viernes, 26 de octubre de 2012

TEMA 63. ENCUENTRO DE LAS FAMILIAS. Encuentro con los confirmandos en el Estadio Meazza de San Siro. Encuentro con las autoridades.


ENCUENTRO CON LOS CONFIRMANDOS
Estadio "Meazza", San Siro
Sábado 2 de junio de 2012


Queridos muchachos y muchachas:

Para mí es una gran alegría poder encontrarme con vosotros durante mi visita a vuestra ciudad….Expreso mi agradecimiento en particular a la fundación «Oratori Milanesi» que ha organizado este encuentro, a vuestros sacerdotes, a todos los catequistas, a los educadores, a los padrinos y a las madrinas, y a quienes en las diversas comunidades parroquiales se han hecho vuestros compañeros de viaje y os han testimoniado la fe en Jesucristo muerto y resucitado, y vivo.

Vosotros, queridos muchachos, os estáis preparando para recibir el sacramento de la Confirmación, o lo habéis recibido recientemente. Sé que habéis realizado un buen itinerario formativo, llamado este año «El espectáculo del Espíritu». Ayudados por este itinerario, con varias etapas, habéis aprendido a reconocer las cosas estupendas que el Espíritu Santo ha hecho y hace en vuestra vida y en todos los que dicen «sí» al Evangelio de Jesucristo. Habéis descubierto el gran valor del Bautismo, el primero de los sacramentos, la puerta de entrada a la vida cristiana. Vosotros lo habéis recibido gracias a vuestros padres, que juntamente con los padrinos, en vuestro nombre, profesaron el Credo y se comprometieron a educaros en la fe. Esta fue para vosotros —al igual que para mí, hace mucho tiempo— una gracia inmensa. Desde aquel momento, renacidos por el agua y por el Espíritu Santo, habéis entrado a formar parte de la familia de los hijos de Dios, habéis llegado a ser cristianos, miembros de la Iglesia.




Ahora habéis crecido, y vosotros mismos podéis decir vuestro personal «sí» a Dios, un «sí» libre y consciente. El sacramento de la Confirmación refuerza el Bautismo y derrama el Espíritu Santo en abundancia sobre vosotros. Ahora vosotros mismos, llenos de gratitud, tenéis la posibilidad de acoger sus grandes dones, que os ayudan, en el camino de la vida, a ser testigos fieles y valientes de Jesús. Los dones del Espíritu son realidades estupendas, que os permiten formaros como cristianos, vivir el Evangelio y ser miembros activos de la comunidad. Recuerdo brevemente estos dones, de los que ya nos habla el profeta Isaías y luego Jesús:

El primer don es la sabiduría, que os hace descubrir cuán bueno y grande es el Señor y, como lo dice la palabra, hace que vuestra vida esté llena de sabor, para que, como decía Jesús, seáis «sal de la tierra».

Luego el don de entendimiento, para que comprendáis a fondo la Palabra de Dios y la verdad de la fe.

Después viene el don de consejo, que os guiará a descubrir el proyecto de Dios para vuestra vida, para la vida de cada uno de vosotros.

Sigue el don de fortaleza, para vencer las tentaciones del mal y hacer siempre el bien, incluso cuando cuesta sacrificio.

Luego el don de ciencia, no ciencia en el sentido técnico, como se enseña en la Universidad, sino ciencia en el sentido más profundo, que enseña a encontrar en la creación los signos, las huellas de Dios, a comprender que Dios habla en todo tiempo y me habla a mí, y a animar con el Evangelio el trabajo de cada día; a comprender que hay una profundidad y comprender esta profundidad, y así dar sentido al trabajo, también al que resulta difícil.

Otro don es el de piedad, que mantiene viva en el corazón la llama del amor a nuestro Padre que está en el cielo, para que oremos a él cada día con confianza y ternura de hijos amados; para no olvidar la realidad fundamental del mundo y de mi vida: que Dios existe, y que Dios me conoce y espera mi respuesta a su proyecto.

Y, por último, el séptimo don es el temor de Dios —antes hablamos del miedo—; temor de Dios no indica miedo, sino sentir hacia él un profundo respeto, el respeto de la voluntad de Dios que es el verdadero designio de mi vida y es el camino a través del cual la vida personal y comunitaria puede ser buena; y hoy, con todas las crisis que hay en el mundo, vemos la importancia de que cada uno respete esta voluntad de Dios grabada en nuestro corazón y según la cual debemos vivir; y así este temor de Dios es deseo de hacer el bien, de vivir en la verdad, de cumplir la voluntad de Dios.






