238. La
evangelización también implica un camino de diálogo. Para la Iglesia, en este
tiempo hay particularmente tres campos de diálogo en los cuales debe estar
presente, para cumplir un servicio a favor del pleno desarrollo del ser humano
y procurar el bien común: el diálogo con los Estados, con la sociedad —que
incluye el diálogo con las culturas y con las ciencias— y con otros creyentes
que no forman parte de la Iglesia católica.
En todos los casos «la Iglesia
habla desde la luz que le ofrece la fe»,[186]aporta su experiencia de dos mil años y
conserva siempre en la memoria las vidas y sufrimientos de los seres humanos.
Esto va más allá de la razón humana, pero también tiene un significado que
puede enriquecer a los que no creen e invita a la razón a ampliar sus
perspectivas.
239. La Iglesia
proclama «el evangelio de la paz» (Ef 6,15) y está abierta a la
colaboración con todas las autoridades nacionales e internacionales para cuidar
este bien universal tan grande. Al anunciar a Jesucristo, que es la paz en
persona (cf. Ef 2,14), la nueva evangelización anima a todo
bautizado a ser instrumento de pacificación y testimonio creíble de una vida
reconciliada[187].
Es hora de saber cómo diseñar, en una
cultura que privilegie el diálogo como forma de encuentro, la búsqueda de
consensos y acuerdos, pero sin separarla de la preocupación por una sociedad
justa, memoriosa y sin exclusiones. El autor principal, el sujeto histórico de
este proceso, es la gente y su cultura, no es una clase, una fracción, un
grupo, una élite. No necesitamos un proyecto de unos pocos para unos pocos, o
una minoría ilustrada o testimonial que se apropie de un sentimiento colectivo.
Se trata de un acuerdo para vivir juntos, de un pacto social y cultural.
240. Al Estado
compete el cuidado y la promoción del bien común de la sociedad[188]. Sobre la base de los principios de
subsidiariedad y solidaridad, y con un gran esfuerzo de diálogo político y
creación de consensos, desempeña un papel fundamental, que no puede ser
delegado, en la búsqueda del desarrollo integral de todos. Este papel, en las
circunstancias actuales, exige una profunda humildad social.
241. En el diálogo
con el Estado y con la sociedad, la Iglesia no tiene soluciones para todas las
cuestiones particulares. Pero junto con las diversas fuerzas sociales, acompaña
las propuestas que mejor respondan a la dignidad de la persona humana y al bien
común. Al hacerlo, siempre propone con claridad los valores fundamentales de la
existencia humana, para transmitir convicciones que luego puedan traducirse en
acciones políticas.
242. El diálogo entre
ciencia y fe también es parte de la acción evangelizadora que pacifica.[189] El cientismo y el positivismo se
rehúsan a «admitir como válidas las formas de conocimiento diversas de las
propias de las ciencias positivas»[190].
La Iglesia propone otro camino, que
exige una síntesis entre un uso responsable de las metodologías propias de las
ciencias empíricas y otros saberes como la filosofía, la teología, y la misma
fe, que eleva al ser humano hasta el misterio que trasciende la naturaleza y la
inteligencia humana.
La fe no le tiene miedo a la razón; al contrario, la busca
y confía en ella, porque «la luz de la razón y la de la fe provienen ambas de
Dios»[191], y no pueden contradecirse entre sí.
La
evangelización está atenta a los avances científicos para iluminarlos con la
luz de la fe y de la ley natural, en orden a procurar que respeten siempre la
centralidad y el valor supremo de la persona humana en todas las fases de su
existencia. Toda la sociedad puede verse enriquecida gracias a este diálogo que
abre nuevos horizontes al pensamiento y amplía las posibilidades de la razón.
También éste es un camino de armonía y de pacificación.
243. La Iglesia no
pretende detener el admirable progreso de las ciencias. Al contrario, se alegra
e incluso disfruta reconociendo el enorme potencial que Dios ha dado a la mente
humana. Cuando el desarrollo de las ciencias, manteniéndose con rigor académico
en el campo de su objeto específico, vuelve evidente una determinada conclusión
que la razón no puede negar, la fe no la contradice.
Los creyentes tampoco
pueden pretender que una opinión científica que les agrada, y que ni siquiera
ha sido suficientemente comprobada, adquiera el peso de un dogma de fe. Pero,
en ocasiones, algunos científicos van más allá del objeto formal de su
disciplina y se extralimitan con afirmaciones o conclusiones que exceden el
campo de la propia ciencia. En ese caso, no es la razón lo que se propone, sino
una determinada ideología que cierra el camino a un diálogo auténtico, pacífico
y fructífero.
