LA MIRADA PUESTA EN JESÚS: VOCACIÓN DE LA FAMILIA
58. Ante las familias,
y en medio de ellas, debe volver a resonar siempre el primer anuncio, que es
«lo más bello, lo más grande, lo más atractivo y al mismo tiempo lo más
necesario»[50],
y «debe ocupar el centro de la actividad evangelizadora»[51].
Es el anuncio principal, «ese que siempre hay que volver a escuchar de diversas
maneras y ese que siempre hay que volver a anunciar de una forma o de otra»[52].
Porque «nada hay más sólido, más profundo, más seguro, más denso y más sabio
que ese anuncio» y «toda formación cristiana es ante todo la profundización
del kerygma»[53].
59. Nuestra enseñanza
sobre el matrimonio y la familia no puede dejar de inspirarse y de
transfigurarse a la luz de este anuncio de amor y de ternura, para no
convertirse en una mera defensa de una doctrina fría y sin vida. Porque tampoco
el misterio de la familia cristiana puede entenderse plenamente si no es a la
luz del infinito amor del Padre, que se manifestó en Cristo, que se entregó
hasta el fin y vive entre nosotros. Por eso, quiero contemplar a Cristo vivo
presente en tantas historias de amor, e invocar el fuego del Espíritu sobre
todas las familias del mundo.
60. Dentro de ese
marco, este breve capítulo recoge una síntesis de la enseñanza de la Iglesia
sobre el matrimonio y la familia. También aquí citaré varios aportes
presentados por los Padres sinodales en sus consideraciones sobre la luz que
nos ofrece la fe. Ellos partieron de la mirada de Jesús e indicaron que él
«miró a las mujeres y a los hombres con los que se encontró con amor y ternura,
acompañando sus pasos con verdad, paciencia y misericordia, al anunciar las
exigencias del Reino de Dios»[54].
Así también, el Señor nos acompaña hoy en nuestro interés por vivir y
transmitir el Evangelio de la familia.
61. Frente a quienes
prohibían el matrimonio, el Nuevo Testamento enseña que «todo lo que Dios ha
creado es bueno; no hay que desechar nada» (1 Tt 4,4). El
matrimonio es un «don» del Señor (cf. 1 Co 7,7). Al mismo
tiempo, por esa valoración positiva, se pone un fuerte énfasis en cuidar este
don divino: «Respeten el matrimonio, el lecho nupcial»
(Hb 13,4). Ese regalo de Dios incluye la sexualidad: «No os privéis uno del otro» (1 Co 7,5).
62. Los Padres
sinodales recordaron que Jesús «refiriéndose al designio primigenio sobre el
hombre y la mujer, reafirma la unión indisoluble entre ellos, si bien diciendo
que “por la dureza de vuestro corazón os permitió Moisés repudiar a vuestras
mujeres; pero, al principio, no era así” (Mt 19,8).
La
indisolubilidad del matrimonio —“lo que Dios ha unido, que no lo separe el
hombre” (Mt19,6)— no hay que entenderla ante todo como un “yugo”
impuesto a los hombres sino como un “don” hecho a las personas unidas en
matrimonio [...] La condescendencia divina acompaña siempre el camino humano,
sana y transforma el corazón endurecido con su gracia, orientándolo hacia su
principio, a través del camino de la cruz.
De los Evangelios emerge claramente
el ejemplo de Jesús, que [...] anunció el mensaje concerniente al significado
del matrimonio como plenitud de la revelación que recupera el proyecto
originario de Dios (cf. Mt 19,3)»[55].
63. «Jesús, que
reconcilió cada cosa en sí misma, volvió a llevar el matrimonio y la familia a
su forma original (cf. Mc 10,1-12). La familia y el matrimonio
fueron redimidos por Cristo (cf. Ef 5,21-32), restaurados a
imagen de la Santísima Trinidad, misterio del que brota todo amor verdadero.
La
alianza esponsal, inaugurada en la creación y revelada en la historia de la
salvación, recibe la plena revelación de su significado en Cristo y en su
Iglesia. De Cristo, mediante la Iglesia, el matrimonio y la familia reciben la
gracia necesaria para testimoniar el amor de Dios y vivir la vida de comunión.
El Evangelio de la familia atraviesa la historia del mundo, desde la creación
del hombre a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1,26-27) hasta
el cumplimiento del misterio de la Alianza en Cristo al final de los siglos con
las bodas del Cordero (cf. Ap 19,9)»[56].
