martes, 15 de mayo de 2018

TEMAS 176. EVANGELIUM VITAE. CAPÍTULO IV-3. A MÍ ME LO HICISTEIS. POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA


« La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127 126, 3): la familia « santuario de la vida »

92. Dentro del « pueblo de la vida y para la vida », es decisiva la responsabilidad de la familia: es una responsabilidad que brota de su propia naturaleza —la de ser comunidad de vida y de amor, fundada sobre el matrimonio— y de su misión de « custodiar, revelar y comunicar el amor ».117 

Se trata del amor mismo de Dios, cuyos colaboradores y como intérpretes en la transmisión de la vida y en su educación según el designio del Padre son los padres. 118 Es, pues, el amor que se hace gratuidad, acogida, entrega: en la familia cada uno es reconocido, respetado y honrado por ser persona y, si hay alguno más necesitado, la atención hacia él es más intensa y viva.

La familia está llamada a esto a lo largo de la vida de sus miembros, desde el nacimiento hasta la muerte. La familia es verdaderamente « el santuario de la vida..., el ámbito donde la vida, don de Dios, puede ser acogida y protegida de manera adecuada contra los múltiples ataques a que está expuesta, y puede desarrollarse según las exigencias de un auténtico crecimiento humano ».119 

Por esto, el papel de la familia en la edificación de la cultura de la vida es determinante e insustituible.

Como iglesia doméstica, la familia está llamada a anunciar, celebrar y servir el Evangelio de la vida. Es una tarea que corresponde principalmente a los esposos, llamados a transmitir la vida, siendo cada vez más conscientes del significado de la procreación, como acontecimiento privilegiado en el cual se manifiesta que la vida humana es un don recibido para ser a su vez dado. En la procreación de una nueva vida los padres descubren que el hijo, « si es fruto de su recíproca donación de amor, es a su vez un don para ambos: un don que brota del don ».120

Es principalmente mediante la educación de los hijos como la familia cumple su misión de anunciar el Evangelio de la vida. Con la palabra y el ejemplo, en las relaciones y decisiones cotidianas, y mediante gestos y expresiones concretas, los padres inician a sus hijos en la auténtica libertad, que se realiza en la entrega sincera de sí, y cultivan en ellos el respeto del otro, el sentido de la justicia, la acogida cordial, el diálogo, el servicio generoso, la solidaridad y los demás valores que ayudan a vivir la vida como un don. 

La tarea educadora de los padres cristianos debe ser un servicio a la fe de los hijos y una ayuda para que ellos cumplan la vocación recibida de Dios. Pertenece a la misión educativa de los padres enseñar y testimoniar a los hijos el sentido verdadero del sufrimiento y de la muerte. Lo podrán hacer si saben estar atentos a cada sufrimiento que encuentren a su alrededor y, principalmente, si saben desarrollar actitudes de cercanía, asistencia y participación hacia los enfermos y ancianos dentro del ámbito familiar.

93. Además, la familia celebra el Evangelio de la vida con la oración cotidiana, individual y familiar: con ella alaba y da gracias al Señor por el don de la vida e implora luz y fuerza para afrontar los momentos de dificultad y de sufrimiento, sin perder nunca la esperanza. Pero la celebración que da significado a cualquier otra forma de oración y de culto es la que se expresa en la vida cotidiana de la familia, si es una vida hecha de amor y entrega.

De este modo la celebración se transforma en un servicio al Evangelio de la vida, que se expresa por medio de la solidaridad,experimentada dentro y alrededor de la familia como atención solícita, vigilante y cordial en las pequeñas y humildes cosas de cada día. Una expresión particularmente significativa de solidaridad entre las familias es la disponibilidad a la adopción o a la acogida temporal de niños abandonados por sus padres o en situaciones de grave dificultad. 

