Los ministerios que derivan del Orden (22)
Los ministerios que derivan del Orden (23)
Los carismas (24)
Los ministerios que derivan del Orden
22. En la Iglesia encontramos, en primer lugar, los ministerios ordenados; es decir, los ministerios que derivan del sacramento del Orden. En efecto, el Señor Jesús escogió y constituyó los Apóstoles —germen del Pueblo de la nueva Alianza y origen de la sagrada Jerarquía[65]— con el mandato de convertir en discípulos todas las naciones (cf. Mt 28, 19), de formar y de regir el pueblo sacerdotal.
La misión de los Apóstoles, que
el Señor Jesús continúa confiando a los pastores de su pueblo, es un verdadero
servicio, llamado significativamente «diakonia» en la Sagrada
Escritura; esto es, servicio, ministerio. Los ministros —en la ininterrumpida
sucesión apostólica— reciben de Cristo Resucitado el carisma del Espíritu
Santo, mediante el sacramento del Orden; reciben así la autoridad y el poder
sacro para servir a la Iglesia «in persona Christi capitis» (personificando
a Cristo Cabeza)[66],
y para congregarla en el Espíritu Santo por medio del Evangelio y de los
Sacramentos.
Los ministerios ordenados —antes que para las personas que los reciben— son
una gracia para la Iglesia entera. Expresan y llevan a cabo una participación
en el sacerdocio de Jesucristo que es distinta, non sólo por grado sino por
esencia, de la participación otorgada con el Bautismo y con la Confirmación a
todos los fieles. Por otra parte, el sacerdocio ministerial, como ha recordado
el Concilio Vaticano II, está esencialmente finalizado al sacerdocio real de
todos los fieles y a éste ordenado[67].
Por esto, para asegurar y acrecentar la comunión en la Iglesia, y concretamente
en el ámbito de los distintos y complementarios ministerios, los pastores deben
reconocer que su ministerio está radicalmente ordenado al servicio de todo el
Pueblo de Dios (cf. Hb 5, 1); y los fieles laicos han de
reconocer, a su vez, que el sacerdocio ministerial es enteramente necesario
para su vida y para su participación en la misión de la Iglesia[68].
Ministerios, oficios y funciones de los laicos
23. La misión salvífica de la Iglesia en el mundo es llevada a cabo no sólo
por los ministros en virtud del sacramento del Orden, sino también por todos
los fieles laicos. En efecto, éstos, en virtud de su condición bautismal y de
su específica vocación, participan en el oficio sacerdotal, profético y real de
Jesucristo, cada uno en su propia medida.
Los pastores, por tanto, han de reconocer y promover los ministerios,
oficios y funciones de los fieles laicos, que tienen su fundamento
sacramental en el Bautismo y en la Confirmación, y para muchos de
ellos, además en el Matrimonio.
Después, cuando la necesidad o la utilidad de la Iglesia lo exija, los pastores —según las normas establecidas por el derecho universal— pueden confiar a los fieles laicos algunas tareas que, si bien están conectadas a su propio ministerio de pastores, no exigen, sin embargo, el carácter del Orden.
El Código de Derecho Canónico escribe: «Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho»[69]. Sin embargo, el ejercicio de estas tareas no hace del fiel laico un pastor. En realidad, no es la tarea lo que constituye el ministerio, sino la ordenación sacramental.
Sólo el sacramento del Orden atribuye al ministerio ordenado una peculiar participación en el oficio de Cristo Cabeza y Pastor y en su sacerdocio eterno[70]. La tarea realizada en calidad de suplente tiene su legitimación —formal e inmediatamente— en el encargo oficial hecho por los pastores, y depende, en su concreto ejercicio, de la dirección de la autoridad eclesiástica [71].
La reciente Asamblea sinodal ha trazado un amplio y significativo panorama
de la situación eclesial acerca de los ministerios, los oficios y las funciones
de los bautizados. Los Padres han apreciado vivamente la aportación apostólica
de los fieles laicos, hombres y mujeres, en favor de la evangelización, de la
santificación y de la animación cristiana de las realidades temporales, como
también su generosa disponibilidad a la suplencia en situaciones de emergencia
y de necesidad crónica[72].