64. «El ejemplo de
Jesús es un paradigma para la Iglesia [...] Él inició su vida pública con el
milagro en la fiesta nupcial en Caná (cf. Jn 2,1-11) [...] Compartió
momentos cotidianos de amistad con la familia de Lázaro y sus hermanas
(cf. Lc 10,38) y con la familia de Pedro (cf. Mt 8,14).
Escuchó el llanto de los padres por sus hijos, devolviéndoles la vida
(cf. Mc 5,41; Lc 7,14-15), y mostrando así el
verdadero sentido de la misericordia, la cual implica el restablecimiento de la
Alianza (cf. Juan Pablo II, Dives in misericordia, 4). Esto aparece
claramente en los encuentros con la mujer samaritana (cf. Jn 4,1-30)
y con la adúltera (cf. Jn 8,1-11), en los que la percepción
del pecado se despierta de frente al amor gratuito de Jesús»[57].
65. La encarnación del
Verbo en una familia humana, en Nazaret, conmueve con su novedad la historia
del mundo. Necesitamos sumergirnos en el misterio del nacimiento de Jesús, en
el sí de María al anuncio del ángel, cuando germinó la Palabra en su seno;
también en el sí de José, que dio el nombre a Jesús y se hizo cargo de María;
en la fiesta de los pastores junto al pesebre, en la adoración de los Magos; en
fuga a Egipto, en la que Jesús participa en el dolor de su pueblo exiliado,
perseguido y humillado; en la religiosa espera de Zacarías y en la alegría que
acompaña el nacimiento de Juan el Bautista, en la promesa cumplida para Simeón
y Ana en el templo, en la admiración de los doctores de la ley escuchando la
sabiduría de Jesús adolescente.
Y luego, penetrar en los treinta largos años
donde Jesús se ganaba el pan trabajando con sus manos, susurrando la oración y
la tradición creyente de su pueblo y educándose en la fe de sus padres, hasta
hacerla fructificar en el misterio del Reino. Este es el misterio de la Navidad
y el secreto de Nazaret, lleno de perfume a familia. Es el misterio que tanto
fascinó a Francisco de Asís, a Teresa del Niño Jesús y a Carlos de Foucauld,
del cual beben también las familias cristianas para renovar su esperanza y su
alegría.
66. «La alianza de amor
y fidelidad, de la cual vive la Sagrada Familia de Nazaret, ilumina el
principio que da forma a cada familia, y la hace capaz de afrontar mejor las
vicisitudes de la vida y de la historia. Sobre esta base, cada familia, a pesar
de su debilidad, puede llegar a ser una luz en la oscuridad del mundo.
“Lección
de vida doméstica. Enseñe Nazaret lo que es la familia, su comunión de amor, su
sencilla y austera belleza, su carácter sagrado e inviolable; enseñe lo dulce e
insustituible que es su pedagogía; enseñe lo fundamental e insuperable de su
sociología” (Pablo VI, Discurso en Nazaret, 5 enero 1964)»[58].
67. El Concilio
Ecuménico Vaticano II, en la Constitución pastoral Gaudium et spes, se ocupó de «la
promoción de la dignidad del matrimonio y la familia» (cf. 47-52). Definió el
matrimonio como comunidad de vida y de amor (cf. 48), poniendo el amor en el
centro de la familia [...] El “verdadero amor entre marido y mujer” (49)
implica la entrega mutua, incluye e integra la dimensión sexual y la
afectividad, conformemente al designio divino (cf. 48-49).
Además, subraya el
arraigo en Cristo de los esposos: Cristo Señor “sale al encuentro de los
esposos cristianos en el sacramento del matrimonio” (48), y permanece con
ellos. En la encarnación, él asume el amor humano, lo purifica, lo lleva a plenitud,
y dona a los esposos, con su Espíritu, la capacidad de vivirlo, impregnando
toda su vida de fe, esperanza y caridad.
De este modo, los esposos son
consagrados y, mediante una gracia propia, edifican el Cuerpo de Cristo y
constituyen una iglesia doméstica (cf. Lumen gentium, 11), de manera que
la Iglesia, para comprender plenamente su misterio, mira a la familia
cristiana, que lo manifiesta de modo genuino»[59].
