miércoles, 21 de febrero de 2018

TEMA 169. EVANGELIUM VITAE. CAPÍTULO II-4. HE VENIDO PARA QUE TENGAN VIDA.MENSAJE CRISTIANO SOBRE LA VIDA

« ¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116 115, 10): la vida en la vejez y en el sufrimiento

46. También en lo relativo a los últimos momentos de la existencia, sería anacrónico esperar de la revelación bíblica una referencia expresa a la problemática actual del respeto de las personas ancianas y enfermas, y una condena explícita de los intentos de anticipar violentamente su fin. 

En efecto, estamos en un contexto cultural y religioso que no está afectado por estas tentaciones, sino que, en lo concerniente al anciano, reconoce en su sabiduría y experiencia una riqueza insustituible para la familia y la sociedad.

La vejez está marcada por el prestigio y rodeada de veneración (cf. 2 M 6, 23). El justo no pide ser privado de la ancianidad y de su peso, al contrario, reza así: « Pues tú eres mi esperanza, Señor, mi confianza desde mi juventud... Y ahora que llega la vejez y las canas, ¡oh Dios, no me abandones!, para que anuncie yo tu brazo a todas las edades venideras » (Sal 71 70, 5.18). El tiempo mesiánico ideal es presentado como aquél en el que « no habrá jamás... viejo que no llene sus días » (Is 65, 20).

Sin embargo, ¿cómo afrontar en la vejez el declive inevitable de la vida? ¿Qué actitud tomar ante la muerte? El creyente sabe que su vida está en las manos de Dios: « Señor, en tus manos está mi vida » (cf. Sal 16 15, 5), y que de El acepta también el morir: « Esta sentencia viene del Señor sobre toda carne, ¿por qué desaprobar el agrado del Altísimo? » (Si 41, 4). El hombre, que no es dueño de la vida, tampoco lo es de la muerte; en su vida, como en su muerte, debe confiarse totalmente al « agrado del Altísimo », a su designio de amor.

Incluso en el momento de la enfermedad, el hombre está llamado a vivir con la misma seguridad en el Señor y a renovar su confianza fundamental en El, que « cura todas las enfermedades » (cf. Sal 103 102, 3). Cuando parece que toda expectativa de curación se cierra ante el hombre —hasta moverlo a gritar: « Mis días son como la sombra que declina, y yo me seco como el heno » (Sal 102 101, 12)—, también entonces el creyente está animado por la fe inquebrantable en el poder vivificante de Dios. 

La enfermedad no lo empuja a la desesperación y a la búsqueda de la muerte, sino a la invocación llena de esperanza: « ¡Tengo fe, aún cuando digo: "Muy desdichado soy"! » (Sal 116 115, 10); « Señor, Dios mío, clamé a ti y me sanaste. Tú has sacado, Señor, mi alma del Seol, me has recobrado de entre los que bajan a la fosa » (Sal 30 29, 3-4).

47. La misión de Jesús, con las numerosas curaciones realizadas, manifiesta cómo Dios se preocupa también de la vida corporal del hombre. « Médico de la carne y del espíritu »,37 Jesús fue enviado por el Padre a anunciar la buena nueva a los pobres y a sanar los corazones quebrantados (cf. Lc 4, 18; Is 61, 1). 

Al enviar después a sus discípulos por el mundo, les confía una misión en la que la curación de los enfermos acompaña al anuncio del Evangelio: « Id proclamando que el Reino de los Cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, purificad leprosos, expulsad demonios » (Mt 10, 7-8; cf. Mc 6, 13; 16, 18).

Ciertamente, la vida del cuerpo en su condición terrena no es un valor absoluto para el creyente, sino que se le puede pedir que la ofrezca por un bien superior; como dice Jesús, « quien quiera salvar su vida, la perderá; pero quien pierda su vida por mí y por el Evangelio, la salvará » (Mc 8, 35). 

A este propósito, los testimonios del Nuevo Testamento son diversos. Jesús no vacila en sacrificarse a sí mismo y, libremente, hace de su vida una ofrenda al Padre (cf. Jn 10, 17) y a los suyos (cf. Jn 10, 15). También la muerte de Juan el Bautista, precursor del Salvador, manifiesta que la existencia terrena no es un bien absoluto; es más importante la fidelidad a la palabra del Señor, aunque pueda poner en peligro la vida (cf. Mc 6, 17-29). 

