el suelo! Ahora serás maldito y te alejarás de esta tierra» (Gn 4,9-11).
El descuido en el empeño de cultivar y mantener una relación adecuada con el
vecino, hacia el cual tengo el deber del cuidado y de la custodia, destruye mi
relación interior conmigo mismo, con los demás, con Dios y con la tierra.
Cuando todas estas relaciones son descuidadas, cuando la justicia ya no habita
en la tierra, la Biblia nos dice que toda la vida está en peligro.
Esto es lo
que nos enseña la narración sobre Noé, cuando Dios amenaza con exterminar la
humanidad por su constante incapacidad de vivir a la altura de las exigencias
de la justicia y de la paz: « He decidido acabar con todos los seres humanos,
porque la tierra, a causa de ellos, está llena de violencia » (Gn 6,13).
En estos relatos tan antiguos, cargados de profundo simbolismo, ya estaba
contenida una convicción actual: que todo está relacionado, y que el auténtico
cuidado de nuestra propia vida y de nuestras relaciones con la naturaleza es
inseparable de la fraternidad, la justicia y la fidelidad a los demás.
71. Aunque «la maldad se extendía sobre la faz de la tierra» (Gn 6,5)
y a Dios «le pesó haber creado al hombre en la tierra» (Gn 6,6),
sin embargo, a través de Noé, que todavía se conservaba íntegro y justo,
decidió abrir un camino de salvación. Así dio a la humanidad la posibilidad de
un nuevo comienzo. ¡Basta un hombre bueno para que haya esperanza! La tradición
bíblica establece claramente que esta rehabilitación implica el
redescubrimiento y el respeto de los ritmos inscritos en la naturaleza por la
mano del Creador.
Esto se muestra, por ejemplo, en la ley del Shabbath. El
séptimo día, Dios descansó de todas sus obras. Dios ordenó a Israel
que cada séptimo día debía celebrarse como un día de descanso, un Shabbath (cf. Gn2,2-3; Ex 16,23;
20,10). Por otra parte, también se instauró un año sabático para Israel y su
tierra, cada siete años (cf. Lv25,1-4), durante el cual se daba un
completo descanso a la tierra, no se sembraba y sólo se cosechaba lo
indispensable para subsistir y brindar hospitalidad (cf. Lv 25,4-6).
Finalmente, pasadas siete semanas de años, es decir, cuarenta y nueve años, se
celebraba el Jubileo, año de perdón universal y «de liberación para todos los
habitantes» (Lv 25,10).
El desarrollo de esta legislación trató de
asegurar el equilibrio y la equidad en las relaciones del ser humano con los
demás y con la tierra donde vivía y trabajaba. Pero al mismo tiempo era un
reconocimiento de que el regalo de la tierra con sus frutos pertenece a todo el
pueblo.
Aquellos que cultivaban y custodiaban el territorio tenían que
compartir sus frutos, especialmente con los pobres, las viudas, los huérfanos y
los extranjeros: «Cuando coseches la tierra, no llegues hasta la última orilla
de tu campo, ni trates de aprovechar los restos de tu mies. No rebusques en la
viña ni recojas los frutos caídos del huerto. Los dejarás para el pobre y el
forastero» (Lv 19,9-10).
72. Los Salmos con frecuencia invitan al ser humano a alabar a Dios
creador: «Al que asentó la tierra sobre las aguas, porque es eterno su amor» (Sal 136,6).
Pero también invitan a las demás criaturas a alabarlo: «¡Alabadlo, sol y luna,
alabadlo, estrellas lucientes, alabadlo, cielos de los cielos, aguas que estáis
sobre los cielos! Alaben ellos el nombre del Señor, porque él lo ordenó y
fueron creados» (Sal 148,3-5). Existimos no sólo por el poder de
Dios, sino frente a él y junto a él. Por eso lo adoramos.
73. Los escritos de los profetas invitan a recobrar la fortaleza en los
momentos difíciles contemplando al Dios poderoso que creó el universo. El poder
infinito de Dios no nos lleva a escapar de su ternura paterna, porque en él se
conjugan el cariño y el vigor. De hecho, toda sana espiritualidad implica al
mismo tiempo acoger el amor divino y adorar con confianza al Señor por su
infinito poder.
En la Biblia, el Dios que libera y salva es el mismo que creó
el universo, y esos dos modos divinos de actuar están íntima e inseparablemente
conectados: «¡Ay, mi Señor! Tú eres quien hiciste los cielos y la tierra con tu
gran poder y tenso brazo. Nada es extraordinario para ti […] Y sacaste a tu
pueblo Israel de Egipto con señales y prodigios» ( Jr 32,17.21).«El
Señor es un Dios eterno, creador de la tierra hasta sus bordes, no se cansa ni
fatiga. Es imposible escrutar su inteligencia. Al cansado da vigor, y al que no
tiene fuerzas le acrecienta la energía» (Is 40,28b-29).
74. La experiencia de la cautividad en Babilonia engendró una crisis
espiritual que provocó una profundización de la fe en Dios, explicitando su
omnipotencia creadora, para exhortar al pueblo a recuperar la esperanza en
medio de su situación desdichada. Siglos después, en otro momento de prueba y
persecución, cuando el Imperio Romano buscaba imponer un dominio absoluto, los
fieles volvían a encontrar consuelo y esperanza acrecentando su confianza en el
Dios todopoderoso, y cantaban: «¡Grandes y maravillosas son tus obras, Señor
Dios omnipotente, justos y verdaderos tus caminos!» (Ap 15,3). Si
pudo crear el universo de la nada, puede también intervenir en este mundo y
vencer cualquier forma de mal. Entonces, la injusticia no es invencible.
75. No podemos sostener una espiritualidad que olvide al Dios todopoderoso
y creador. De ese modo, terminaríamos adorando otros poderes del mundo, o nos
colocaríamos en el lugar del Señor, hasta pretender pisotear la realidad creada
por él sin conocer límites.
La mejor manera de poner en su lugar al ser humano,
y de acabar con su pretensión de ser un dominador absoluto de la tierra, es
volver a proponer la figura de un Padre creador y único dueño del mundo, porque
de otro modo el ser humano tenderá siempre a querer imponer a la realidad sus
propias leyes e intereses.
Notas a pie de página:
[38] Cf. Angelus (16 noviembre 1980): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (23 noviembre 1980), p. 9.
[39] Benedicto XVI, Homilía en el solemne inicio del
ministerio petrino (24 abril 2005): AAS 97
(2005), 711.
[42] Conferencia Episcopal Alemana, Zukunft der Schöpfung –
Zukunft der Menschheit. Erklärung der Deutschen Bischofskonferenz zu Fragen der
Umwelt und der Energieversorgung (1980), II, 2.