1. La alegría del Evangelio llena el
corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan
salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del
aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. En esta
Exhortación quiero dirigirme a los fieles cristianos para invitarlos a una
nueva etapa evangelizadora marcada por esa alegría, e indicar caminos para la
marcha de la Iglesia en los próximos años.
2. El gran riesgo del
mundo actual, con su múltiple y abrumadora oferta de consumo, es una tristeza
individualista que brota del corazón cómodo y avaro, de la búsqueda enfermiza
de placeres superficiales, de la conciencia aislada. Cuando la vida interior se
clausura en los propios intereses, ya no hay espacio para los demás, ya no
entran los pobres, ya no se escucha la voz de Dios, ya no se goza la dulce
alegría de su amor, ya no palpita el entusiasmo por hacer el bien. Los
creyentes también corren ese riesgo, cierto y permanente. Muchos caen en él y se
convierten en seres resentidos, quejosos, sin vida. Ésa no es la opción de una
vida digna y plena, ése no es el deseo de Dios para nosotros, ésa no es la vida
en el Espíritu que brota del corazón de Cristo resucitado.
3. Invito a cada
cristiano, en cualquier lugar y situación en que se encuentre, a renovar ahora
mismo su encuentro personal con Jesucristo o, al menos, a tomar la decisión de
dejarse encontrar por Él, de intentarlo cada día sin descanso. No hay razón
para que alguien piense que esta invitación no es para él, porque «nadie queda
excluido de la alegría reportada por el Señor»[1]. Al que arriesga, el Señor no lo
defrauda, y cuando alguien da un pequeño paso hacia Jesús, descubre que Él ya
esperaba su llegada con los brazos abiertos. Éste es el momento para decirle a
Jesucristo: «Señor, me he dejado engañar, de mil maneras escapé de tu amor,
pero aquí estoy otra vez para renovar mi alianza contigo. Te necesito.
Rescátame de nuevo, Señor, acéptame una vez más entre tus brazos redentores».
¡Nos hace tanto bien volver a Él cuando nos hemos perdido! Insisto una vez más:
Dios no se cansa nunca de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de
acudir a su misericordia.
Aquel que nos invitó a perdonar «setenta veces siete»
(Mt 18,22) nos da ejemplo: Él perdona setenta veces siete. Nos
vuelve a cargar sobre sus hombros una y otra vez. Nadie podrá quitarnos la
dignidad que nos otorga este amor infinito e inquebrantable. Él nos permite
levantar la cabeza y volver a empezar, con una ternura que nunca nos
desilusiona y que siempre puede devolvernos la alegría. No huyamos de la
resurrección de Jesús, nunca nos declaremos muertos, pase lo que pase. ¡Que
nada pueda más que su vida que nos lanza hacia adelante!
4. Los libros del
Antiguo Testamento habían preanunciado la alegría de la salvación, que se
volvería desbordante en los tiempos mesiánicos. El profeta Isaías se dirige al
Mesías esperado saludándolo con regocijo: «Tú multiplicaste la alegría,
acrecentaste el gozo» (9,2). Y anima a los habitantes de Sión a recibirlo entre
cantos: «¡Dad gritos de gozo y de júbilo!» (12,6). A quien ya lo ha visto en el
horizonte, el profeta lo invita a convertirse en mensajero para los demás:
«Súbete a un alto monte, alegre mensajero para Sión; clama con voz poderosa,
alegre mensajero para Jerusalén» (40,9). La creación entera participa de esta
alegría de la salvación: «¡Aclamad, cielos, y exulta, tierra! ¡Prorrumpid,
montes, en cantos de alegría! Porque el Señor ha consolado a su pueblo, y de
sus pobres se ha compadecido» (49,13).
Zacarías, viendo el
día del Señor, invita a dar vítores al Rey que llega «pobre y montado en un
borrico»: «¡Exulta sin freno, Sión, grita de alegría, Jerusalén, que viene a ti
tu Rey, justo y victorioso!» (9,9).
