II. La
inclusión social de los pobres (2)
Economía
y distribución del ingreso
202. La necesidad de
resolver las causas estructurales de la pobreza no puede esperar, no sólo por
una exigencia pragmática de obtener resultados y de ordenar la sociedad, sino
para sanarla de una enfermedad que la vuelve frágil e indigna y que sólo podrá
llevarla a nuevas crisis. Los planes asistenciales, que atienden ciertas
urgencias, sólo deberían pensarse como respuestas pasajeras.
Mientras no se
resuelvan radicalmente los problemas de los pobres, renunciando a la autonomía
absoluta de los mercados y de la especulación financiera y atacando las causas
estructurales de la inequidad[173], no se resolverán los problemas del
mundo y en definitiva ningún problema. La inequidad es raíz de los males
sociales.
203. La dignidad de
cada persona humana y el bien común son cuestiones que deberían estructurar
toda política económica, pero a veces parecen sólo apéndices agregados desde
fuera para completar un discurso político sin perspectivas ni programas de
verdadero desarrollo integral.
¡Cuántas palabras se han vuelto molestas para
este sistema! Molesta que se hable de ética, molesta que se hable de
solidaridad mundial, molesta que se hable de distribución de los bienes,
molesta que se hable de preservar las fuentes de trabajo, molesta que se hable
de la dignidad de los débiles, molesta que se hable de un Dios que exige un
compromiso por la justicia. Otras veces sucede que estas palabras se vuelven
objeto de un manoseo oportunista que las deshonra.
La cómoda indiferencia ante
estas cuestiones vacía nuestra vida y nuestras palabras de todo significado. La
vocación de un empresario es una noble tarea, siempre que se deje interpelar
por un sentido más amplio de la vida; esto le permite servir verdaderamente al
bien común, con su esfuerzo por multiplicar y volver más accesibles para todos
los bienes de este mundo.
204. Ya no podemos
confiar en las fuerzas ciegas y en la mano invisible del mercado. El
crecimiento en equidad exige algo más que el crecimiento económico, aunque lo
supone, requiere decisiones, programas, mecanismos y procesos específicamente orientados
a una mejor distribución del ingreso, a una creación de fuentes de trabajo, a
una promoción integral de los pobres que supere el mero asistencialismo.
Estoy
lejos de proponer un populismo irresponsable, pero la economía ya no puede
recurrir a remedios que son un nuevo veneno, como cuando se pretende aumentar
la rentabilidad reduciendo el mercado laboral y creando así nuevos excluidos.
205. ¡Pido a Dios que
crezca el número de políticos capaces de entrar en un auténtico diálogo que se
oriente eficazmente a sanar las raíces profundas y no la apariencia de los
males de nuestro mundo! La política, tan denigrada, es una altísima vocación,
es una de las formas más preciosas de la caridad, porque busca el bien común[174].
Tenemos que convencernos de que la
caridad «no es sólo el principio de las micro-relaciones, como en las
amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones,
como las relaciones sociales, económicas y políticas»[175].
¡Ruego al Señor que nos regale más
políticos a quienes les duela de verdad la sociedad, el pueblo, la vida de los
pobres! Es imperioso que los gobernantes y los poderes financieros levanten la
mirada y amplíen sus perspectivas, que procuren que haya trabajo digno,
educación y cuidado de la salud para todos los ciudadanos.
¿Y por qué no acudir
a Dios para que inspire sus planes? Estoy convencido de que a partir de una
apertura a la trascendencia podría formarse una nueva mentalidad política y
económica que ayudaría a superar la dicotomía absoluta entre la economía y el
bien común social.
206. La economía,
como la misma palabra indica, debería ser el arte de alcanzar una adecuada
administración de la casa común, que es el mundo entero. Todo acto económico de
envergadura realizado en una parte del planeta repercute en el todo; por ello
ningún gobierno puede actuar al margen de una responsabilidad común.
De hecho,
cada vez se vuelve más difícil encontrar soluciones locales para las enormes
contradicciones globales, por lo cual la política local se satura de problemas
a resolver. Si realmente queremos alcanzar una sana economía mundial, hace
falta en estos momentos de la historia un modo más eficiente de interacción
que, dejando a salvo la soberanía de las naciones, asegure el bienestar
económico de todos los países y no sólo de unos pocos.
207. Cualquier
comunidad de la Iglesia, en la medida en que pretenda subsistir tranquila sin
ocuparse creativamente y cooperar con eficiencia para que los pobres vivan con
dignidad y para incluir a todos, también correrá el riesgo de la disolución,
aunque hable de temas sociales o critique a los gobiernos. Fácilmente terminará
sumida en la mundanidad espiritual, disimulada con prácticas religiosas, con
reuniones infecundas o con discursos vacíos.
208. Si alguien se
siente ofendido por mis palabras, le digo que las expreso con afecto y con la
mejor de las intenciones, lejos de cualquier interés personal o ideología
política. Mi palabra no es la de un enemigo ni la de un opositor. Sólo me
interesa procurar que aquellos que están esclavizados por una mentalidad
individualista, indiferente y egoísta, puedan liberarse de esas cadenas
indignas y alcancen un estilo de vida y de pensamiento más humano, más noble,
más fecundo, que dignifique su paso por esta tierra.
209. Jesús, el
evangelizador por excelencia y el Evangelio en persona, se identifica
especialmente con los más pequeños (cf. Mt25,40). Esto nos recuerda
que todos los cristianos estamos llamados a cuidar a los más frágiles de la
tierra. Pero en el vigente modelo «exitista» y «privatista» no parece tener
sentido invertir para que los lentos, débiles o menos dotados puedan abrirse
camino en la vida.
