V. Una comunión universal
89. Las criaturas de este mundo no pueden ser consideradas un bien sin
dueño: «Son tuyas, Señor, que amas la vida» (Sb11,26). Esto provoca la
convicción de que, siendo creados por el mismo Padre, todos los seres del
universo estamos unidos por lazos invisibles y conformamos una especie de
familia universal, una sublime comunión que nos mueve a un respeto sagrado,
cariñoso y humilde.
Quiero recordar que «Dios nos ha unido tan estrechamente al
mundo que nos rodea, que la desertificación del suelo es como una enfermedad
para cada uno, y podemos lamentar la extinción de una especie como si fuera una
mutilación»[67].
90. Esto no significa igualar a todos los seres vivos y quitarle al ser
humano ese valor peculiar que implica al mismo tiempo una tremenda
responsabilidad. Tampoco supone una divinización de la tierra que nos privaría
del llamado a colaborar con ella y a proteger su fragilidad. Estas concepciones
terminarían creando nuevos desequilibrios por escapar de la realidad que nos
interpela[68].
A veces se advierte una obsesión por negar toda preeminencia a la persona
humana, y se lleva adelante una lucha por otras especies que no desarrollamos
para defender la igual dignidad entre los seres humanos. Es verdad que debe
preocuparnos que otros seres vivos no sean tratados irresponsablemente. Pero
especialmente deberían exasperarnos las enormes inequidades que existen entre
nosotros, porque seguimos tolerando que unos se consideren más dignos que
otros.
Dejamos de advertir que algunos se arrastran en una degradante miseria,
sin posibilidades reales de superación, mientras otros ni siquiera saben qué
hacer con lo que poseen, ostentan vanidosamente una supuesta superioridad y
dejan tras de sí un nivel de desperdicio que sería imposible generalizar sin
destrozar el planeta. Seguimos admitiendo en la práctica que unos se sientan
más humanos que otros, como si hubieran nacido con mayores derechos.
91. No puede ser real un sentimiento de íntima unión con los demás seres de
la naturaleza si al mismo tiempo en el corazón no hay ternura, compasión y
preocupación por los seres humanos. Es evidente la incoherencia de quien lucha
contra el tráfico de animales en riesgo de extinción, pero permanece
completamente indiferente ante la trata de personas, se desentiende de los
pobres o se empeña en destruir a otro ser humano que le desagrada.
Esto pone en
riesgo el sentido de la lucha por el ambiente. No es casual que, en el himno
donde san Francisco alaba a Dios por las criaturas, añada lo siguiente:
«Alabado seas, mi Señor, por aquellos que perdonan por tu amor». Todo está
conectado. Por eso se requiere una preocupación por el ambiente unida al amor
sincero hacia los seres humanos y a un constante compromiso ante los problemas
de la sociedad.
92. Por otra parte, cuando el corazón está auténticamente abierto a una
comunión universal, nada ni nadie está excluido de esa fraternidad. Por
consiguiente, también es verdad que la indiferencia o la crueldad ante las
demás criaturas de este mundo siempre terminan trasladándose de algún modo al
trato que damos a otros seres humanos.
El corazón es uno solo, y la misma
miseria que lleva a maltratar a un animal no tarda en manifestarse en la
relación con las demás personas. Todo ensañamiento con cualquier criatura «es
contrario a la dignidad humana»[69].
No podemos considerarnos grandes amantes si excluimos de nuestros intereses
alguna parte de la realidad: «Paz, justicia y conservación de la creación son
tres temas absolutamente ligados, que no podrán apartarse para ser tratados
individualmente so pena de caer nuevamente en el reduccionismo»[70].
Todo está relacionado, y todos los seres humanos estamos juntos como hermanos y
hermanas en una maravillosa peregrinación, entrelazados por el amor que Dios
tiene a cada una de sus criaturas y que nos une también, con tierno cariño, al
hermano sol, a la hermana luna, al hermano río y a la madre tierra.