Pero quizás la
invitación más contagiosa sea la del profeta Sofonías, quien nos muestra al
mismo Dios como un centro luminoso de fiesta y de alegría que quiere comunicar
a su pueblo ese gozo salvífico. Me llena de vida releer este texto: «Tu Dios
está en medio de ti, poderoso salvador. Él exulta de gozo por ti, te renueva
con su amor, y baila por ti con gritos de júbilo» (3,17).
Es la alegría que se
vive en medio de las pequeñas cosas de la vida cotidiana, como respuesta a la
afectuosa invitación de nuestro Padre Dios: «Hijo, en la medida de tus
posibilidades trátate bien […] No te prives de pasar un buen día» (Si 14,11.14).
¡Cuánta ternura paterna se intuye detrás de estas palabras!
5. El Evangelio,
donde deslumbra gloriosa la Cruz de Cristo, invita insistentemente a la
alegría. Bastan algunos ejemplos: «Alégrate» es el saludo del ángel a María (Lc 1,28).
La visita de María a Isabel hace que Juan salte de alegría en el seno de su
madre (cf. Lc 1,41). En su canto María proclama: «Mi espíritu
se estremece de alegría en Dios, mi salvador» (Lc 1,47). Cuando
Jesús comienza su ministerio, Juan exclama: «Ésta es mi alegría, que ha llegado
a su plenitud» (Jn 3,29). Jesús mismo «se llenó de alegría en el
Espíritu Santo» (Lc 10,21).
Su mensaje es fuente de gozo: «Os he
dicho estas cosas para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría sea
plena» (Jn 15,11). Nuestra alegría cristiana bebe de la fuente de
su corazón rebosante. Él promete a los discípulos: «Estaréis tristes, pero
vuestra tristeza se convertirá en alegría» (Jn 16,20). E insiste:
«Volveré a veros y se alegrará vuestro corazón, y nadie os podrá quitar vuestra
alegría» (Jn 16,22). Después ellos, al verlo resucitado, «se
alegraron» (Jn 20,20). El libro de los Hechos de los Apóstoles
cuenta que en la primera comunidad «tomaban el alimento con alegría» (2,46).
Por donde los discípulos pasaban, había «una gran alegría» (8,8), y ellos, en
medio de la persecución, «se llenaban de gozo» (13,52). Un eunuco, apenas
bautizado, «siguió gozoso su camino» (8,39), y el carcelero «se alegró con toda
su familia por haber creído en Dios» (16,34). ¿Por qué no entrar también
nosotros en ese río de alegría?
6. Hay cristianos
cuya opción parece ser la de una Cuaresma sin Pascua. Pero reconozco que la
alegría no se vive del mismo modo en todas las etapas y circunstancias de la
vida, a veces muy duras. Se adapta y se transforma, y siempre permanece al menos
como un brote de luz que nace de la certeza personal de ser infinitamente
amado, más allá de todo. Comprendo a las personas que tienden a la tristeza por
las graves dificultades que tienen que sufrir, pero poco a poco hay que
permitir que la alegría de la fe comience a despertarse, como una secreta pero
firme confianza, aun en medio de las peores angustias: «Me encuentro lejos de
la paz, he olvidado la dicha […] Pero algo traigo a la memoria, algo que me
hace esperar. Que el amor del Señor no se ha acabado, no se ha agotado su
ternura. Mañana tras mañana se renuevan. ¡Grande es su fidelidad! […] Bueno es
esperar en silencio la salvación del Señor» (Lm 3,17.21-23.26).
7. La tentación
aparece frecuentemente bajo forma de excusas y reclamos, como si debieran darse
innumerables condiciones para que sea posible la alegría. Esto suele suceder
porque «la sociedad tecnológica ha logrado multiplicar las ocasiones de placer,
pero encuentra muy difícil engendrar la alegría»[2]. Puedo decir que los gozos más bellos y
espontáneos que he visto en mis años de vida son los de personas muy pobres que
tienen poco a qué aferrarse. También recuerdo la genuina alegría de aquellos
que, aun en medio de grandes compromisos profesionales, han sabido conservar un
corazón creyente, desprendido y sencillo.