68. Luego, «siguiendo
las huellas del Concilio Vaticano II, el beato Pablo VI profundizó la doctrina
sobre el matrimonio y la familia. En particular, con la Encíclica Humanae vitae, puso de relieve el
vínculo íntimo entre amor conyugal y procreación: “El amor conyugal exige a los
esposos una conciencia de su misión de paternidad responsable sobre la que hoy
tanto se insiste con razón y que hay que comprender exactamente [...] El
ejercicio responsable de la paternidad exige, por tanto, que los cónyuges
reconozcan plenamente sus propios deberes para con Dios, para consigo mismos,
para con la familia y la sociedad, en una justa jerarquía de valores” (10). En
la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, el beato Pablo VI
evidenció la relación entre la familia y la Iglesia»[60].
69. «San Juan Pablo II
dedicó especial atención a la familia mediante sus catequesis sobre el amor
humano, la Carta a las familiasGratissimam sane y sobre todo
con la Exhortación apostólica Familiaris consortio. En esos documentos,
el Pontífice definió a la familia “vía de la Iglesia”; ofreció una visión de
conjunto sobre la vocación al amor del hombre y la mujer; propuso las líneas
fundamentales para la pastoral de la familia y para la presencia de la familia
en la sociedad. En particular, tratando de la caridad conyugal (cf. Familiaris consortio, 13), describió el
modo cómo los cónyuges, en su mutuo amor, reciben el don del Espíritu de Cristo
y viven su llamada a la santidad»[61].
70. «Benedicto XVI, en
la Encíclica Deus caritas est, retomó el tema de
la verdad del amor entre hombre y mujer, que se ilumina plenamente sólo a la
luz del amor de Cristo crucificado (cf. n. 2). Él recalca que “el matrimonio
basado en un amor exclusivo y definitivo se convierte en el icono de la
relación de Dios con su pueblo y, viceversa, el modo de amar de Dios se
convierte en la medida del amor humano” (11). Además, en la Encíclica Caritas in veritate, pone de relieve la
importancia del amor como principio de vida en la sociedad (cf. n. 44), lugar
en el que se aprende la experiencia del bien común»[62].
71. «La Sagrada
Escritura y la Tradición nos revelan la Trinidad con características
familiares. La familia es imagen de Dios, que [...] es comunión de personas. En
el bautismo, la voz del Padre llamó a Jesús Hijo amado, y en este amor podemos
reconocer al Espíritu Santo (cf. Mc 1,10-11).
Jesús, que
reconcilió en sí cada cosa y ha redimido al hombre del pecado, no sólo volvió a
llevar el matrimonio y la familia a su forma original, sino que también elevó
el matrimonio a signo sacramental de su amor por la Iglesia (cf.Mt 19,1-12; Mc 10,1-12; Ef 5,21-32).
En la familia humana, reunida en Cristo, está restaurada la “imagen y
semejanza” de la Santísima Trinidad (cf. Gn 1,26), misterio
del que brota todo amor verdadero. De Cristo, mediante la Iglesia, el
matrimonio y la familia reciben la gracia necesaria para testimoniar el
Evangelio del amor de Dios»[63].
72. El sacramento del
matrimonio no es una convención social, un rito vacío o el mero signo externo
de un compromiso. El sacramento es un don para la santificación y la salvación
de los esposos, porque «su recíproca pertenencia es representación real,
mediante el signo sacramental, de la misma relación de Cristo con la Iglesia.
Los esposos son por tanto el recuerdo permanente para la Iglesia de lo que
acaeció en la cruz; son el uno para el otro y para los hijos, testigos de la salvación,
de la que el sacramento les hace partícipes»[64].
El matrimonio es una vocación, en cuanto que es una respuesta al llamado
específico a vivir el amor conyugal como signo imperfecto del amor entre Cristo
y la Iglesia. Por lo tanto, la decisión de casarse y de crear una familia debe
ser fruto de un discernimiento vocacional.
73. «El don recíproco
constitutivo del matrimonio sacramental arraiga en la gracia del bautismo, que
establece la alianza fundamental de toda persona con Cristo en la Iglesia. En
la acogida mutua, y con la gracia de Cristo, los novios se prometen entrega
total, fidelidad y apertura a la vida, y además reconocen como elementos
constitutivos del matrimonio los dones que Dios les ofrece, tomando en serio su
mutuo compromiso, en su nombre y frente a la Iglesia.
Ahora bien, la fe permite
asumir los bienes del matrimonio como compromisos que se pueden sostener mejor
mediante la ayuda de la gracia del sacramento [...] Por lo tanto, la mirada de
la Iglesia se dirige a los esposos como al corazón de toda la familia, que a su
vez dirige su mirada hacia Jesús»[65].