Como consecuencia de la renovación litúrgica promovida por el Concilio, los
mismos fieles laicos han tomado una más viva conciencia de las tareas que les
corresponden en la asamblea litúrgica y en su preparación, y se han manifestado
ampliamente dispuestos a desempeñarlas. En efecto, la celebración litúrgica es
una acción sacra no sólo del clero, sino de toda la asamblea. Por tanto, es
natural que las tareas no propias de los ministros ordenados sean desempeñadas
por los fieles laicos[73].
Después, ha sido espontáneo el paso de una efectiva implicación de los fieles
laicos en la acción litúrgica a aquélla en el anuncio de la Palabra de Dios y
en la cura pastoral[74].
En la misma Asamblea sinodal no han faltado, sin embargo, junto a los
positivos, otros juicios críticos sobre el uso indiscriminado del término
«ministerio», la confusión y tal vez la igualación entre el sacerdocio común y
el sacerdocio ministerial, la escasa observancia de ciertas leyes y normas
eclesiásticas, la interpretación arbitraria del concepto de «suplencia», la
tendencia a la «clericalización» de los fieles laicos y el riesgo de crear de
hecho una estructura eclesial de servicio paralela a la fundada en el sacramento
del Orden.
Precisamente para superar estos peligros, los Padres sinodales han
insistido en la necesidad de que se expresen con claridad —sirviéndose también
de una terminología más precisa—[75],
tanto la unidad de misión de la Iglesia, en la que participan
todos los bautizados, como la sustancial diversidad del
ministerio de los pastores, que tiene su raíz en el sacramento del
Orden, respecto de los otros ministerios, oficios y funciones eclesiales, que
tienen su raíz en los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.
Es necesario pues, en primer lugar, que los pastores, al reconocer y al
conferir a los fieles laicos los varios ministerios, oficios y funciones,
pongan el máximo cuidado en instruirles acerca de la raíz bautismal de estas
tareas. Es necesario también que los pastores estén vigilantes para que se
evite un fácil y abusivo recurso a presuntas «situaciones de emergencia» o de
«necesaria suplencia», allí donde no se dan objetivamente o donde es posible
remediarlo con una programación pastoral más racional.
Los diversos ministerios, oficios y funciones que los fieles laicos pueden desempeñar legítimamente en la liturgia, en la transmisión de la fe y en las estructuras pastorales de la Iglesia, deberán ser ejercitados en conformidad con su específica vocación laical, distinta de aquélla de los sagrados ministros.
En este sentido, la exhortación Evangelii nuntiandi, que tanta y tan beneficiosa parte ha tenido en el estimular la diversificada colaboración de los fieles laicos en la vida y en la misión evangelizadora de la Iglesia, recuerda que «el campo propio de su actividad evangelizadora es el dilatado y complejo mundo de la política, de la realidad social, de la economía; así como también de la cultura, de las ciencias y de las artes, de la vida internacional, de los órganos de comunicación social; y también de otras realidades particularmente abiertas a la evangelización, como el amor, la familia, la educación de los niños y de los adolescentes, el trabajo profesional, el sufrimiento.
Cuantos más laicos haya
compenetrados con el espíritu evangélico, responsables de estas realidades y
explícitamente comprometidos en ellas, competentes en su promoción y
conscientes de tener que desarrollar toda su capacidad cristiana, a menudo
ocultada y sofocada, tanto más se encontrarán estas realidades al servicio del
Reino de Dios —y por tanto de la salvación en Jesucristo—, sin perder ni
sacrificar nada de su coeficiente humano, sino manifestando una dimensión
trascendente a menudo desconocida»[76].