El verdadero amor paterno y materno va más allá de los vínculos de carne y sangre acogiendo incluso a niños de otras familias, ofreciéndoles todo lo necesario para su vida y pleno desarrollo. Entre las formas de adopción, merece ser considerada también la adopción a distancia, preferible en los casos en los que el abandono tiene como único motivo las condiciones de grave pobreza de una familia. En efecto, con esta forma de adopción se ofrecen a los padres las ayudas necesarias para mantener y educar a los propios hijos, sin tener que desarraigarlos de su ambiente natural.

La solidaridad, entendida como « determinación firme y perseverante de empeñarse por el bien común »,121 requiere también ser llevada a cabo mediante formas de participación social y política. En consecuencia, servir el Evangelio de la vida supone que las familias, participando especialmente en asociaciones familiares, trabajen para que las leyes e instituciones del Estado no violen de ningún modo el derecho a la vida, desde la concepción hasta la muerte natural, sino que la defiendan y promuevan.

94. Una atención particular debe prestarse a los ancianos. Mientras en algunas culturas las personas de edad más avanzada permanecen dentro de la familia con un papel activo importante, por el contrario, en otras culturas el viejo es considerado como un peso inútil y es abandonado a su propia suerte. En semejante situación puede surgir con mayor facilidad la tentación de recurrir a la eutanasia.

La marginación o incluso el rechazo de los ancianos son intolerables. Su presencia en la familia o al menos la cercanía de la misma a ellos, cuando no sea posible por la estrechez de la vivienda u otros motivos, son de importancia fundamental para crear un clima de intercambio recíproco y de comunicación enriquecedora entre las distintas generaciones. Por ello, es importante que se conserve, o se restablezca donde se ha perdido, una especie de « pacto » entre las generaciones, de modo que los padres ancianos, llegados al término de su camino, puedan encontrar en sus hijos la acogida y la solidaridad que ellos les dieron cuando nacieron: lo exige la obediencia al mandamiento divino de honrar al padre y a la madre (cf. Ex 20, 12; Lv 19, 3). Pero hay algo más. 

El anciano no se debe considerar sólo como objeto de atención, cercanía y servicio. También él tiene que ofrecer una valiosa aportación al Evangelio de la vida. Gracias al rico patrimonio de experiencias adquirido a lo largo de los años, puede y debe ser transmisor de sabiduría, testigo de esperanza y de caridad.

Si es cierto que « el futuro de la humanidad se fragua en la familia »,122 se debe reconocer que las actuales condiciones sociales, económicas y culturales hacen con frecuencia más ardua y difícil la misión de la familia al servicio de la vida. Para que pueda realizar su vocación de « santuario de la vida », como célula de una sociedad que ama y acoge la vida, es necesario y urgente que la familia misma sea ayudada y apoyada. 

Las sociedades y los Estados deben asegurarle todo el apoyo, incluso económico, que es necesario para que las familias puedan responder de un modo más humano a sus propios problemas. Por su parte, la Iglesia debe promover incansablemente una pastoral familiar que ayude a cada familia a redescubrir y vivir con alegría y valor su misión en relación con el Evangelio de la vida.

« Vivid como hijos de la luz » (Ef 5, 8): para realizar un cambio cultural

95. « Vivid como hijos de la luz... Examinad qué es lo que agrada al Señor, y no participéis en las obras infructuosas de las tinieblas » (Ef 5, 8.10-11). En el contexto social actual, marcado por una lucha dramática entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte », debe madurar un fuerte sentido crítico, capaz de discernir los verdaderos valores y las auténticas exigencias.

Es urgente una movilización general de las conciencias y uncomún esfuerzo ético, para poner en práctica una gran estrategia en favor de la vida. Todos juntos debemos construir una nueva cultura de la vida: nueva, para que sea capaz de afrontar y resolver los problemas propios de hoy sobre la vida del hombre; nueva, para que sea asumida con una convicción más firme y activa por todos los cristianos; nueva, para que pueda suscitar un encuentro cultural serio y valiente con todos. La urgencia de este cambio cultural está relacionada con la situación histórica que estamos atravesando, pero tiene su raíz en la misma misión evangelizadora, propia de la Iglesia. 