VI. Destino común de los bienes
93. Hoy creyentes y no creyentes estamos de acuerdo en que la tierra es
esencialmente una herencia común, cuyos frutos deben beneficiar a todos. Para
los creyentes, esto se convierte en una cuestión de fidelidad al Creador, porque
Dios creó el mundo para todos. Por consiguiente, todo planteo ecológico debe
incorporar una perspectiva social que tenga en cuenta los derechos
fundamentales de los más postergados.
El principio de la subordinación de la
propiedad privada al destino universal de los bienes y, por tanto, el derecho
universal a su uso es una «regla de oro» del comportamiento social y el «primer
principio de todo el ordenamiento ético-social»[71].
La tradición cristiana nunca reconoció como absoluto o intocable el derecho a
la propiedad privada y subrayó la función social de cualquier forma de
propiedad privada. San Juan Pablo II recordó con mucho énfasis esta doctrina,
diciendo que «Dios ha dado la tierra a todo el género humano para que ella
sustente a todos sus habitantes, sin excluir a nadie ni privilegiar a
ninguno»[72].
Son palabras densas y fuertes.
Remarcó que «no sería verdaderamente digno del
hombre un tipo de desarrollo que no respetara y promoviera los derechos
humanos, personales y sociales, económicos y políticos, incluidos los derechos
de las naciones y de los pueblos»[73].
Con toda claridad explicó que «la Iglesia defiende, sí, el legítimo derecho a
la propiedad privada, pero enseña con no menor claridad que sobre toda
propiedad privada grava siempre una hipoteca social, para que los bienes sirvan
a la destinación general que Dios les ha dado»[74].
Por lo tanto afirmó que «no es conforme con el designio de Dios usar este don
de modo tal que sus beneficios favorezcan sólo a unos pocos»[75].
Esto cuestiona seriamente los hábitos injustos de una parte de la humanidad[76].
94. El rico y el pobre tienen igual dignidad, porque «a los dos los hizo el
Señor» (Pr 22,2); «Él mismo hizo a pequeños y a grandes» (Sb 6,7)
y «hace salir su sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45).
Esto tiene
consecuencias prácticas, como las que enunciaron los Obispos de Paraguay: «Todo
campesino tiene derecho natural a poseer un lote racional de tierra donde pueda
establecer su hogar, trabajar para la subsistencia de su familia y tener
seguridad existencial. Este derecho debe estar garantizado para que su
ejercicio no sea ilusorio sino real. Lo cual significa que, además del título
de propiedad, el campesino debe contar con medios de educación técnica,
créditos, seguros y comercialización»[77].
95. El medio ambiente es un bien colectivo, patrimonio de toda la humanidad
y responsabilidad de todos. Quien se apropia algo es sólo para administrarlo en
bien de todos. Si no lo hacemos, cargamos sobre la conciencia el peso de negar
la existencia de los otros.
Por eso, los Obispos de Nueva Zelanda se
preguntaron qué significa el mandamiento «no matarás» cuando «un veinte por
ciento de la población mundial consume recursos en tal medida que roba a las
naciones pobres y a las futuras generaciones lo que necesitan para sobrevivir»[78].
VII. La mirada de Jesús
96. Jesús asume la fe bíblica en el Dios creador y destaca un dato
fundamental: Dios es Padre (cf. Mt 11,25). En los diálogos con
sus discípulos, Jesús los invitaba a reconocer la relación paterna que Dios
tiene con todas las criaturas, y les recordaba con una conmovedora ternura cómo
cada una de ellas es importante a sus ojos: «¿No se venden cinco pajarillos por
dos monedas? Pues bien, ninguno de ellos está olvidado ante Dios» (Lc 12,6). «Mirad
las aves del cielo, que no siembran ni cosechan, y no tienen graneros. Pero el
Padre celestial las alimenta» (Mt 6,26).
97. El Señor podía invitar a otros a estar atentos a la belleza que hay en
el mundo porque él mismo estaba en contacto permanente con la naturaleza y le
prestaba una atención llena de cariño y asombro.
Cuando recorría cada rincón de
su tierra se detenía a contemplar la hermosura sembrada por su Padre, e
invitaba a sus discípulos a reconocer en las cosas un mensaje divino: «Levantad
los ojos y mirad los campos, que ya están listos para la cosecha» (Jn 4,35).
