Vivir el Evangelio sirviendo a la persona y a la Sociedad (36)
Promover la dignidad de la persona (37)
Venerar el inviolable derecho a la vida (38)
Libres para invocar el Nombre del Señor (39)
Vivir el Evangelio sirviendo a la persona y a la sociedad
36. Acogiendo y anunciando el Evangelio con la fuerza del Espíritu, la
Iglesia se constituye en comunidad evangelizada y evangelizadora y,
precisamente por esto, se hace sierva de los hombres. En ella
los fieles laicos participan en la misión de servir a las personas y a la
sociedad. Es cierto que la Iglesia tiene como fin supremo el Reino de Dios, del
que «constituye en la tierra el germen e inicio»[130],
y está, por tanto, totalmente consagrada a la glorificación del Padre. Pero el
Reino es fuente de plena liberación y de salvación total para los hombres: con
éstos, pues, la Iglesia camina y vive, realmente y enteramente solidaria con su
historia.
Habiendo recibido el encargo de manifestar al mundo el misterio de Dios que
resplandece en Cristo Jesús, al mismo tiempo la Iglesia revela el
hombre al hombre, le hace conocer el sentido de su existencia, le abre
a la entera verdad sobre él y sobre su destino[131].
Desde esta perspectiva la Iglesia está llamada, a causa de su misma misión
evangelizadora, a servir al hombre. Tal servicio se enraiza primariamente en el
hecho prodigioso y sorprendente de que, «con la encarnación, el Hijo de Dios se
ha unido en cierto modo a cada hombre»[132].
Por eso el hombre «es el primer camino que la Iglesia debe recorrer en el
cumplimiento de su misión: él es la primera vía fundamental de la
Iglesia, vía trazada por el mismo Cristo, vía que inalterablemente
pasa a través de la Encarnación y de la Redención»[133].
Precisamente en este sentido se había expresado, repetidamente y con
singular claridad y fuerza, el Concilio Vaticano II en sus diversos documentos.
Volvamos a leer un texto —especialmente clarificador— de la Constitución Gaudium et spes: «Ciertamente la Iglesia, persiguiendo su
propio fin salvífico, no sólo comunica al hombre la vida divina, sino que, en
cierto modo, también difunde el reflejo de su luz sobre el universo mundo,
sobre todo por el hecho de que sana y eleva la dignidad humana, consolida la
cohesión de la sociedad, y llena de más profundo sentido la actividad cotidiana
de los hombres. Cree la Iglesia que de esta manera, por medio de sus hijos y
por medio de su entera comunidad, puede ofrecer una gran ayuda para hacer más
humana la familia de los hombres y su historia»[134].
En esta contribución a la familia humana de la que es responsable la
Iglesia entera, los fieles laicos ocupan un puesto concreto, a causa de su
«índole secular», que les compromete, con modos propios e insustituibles, en la
animación cristiana del orden temporal.
Promover la dignidad de la persona
37. Redescubrir y hacer redescubrir la dignidad inviolable de cada
persona humana constituye una tarea esencial; es más, en cierto
sentido es la tarea central y unificante del servicio que la Iglesia, y en ella
los fieles laicos, están llamados a prestar a la familia humana.
Entre todas las criaturas de la tierra, sólo el hombre es
«persona», sujeto consciente y libre y, precisamente por eso, «centro
y vértice» de todo lo que existe sobre la tierra[135].
La dignidad personal es el bien más precioso que el hombre
posee, gracias al cual supera en valor a todo el mundo material. Las palabras
de Jesús: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero, si después pierde
su alma?» (Mc 8, 36) contienen una luminosa y estimulante
afirmación antropológica: el hombre vale no por lo que «tiene» —¡aunque
poseyera el mundo entero!—, sino por lo que «es». No cuentan tanto los bienes
de la tierra, cuanto el bien de la persona, el bien que es la persona misma.
La dignidad de la persona manifiesta todo su fulgor cuando se consideran su
origen y su destino. Creado por Dios a su imagen y semejanza, y redimido por la
preciosísima sangre de Cristo, el hombre está llamado a ser «hijo en el Hijo» y
templo vivo del Espíritu; y está destinado a esa eterna vida de comunión con
Dios, que le llena de gozo. Por eso toda violación de la dignidad personal del
ser humano grita venganza delante de Dios, y se configura como ofensa al
Creador del hombre.
A causa de su dignidad personal, el ser humano es siempre un valor
en sí mismo y por sí mismo y como tal exige ser considerado y tratado.
Y al contrario, jamás puede ser tratado y considerado como un objeto
utilizable, un instrumento, una cosa.
