martes, 1 de marzo de 2016

TEMA 131 LAUDATO SI. CAPÍTULO CUARTO. UNA ECOLOGÍA INTEGRAL (2)

III. Ecología de la vida cotidiana

147. Para que pueda hablarse de un auténtico desarrollo, habrá que asegurar que se produzca una mejora integral en la calidad de vida humana, y esto implica analizar el espacio donde transcurre la existencia de las personas. 

Los escenarios que nos rodean influyen en nuestro modo de ver la vida, de sentir y de actuar. A la vez, en nuestra habitación, en nuestra casa, en nuestro lugar de trabajo y en nuestro barrio, usamos el ambiente para expresar nuestra identidad. 

Nos esforzamos para adaptarnos al medio y, cuando un ambiente es desordenado, caótico o cargado de contaminación visual y acústica, el exceso de estímulos nos desafía a intentar configurar una identidad integrada y feliz.

148. Es admirable la creatividad y la generosidad de personas y grupos que son capaces de revertir los límites del ambiente, modificando los efectos adversos de los condicionamientos y aprendiendo a orientar su vida en medio del desorden y la precariedad. 

Por ejemplo, en algunos lugares, donde las fachadas de los edificios están muy deterioradas, hay personas que cuidan con mucha dignidad el interior de sus viviendas, o se sienten cómodas por la cordialidad y la amistad de la gente. La vida social positiva y benéfica de los habitantes derrama luz sobre un ambiente aparentemente desfavorable. 

A veces es encomiable la ecología humana que pueden desarrollar los pobres en medio de tantas limitaciones. La sensación de asfixia producida por la aglomeración en residencias y espacios con alta densidad poblacional se contrarresta si se desarrollan relaciones humanas cercanas y cálidas, si se crean comunidades, si los límites del ambiente se compensan en el interior de cada persona, que se siente contenida por una red de comunión y de pertenencia. 

De ese modo, cualquier lugar deja de ser un infierno y se convierte en el contexto de una vida digna.

149. También es cierto que la carencia extrema que se vive en algunos ambientes que no poseen armonía, amplitud y posibilidades de integración facilita la aparición de comportamientos inhumanos y la manipulación de las personas por parte de organizaciones criminales. 

Para los habitantes de barrios muy precarios, el paso cotidiano del hacinamiento al anonimato social que se vive en las grandes ciudades puede provocar una sensación de desarraigo que favorece las conductas antisociales y la violencia. 

Sin embargo, quiero insistir en que el amor puede más. Muchas personas en estas condiciones son capaces de tejer lazos de pertenencia y de convivencia que convierten el hacinamiento en una experiencia comunitaria donde se rompen las paredes del yo y se superan las barreras del egoísmo. Esta experiencia de salvación comunitaria es lo que suele provocar reacciones creativas para mejorar un edificio o un barrio[117].

150. Dada la interrelación entre el espacio y la conducta humana, quienes diseñan edificios, barrios, espacios públicos y ciudades necesitan del aporte de diversas disciplinas que permitan entender los procesos, el simbolismo y los comportamientos de las personas.

No basta la búsqueda de la belleza en el diseño, porque más valioso todavía es el servicio a otra belleza: la calidad de vida de las personas, su adaptación al ambiente, el encuentro y la ayuda mutua. También por eso es tan importante que las perspectivas de los pobladores siempre completen el análisis del planeamiento urbano.

151. Hace falta cuidar los lugares comunes, los marcos visuales y los hitos urbanos que acrecientan nuestro sentido de pertenencia, nuestra sensación de arraigo, nuestro sentimiento de «estar en casa» dentro de la ciudad que nos contiene y nos une. 

Es importante que las diferentes partes de una ciudad estén bien integradas y que los habitantes puedan tener una visión de conjunto, en lugar de encerrarse en un barrio privándose de vivir la ciudad entera como un espacio propio compartido con los demás.

Toda intervención en el paisaje urbano o rural debería considerar cómo los distintos elementos del lugar conforman un todo que es percibido por los habitantes como un cuadro coherente con su riqueza de significados. Así los otros dejan de ser extraños, y se los puede sentir como parte de un « nosotros » que construimos juntos. Por esta misma razón, tanto en el ambiente urbano como en el rural, conviene preservar algunos lugares donde se eviten intervenciones humanas que los modifiquen constantemente.

152. La falta de viviendas es grave en muchas partes del mundo, tanto en las zonas rurales como en las grandes ciudades, porque los presupuestos estatales sólo suelen cubrir una pequeña parte de la demanda. No sólo los pobres, sino una gran parte de la sociedad sufre serias dificultades para acceder a una vivienda propia. 