244. El empeño
ecuménico responde a la oración del Señor Jesús que pide «que todos sean uno» (Jn 17,21).
La credibilidad del anuncio cristiano sería mucho mayor si los cristianos
superaran sus divisiones y la Iglesia realizara «la plenitud de catolicidad que
le es propia, en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el Bautismo,
están, sin embargo, separados de su plena comunión»[192].
Tenemos que recordar siempre que somos
peregrinos, y peregrinamos juntos. Para eso, hay que confiar el corazón al
compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, y mirar ante todo lo que
buscamos: la paz en el rostro del único Dios. Confiarse al otro es algo
artesanal, la paz es artesanal. Jesús nos dijo: «¡Felices los que trabajan por
la paz!» (Mt 5,9). En este empeño, también entre nosotros, se
cumple la antigua profecía: «De sus espadas forjarán arados» (Is2,4).
245. Bajo esta luz,
el ecumenismo es un aporte a la unidad de la familia humana. La presencia, en
el Sínodo, del Patriarca de Constantinopla, Su Santidad Bartolomé I, y del
Arzobispo de Canterbury, Su Gracia Rowan Douglas Williams, fue un verdadero don
de Dios y un precioso testimonio cristiano[193].
246. Dada la gravedad
del antitestimonio de la división entre cristianos, particularmente en Asia y
en África, la búsqueda de caminos de unidad se vuelve urgente. Los misioneros
en esos continentes mencionan reiteradamente las críticas, quejas y burlas que
reciben debido al escándalo de los cristianos divididos.
Si nos concentramos en
las convicciones que nos unen y recordamos el principio de la jerarquía de
verdades, podremos caminar decididamente hacia expresiones comunes de anuncio,
de servicio y de testimonio. La inmensa multitud que no ha acogido el anuncio
de Jesucristo no puede dejarnos indiferentes. Por lo tanto, el empeño por una
unidad que facilite la acogida de Jesucristo deja de ser mera diplomacia o
cumplimiento forzado, para convertirse en un camino ineludible de la
evangelización.
Los signos de división entre los cristianos en países que ya están
destrozados por la violencia agregan más motivos de conflicto por parte de
quienes deberíamos ser un atractivo fermento de paz. ¡Son tantas y tan valiosas
las cosas que nos unen! Y si realmente creemos en la libre y generosa acción
del Espíritu, ¡cuántas cosas podemos aprender unos de otros!
No se trata sólo
de recibir información sobre los demás para conocerlos mejor, sino de recoger
lo que el Espíritu ha sembrado en ellos como un don también para nosotros. Sólo
para dar un ejemplo, en el diálogo con los hermanos ortodoxos, los católicos
tenemos la posibilidad de aprender algo más sobre el sentido de la colegialidad
episcopal y sobre su experiencia de la sinodalidad. A través de un intercambio
de dones, el Espíritu puede llevarnos cada vez más a la verdad y al bien.
247. Una mirada muy
especial se dirige al pueblo judío, cuya Alianza con Dios jamás ha sido
revocada, porque «los dones y el llamado de Dios son irrevocables» (Rm 11,29).
La Iglesia, que comparte con el Judaísmo una parte importante de las Sagradas
Escrituras, considera al pueblo de la Alianza y su fe como una raíz sagrada de
la propia identidad cristiana (cf. Rm 11,16-18).
Los
cristianos no podemos considerar al Judaísmo como una religión ajena, ni
incluimos a los judíos entre aquellos llamados a dejar los ídolos para
convertirse al verdadero Dios (cf. 1 Ts 1,9). Creemos junto
con ellos en el único Dios que actúa en la historia, y acogemos con ellos la
común Palabra revelada.
248. El diálogo y la
amistad con los hijos de Israel son parte de la vida de los discípulos de
Jesús. El afecto que se ha desarrollado nos lleva a lamentar sincera y
amargamente las terribles persecuciones de las que fueron y son objeto,
particularmente aquellas que involucran o involucraron a cristianos.