Queridos muchachos y muchachas, toda la vida cristiana es un camino, es como recorrer una senda que sube a un monte —por tanto, no siempre es fácil, pero subir a un monte es una experiencia bellísima— en compañía de Jesús. Con estos dones preciosos vuestra amistad con él será aún más verdadera y más íntima. Esa amistad se alimenta continuamente con el sacramento de la Eucaristía, en el que recibimos su Cuerpo y su Sangre. Por eso os invito a participar siempre con alegría y fidelidad en la misa dominical, cuando toda la comunidad se reúne para orar juntamente, para escuchar la Palabra de Dios y participar en el Sacrificio eucarístico. Y acudid también al sacramento de la Penitencia, a la Confesión: es un encuentro con Jesús, que perdona nuestros pecados y nos ayuda a hacer el bien. Recibir el don, recomenzar de nuevo es un gran don en la vida, saber que soy libre, que puedo recomenzar, que todo está perdonado. Que no falte, además, vuestra oración personal de cada día. Aprended a dialogar con el Señor, habladle con confianza, contadle vuestras alegrías y preocupaciones, y pedidle luz y apoyo para vuestro camino.

Queridos amigos, vosotros sois afortunados porque en vuestras parroquias hay oratorios, un gran don de la diócesis de Milán. El oratorio, como lo dice la palabra, es un lugar donde se ora, pero también donde se está en grupo con la alegría de la fe, se recibe catequesis, se juega, se organizan actividades de servicio y de otro tipo; yo diría: se aprende a vivir. Frecuentad asiduamente vuestro oratorio, para madurar cada vez más en el conocimiento y en el seguimiento del Señor. Estos siete dones del Espíritu Santo crecen precisamente en esta comunidad donde se ejercita la vida en la verdad, con Dios. 


En la familia obedeced a vuestros padres, escuchad las indicaciones que os dan, para crecer como Jesús «en sabiduría, en estatura y en gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2, 52). Por último, no seáis perezosos, sino muchachos y jóvenes comprometidos, especialmente en el estudio, con vistas a la vida futura: es vuestro deber diario y es una gran oportunidad que tenéis para crecer y para preparar el futuro. Estad disponibles y sed generosos con los demás, venciendo la tentación de poneros vosotros mismos en el centro, porque el egoísmo es enemigo de la verdadera alegría. 


Si gustáis ahora la belleza de formar parte de la comunidad de Jesús, podréis también vosotros dar vuestra contribución para hacerla crecer y sabréis invitar a los demás a formar parte de ella. Permitidme asimismo deciros que el Señor cada día, también hoy, aquí, os llama a cosas grandes. Estad abiertos a lo que os sugiere y, si os llama a seguirlo por la senda del sacerdocio o de la vida consagrada, no le digáis no. Sería una pereza equivocada. Jesús os colmará el corazón durante toda la vida.


Queridos muchachos, queridas muchachas, os digo con fuerza: tended a altos ideales: todos, no sólo algunos, pueden llegar a una alta medida. Sed santos. Pero, ¿es posible ser santos a vuestra edad? Os respondo: ¡ciertamente! Lo dice también san Ambrosio, gran santo de vuestra ciudad, en una de sus obras, donde escribe: «Toda edad es madura para Cristo» (De virginitate, 40). Y sobre todo lo demuestra el testimonio de numerosos santos coetáneos vuestros, como Domingo Savio o María Goretti. La santidad es la senda normal del cristiano: no está reservada a unos pocos elegidos, sino que está abierta a todos. Naturalmente, con la luz y la fuerza del Espíritu Santo, que no nos faltará si extendemos nuestras manos y abrimos nuestro corazón; y con la guía de nuestra Madre. ¿Quién es nuestra Madre? Es la Madre de Jesús, María. A ella Jesús nos encomendó a todos, antes de morir en la cruz. Que la Virgen María custodie siempre la belleza de vuestro «sí» a Jesús, su Hijo, el gran y fiel Amigo de vuestra vida. Así sea.



ENCUENTRO CON LAS AUTORIDADES
Sala del Trono del Arzobispado de Milán

Sábado 2 de junio de 2012

Ilustres señores:

Os agradezco sinceramente este encuentro, que revela vuestros sentimientos de respeto y estima hacia la Sede apostólica y, al mismo tiempo, me permite, en calidad de Pastor de la Iglesia universal, expresaros aprecio por la obra diligente y benemérita que no cesáis de promover para un bienestar civil, social y económico cada vez mayor de las laboriosas poblaciones milanesas y lombardas. Gracias al cardenal Angelo Scola que ha introducido este momento. Al dirigiros mi deferente y cordial saludo a vosotros, mi pensamiento va a aquel que fue vuestro ilustre predecesor, san Ambrosio, gobernador —consularis— de las provincias de Liguria y Aemilia, con sede en la ciudad imperial de Milán, lugar europeo de tránsito y de referencia —diríamos hoy—. Antes de ser elegido obispo de Mediolanum, de modo inesperado y absolutamente contra su voluntad, porque no se sentía preparado, había sido el responsable del orden público y había administrado la justicia en esta ciudad. 

Me parecen significativas las palabras con que el prefecto Probo lo invitó comoconsularis a Milán; de hecho, le dijo: «Ve y administra no como un juez, sino como un obispo». Y fue efectivamente un gobernador equilibrado e iluminado que supo afrontar con sabiduría, buen sentido y autoridad las cuestiones, sabiendo superar contrastes y recomponer divisiones. Precisamente quiero detenerme brevemente en algunos principios, por los que él se regía y que siguen siendo valiosos para quienes están llamados a la administración pública.