De maneras variadas, esas alegrías
beben en la fuente del amor siempre más grande de Dios que se nos manifestó en
Jesucristo. No me cansaré de repetir aquellas palabras de Benedicto XVI que nos
llevan al centro del Evangelio: «No se comienza a ser cristiano por una
decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento,
con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una
orientación decisiva»[3].
8. Sólo gracias a ese
encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz
amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada y de la
autorreferencialidad. Llegamos a ser plenamente humanos cuando somos más que
humanos, cuando le permitimos a Dios que nos lleve más allá de nosotros mismos
para alcanzar nuestro ser más verdadero. Allí está el manantial de la acción
evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el
sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?
9. El bien siempre
tiende a comunicarse. Toda experiencia auténtica de verdad y de belleza busca
por sí misma su expansión, y cualquier persona que viva una profunda liberación
adquiere mayor sensibilidad ante las necesidades de los demás. Comunicándolo,
el bien se arraiga y se desarrolla. Por eso, quien quiera vivir con dignidad y
plenitud no tiene otro camino más que reconocer al otro y buscar su bien. No
deberían asombrarnos entonces algunas expresiones de san Pablo: «El amor de
Cristo nos apremia» (2 Co 5,14); «¡Ay de mí si no anunciara el
Evangelio!» (1 Co 9,16).
10. La propuesta es
vivir en un nivel superior, pero no con menor intensidad: «La vida se
acrecienta dándola y se debilita en el aislamiento y la comodidad. De hecho,
los que más disfrutan de la vida son los que dejan la seguridad de la orilla y
se apasionan en la misión de comunicar vida a los demás»[4]. Cuando la Iglesia convoca a la tarea
evangelizadora, no hace más que indicar a los cristianos el verdadero dinamismo
de la realización personal: «Aquí descubrimos otra ley profunda de la realidad:
que la vida se alcanza y madura a medida que se la entrega para dar vida a los
otros. Eso es en definitiva la misión»[5].
Por consiguiente, un evangelizador no
debería tener permanentemente cara de funeral. Recobremos y acrecentemos el
fervor, «la dulce y confortadora alegría de evangelizar, incluso cuando hay que
sembrar entre lágrimas […] Y ojalá el mundo actual —que busca a veces con
angustia, a veces con esperanza— pueda así recibir la Buena Nueva, no a través
de evangelizadores tristes y desalentados, impacientes o ansiosos, sino a
través de ministros del Evangelio, cuya vida irradia el fervor de quienes han
recibido, ante todo en sí mismos, la alegría de Cristo»[6].
11. Un anuncio
renovado ofrece a los creyentes, también a los tibios o no practicantes, una
nueva alegría en la fe y una fecundidad evangelizadora. En realidad, su centro
y esencia es siempre el mismo: el Dios que manifestó su amor inmenso en Cristo
muerto y resucitado. Él hace a sus fieles siempre nuevos; aunque sean ancianos,
«les renovará el vigor, subirán con alas como de águila, correrán sin fatigarse
y andarán sin cansarse» (Is 40,31). Cristo es el «Evangelio eterno»
(Ap 14,6), y es «el mismo ayer y hoy y para siempre» (Hb 13,8),
pero su riqueza y su hermosura son inagotables. Él es siempre joven y fuente
constante de novedad. La Iglesia no deja de asombrarse por «la profundidad de
la riqueza, de la sabiduría y del conocimiento de Dios» (Rm 11,33).
Decía san Juan de la Cruz: «Esta espesura de sabiduría y ciencia de Dios es tan
profunda e inmensa, que, aunque más el alma sepa de ella, siempre puede entrar
más adentro»[7]. O bien, como afirmaba san Ireneo:
«[Cristo], en su venida, ha traído consigo toda novedad»[8].