La dignidad personal constituye el fundamento de la igualdad de
todos los hombres entre sí. De aquí que sean absolutamente inaceptables las
más variadas formas de discriminación que, por desgracia, continúan dividiendo
y humillando la familia humana: desde las raciales y económicas a las sociales
y culturales, desde las políticas a las geográficas, etc. Toda discriminación
constituye una injusticia completamente intolerable, no tanto por las tensiones
y conflictos que puede acarrear a la sociedad, cuanto por el deshonor que se
inflige a la dignidad de la persona; y no sólo a la dignidad de quien es
víctima de la injusticia, sino todavía más a la de quien comete la injusticia.
Fundamento de la igualdad de todos los hombres, la dignidad personal es
también el fundamento de la participación y la solidaridad de los
hombres entre sí: el diálogo y la comunión radican, en última
instancia, en lo que los hombres «son», antes y mucho más que en lo que ellos
«tienen».
La dignidad personal es propiedad indestructible de todo ser
humano. Es fundamental captar todo el penetrante vigor de esta
afirmación, que se basa en la unicidad y en la irrepetibilidad
de cada persona. En consecuencia, el individuo nunca puede quedar
reducido a todo aquello que lo querría aplastar y anular en el anonimato de la
colectividad, de las instituciones, de las estructuras, del sistema. En su
individualidad, la persona no es un número, no es un eslabón más de una cadena,
ni un engranaje del sistema. La afirmación que exalta más radicalmente el valor
de todo ser humano la ha hecho el Hijo de Dios encarnándose en el seno de una
mujer. También de esto continúa hablándonos la Navidad cristiana[136].
Venerar el inviolable derecho a la vida
38. El efectivo reconocimiento de la dignidad personal de todo ser humano
exige el respeto, la defensa y la promoción de los derechos de la
persona humana. Se trata de derechos naturales, universales e
inviolables. Nadie, ni la persona singular, ni el grupo, ni la autoridad, ni el
Estado pueden modificarlos y mucho menos eliminarlos, porque tales derechos provienen
de Dios mismo.
La inviolabilidad de la persona, reflejo de la absoluta inviolabilidad del
mismo Dios, encuentra su primera y fundamental expresión en la inviolabilidad
de la vida humana. Se ha hecho habitual hablar, y con razón, sobre los
derechos humanos; como por ejemplo sobre el derecho a la salud, a la casa, al
trabajo, a la familia y a la cultura. De todos modos, esa preocupación resulta
falsa e ilusoria si no se defiende con la máxima determinación el derecho
a la vida como el derecho primero y fontal, condición de todos los
otros derechos de la persona.
La Iglesia no se ha dado nunca por vencida frente a todas las violaciones que el derecho a la vida, propio de todo ser humano, ha recibido y continúa recibiendo por parte tanto de los individuos como de las mismas autoridades. El titular de tal derecho es el ser humano, en cada fase de su desarrollo, desde el momento de la concepción hasta la muerte natural; y cualquiera que sea su condición, ya sea de salud que de enfermedad, de integridad física o de minusvalidez, de riqueza o de miseria.
El
Concilio Vaticano II proclama abiertamente: «Cuanto atenta contra la vida
—homicidios de cualquier clase, genocidios, aborto, eutanasia y el mismo
suicidio deliberado—; cuanto viola la integridad de la persona humana, como,
por ejemplo, las mutilaciones, las torturas morales o físicas, los conatos
sistemáticos para dominar la mente ajena; cuanto ofende a la dignidad humana,
como son las condiciones infrahumanas de vida, las detenciones arbitrarias, las
deportaciones, la esclavitud, la prostitución, la trata de blancas y de
jóvenes; o las condiciones laborales degradantes, que reducen al operario al
rango de mero instrumento de lucro, sin respeto a la libertad y a la
responsabilidad de la persona humana: todas estas prácticas y otras parecidas
son en sí mismas infamantes, degradan la civilización humana, deshonran más a
sus autores que a sus víctimas y son totalmente contrarias al honor debido al
Creador»[137].
Si bien la misión y la responsabilidad de reconocer la dignidad personal de
todo ser humano y de defender el derecho a la vida es tarea de todos, algunos
fieles laicos son llamados a ello por un motivo particular. Se trata de los
padres, los educadores, los que trabajan en el campo de la medicina y de la
salud, y los que detentan el poder económico y político.
En la aceptación amorosa y generosa de toda vida humana, sobre todo si es
débil o enferma, la Iglesia vive hoy un momento fundamental de su misión, tanto
más necesaria cuanto más dominante se hace una «cultura de muerte». En efecto,
«la Iglesia cree firmemente que la vida humana, aunque débil y enferma, es
siempre un don espléndido del Dios de la bondad. Contra el pesimismo y el
egoísmo, que ofuscan el mundo, la Iglesia está en favor de la vida: y en cada
vida humana sabe descubrir el esplendor de aquel "Sí", de aquel
"Amén" que es Cristo mismo (cf. 2 Co 1, 19; Ap 3,
14). Frente al "no" que invade y aflige al mundo, pone este
"Sí" viviente, defendiendo de este modo al hombre y al mundo de
cuantos acechan y rebajan la vida»[138].