La posesión de una vivienda tiene mucho que ver con la dignidad de las personas y con el desarrollo de las familias. Es una cuestión central de la ecología humana. Si en un lugar ya se han desarrollado conglomerados caóticos de casas precarias, se trata sobre todo de urbanizar esos barrios, no de erradicar y expulsar. 

Cuando los pobres viven en suburbios contaminados o en conglomerados peligrosos, «en el caso que se deba proceder a su traslado, y para no añadir más sufrimiento al que ya padecen, es necesario proporcionar una información adecuada y previa, ofrecer alternativas de alojamientos dignos e implicar directamente a los interesados»[118]

Al mismo tiempo, la creatividad debería llevar a integrar los barrios precarios en una ciudad acogedora: «¡Qué hermosas son las ciudades que superan la desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que, aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan, relacionan, favorecen el reconocimiento del otro![119]».

153. La calidad de vida en las ciudades tiene mucho que ver con el transporte, que suele ser causa de grandes sufrimientos para los habitantes. En las ciudades circulan muchos automóviles utilizados por una o dos personas, con lo cual el tránsito se hace complicado, el nivel de contaminación es alto, se consumen cantidades enormes de energía no renovable y se vuelve necesaria la construcción de más autopistas y lugares de estacionamiento que perjudican la trama urbana. 

Muchos especialistas coinciden en la necesidad de priorizar el transporte público. Pero algunas medidas necesarias difícilmente serán pacíficamente aceptadas por la sociedad sin una mejora sustancial de ese transporte, que en muchas ciudades significa un trato indigno a las personas debido a la aglomeración, a la incomodidad o a la baja frecuencia de los servicios y a la inseguridad.

154. El reconocimiento de la dignidad peculiar del ser humano muchas veces contrasta con la vida caótica que deben llevar las personas en nuestras ciudades. Pero esto no debería hacer perder de vista el estado de abandono y olvido que sufren también algunos habitantes de zonas rurales, donde no llegan los servicios esenciales, y hay trabajadores reducidos a situaciones de esclavitud, sin derechos ni expectativas de una vida más digna.

155. La ecología humana implica también algo muy hondo: la necesaria relación de la vida del ser humano con la ley moral escrita en su propia naturaleza, necesaria para poder crear un ambiente más digno. Decía Benedicto XVI que existe una «ecología del hombre» porque «también el hombre posee una naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo»[120]

En esta línea, cabe reconocer que nuestro propio cuerpo nos sitúa en una relación directa con el ambiente y con los demás seres vivientes. La aceptación del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo entero como regalo del Padre y casa común, mientras una lógica de dominio sobre el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la creación. 

Aprender a recibir el propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus significados, es esencial para una verdadera ecología humana. También la valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente.

De este modo es posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del Dios creador, y enriquecerse recíprocamente. Por lo tanto, no es sana una actitud que pretenda «cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe confrontarse con la misma»[121].

IV. El principio del bien común

156. La ecología humana es inseparable de la noción de bien común, un principio que cumple un rol central y unificador en la ética social. Es «el conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia perfección»[122].

157. El bien común presupone el respeto a la persona humana en cuanto tal, con derechos básicos e inalienables ordenados a su desarrollo integral. También reclama el bienestar social y el desarrollo de los diversos grupos intermedios, aplicando el principio de la subsidiariedad. 

Entre ellos destaca especialmente la familia, como la célula básica de la sociedad. 

Finalmente, el bien común requiere la paz social, es decir, la estabilidad y seguridad de un cierto orden, que no se produce sin una atención particular a la justicia distributiva, cuya violación siempre genera violencia. Toda la sociedad –y en ella, de manera especial el Estado– tiene la obligación de defender y promover el bien común.

158. En las condiciones actuales de la sociedad mundial, donde hay tantas inequidades y cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos humanos básicos, el principio del bien común se convierte inmediatamente, como lógica e ineludible consecuencia, en un llamado a la solidaridad y en una opción preferencial por los más pobres. 

Esta opción implica sacar las consecuencias del destino común de los bienes de la tierra, pero, como he intentado expresar en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium[123], exige contemplar ante todo la inmensa dignidad del pobre a la luz de las más hondas convicciones creyentes. Basta mirar la realidad para entender que esta opción hoy es una exigencia ética fundamental para la realización efectiva del bien común.