Él siempre puede, con su novedad,
renovar nuestra vida y nuestra comunidad y, aunque atraviese épocas oscuras y
debilidades eclesiales, la propuesta cristiana nunca envejece. Jesucristo
también puede romper los esquemas aburridos en los cuales pretendemos
encerrarlo y nos sorprende con su constante creatividad divina. Cada vez que
intentamos volver a la fuente y recuperar la frescura original del Evangelio,
brotan nuevos caminos, métodos creativos, otras formas de expresión, signos más
elocuentes, palabras cargadas de renovado significado para el mundo actual. En
realidad, toda auténtica acción evangelizadora es siempre «nueva».
12. Si bien esta
misión nos reclama una entrega generosa, sería un error entenderla como una
heroica tarea personal, ya que la obra es ante todo de Él, más allá de lo que
podamos descubrir y entender. Jesús es «el primero y el más grande
evangelizador»[9]. En cualquier forma de evangelización el
primado es siempre de Dios, que quiso llamarnos a colaborar con Él e
impulsarnos con la fuerza de su Espíritu. La verdadera novedad es la que Dios
mismo misteriosamente quiere producir, la que Él inspira, la que Él provoca, la
que Él orienta y acompaña de mil maneras.
En toda la vida de la Iglesia debe
manifestarse siempre que la iniciativa es de Dios, que «Él nos amó primero» (1
Jn 4,19) y que «es Dios quien hace crecer» (1 Co 3,7).
Esta convicción nos permite conservar la alegría en medio de una tarea tan
exigente y desafiante que toma nuestra vida por entero. Nos pide todo, pero al
mismo tiempo nos ofrece todo.
13. Tampoco
deberíamos entender la novedad de esta misión como un desarraigo, como un
olvido de la historia viva que nos acoge y nos lanza hacia adelante. La memoria
es una dimensión de nuestra fe que podríamos llamar «deuteronómica», en
analogía con la memoria de Israel. Jesús nos deja la Eucaristía como memoria
cotidiana de la Iglesia, que nos introduce cada vez más en la Pascua (cf. Lc 22,19).
La alegría evangelizadora siempre brilla sobre el trasfondo de la memoria
agradecida: es una gracia que necesitamos pedir. Los Apóstoles jamás olvidaron
el momento en que Jesús les tocó el corazón: «Era alrededor de las cuatro de la
tarde» (Jn 1,39). Junto con Jesús, la memoria nos hace presente
«una verdadera nube de testigos» (Hb12,1). Entre ellos, se destacan
algunas personas que incidieron de manera especial para hacer brotar nuestro
gozo creyente: «Acordaos de aquellos dirigentes que os anunciaron la Palabra de
Dios» (Hb 13,7). A veces se trata de personas sencillas y cercanas
que nos iniciaron en la vida de la fe: «Tengo presente la sinceridad de tu fe,
esa fe que tuvieron tu abuela Loide y tu madre Eunice» (2 Tm 1,5).
El creyente es fundamentalmente «memorioso».
14. En la escucha del
Espíritu, que nos ayuda a reconocer comunitariamente los signos de los tiempos,
del 7 al 28 de octubre de 2012 se celebró la XIII Asamblea General Ordinaria
del Sínodo de los Obispos sobre el tema La nueva evangelización para la
transmisión de la fe cristiana. Allí se recordó que la nueva evangelización
convoca a todos y se realiza fundamentalmente en tres ámbitos[10].
En primer lugar, mencionemos el ámbito
de la pastoral ordinaria, «animada por el fuego del Espíritu, para
encender los corazones de los fieles que regularmente frecuentan la comunidad y
que se reúnen en el día del Señor para nutrirse de su Palabra y del Pan de vida
eterna»[11]. También se incluyen en este ámbito los
fieles que conservan una fe católica intensa y sincera, expresándola de
diversas maneras, aunque no participen frecuentemente del culto. Esta pastoral
se orienta al crecimiento de los creyentes, de manera que respondan cada vez
mejor y con toda su vida al amor de Dios.
En segundo lugar,
recordemos el ámbito de «las personas bautizadas que no viven
las exigencias del Bautismo»[12], no tienen una pertenencia cordial a la
Iglesia y ya no experimentan el consuelo de la fe. La Iglesia, como madre
siempre atenta, se empeña para que vivan una conversión que les devuelva la
alegría de la fe y el deseo de comprometerse con el Evangelio.