Corresponde a los fieles laicos que más directamente o por vocación o profesión
están implicados en acoger la vida, el hacer concreto y eficaz el
"sí" de la Iglesia a la vida humana.
Con el enorme desarrollo de las ciencias biológicas y
médicas, junto al sorprendente poder tecnológico, se
han abierto en nuestros días nuevas posibilidades y responsabilidades en la
frontera de la vida humana. En efecto, el hombre se ha hecho capaz no sólo de
«observar», sino también de «manipular» la vida humana en su mismo inicio o en
sus primeras etapas de desarrollo.
La conciencia moral de la humanidad no puede permanecer
extraña o indiferente frente a los pasos gigantescos realizados por una
potencia tecnológica, que adquiere un dominio cada vez más dilatado y profundo
sobre los dinamismos que rigen la procreación y las primeras fases de
desarrollo de la vida humana. En este campo y quizás nunca como hoy, la
sabiduría se presenta como la única tabla de salvación, para que el
hombre, tanto en la investigación científica teórica como en la aplicada, pueda
actuar siempre con inteligencia y con amor; es decir, respetando, todavía más,
venerando la inviolable dignidad personal de todo ser humano, desde el primer
momento de su existencia. Esto ocurre cuando la ciencia y la técnica se
comprometen, con medios lícitos, en la defensa de la vida y en la curación de
las enfermedades desde los comienzos, rechazando en cambio —por la dignidad
misma de la investigación— intervenciones que resultan alteradoras del
patrimonio genético del individuo y de la generación humana[139].
Los fieles laicos, comprometidos por motivos varios y a diverso nivel en el
campo de la ciencia y de la técnica, como también en el ámbito médico, social,
legislativo y económico deben aceptar valientemente los «desafíos» planteados
por los nuevos problemas de la bioética. Como han dicho los Padres
sinodales, «Los cristianos han de ejercitar su responsabilidad como dueños de
la ciencia y de la tecnología, no como siervos de ella (...). Ante la
perspectiva de esos "desafíos" morales, que están a punto de ser
provocados por la nueva e inmensa potencia tecnológica, y que ponen en peligro
no sólo los derechos fundamentales de los hombres sino la misma esencia
biológica de la especie humana, es de máxima importancia que los laicos
cristianos —con la ayuda de toda la Iglesia— asuman la responsabilidad de hacer
volver la cultura a los principios de un auténtico humanismo, con el fin de que
la promoción y la defensa de los derechos humanos puedan encontrar fundamento
dinámico y seguro en la misma esencia del hombre, aquella esencia que la
predicación evangélica ha revelado a los hombres»[140].
Urge hoy la máxima vigilancia por parte de todos ante el fenómeno de la
concentración del poder, y en primer lugar del poder tecnológico. Tal
concentración, en efecto, tiende a manipular no sólo la esencia biológica, sino
también el contenido de la misma conciencia de los hombres y sus modelos de
vida, agravando así la discriminación y la marginación de pueblos enteros.
Libres para invocar el Nombre del Señor
39. El respeto de la dignidad personal, que comporta la defensa y promoción de los derechos humanos, exige el reconocimiento de la dimensión religiosa del hombre. No es ésta una exigencia simplemente «confesional», sino más bien una exigencia que encuentra su raíz inextirpable en la realidad misma del hombre. En efecto, la relación con Dios es elemento constitutivo del mismo «ser» y «existir» del hombre: es en Dios donde nosotros «vivimos, nos movemos y existimos» (Hch 17, 28). Si no todos creen en esa verdad, los que están convencidos de ella tienen el derecho a ser respetados en la fe y en la elección de vida, individual o comunitaria, que de ella derivan. Esto es el derecho a la libertad de conciencia y a la libertad religiosa, cuyo reconocimiento efectivo está entre los bienes más altos y los deberes más graves de todo pueblo que verdaderamente quiera asegurar el bien de la persona y de la sociedad.
«La libertad religiosa, exigencia insuprimible de la dignidad
de todo hombre, es piedra angular del edificio de los derechos humanos y, por
tanto, es un factor insustituible del bien de la persona y de toda la sociedad,
así como de la propia realización de cada uno. De ello resulta que la libertad,
de los individuos y de las comunidades, de profesar y practicar la propia
religión es un elemento esencial de la pacífica convivencia de los hombres
(...). El derecho civil y social a la libertad religiosa, en cuanto alcanza la
esfera más íntima del espíritu, se revela punto de referencia y, en cierto
modo, se convierte en medida de los otros derechos fundamentales»[141].