Durante los trabajos del Sínodo, los Padres han prestado no poca atención
al Lectorado y al Acolitado. Mientras en el
pasado existían en la Iglesia Latina sólo como etapas espirituales del
itinerario hacia los ministerios ordenados, con el Motu proprio de Pablo
VI Ministeria quaedam (15 Agosto 1972) han recibido una
autonomía y estabilidad propias, como también una posible destinación a los
mismos fieles laicos, si bien sólo a los varones. En el mismo sentido se ha
expresado el nuevo Código de Derecho Canónico[77].
Los Padres sinodales han manifestado ahora el deseo de que «el Motu proprio
"Ministeria quaedam" sea revisado, teniendo en cuenta el
uso de las Iglesias locales e indicando, sobre todo, los criterios según los
cuales han de ser elegidos los destinatarios de cada ministerio»[78].
A tal fin ha sido constituida expresamente una Comisión, no sólo para
responder a este deseo manifestado por los Padres sinodales, sino también, y
sobre todo, para estudiar en profundidad los diversos problemas teológicos,
litúrgicos, jurídicos y pastorales surgidos a partir del gran florecimiento
actual de los ministerios confiados a los fieles laicos.
Para que la praxis eclesial de estos ministerios confiados a los fieles
laicos resulte ordenada y fructuosa, en tanto la Comisión concluye su estudio,
deberán ser fielmente respetados por todas las Iglesias particulares los
principios teológicos arriba recordados, en particular la diferencia esencial
entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común y, por consiguiente, la
diferencia entre los ministerios derivantes del Orden y los ministerios que
derivan de los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación.
Los carismas
24. El Espíritu Santo no sólo confía diversos ministerios a la
Iglesia-Comunión, sino que también la enriquece con otros dones e impulsos
particulares, llamados carismas. Estos pueden asumir las más
diversas formas, sea en cuanto expresiones de la absoluta libertad del Espíritu
que los dona, sea como respuesta a las múltiples exigencias de la historia de
la Iglesia. La descripción y clasificación que los textos neotestamentarios
hacen de estos dones, es una muestra de su gran variedad: «A cada cual se le
otorga la manifestación del Espíritu para la utilidad común. Porque a uno le es
dada por el Espíritu palabra de sabiduría; a otro, palabra de ciencia por medio
del mismo Espíritu; a otro, fe, en el mismo Espíritu; a otro, carisma de
curaciones, en el único Espíritu; a otro, poder de milagros; a otro, el don de
profecía; a otro, el don de discernir los espíritus; a otro, diversidad de
lenguas; a otro, finalmente, el don de interpretarlas» (1 Co 12,
7-10; cf. 1 Co 12, 4-6.28-31; Rm 12, 6-8; 1
P 4, 10-11).
Sean extraordinarios, sean simples y sencillos, los carismas son
siempre gracias del Espíritu Santo que tienen, directa o
indirectamente, una utilidad eclesial, ya que están ordenados
a la edificación de la Iglesia, al bien de los hombres y a las necesidades del
mundo.
Incluso en nuestros días, no falta el florecimiento de diversos carismas
entre los fieles laicos, hombres y mujeres. Los carismas se conceden a la
persona concreta; pero pueden ser participados también por otros y, de este
modo, se continúan en el tiempo como viva y preciosa herencia, que genera una
particular afinidad espiritual entre las personas. Refiriéndose precisamente al
apostolado de los laicos, el Concilio Vaticano II escribe: «Para el ejercicio
de este apostolado el Espíritu Santo, que obra la santificación del Pueblo de
Dios por medio del ministerio y de los sacramentos, otorga también a los fieles
dones particulares (cf. 1 Co 12, 7), "distribuyendo a
cada uno según quiere" (cf. 1 Co 12, 11), para que
"poniendo cada uno la gracia recibida al servicio de los demás", contribuyan
también ellos "como buenos dispensadores de la multiforme gracia recibida
de Dios" (1 P 4, 10), a la edificación de todo el cuerpo en la
caridad (cf. Ef 4,16)»[79].
Los dones del Espíritu Santo exigen —según la lógica de la originaria
donación de la que proceden— que cuantos los han recibido, los ejerzan para el
crecimiento de toda la Iglesia, como lo recuerda el Concilio[80].