249. Dios sigue
obrando en el pueblo de la Antigua Alianza y provoca tesoros de sabiduría que
brotan de su encuentro con la Palabra divina. Por eso, la Iglesia también se
enriquece cuando recoge los valores del Judaísmo. Si bien algunas convicciones
cristianas son inaceptables para el Judaísmo, y la Iglesia no puede dejar de
anunciar a Jesús como Señor y Mesías, existe una rica complementación que nos
permite leer juntos los textos de la Biblia hebrea y ayudarnos mutuamente a
desentrañar las riquezas de la Palabra, así como compartir muchas convicciones
éticas y la común preocupación por la justicia y el desarrollo de los pueblos.
250. Una actitud de
apertura en la verdad y en el amor debe caracterizar el diálogo con los
creyentes de las religiones no cristianas, a pesar de los varios obstáculos y
dificultades, particularmente los fundamentalismos de ambas partes. Este
diálogo interreligioso es una condición necesaria para la paz en el mundo, y
por lo tanto es un deber para los cristianos, así como para otras comunidades
religiosas.
Este diálogo es, en primer lugar, una conversación sobre la vida
humana o simplemente, como proponen los Obispos de la India, «estar abiertos a
ellos, compartiendo sus alegrías y penas»[194]. Así aprendemos a aceptar a los otros
en su modo diferente de ser, de pensar y de expresarse. De esta forma, podremos
asumir juntos el deber de servir a la justicia y la paz, que deberá convertirse
en un criterio básico de todo intercambio.
Un diálogo en el que se busquen la
paz social y la justicia es en sí mismo, más allá de lo meramente pragmático,
un compromiso ético que crea nuevas condiciones sociales. Los esfuerzos en
torno a un tema específico pueden convertirse en un proceso en el que, a través
de la escucha del otro, ambas partes encuentren purificación y enriquecimiento.
Por lo tanto, estos esfuerzos también pueden tener el significado del amor a la
verdad.
251. En este dialogo,
siempre amable y cordial, nunca se debe descuidar el vínculo esencial entre
diálogo y anuncio, que lleva a la Iglesia a mantener y a intensificar las
relaciones con los no cristianos[195]. Un sincretismo conciliador sería en el
fondo un totalitarismo de quienes pretenden conciliar prescindiendo de valores
que los trascienden y de los cuales no son dueños.
La verdadera apertura
implica mantenerse firme en las propias convicciones más hondas, con una
identidad clara y gozosa, pero «abierto a comprender las del otro» y «sabiendo
que el diálogo realmente puede enriquecer a cada uno»[196]. No nos sirve una apertura diplomática,
que dice que sí a todo para evitar problemas, porque sería un modo de engañar
al otro y de negarle el bien que uno ha recibido como un don para compartir
generosamente. La evangelización y el diálogo interreligioso, lejos de
oponerse, se sostienen y se alimentan recíprocamente[197].
252. En esta época
adquiere gran importancia la relación con los creyentes del Islam, hoy
particularmente presentes en muchos países de tradición cristiana donde pueden
celebrar libremente su culto y vivir integrados en la sociedad. Nunca hay que
olvidar que ellos, «confesando adherirse a la fe de Abraham, adoran con
nosotros a un Dios único, misericordioso, que juzgará a los hombres en el día
final»[198].
Los escritos sagrados del Islam
conservan parte de las enseñanzas cristianas; Jesucristo y María son objeto de
profunda veneración, y es admirable ver cómo jóvenes y ancianos, mujeres y
varones del Islam son capaces de dedicar tiempo diariamente a la oración y de
participar fielmente de sus ritos religiosos. Al mismo tiempo, muchos de ellos
tienen una profunda convicción de que la propia vida, en su totalidad, es de
Dios y para Él. También reconocen la necesidad de responderle con un compromiso
ético y con la misericordia hacia los más pobres.
253. Para sostener el
diálogo con el Islam es indispensable la adecuada formación de los
interlocutores, no sólo para que estén sólida y gozosamente radicados en su
propia identidad, sino para que sean capaces de reconocer los valores de los
demás, de comprender las inquietudes que subyacen a sus reclamos y de sacar a
luz las convicciones comunes.
Los cristianos deberíamos acoger con afecto y
respeto a los inmigrantes del Islam que llegan a nuestros países, del mismo
modo que esperamos y rogamos ser acogidos y respetados en los países de
tradición islámica. ¡Ruego, imploro humildemente a esos países que den libertad
a los cristianos para poder celebrar su culto y vivir su fe, teniendo en cuenta
la libertad que los creyentes del Islam gozan en los países occidentales!