El Sínodo no ha olvidado a tantos hermanos y hermanas que todavía no gozan
de tal derecho y que deben afrontar contradicciones, marginación, sufrimientos,
persecuciones, y tal vez la muerte a causa de la confesión de la fe. En su
mayoría son hermanos y hermanas del laicado cristiano. El anuncio del Evangelio
y el testimonio cristiano de la vida en el sufrimiento y en el martirio
constituyen el ápice del apostolado de los discípulos de Cristo, de modo
análogo a como el amor a Jesucristo hasta la entrega de la propia vida
constituye un manantial de extraordinaria fecundidad para la edificación de la
Iglesia. La mística vid corrobora así su lozanía, tal como ya hacía notar San
Agustín: «Pero aquella vid, como había sido preanunciado por los Profetas y por
el mismo Señor, que esparcía por todo el mundo sus fructuosos sarmientos, tanto
más se hacía lozana cuanto más era irrigada por la mucha sangre de los
mártires»[142].
Toda la Iglesia está profundamente agradecida por este ejemplo y por este
don. En estos hijos suyos encuentra motivo para renovar su brío de vida santa y
apostólica. En este sentido los Padres sinodales han considerado como un
especial deber «dar las gracias a los laicos que viven como incansables testigos
de la fe, en fiel unión con la Sede Apostólica, a pesar de las restricciones de
la libertad y de estar privados de ministros sagrados. Ellos se lo juegan todo,
incluso la vida. De este modo, los laicos testifican una propiedad esencial de
la Iglesia: la Iglesia de Dios nace de la gracia de Dios, y esto se manifiesta
del modo más sublime en el martirio»[143].
Todo lo que hemos dicho hasta ahora sobre el respeto a la dignidad personal
y sobre el reconocimiento de los derechos humanos afecta sin duda a la
responsabilidad de cada cristiano, de cada hombre. Pero inmediatamente hemos de
hacer notar cómo este problema reviste hoy una dimensión mundial. En
efecto, es una cuestión que ahora atañe a enteros grupos humanos; más aún, a
pueblos enteros que son violentamente vilipendiados en sus derechos
fundamentales. De aquí la existencia de esas formas de desigualdad de
desarrollo entre los diversos Mundos, que han sido abiertamente denunciados en
la reciente Encíclica Sollicitudo rei socialis.
El respeto a la persona humana va más allá de la exigencia de una moral
individual y se coloca como criterio base, como pilar fundamental para la
estructuración de la misma sociedad, estando la sociedad enteramente dirigida
hacia la persona.
Así, íntimamente unida a la responsabilidad de servir a la
persona, está la responsabilidad de servir a la sociedad como
responsabilidad general de aquella animación cristiana del orden temporal, a la
que son llamados los fieles laicos según sus propias y específicas modalidades.
Notas a pie de página:
[130] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 5.
[131] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 22.
[132] Ibid.
[133] Juan Pablo II, Enc. Redemptor hominis, 14: AAS 71 (1979)
284-285.
[134] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 40.
[135] Cf. Ibid., 12.
[136] «Si celebramos tan solemnemente el Nacimiento de Jesús, es para
testimoniar que todo hombre es alguien, único e irrepetible. Si las
estadísticas humanas, las catalogaciones humanas, los humanos sistemas
políticos, económicos y sociales, las simples posibilidades humanas no logran
asegurar al hombre el que pueda nacer, existir y trabajar como un único e
irrepetible, entonces todo eso se lo asegura Dios. Para El y ante El, el hombre
es siempre único e irrepetible; alguien eternamente ideado y eternamente
elegido; alguien denominado y llamado por su propio nombre» (Juan Pablo
II, Primer radiomensaje de Navidad al mundo: AAS 71 [1979] 66).
[137] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. sobre la Iglesia en el mundo
actual Gaudium et spes, 27.
[138] Juan Pablo II, Exh. Ap. Familiaris consortio, 30: AAS 74 (1982), 116.
[139] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instrucción Donum vitae sobre el respeto de la vida humana
naciente y la dignidad de la procreación. Respuestas a algunas cuestiones de
actualidad (22 Febrero 1987): AAS 80 (1988) 70-102.
[140] Propositio 36.
[141] Juan Pablo II, Mensaje de la XXI Jornada Mundial de la Paz (8 Diciembre 1987): AAS 80
(1988) 278 y 280.
[142] San Agustín, De Catech. Rud., XXIV, 44: CCL 46,
168.
[143] Propositio 32.