Y Esteban, mientras era privado de la vida temporal por testimoniar fielmente la resurrección del Señor, sigue las huellas del Maestro y responde a quienes le apedrean con palabras de perdón (cf. Hch 7, 59-60), abriendo el camino a innumerables mártires, venerados por la Iglesia desde su comienzo.

Sin embargo, ningún hombre puede decidir arbitrariamente entre vivir o morir. En efecto, sólo es dueño absoluto de esta decisión el Creador, en quien « vivimos, nos movemos y existimos » (Hch 17, 28).

« Todos los que la guardan alcanzarán la vida » (Ba 4, 1): de la Ley del Sinaí al don del Espíritu

48. La vida lleva escrita en sí misma de un modo indeleble su verdad. El hombre, acogiendo el don de Dios, debe comprometerse a mantener la vida en esta verdad, que le es esencial. Distanciarse de ella equivale a condenarse a sí mismo a la falta de sentido y a la infelicidad, con la consecuencia de poder ser también una amenaza para la existencia de los demás, una vez rotas las barreras que garantizan el respeto y la defensa de la vida en cada situación.

La verdad de la vida es revelada por el mandamiento de Dios. La palabra del Señor indica concretamente qué dirección debe seguir la vida para poder respetar su propia verdad y salvaguardar su propia dignidad. No sólo el específico mandamiento « no matarás » (Ex 20, 13; Dt 5, 17) asegura la protección de la vida, sino que toda la Ley del Señor está al servicio de esta protección, porque revela aquella verdad en la que la vida encuentra su pleno significado.

Por tanto, no sorprende que la Alianza de Dios con su pueblo esté tan fuertemente ligada a la perspectiva de la vida, incluso en su dimensión corpórea. El mandamiento se presenta en ella como camino de vida: « Yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia. Si escuchas los mandamientos del Señor tu Dios que yo te prescribo hoy, si amas al Señor tu Dios, si sigues sus caminos y guardas sus mandamientos, preceptos y normas, vivirás y te multiplicarás; el Señor tu Dios te bendecirá en la tierra a la que vas a entrar para tomarla en posesión » (Dt 30, 15-16). Está en juego no sólo la tierra de Canaán y la existencia del pueblo de Israel, sino el mundo de hoy y del futuro, así como la existencia de toda la humanidad. 

En efecto, es absolutamente imposible que la vida se conserve auténtica y plena alejándose del bien; y, a su vez, el bien está esencialmente vinculado a los mandamientos del Señor, es decir, a la « ley de vida » (Si 17, 9). El bien que hay que cumplir no se superpone a la vida como un peso que carga sobre ella, ya que la razón misma de la vida es precisamente el bien, y la vida se realiza sólo mediante el cumplimiento del bien.

El conjunto de la Ley es, pues, lo que salvaguarda plenamente la vida del hombre. Esto explica lo difícil que es mantenerse fiel al « no matarás » cuando no se observan las otras « palabras de vida » (Hch 7, 38), relacionadas con este mandamiento. 

Fuera de este horizonte, el mandamiento acaba por convertirse en una simple obligación extrínseca, de la que muy pronto se querrán ver límites y se buscarán atenuaciones o excepciones. Sólo si nos abrimos a la plenitud de la verdad sobre Dios, el hombre y la historia, la palabra « no matarás » volverá a brillar como un bien para el hombre en todas sus dimensiones y relaciones. En este sentido podemos comprender la plenitud de la verdad contenida en el pasaje del libro del Deuteronomio, citado por Jesús en su respuesta a la primera tentación: « No sólo de pan vive el hombre, sino... de todo lo que sale de la boca del Señor » (8, 3; cf. Mt 4, 4).

Sólo escuchando la palabra del Señor el hombre puede vivir con dignidad y justicia; observando la Ley de Dios el hombre puede dar frutos de vida y felicidad: « todos los que la guardan alcanzarán la vida, mas los que la abandonan morirán » (Ba 4, 1).