Frente a episodios de fundamentalismo violento que nos inquietan, el afecto
hacia los verdaderos creyentes del Islam debe llevarnos a evitar odiosas
generalizaciones, porque el verdadero Islam y una adecuada interpretación del
Corán se oponen a toda violencia.
254. Los no
cristianos, por la gratuita iniciativa divina, y fieles a su conciencia, pueden
vivir «justificados mediante la gracia de Dios»[199], y así «asociados al misterio pascual
de Jesucristo»[200]. Pero, debido a la dimensión
sacramental de la gracia santificante, la acción divina en ellos tiende a
producir signos, ritos, expresiones sagradas que a su vez acercan a otros a una
experiencia comunitaria de camino hacia Dios[201].
No tienen el sentido y la eficacia de
los Sacramentos instituidos por Cristo, pero pueden ser cauces que el mismo
Espíritu suscite para liberar a los no cristianos del inmanentismo ateo o de
experiencias religiosas meramente individuales. El mismo Espíritu suscita en
todas partes diversas formas de sabiduría práctica que ayudan a sobrellevar las
penurias de la existencia y a vivir con más paz y armonía. Los cristianos
también podemos aprovechar esa riqueza consolidada a lo largo de los siglos,
que puede ayudarnos a vivir mejor nuestras propias convicciones.
255. Los Padres
sinodales recordaron la importancia del respeto a la libertad religiosa,
considerada como un derecho humano fundamental[202]. Incluye «la libertad de elegir la
religión que se estima verdadera y de manifestar públicamente la propia
creencia»[203].
Un sano pluralismo, que de verdad
respete a los diferentes y los valore como tales, no implica una privatización
de las religiones, con la pretensión de reducirlas al silencio y la oscuridad
de la conciencia de cada uno, o a la marginalidad del recinto cerrado de los
templos, sinagogas o mezquitas. Se trataría, en definitiva, de una nueva forma
de discriminación y de autoritarismo.
El debido respeto a las minorías de
agnósticos o no creyentes no debe imponerse de un modo arbitrario que silencie
las convicciones de mayorías creyentes o ignore la riqueza de las tradiciones
religiosas. Eso a la larga fomentaría más el resentimiento que la tolerancia y
la paz.
256. A la hora de
preguntarse por la incidencia pública de la religión, hay que distinguir
diversas formas de vivirla. Tanto los intelectuales como las notas
periodísticas frecuentemente caen en groseras y poco académicas
generalizaciones cuando hablan de los defectos de las religiones y muchas veces
no son capaces de distinguir que no todos los creyentes —ni todas las
autoridades religiosas— son iguales. Algunos políticos aprovechan esta
confusión para justificar acciones discriminatorias.
Otras veces se desprecian
los escritos que han surgido en el ámbito de una convicción creyente, olvidando
que los textos religiosos clásicos pueden ofrecer un significado para todas las
épocas, tienen una fuerza motivadora que abre siempre nuevos horizontes,
estimula el pensamiento, amplía la mente y la sensibilidad. Son despreciados
por la cortedad de vista de los racionalismos. ¿Es razonable y culto relegarlos
a la oscuridad, sólo por haber surgido en el contexto de una creencia
religiosa? Incluyen principios profundamente humanistas que tienen un valor
racional aunque estén teñidos por símbolos y doctrinas religiosas.
257. Los creyentes
nos sentimos cerca también de quienes, no reconociéndose parte de alguna
tradición religiosa, buscan sinceramente la verdad, la bondad y la belleza, que
para nosotros tienen su máxima expresión y su fuente en Dios. Los percibimos
como preciosos aliados en el empeño por la defensa de la dignidad humana, en la
construcción de una convivencia pacífica entre los pueblos y en la custodia de
lo creado.
Un espacio peculiar es el de los llamados nuevos Areópagos,
como el «Atrio de los Gentiles», donde «creyentes y no creyentes pueden dialogar
sobre los temas fundamentales de la ética, del arte y de la ciencia, y sobre la
búsqueda de la trascendencia»[204]. Éste también es un camino de paz para
nuestro mundo herido.
258. A partir de
algunos temas sociales, importantes en orden al futuro de la humanidad, procuré
explicitar una vez más la ineludible dimensión social del anuncio del
Evangelio, para alentar a todos los cristianos a manifestarla siempre en sus
palabras, actitudes y acciones.