El sacramento no es una «cosa» o una «fuerza», porque en realidad Cristo mismo
«mediante el sacramento del matrimonio, sale al encuentro de los esposos
cristianos (cf. Gaudium et spes, 48). Permanece con
ellos, les da la fuerza de seguirle tomando su cruz, de levantarse después de
sus caídas, de perdonarse mutuamente, de llevar unos las cargas de los otros»[66].
El matrimonio cristiano es un signo que no sólo indica cuánto amó Cristo a su
Iglesia en la Alianza sellada en la cruz, sino que hace presente ese amor en la
comunión de los esposos. Al unirse ellos en una sola carne, representan el
desposorio del Hijo de Dios con la naturaleza humana.
Por eso «en las alegrías
de su amor y de su vida familiar les da, ya aquí, un gusto anticipado del
banquete de las bodas del Cordero»[67].
Aunque «la analogía entre la pareja marido-mujer y Cristo-Iglesia» es una
«analogía imperfecta»[68],
invita a invocar al Señor para que derrame su propio amor en los límites de las
relaciones conyugales.
74. La unión sexual,
vivida de modo humano y santificada por el sacramento, es a su vez camino de
crecimiento en la vida de la gracia para los esposos. Es el «misterio nupcial»[69].
El valor de la unión de los cuerpos está expresado en las palabras del
consentimiento, donde se aceptaron y se entregaron el uno al otro para
compartir toda la vida. Esas palabras otorgan un significado a la sexualidad y
la liberan de cualquier ambigüedad.
Pero, en realidad, toda la vida en común de
los esposos, toda la red de relaciones que tejerán entre sí, con sus hijos y
con el mundo, estará impregnada y fortalecida por la gracia del sacramento que
brota del misterio de la Encarnación y de la Pascua, donde Dios expresó todo su
amor por la humanidad y se unió íntimamente a ella.
Nunca estarán solos con sus
propias fuerzas para enfrentar los desafíos que se presenten. Ellos están llamados
a responder al don de Dios con su empeño, su creatividad, su resistencia y su
lucha cotidiana, pero siempre podrán invocar al Espíritu Santo que ha
consagrado su unión, para que la gracia recibida se manifieste nuevamente en
cada nueva situación.
75. Según la tradición
latina de la Iglesia, en el sacramento del matrimonio los ministros son el
varón y la mujer que se casan[70],
quienes, al manifestar su consentimiento y expresarlo en su entrega corpórea,
reciben un gran don. Su consentimiento y la unión de sus cuerpos son los
instrumentos de la acción divina que los hace una sola carne.
En el bautismo
quedó consagrada su capacidad de unirse en matrimonio como ministros del Señor
para responder al llamado de Dios. Por eso, cuando dos cónyuges no cristianos
se bautizan, no es necesario que renueven la promesa matrimonial, y basta que
no la rechacen, ya que por el bautismo que reciben esa unión se vuelve
automáticamente sacramental.
El Derecho canónico también reconoce la validez de
algunos matrimonios que se celebran sin un ministro ordenado[71].
En efecto, el orden natural ha sido asumido por la redención de Jesucristo, de
tal manera que, «entre bautizados, no puede haber contrato matrimonial válido
que no sea por eso mismo sacramento»[72].
La Iglesia puede exigir la publicidad del acto, la presencia de testigos y
otras condiciones que han ido variando a lo largo de la historia, pero eso no
quita a los dos que se casan su carácter de ministros del sacramento ni
debilita la centralidad del consentimiento del varón y la mujer, que es lo que
de por sí establece el vínculo sacramental.
De todos modos, necesitamos
reflexionar más acerca de la acción divina en el rito nupcial, que aparece muy
destacada en las Iglesias orientales, al resaltar la importancia de la
bendición sobre los contrayentes como signo del don del Espíritu.
Notas a pie de página:
[68] Catequesis (6 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 8 de mayo de 2015, p. 16.
[69] León Magno, Epistula
Rustico narbonensi episcopo, inquis. IV: PL 54, 1205A; cf.
Incmaro de Reims, Epist. 22: PL 126, 142.
[70] Cf. Pío XII,
Carta enc. Mystici Corporis Christi (29 junio 1943): AAS35
(1943), 202: « Matrimonio enim quo coniuges sibiinvicem sunt ministri
gratiae…»:
[71] Cf .
Código de Derecho Canónico, cc. 1116. 1161-1165; Código de los
Cánones de las Iglesias Orientales, cc. 832. 848-852.