49. La historia de Israel muestra lo difícil que es mantener la fidelidad a la ley de la vida, que Dios ha inscrito en el corazón de los hombres y ha entregado en el Sinaí al pueblo de la Alianza. Ante la búsqueda de proyectos de vida alternativos al plan de Dios, los Profetas reivindican con fuerza que sólo el Señor es la fuente auténtica de la vida. 

Así escribe Jeremías: « Doble mal ha hecho mi pueblo: a mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas, que el agua no retienen » (2, 13). Los Profetas señalan con el dedo acusador a quienes desprecian la vida y violan los derechos de las personas: « Pisan contra el polvo de la tierra la cabeza de los débiles » (Am 2, 7); « Han llenado este lugar de sangre de inocentes » (Jr 19, 4). Entre ellos el profeta Ezequiel censura varias veces a la ciudad de Jerusalén, llamándola « la ciudad sanguinaria » (22, 2; 24, 6.9), « ciudad que derramas sangre en medio de ti » (22, 3).

Pero los Profetas, mientras denuncian las ofensas contra la vida, se preocupan sobre todo de suscitar la espera de un nuevo principio de vida, capaz de fundar una nueva relación con Dios y con los hermanos abriendo posibilidades inéditas y extraordinarias para comprender y realizar todas las exigencias propias del Evangelio de la vida. Esto será posible únicamente gracias al don de Dios, que purifica y renueva: « Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados; de todas vuestras impurezas y de todas vuestras basuras os purificaré. Y os daré un corazón nuevo, infundiré en vosotros un espíritu nuevo » (Ez 36, 25-26; cf. Jr 31, 31-34). 

Gracias a este « corazón nuevo » se puede comprender y llevar a cabo el sentido más verdadero y profundo de la vida: ser un don que se realiza al darse. Este es el mensaje esclarecedor que sobre el valor de la vida nos da la figura del Siervo del Señor: « Si se da a sí mismo en expiación, verá descendencia, alargará sus días... Por las fatigas de su alma, verá luz » (Is 53, 10.11).

En Jesús de Nazaret se cumple la Ley y se da un corazón nuevo mediante su Espíritu. En efecto, Jesús no reniega de la Ley, sino que la lleva a su cumplimiento (cf. Mt 5, 17): la Ley y los Profetas se resumen en la regla de oro del amor recíproco (cf. Mt 7, 12). En El la Ley se hace definitivamente « evangelio », buena noticia de la soberanía de Dios sobre el mundo, que reconduce toda la existencia a sus raíces y a sus perspectivas originarias. 

Es la Ley Nueva, « la ley del espíritu que da la vida en Cristo Jesús » (Rm 8, 2), cuya expresión fundamental, a semejanza del Señor que da la vida por sus amigos (cf. Jn 15, 13), es el don de sí mismo en el amor a los hermanos: « Nosotros sabemos que hemos pasado de la muerte al vida, porque amamos a los hermanos » (1 Jn 3, 14). Es ley de libertad, de alegría y de bienaventuranza.

« Mirarán al que atravesaron » (Jn 19, 37): en el árbol de la Cruz se cumple el Evangelio de la vida

50. Al final de este capítulo, en el que hemos meditado el mensaje cristiano sobre la vida, quisiera detenerme con cada uno de vosotros a contemplar a Aquél que atravesaron y que atrae a todos hacia sí (cf. Jn 19, 37; 12, 32). Mirando « el espectáculo » de la cruz (cf. Lc 23, 48) podremos descubrir en este árbol glorioso el cumplimiento y la plena revelación de todo el Evangelio de la vida.

En las primeras horas de la tarde del viernes santo, « al eclipsarse el sol, hubo oscuridad sobre toda la tierra... El velo del Santuario se rasgó por medio » (Lc 23, 44.45). Es símbolo de una gran alteración cósmica y de una inmensa lucha entre las fuerzas del bien y las fuerzas del mal, entre la vida y la muerte. 

Hoy nosotros nos encontramos también en medio de una lucha dramática entre la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida ». Sin embargo, esta oscuridad no eclipsa el resplandor de la Cruz; al contrario, resalta aún más nítida y luminosa y se manifiesta como centro, sentido y fin de toda la historia y de cada vida humana.