En su comentario al Evangelio de san Lucas, san Ambrosio recuerda que «la institución del poder deriva tan bien de Dios, que quien lo ejerce es él mismo ministro de Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam, IV, 29). Esas palabras podrían parecer extrañas a los hombres del tercer milenio, pero indican claramente una verdad central sobre la persona humana, que es fundamento sólido de la convivencia social: ningún poder del hombre puede considerarse divino; por tanto, ningún hombre es amo de otro hombre. San Ambrosio lo recordará con valentía al emperador, escribiéndole: «También tú, oh augusto emperador, eres un hombre» (Epistula 51, 11).

De la enseñanza de san Ambrosio podemos sacar otro elemento. La primera cualidad de quien gobierna es la justicia, virtud pública por excelencia, porque atañe al bien de toda la comunidad. Sin embargo, la justicia no basta. San Ambrosio la acompaña con otra cualidad: el amor a la libertad, que él considera elemento decisivo para distinguir a los buenos gobernantes de los malos, pues, como se lee en otra de sus cartas, «los buenos aman la libertad, y los malos aman la esclavitud» (Epistula 40, 2). La libertad no es un privilegio para algunos, sino un derecho de todos, un valioso derecho que el poder civil debe garantizar. Con todo, la libertad no significa arbitrio del individuo; más bien, implica la responsabilidad de cada uno. Aquí se encuentra uno de los principales elementos de la laicidad del Estado: asegurar la libertad para que todos puedan proponer su visión de la vida común, pero siempre en el respeto de los demás y en el contexto de las leyes que miran al bien de todos.

Por otra parte, en la medida en que se supera la concepción de un Estado confesional, resulta claro, en cualquier caso, que sus leyes deben encontrar justificación y fuerza en la ley natural, que es fundamento de un orden adecuado a la dignidad de la persona humana, superando una concepción meramente positivista, de la que no pueden derivar indicaciones que sean, de algún modo, de carácter ético (cf. Discurso al Parlamento alemán, 22 de septiembre de 2011). El Estado está al servicio y para la protección de la persona y de su «bien estar» en sus múltiples aspectos, comenzando por el derecho a la vida, cuya supresión deliberada nunca se puede permitir. Así pues, cada uno puede ver cómo la legislación y la obra de las instituciones estatales deben estar, en particular, al servicio de la familia, fundada en el matrimonio y abierta a la vida; y además deben reconocer el derecho primario de los padres a la libre educación y formación de los hijos, según el proyecto educativo que ellos juzguen válido y pertinente. No se hace justicia a la familia si el Estado no sostiene la libertad de educación para el bien común de toda la sociedad.

Teniendo en cuenta que el Estado existe para los ciudadanos resulta muy valiosa una colaboración constructiva con la Iglesia, sin duda no por una confusión de las finalidades y de las funciones diversas y distintas del poder civil y de la Iglesia misma, sino por la aportación que ella ha dado y todavía puede dar a la sociedad con su experiencia, su doctrina, su tradición, sus instituciones y sus obras, con las que se ha puesto al servicio del pueblo. Basta pensar en la espléndida legión de los santos de la caridad, de la escuela y de la cultura, del cuidado de los enfermos y los marginados, a los que se sirve y se ama como se sirve y se ama al Señor. Esta tradición sigue dando frutos: la laboriosidad de los cristianos lombardos en esos ambientes es muy viva y tal vez aún más significativa que en el pasado. Las comunidades cristianas promueven estas actividades no tanto como suplencia, cuanto como sobreabundancia gratuita de la caridad de Cristo y de la experiencia totalizadora de su fe. El tiempo de crisis que estamos atravesando, además de valientes decisiones técnico-políticas, necesita gratuidad, como recordé: «La “ciudad del hombre” no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión» (Caritas in veritate, 6).

Podemos recoger una última y valiosa invitación de san Ambrosio, cuya figura solemne y amonestadora está tejida en el estandarte de la ciudad de Milán. A quienes quieren colaborar en el gobierno y en la administración pública san Ambrosio les pide que se hagan amar. En la obra De officiis afirma: «Lo que hace el amor, no podrá nunca hacerlo el miedo. Nada es tan útil como hacerse amar» (II, 29). Por otra parte, la razón que a su vez mueve y estimula vuestra activa y laboriosa presencia en los distintos ámbitos de la vida pública no puede menos de ser la voluntad de dedicaros al bien de los ciudadanos, y, por tanto, una expresión clara y un signo evidente de amor. Así, la política se ennoblece profundamente, convirtiéndose en una forma elevada de caridad.

Ilustres señores, aceptad estas sencillas consideraciones como signo de mi profunda estima por las instituciones a las que servís y por vuestra importante obra. Que os asista, en esta misión vuestra, la protección continua del cielo, de la cual quiere ser prenda y auspicio la bendición apostólica que os imparto a vosotros, a vuestros colaboradores y a vuestras familias. Gracias.