210. Es indispensable
prestar atención para estar cerca de nuevas formas de pobreza y fragilidad
donde estamos llamados a reconocer a Cristo sufriente, aunque eso aparentemente
no nos aporte beneficios tangibles e inmediatos: los sin techo, los
toxicodependientes, los refugiados, los pueblos indígenas, los ancianos cada
vez más solos y abandonados, etc.
Los migrantes me plantean un desafío
particular por ser Pastor de una Iglesia sin fronteras que se siente madre de
todos. Por ello, exhorto a los países a una generosa apertura, que en lugar de
temer la destrucción de la identidad local sea capaz de crear nuevas síntesis
culturales. ¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza
enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo
factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño
arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el
reconocimiento del otro!
211. Siempre me
angustió la situación de los que son objeto de las diversas formas de trata de
personas. Quisiera que se escuchara el grito de Dios preguntándonos a todos:
«¿Dónde está tu hermano?» (Gn 4,9). ¿Dónde está tu hermano esclavo?
¿Dónde está ese que estás matando cada día en el taller clandestino, en la red
de prostitución, en los niños que utilizas para mendicidad, en aquel que tiene
que trabajar a escondidas porque no ha sido formalizado? No nos hagamos los
distraídos.
Hay mucho de complicidad. ¡La pregunta es para todos! En nuestras
ciudades está instalado este crimen mafioso y aberrante, y muchos tienen las
manos preñadas de sangre debido a la complicidad cómoda y muda.
212. Doblemente
pobres son las mujeres que sufren situaciones de exclusión, maltrato y
violencia, porque frecuentemente se encuentran con menores posibilidades de
defender sus derechos. Sin embargo, también entre ellas encontramos
constantemente los más admirables gestos de heroísmo cotidiano en la defensa y
el cuidado de la fragilidad de sus familias.
213. Entre esos
débiles, que la Iglesia quiere cuidar con predilección, están también los niños
por nacer, que son los más indefensos e inocentes de todos, a quienes hoy se
les quiere negar su dignidad humana en orden a hacer con ellos lo que se
quiera, quitándoles la vida y promoviendo legislaciones para que nadie pueda
impedirlo.
Frecuentemente, para ridiculizar alegremente la defensa que la
Iglesia hace de sus vidas, se procura presentar su postura como algo
ideológico, oscurantista y conservador. Sin embargo, esta defensa de la vida
por nacer está íntimamente ligada a la defensa de cualquier derecho humano.
Supone la convicción de que un ser humano es siempre sagrado e inviolable, en
cualquier situación y en cada etapa de su desarrollo. Es un fin en sí mismo y
nunca un medio para resolver otras dificultades. Si esta convicción cae, no
quedan fundamentos sólidos y permanentes para defender los derechos humanos,
que siempre estarían sometidos a conveniencias circunstanciales de los
poderosos de turno.
La sola razón es suficiente para reconocer el valor
inviolable de cualquier vida humana, pero si además la miramos desde la fe,
«toda violación de la dignidad personal del ser humano grita venganza delante
de Dios y se configura como ofensa al Creador del hombre»[176].
214. Precisamente
porque es una cuestión que hace a la coherencia interna de nuestro mensaje
sobre el valor de la persona humana, no debe esperarse que la Iglesia cambie su
postura sobre esta cuestión. Quiero ser completamente honesto al respecto. Éste
no es un asunto sujeto a supuestas reformas o «modernizaciones». No es
progresista pretender resolver los problemas eliminando una vida humana.
Pero
también es verdad que hemos hecho poco para acompañar adecuadamente a las
mujeres que se encuentran en situaciones muy duras, donde el aborto se les
presenta como una rápida solución a sus profundas angustias, particularmente
cuando la vida que crece en ellas ha surgido como producto de una violación o
en un contexto de extrema pobreza. ¿Quién puede dejar de comprender esas
situaciones de tanto dolor?
215. Hay otros seres
frágiles e indefensos, que muchas veces quedan a merced de los intereses
económicos o de un uso indiscriminado. Me refiero al conjunto de la creación.
Los seres humanos no somos meros beneficiarios, sino custodios de las demás
criaturas.
Por nuestra realidad corpórea, Dios nos ha unido tan estrechamente
al mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad
para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una
mutilación. No dejemos que a nuestro paso queden signos de destrucción y de
muerte que afecten nuestra vida y la de las futuras generaciones[177].
En este sentido, hago propio el bello
y profético lamento que hace varios años expresaron los Obispos de Filipinas:
«Una increíble variedad de insectos vivían en el bosque y estaban ocupados con
todo tipo de tareas […] Los pájaros volaban por el aire, sus plumas brillantes
y sus diferentes cantos añadían color y melodía al verde de los bosques [...]
Dios quiso esta tierra para nosotros, sus criaturas especiales, pero no para
que pudiéramos destruirla y convertirla en un páramo [...] Después de una sola
noche de lluvia, mira hacia los ríos de marrón chocolate de tu localidad, y
recuerda que se llevan la sangre viva de la tierra hacia el mar [...]
¿Cómo van
a poder nadar los peces en alcantarillas como el río Pasig y tantos otros ríos
que hemos contaminado? ¿Quién ha convertido el maravilloso mundo marino en
cementerios subacuáticos despojados de vida y de color?»[178].
216. Pequeños pero
fuertes en el amor de Dios, como san Francisco de Asís, todos los cristianos
estamos llamados a cuidar la fragilidad del pueblo y del mundo en que vivimos.