Jesús es clavado en la cruz y elevado sobre la tierra. Vive el momento de su máxima « impotencia », y su vida parece abandonada totalmente al escarnio de sus adversarios y en manos de sus asesinos: es ridiculizado, insultado, ultrajado (cf. Mc 15, 24-36). Sin embargo, ante todo esto el centurión romano, viendo « que había expirado de esa manera », exclama: « Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios » (Mc 15, 39). Así, en el momento de su debilidad extrema se revela la identidad del Hijo de Dios: ¡en la Cruz se manifiesta su gloria!

Con su muerte, Jesús ilumina el sentido de la vida y de la muerte de todo ser humano. Antes de morir, Jesús ora al Padre implorando el perdón para sus perseguidores (cf. Lc 23, 34) y dice al malhechor que le pide que se acuerde de él en su reino: « Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso » (Lc 23, 43). 

Después de su muerte « se abrieron los sepulcros, y muchos cuerpos de santos difuntos resucitaron » (Mt 27, 52). La salvación realizada por Jesús es don de vida y de resurrección.

A lo largo de su existencia, Jesús había dado también la salvación sanando y haciendo el bien a todos (cf. Hch 10, 38). Pero los milagros, las curaciones y las mismas resurrecciones eran signo de otra salvación, consistente en el perdón de los pecados, es decir, en liberar al hombre de su enfermedad más profunda, elevándolo a la vida misma de Dios.

En la Cruz se renueva y realiza en su plena y definitiva perfección el prodigio de la serpiente levantada por Moisés en el desierto (cf. Jn 3, 14-15; Nm 21, 8-9). También hoy, dirigiendo la mirada a Aquél que atravesaron, todo hombre amenazado en su existencia encuentra la esperanza segura de liberación y redención.

51. Existe todavía otro hecho concreto que llama mi atención y me hace meditar con emoción: « Cuando tomó Jesús el vinagre, dijo: "Todo está cumplido". E inclinando la cabeza entregó el espíritu ». (Jn 19, 30). Y el soldado romano « le atravesó el costado con una lanza y al instante salió sangre y agua » (Jn 19, 34).

Todo ha alcanzado ya su pleno cumplimiento. La « entrega del espíritu » presenta la muerte de Jesús semejante a la de cualquier otro ser humano, pero parece aludir también al « don del Espíritu », con el que nos rescata de la muerte y nos abre a una vida nueva.

El hombre participa de la misma vida de Dios. Es la vida que, mediante los sacramentos de la Iglesia —de los que son símbolo la sangre y el agua manados del costado de Cristo—, se comunica continuamente a los hijos de Dios, constituidos así como pueblo de la nueva alianza. De la Cruz, fuente de vida, nace y se propaga el « pueblo de la vida ».

La contemplación de la Cruz nos lleva, de este modo, a las raíces más profundas de cuanto ha sucedido. Jesús, que entrando en el mundo había dicho: « He aquí que vengo, Señor, a hacer tu voluntad » (cf. Hb 10, 9), se hizo en todo obediente al Padre y, « habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo » (Jn 13, 1), se entregó a sí mismo por ellos.

El, que no había « venido a ser servido, sino a servir y a dar su vida como rescate por muchos » (Mc 10, 45), alcanza en la Cruz la plenitud del amor. « Nadie tiene mayor amor, que el que da su vida por sus amigos » (Jn 15, 13). Y El murió por nosotros siendo todavía nosotros pecadores (cf. Rm 5, 8).De este modo proclama que la vida encuentra su centro, su sentido y su plenitud cuando se entrega.

En este punto la meditación se hace alabanza y agradecimiento y, al mismo tiempo, nos invita a imitar a Jesús y a seguir sus huellas (cf. 1 P 2, 21).
También nosotros estamos llamados a dar nuestra vida por los hermanos, realizando de este modo en plenitud de verdad el sentido y el destino de nuestra existencia.

Lo podremos hacer porque Tú, Señor, nos has dado ejemplo y nos has comunicado la fuerza de tu Espíritu. Lo podremos hacer si cada día, contigo y como Tú, somos obedientes al Padre y cumplimos su voluntad.