En efecto, el Evangelio pretende « transformar desde dentro, renovar la misma humanidad »; 123 es como la levadura que fermenta toda la masa (cf. Mt 13, 33) y, como tal, está destinado a impregnar todas las culturas y a animarlas desde dentro, 124 para que expresen la verdad plena sobre el hombre y sobre su vida.

Se debe comenzar por la renovación de la cultura de la vida dentro de las mismas comunidades cristianas. Muy a menudo los creyentes, incluso quienes participan activamente en la vida eclesial, caen en una especie de separación entre la fe cristiana y sus exigencias éticas con respecto a la vida, llegando así al subjetivismo moral y a ciertos comportamientos inaceptables. 

Ante esto debemos preguntarnos, con gran lucidez y valentía, qué cultura de la vida se difunde hoy entre los cristianos, las familias, los grupos y las comunidades de nuestras Diócesis. Con la misma claridad y decisión, debemos determinar qué pasos hemos de dar para servir a la vida según la plenitud de su verdad. Al mismo tiempo, debemos promover un diálogo serio y profundo con todos, incluidos los no creyentes, sobre los problemas fundamentales de la vida humana, tanto en los lugares de elaboración del pensamiento, como en los diversos ámbitos profesionales y allí donde se desenvuelve cotidianamente la existencia de cada uno.

96. El primer paso fundamental para realizar este cambio cultural consiste en la formación de la conciencia moral sobre el valor inconmensurable e inviolable de toda vida humana. Es de suma importancia redescubrir el nexo inseparable entre vida y libertad. Son bienes inseparables: donde se viola uno, el otro acaba también por ser violado. No hay libertad verdadera donde no se acoge y ama la vida; y no hay vida plena sino en la libertad. Ambas realidades guardan además una relación innata y peculiar, que las vincula indisolublemente: la vocación al amor. Este amor, como don sincero de sí, 125 es el sentido más verdadero de la vida y de la libertad de la persona.

No menos decisivo en la formación de la conciencia es eldescubrimiento del vínculo constitutivo entre la libertad y la verdad. Como he repetido otras veces, separar la libertad de la verdad objetiva hace imposible fundamentar los derechos de la persona sobre una sólida base racional y pone las premisas para que se afirme en la sociedad el arbitrio ingobernable de los individuos y el totalitarismo del poder público causante de la muerte. 126

Es esencial pues que el hombre reconozca la evidencia original de su condición de criatura, que recibe de Dios el ser y la vida como don y tarea. Sólo admitiendo esta dependencia innata en su ser, el hombre puede desarrollar plenamente su libertad y su vida y, al mismo tiempo, respetar en profundidad la vida y libertad de las demás personas. Aquí se manifiesta ante todo que « el punto central de toda cultura lo ocupa la actitud que el hombre asume ante el misterio más grande: el misterio de Dios ».127 

Cuando se niega a Dios y se vive como si no existiera, o no se toman en cuenta sus mandamientos, se acaba fácilmente por negar o comprometer también la dignidad de la persona humana y el carácter inviolable de su vida.

Notas a pie de página:

117. Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 17: AAS 74 (1982), 100.


118. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50.

119. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 39: AAS 83 (1991), 842.

120Discurso a los participantes en el VII Simposio de Obispos europeos sobre el tema «Las actitudes contemporáneas ante el nacimiento y la muerte: un desafío para la evangelización» (17 octubre 1989), 5: Insegnamenti XII, 2 (1989), 945. La tradición bíblica presenta a los hijos precisamente como un don de Dios (cf. Sal 127/126, 3); y como un signo de su bendición al hombre que camina por los caminos del Señor (cf. Sal 128/127, 3-4).

121. Cart enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 38: AAS 80 (1988), 565-566.

122.  Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre 1981), 86: AAS 74 (1982), 188.

123. Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi (8 diciembre 1975), 18: AAS 68 (1976), 17.

124. Cf. Ibid., 20, l.c., 18.

125. Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 24.

126. Cf.  Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 17: AAS 83 (1991), 814; Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 95-101: AAS 85 (1993), 1208-1213.

127. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 24: AAS 83 (1991), 822.