V. Justicia entre las generaciones

159. La noción de bien común incorpora también a las generaciones futuras. Las crisis económicas internacionales han mostrado con crudeza los efectos dañinos que trae aparejado el desconocimiento de un destino común, del cual no pueden ser excluidos quienes vienen detrás de nosotros. 

Ya no puede hablarse de desarrollo sostenible sin una solidaridad intergeneracional. Cuando pensamos en la situación en que se deja el planeta a las generaciones futuras, entramos en otra lógica, la del don gratuito que recibimos y comunicamos. 

Si la tierra nos es donada, ya no podemos pensar sólo desde un criterio utilitarista de eficiencia y productividad para el beneficio individual. No estamos hablando de una actitud opcional, sino de una cuestión básica de justicia, ya que la tierra que recibimos pertenece también a los que vendrán. 

Los Obispos de Portugal han exhortado a asumir este deber de justicia: «El ambiente se sitúa en la lógica de la recepción. Es un préstamo que cada generación recibe y debe transmitir a la generación siguiente»[124]. Una ecología integral posee esa mirada amplia.

160. ¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños que están creciendo? Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera aislada, porque no se puede plantear la cuestión de modo fragmentario. Cuando nos interrogamos por el mundo que queremos dejar, entendemos sobre todo su orientación general, su sentido, sus valores. 

Si no está latiendo esta pregunta de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr efectos importantes. Pero si esta pregunta se plantea con valentía, nos lleva inexorablemente a otros cuestionamientos muy directos: ¿Para qué pasamos por este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos? ¿para qué nos necesita esta tierra? 

Por eso, ya no basta decir que debemos preocuparnos por las futuras generaciones. Se requiere advertir que lo que está en juego es nuestra propia dignidad. Somos nosotros los primeros interesados en dejar un planeta habitable para la humanidad que nos sucederá. Es un drama para nosotros mismos, porque esto pone en crisis el sentido del propio paso por esta tierra.

161. Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros, desiertos y suciedad. El ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el estilo de vida actual, por ser insostenible, sólo puede terminar en catástrofes, como de hecho ya está ocurriendo periódicamente en diversas regiones. 

La atenuación de los efectos del actual desequilibrio depende de lo que hagamos ahora mismo, sobre todo si pensamos en la responsabilidad que nos atribuirán los que deberán soportar las peores consecuencias.


162. La dificultad para tomar en serio este desafío tiene que ver con un deterioro ético y cultural, que acompaña al deterioro ecológico. El hombre y la mujer del mundo posmoderno corren el riesgo permanente de volverse profundamente individualistas, y muchos problemas sociales se relacionan con el inmediatismo egoísta actual, con las crisis de los lazos familiares y sociales, con las dificultades para el reconocimiento del otro. 

Muchas veces hay un consumo inmediatista y excesivo de los padres que afecta a los propios hijos, quienes tienen cada vez más dificultades para adquirir una casa propia y fundar una familia. 

Además, nuestra incapacidad para pensar seriamente en las futuras generaciones está ligada a nuestra incapacidad para ampliar los intereses actuales y pensar en quienes quedan excluidos del desarrollo. 

No imaginemos solamente a los pobres del futuro, basta que recordemos a los pobres de hoy, que tienen pocos años de vida en esta tierra y no pueden seguir esperando. Por eso, «además de la leal solidaridad intergeneracional, se ha de reiterar la urgente necesidad moral de una renovada solidaridad intrageneracional»[125].

Notas a pie de página:

[117] Algunos autores han mostrado los valores que suelen vivirse, por ejemplo, en las « villas », chabolas o favelas de América Latina: cf. Juan Carlos Scannone, S.J., «La irrupción del pobre y la lógica de la gratuidad», en Juan Carlos Scannone y Marcelo Perine (eds.), Irrupción del pobre y quehacer filosófico. Hacia una nueva racionalidad, Buenos Aires 1993, 225-230.

[118] Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, 482.

[119] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre 2013), 210: AAS 105 (2013), 1107.

[120] Discurso al Deutscher Bundestag, Berlín (22 septiembre 2011): AAS 103 (2011), 668.

[121] Catequesis (15 abril 2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española (17 abril 2015), p. 2.

[122] Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 26.

[123] Cf. n. 186-201: AAS 105 (2013), 1098-1105.

[124] Conferencia Episcopal Portuguesa, Carta pastoral Responsabilidade solidária pelo bem comum (15 septiembre 2003), 20.

[125] Benedicto XVI, Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2010, 8: AAS 102 (2010), 45.