Por ello, concédenos escuchar con corazón dócil y generoso toda palabra que sale de la boca de Dios. Así aprenderemos no sólo a « no matar » la vida del hombre, sino a venerarla, amarla y promoverla.


Notas a pie de página:

37. S. Ignacio de Antioquía, Carta a los Efesios, 7, 2; Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, II, 82.

jueves, 1 de febrero de 2018

TEMA 168. EVANGELIUM VITAE. CAPÍTULO II-3. HE VENIDO PARA QUE TENGAN VIDA.MENSAJE CRISTIANO SOBRE LA VIDA

« Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla » (Gn 1, 28): responsabilidades del hombre ante la vida

42. Defender y promover, respetar y amar la vida es una tarea que Dios confía a cada hombre, llamándolo, como imagen palpitante suya, a participar de la soberanía que El tiene sobre el mundo: « Y Dios los bendijo, y les dijo Dios: "Sed fecundos y multiplicaos, y henchid la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves de los cielos y en todo animal que serpea sobre la tierra" » (Gn 1, 28).

El texto bíblico evidencia la amplitud y profundidad de la soberanía que Dios da al hombre. Se trata, sobre todo, del dominio sobre la tierra y sobre cada ser vivo, como recuerda el libro de la Sabiduría: « Dios de los Padres, Señor de la misericordia... con tu Sabiduría formaste al hombre para que dominase sobre los seres por ti creados, y administrase el mundo con santidad y justicia » (9, 1.2-3). 

También el Salmista exalta el dominio del hombre como signo de la gloria y del honor recibidos del Creador: « Le hiciste señor de las obras de tus manos, todo fue puesto por ti bajo sus pies: ovejas y bueyes, todos juntos, y aun las bestias del campo, y las aves del cielo, y los peces del mar, que surcan las sendas de las aguas » (Sal 8, 7-9).

El hombre, llamado a cultivar y custodiar el jardín del mundo (cf. Gn 2, 15), tiene una responsabilidad específica sobre el ambiente de vida, o sea, sobre la creación que Dios puso al servicio de su dignidad personal, de su vida: respecto no sólo al presente, sino también a las generaciones futuras. 

Es la cuestión ecológica —desde la preservación del « habitat » natural de las diversas especies animales y formas de vida, hasta la « ecología humana » propiamente dicha28— que encuentra en la Biblia una luminosa y fuerte indicación ética para una solución respetuosa del gran bien de la vida, de toda vida. 

En realidad, « el dominio confiado al hombre por el Creador no es un poder absoluto, ni se puede hablar de libertad de "usar y abusar", o de disponer de las cosas como mejor parezca. La limitación impuesta por el mismo Creador desde el principio, y expresada simbólicamente con la prohibición de "comer del fruto del árbol" (cf. Gn 2, 16-17), muestra claramente que, ante la naturaleza visible, estamos sometidos a las leyes no sólo biológicas sino también morales, cuya transgresión no queda impune ».29


43. Una cierta participación del hombre en la soberanía de Dios se manifiesta también en la responsabilidad específica que le es confiada en relación con la vida propiamente humana. Es una responsabilidad que alcanza su vértice en el don de la vida mediante la procreación por parte del hombre y la mujer en el matrimonio, como nos recuerda el Concilio Vaticano II: « El mismo Dios, que dijo « no es bueno que el hombre esté solo » (Gn 2, 18) y que « hizo desde el principio al hombre, varón y mujer » (Mt 19, 4), queriendo comunicarle cierta participación especial en su propia obra creadora, bendijo al varón y a la mujer diciendo: « Creced y multiplicaos » (Gn 1, 28) ».30

Hablando de una « cierta participación especial » del hombre y de la mujer en la « obra creadora » de Dios, el Concilio quiere destacar cómo la generación de un hijo es un acontecimiento profundamente humano y altamente religioso, en cuanto implica a los cónyuges que forman « una sola carne » (Gn 2, 24) y también a Dios mismo que se hace presente. 

Como he escrito en la Carta a las Familias« cuando de la unión conyugal de los dos nace un nuevo hombre, éste trae consigo al mundo una particular imagen y semejanza de Dios mismo: en la biología de la generación está inscrita la genealogía de la persona. Al afirmar que los esposos, en cuanto padres, son colaboradores de Dios Creador en la concepción y generación de un nuevo ser humano, no nos referimos sólo al aspecto biológico; queremos subrayar más bien que en la paternidad y maternidad humanas Dios mismo está presente de un modo diverso de como lo está en cualquier otra generación "sobre la tierra". 