Los carismas han de ser acogidos con gratitud, tanto por
parte de quien los recibe, como por parte de todos en la Iglesia. Son, en
efecto, una singular riqueza de gracia para la vitalidad apostólica y para la
santidad del entero Cuerpo de Cristo, con tal que sean dones que verdaderamente
provengan del Espíritu, y sean ejercidos en plena conformidad con los
auténticos impulsos del Espíritu. En este sentido siempre es necesario el
discernimiento de los carismas. En realidad, como han dicho los Padres
sinodales, «la acción del Espíritu Santo, que sopla donde quiere, no siempre es
fácil de reconocer y de acoger. Sabemos que Dios actúa en todos los fieles
cristianos y somos conscientes de los beneficios que provienen de los carismas,
tanto para los individuos como para toda la comunidad cristiana. Sin embargo,
somos también conscientes de la potencia del pecado y de sus esfuerzos
tendientes a turbar y confundir la vida de los fieles y de la comunidad»[81].
Por tanto, ningún carisma dispensa de la relación y sumisión a los Pastores
de la Iglesia. El Concilio dice claramente: «El juicio sobre su
autenticidad (de los carismas) y sobre su ordenado ejercicio pertenece a
aquellos que presiden en la Iglesia, a quienes especialmente corresponde no
extinguir el Espíritu, sino examinarlo todo y retener lo que es bueno
(cf. 1 Ts 5, 12.19-21)»[82],
con el fin de que todos los carismas cooperen, en su diversidad y
complementariedad, al bien común[83].
Notas a pie de página:
[64] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 4.
[65] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre la actividad misionera de la
Iglesia Ad gentes, 5.
[66] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum ordinis, 2. Cf Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm.
sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.
[67] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 10.
[68] Cf. Juan Pablo II, Carta a todos los sacerdotes de la Iglesia con ocasión
del Jueves Santo (9 Abril 1979), 3-4: Insegnamenti, II, 1 (1979) 844-847.
[69] C.I.C., can. 230 SS 3.
[70] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el ministerio y vida de los
presbíteros Presbyterorum ordinis, 2 y 5.
[71] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 24.
[72] El Código de Derecho Canónico enumera una serie de funciones o tareas
propias de los sagrados ministros, que, sin embargo -por especiales y graves
circunstancias, y concretamente por falta de presbíteros o diáconos-, son
momentáneamente ejercitadas por fieles laicos, previa facultad jurídica y
mandato de la autoridad eclesiástica competente: cf cann. 230 SS 3; 517 SS 2;
776; 861 SS 2; 910 SS 2; 943; 1112; etc.
[73] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 28; C.I.C., can. 230 SS 2,
que dice así: "Por encargo temporal, los laicos pueden desempeñar la
función de lector en las ceremonias litúrgicas; asimismo, todos los fieles
laicos pueden desempeñar las funciones de comentador, cantor y otras, a tenor
de la norma del derecho".
[74] El Código de Derecho Canónico presenta distintas funciones y tareas
que los fieles laicos pueden desempeñar en las estructuras organizativas de la
Iglesia: cf. cann. 228; 229 SS 3; 317 SS 3; 463 SS 1 n. 5, SS 2; 483; 494; 537;
759; 776; 784; 785; 1282; 1421 SS 2; 1424; 1428 SS 2; 1435; etc.
[75] Cf. Propositio 18.
[76] Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 70: AAS 68 (1976) 60.
[77] Cf. C.I.C., can. 230 SS 1.
[78] Propositio 18.
[79] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 3.
[80] «Por haber recibido estos carismas, incluso los más sencillos, se
origina en cada creyente el derecho y deber de ejercitarlos para el bien de los
hombres y para la edificación de la Iglesia, tanto en la misma Iglesia como en
el mundo, con la libertad del Espíritu Santo que "sopla donde quiere"
(Jn. 3, 8), y al mismo tiempo, en la comunión con todos los hermanos en
Cristo, especialmente con los propios Pastores» (Ibid.).
[81] Propositio 9.
[82] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 12.
[83] Cf. Ibid. 30.