«El reino de los cielos es como una semilla de mostaza que un hombre siembra en
su campo. Es más pequeña que cualquier semilla, pero cuando crece es mayor que
las hortalizas y se hace un árbol» (Mt 13,31-32).
98. Jesús vivía en armonía plena con la creación, y los demás se
asombraban: «¿Quién es este, que hasta el viento y el mar le obedecen?» (Mt 8,27).
No aparecía como un asceta separado del mundo o enemigo de las cosas agradables
de la vida. Refiriéndose a sí mismo expresaba: «Vino el Hijo del hombre, que
come y bebe, y dicen que es un comilón y borracho» (Mt11,19).
Estaba
lejos de las filosofías que despreciaban el cuerpo, la materia y las cosas de
este mundo. Sin embargo, esos dualismos malsanos llegaron a tener una
importante influencia en algunos pensadores cristianos a lo largo de la historia
y desfiguraron el Evangelio. Jesús trabajaba con sus manos, tomando contacto
cotidiano con la materia creada por Dios para darle forma con su habilidad de
artesano. Llama la atención que la mayor parte de su vida fue consagrada a esa
tarea, en una existencia sencilla que no despertaba admiración alguna: «¿No es
este el carpintero, el hijo de María?» (Mc 6,3). Así santificó el
trabajo y le otorgó un peculiar valor para nuestra maduración.
San Juan Pablo
II enseñaba que, «soportando la fatiga del trabajo en unión con Cristo
crucificado por nosotros, el hombre colabora en cierto modo con el Hijo de Dios
en la redención de la humanidad»[79].
99. Para la comprensión cristiana de la realidad, el destino de toda la
creación pasa por el misterio de Cristo, que está presente desde el origen de
todas las cosas: «Todo fue creado por él y para él » (Col 1,16)[80].
El prólogo del Evangelio de Juan (1,1-18) muestra la actividad creadora de
Cristo como Palabra divina (Logos).
Pero este prólogo sorprende por su
afirmación de que esta Palabra «se hizo carne» (Jn 1,14). Una
Persona de la Trinidad se insertó en el cosmos creado, corriendo su suerte con
él hasta la cruz. Desde el inicio del mundo, pero de modo peculiar a partir de
la encarnación, el misterio de Cristo opera de manera oculta en el
conjunto de la realidad natural, sin por ello afectar su autonomía.
100. El Nuevo Testamento no sólo nos habla del Jesús terreno y de su
relación tan concreta y amable con todo el mundo. También lo muestra como
resucitado y glorioso, presente en toda la creación con su señorío universal:
«Dios quiso que en él residiera toda la Plenitud. Por él quiso reconciliar
consigo todo lo que existe en la tierra y en el cielo, restableciendo la paz
por la sangre de su cruz» (Col 1,19-20).
Esto nos proyecta al final
de los tiempos, cuando el Hijo entregue al Padre todas las cosas y «Dios sea
todo en todos» (1 Co 15,28). De ese modo, las criaturas de este
mundo ya no se nos presentan como una realidad meramente natural, porque el
Resucitado las envuelve misteriosamente y las orienta a un destino de plenitud.
Las mismas flores del campo y las aves que él contempló admirado con sus ojos
humanos, ahora están llenas de su presencia luminosa.
Notas a pie de página:
[70] Conferencia del Episcopado Dominicano, Carta pastoral Sobre
la relación del hombre con la naturaleza (21 enero1987).
[74] Discurso a los indígenas y campesinos de
México, Cuilapán (29 enero 1979), 6: AAS 71 (1979),
209.
[75] Homilía durante la Misa celebrada para los
agricultores en Recife, Brasil (7 julio 1980), 4: AAS 72
(1980), 926.
[77] Conferencia Episcopal Paraguaya, Carta pastoral El campesino
paraguayo y la tierra (12 junio 1983), 2, 4, d.
[78] Conferencia Episcopal de Nueva Zelanda, Statement on
Environmental Issues, Wellington (1 septiembre 2006).
[80] Por eso san Justino podía hablar de «semillas del Verbo» en el mundo;
cf. II Apología 8, 1-2; 13, 3-6: PG 6,
457-458; 467.