En efecto, solamente de Dios puede provenir aquella "imagen y semejanza", propia del ser humano, como sucedió en la creación. La generación es, por consiguiente, la continuación de la creación ».31

Esto lo enseña, con lenguaje inmediato y elocuente, el texto sagrado refiriendo la exclamación gozosa de la primera mujer, « la madre de todos los vivientes » (Gn 3, 20). Consciente de la intervención de Dios, Eva dice: « He adquirido un varón con el favor del Señor » (Gn 4, 1). 

Por tanto, en la procreación, al comunicar los padres la vida al hijo, se transmite la imagen y la semejanza de Dios mismo, por la creación del alma inmortal. 32 En este sentido se expresa el comienzo del « libro de la genealogía de Adán »: « El día en que Dios creó a Adán, le hizo a imagen de Dios. Los creó varón y hembra, los bendijo, y los llamó "Hombre" en el día de su creación. 

Tenía Adán ciento treinta años cuando engendró un hijo a su semejanza, según su imagen, a quien puso por nombre Set » (Gn 5, 1-3). Precisamente en esta función suya como colaboradores de Dios que transmiten su imagen a la nueva criatura, está la grandeza de los esposos dispuestos « a cooperar con el amor del Creador y Salvador, que por medio de ellos aumenta y enriquece su propia familia cada día más ».33 

En este sentido el obispo Anfiloquio exaltaba el « matrimonio santo, elegido y elevado por encima de todos los dones terrenos » como « generador de la humanidad, artífice de imágenes de Dios ».34

Así, el hombre y la mujer unidos en matrimonio son asociados a una obra divina: mediante el acto de la procreación, se acoge el don de Dios y se abre al futuro una nueva vida.

Sin embargo, más allá de la misión específica de los padres, el deber de acoger y servir la vida incumbe a todos y ha de manifestarse principalmente con la vida que se encuentra en condiciones de mayor debilidad. Es el mismo Cristo quien nos lo recuerda, pidiendo ser amado y servido en los hermanos probados por cualquier tipo de sufrimiento: hambrientos, sedientos, forasteros, desnudos, enfermos, encarcelados... Todo lo que se hace a uno de ellos se hace a Cristo mismo (cf. Mt 25, 31-46).


« Porque tú mis vísceras has formado » (Sal 139 138, 13): la dignidad del niño aún no nacido

44. La vida humana se encuentra en una situación muy precaria cuando viene al mundo y cuando sale del tiempo para llegar a la eternidad. Están muy presentes en la Palabra de Dios —sobre todo en relación con la existencia marcada por la enfermedad y la vejez— las exhortaciones al cuidado y al respeto. 

Si faltan llamadas directas y explícitas a salvaguardar la vida humana en sus orígenes, especialmente la vida aún no nacida, como también la que está cercana a su fin, ello se explica fácilmente por el hecho de que la sola posibilidad de ofender, agredir o, incluso, negar la vida en estas condiciones se sale del horizonte religioso y cultural del pueblo de Dios.

En el Antiguo Testamento la esterilidad es temida como una maldición, mientras que la prole numerosa es considerada como una bendición: « La herencia del Señor son los hijos, recompensa el fruto de las entrañas » (Sal 127 126, 3; cf. Sal 128 127, 3-4). Influye también en esta convicción la conciencia que tiene Israel de ser el pueblo de la Alianza, llamado a multiplicarse según la promesa hecha a Abraham: « Mira al cielo, y cuenta las estrellas, si puedes contarlas... así será tu descendencia » (Gn 5, 15). 

Pero es sobre todo palpable la certeza de que la vida transmitida por los padres tiene su origen en Dios, como atestiguan tantas páginas bíblicas que con respeto y amor hablan de la concepción, de la formación de la vida en el seno materno, del nacimiento y del estrecho vínculo que hay entre el momento inicial de la existencia y la acción del Dios Creador.
« Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes que nacieses, te tenía consagrado » (Jr 1, 5): la existencia de cada individuo, desde su origen, está en el designio divino. 