Finalmente,
remarquemos que la evangelización está esencialmente conectada con la
proclamación del Evangelio a quienes no conocen a Jesucristo o siempre
lo han rechazado. Muchos de ellos buscan a Dios secretamente, movidos por
la nostalgia de su rostro, aun en países de antigua tradición cristiana. Todos
tienen el derecho de recibir el Evangelio. Los cristianos tienen el deber de
anunciarlo sin excluir a nadie, no como quien impone una nueva obligación, sino
como quien comparte una alegría, señala un horizonte bello, ofrece un banquete
deseable. La Iglesia no crece por proselitismo sino «por atracción»[13].
15. Juan Pablo II nos
invitó a reconocer que «es necesario mantener viva la solicitud por el anuncio»
a los que están alejados de Cristo, «porque ésta es la tarea primordial de
la Iglesia»[14]. La actividad misionera «representa aún
hoy día el mayor desafío para la Iglesia»[15] y «la causa misionera debe
ser la primera»[16]. ¿Qué sucedería si nos tomáramos
realmente en serio esas palabras? Simplemente reconoceríamos que la salida
misionera es el paradigma de toda obra de la Iglesia.
En esta
línea, los Obispos latinoamericanos afirmaron que ya «no podemos quedarnos
tranquilos en espera pasiva en nuestros templos»[17] y que hace falta pasar «de una
pastoral de mera conservación a una pastoral decididamente misionera»[18]. Esta tarea sigue siendo la fuente de
las mayores alegrías para la Iglesia: «Habrá más gozo en el cielo por un solo
pecador que se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan
convertirse» (Lc 15,7).
16. Acepté con gusto
el pedido de los Padres sinodales de redactar esta Exhortación[19]. Al hacerlo, recojo la riqueza de los
trabajos del Sínodo. También he consultado a diversas personas, y procuro
además expresar las preocupaciones que me mueven en este momento concreto de la
obra evangelizadora de la Iglesia.
Son innumerables los temas relacionados con
la evangelización en el mundo actual que podrían desarrollarse aquí. Pero he renunciado
a tratar detenidamente esas múltiples cuestiones que deben ser objeto de
estudio y cuidadosa profundización. Tampoco creo que deba esperarse del
magisterio papal una palabra definitiva o completa sobre todas las cuestiones
que afectan a la Iglesia y al mundo.
No es conveniente que el Papa reemplace a
los episcopados locales en el discernimiento de todas las problemáticas que se
plantean en sus territorios. En este sentido, percibo la necesidad de avanzar
en una saludable «descentralización».
17. Aquí he optado
por proponer algunas líneas que puedan alentar y orientar en toda la Iglesia
una nueva etapa evangelizadora, llena de fervor y dinamismo. Dentro de ese
marco, y en base a la doctrina de la Constitución dogmática Lumen gentium, decidí,
entre otros temas, detenerme largamente en las siguientes cuestiones:
a) La reforma de la Iglesia en salida misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
b) Las tentaciones de los agentes pastorales.
c) La Iglesia entendida como la totalidad del Pueblo de Dios que evangeliza.
d) La homilía y su preparación.
e) La inclusión social de los pobres.
f) La paz y el diálogo social.
g) Las motivaciones espirituales para la tarea misionera.
18. Me extendí en
esos temas con un desarrollo que quizá podrá pareceros excesivo. Pero no lo
hice con la intención de ofrecer un tratado, sino sólo para mostrar la
importante incidencia práctica de esos asuntos en la tarea actual de la Iglesia.
Todos ellos ayudan a perfilar un determinado estilo evangelizador que invito a
asumir en cualquier actividad que se realice. Y así, de esta
manera, podamos acoger, en medio de nuestro compromiso diario, la exhortación
de la Palabra de Dios: «Alegraos siempre en el Señor. Os lo repito, ¡alegraos!»
(Flp 4,4).