Job, desde lo profundo de su dolor, se detiene a contemplar la obra de Dios en la formación milagrosa de su cuerpo en el seno materno, encontrando en ello un motivo de confianza y manifestando la certeza de la existencia de un proyecto divino sobre su vida: « Tus manos me formaron, me plasmaron, ¡y luego, en arrebato, me quieres destruir! Recuerda que me hiciste como se amasa el barro, y que al polvo has de devolverme. ¿No me vertiste como leche y me cuajaste como queso? De piel y de carne me vestiste y me tejiste de huesos y de nervios. Luego con la vida me agraciaste y tu solicitud cuidó mi aliento » (10, 8-12). Acentos de reverente estupor ante la intervención de Dios sobre la vida en formación resuenan también en los Salmos. 35

¿Cómo se puede pensar que uno solo de los momentos de este maravilloso proceso de formación de la vida pueda ser sustraído de la sabia y amorosa acción del Creador y dejado a merced del arbitrio del hombre? Ciertamente no lo pensó así la madre de los siete hermanos, que profesó su fe en Dios, principio y garantía de la vida desde su concepción, y al mismo tiempo fundamento de la esperanza en la nueva vida más allá de la muerte: « Yo no sé cómo aparecisteis en mis entrañas, ni fui yo quien os regaló el espíritu y la vida, ni tampoco organicé yo los elementos de cada uno. Pues así el Creador del mundo, el que modeló al hombre en su nacimiento y proyectó el origen de todas las cosas, os devolverá el espíritu y la vida con misericordia, porque ahora no miráis por vosotros mismos a causa de sus leyes » (2 M 7, 22-23).


45. La revelación del Nuevo Testamento confirma el reconocimiento indiscutible del valor de la vida desde sus comienzos. La exaltación de la fecundidad y la espera diligente de la vida resuenan en las palabras con las que Isabel se alegra por su embarazo: « El Señor... se dignó quitar mi oprobio entre los hombres » (Lc 1, 25). El valor de la persona desde su concepción es celebrado más vivamente aún en el encuentro entre la Virgen María e Isabel, y entre los dos niños que llevan en su seno. 

Son precisamente ellos, los niños, quienes revelan la llegada de la era mesiánica: en su encuentro comienza a actuar la fuerza redentora de la presencia del Hijo de Dios entre los hombres. « Bien pronto —escribe san Ambrosio— se manifiestan los beneficios de la llegada de María y de la presencia del Señor... 

Isabel fue la primera en oír la voz, pero Juan fue el primero en experimentar la gracia, porque Isabel escuchó según las facultades de la naturaleza, pero Juan, en cambio, se alegró a causa del misterio. Isabel sintió la proximidad de María, Juan la del Señor; la mujer oyó la salutación de la mujer, el hijo sintió la presencia del Hijo; ellas proclaman la gracia, ellos, viviéndola interiormente, logran que sus madres se aprovechen de este don hasta tal punto que, con un doble milagro, ambas empiezan a profetizar por inspiración de sus propios hijos. 

El niño saltó de gozo y la madre fue llena del Espíritu Santo, pero no fue enriquecida la madre antes que el hijo, sino que, después que fue repleto el hijo, quedó también colmada la madre ».36

Notas a pie de página:

28. Cf. Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 38; AAS ( 1991), 840-841.

29. Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 34: AAS 80 ( 1988), 560.

30. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50.

31Carta a las Familias Gratissimam sane (2 febrero 1994), 9: AAS 86 ( 1994), 878; cf. Pío XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42 (1950), 574.

32. « Animas enim a Deo immediate creari catholica fides nos retinere iubet »: Pío XII, Carta enc. Humani generis (12 agosto 1950): AAS 42 ( 1950), 575.

33. Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 50; cf. Exhort, ap, Familiaris consortio(22 noviembre 1981 ), 28: AAS 74 (1982), 114.

34Homilías, II, 1; CCSG 3, 39.

35. Véanse, por ejemplo, los Salmos 22/21, 10-11; 71/70, 6; 139/138, 13-14.

36Expositio Evangelii secundum Lucam, II, 22-23: CCL 14, 40-41.