Una
de las pobrezas más hondas que el hombre puede experimentar es la soledad.
Ciertamente, también las otras pobrezas, incluidas las materiales, nacen del
aislamiento, del no ser amados o de la dificultad de amar. Con frecuencia, son
provocadas por el rechazo del amor de Dios, por una tragedia original de
cerrazón del hombre en sí mismo, pensando ser autosuficiente, o bien un mero
hecho insignificante y pasajero, un «extranjero» en un universo que se ha
formado por casualidad.
El
desarrollo de los pueblos depende sobre todo de que se reconozcan como parte de
una sola familia, que colabora con verdadera comunión y está integrada
por seres que no viven simplemente uno junto al otro. es preciso un nuevo
impulso del pensamiento para comprender mejor lo que implica ser una familia;
la interacción entre los pueblos del planeta nos urge a dar ese impulso, para
que la integración se desarrolle bajo el signo de la solidaridad en vez del de
la marginación.
La
criatura humana, en cuanto de naturaleza espiritual, se realiza en las
relaciones interpersonales. Cuanto más las vive de manera auténtica, tanto más
madura también en la propia identidad personal. El hombre se valoriza no
aislándose sino poniéndose en relación con los otros y con Dios. Por tanto, la
importancia de dichas relaciones es fundamental. Esto vale también para los
pueblos.
De
la misma manera que la comunidad familiar no anula en su seno a las personas
que la componen así también la unidad de la familia humana no anula de por sí a
las personas, los pueblos o las culturas, sino que los hace más transparentes
los unos con los otros, más unidos en su legítima diversidad.
El
tema del desarrollo coincide con el de la inclusión relacional de todas las
personas y de todos los pueblos en la única comunidad de la familia humana, que
se construye en la solidaridad sobre la base de los valores fundamentales de la
justicia y la paz.
Esta
perspectiva se ve iluminada de manera decisiva por la relación entre las
Personas de la Trinidad en la única Sustancia divina. La Trinidad es absoluta
unidad, en cuanto las tres Personas divinas son relacionalidad pura. La
transparencia recíproca entre las Personas divinas es plena y el vínculo de una
con otra total, porque constituyen una absoluta unidad y unicidad. Dios nos
quiere también asociar a esa realidad de comunión: «para que sean uno, como
nosotros somos uno». La Iglesia es signo e instrumento de esta unidad. También
las relaciones entre los hombres a lo largo de la historia se han beneficiado
de la referencia a este Modelo divino.
LA
RELIGION NECESARIA PARA LA CONSTRUCCIÓN SOCIAL Y EL DESARROLLO DE LOS PUEBLOS
El
mundo de hoy está siendo atravesado por algunas culturas de trasfondo
religioso, que no llevan al hombre a la comunión, sino que lo aíslan en la
búsqueda del bienestar individual, limitándose a gratificar las expectativas
psicológicas. También una cierta proliferación de itinerarios religiosos de
pequeños grupos, e incluso de personas individuales, así como el sincretismo
religioso, pueden ser factores de dispersión y de falta de compromiso. Un
posible efecto negativo del proceso de globalización es la tendencia a
favorecer dicho sincretismo, alimentando formas de «religión» que alejan a las
personas unas de otras, en vez de hacer que se encuentren, y las apartan de la
realidad.
Por
este motivo, aunque es verdad que, por un lado, el desarrollo necesita de las
religiones y de las culturas de los diversos pueblos, por otro lado, sigue
siendo verdad también que es necesario un adecuado discernimiento. La libertad
religiosa no significa indiferentismo religioso y no comporta que todas las
religiones sean iguales. El discernimiento sobre la contribución de las
culturas y de las religiones es necesario para la construcción de la comunidad
social en el respeto del bien común, sobre todo para quien ejerce el poder
político. Dicho discernimiento deberá basarse en el criterio de la caridad y de
la verdad.
La
religión cristiana y las otras religiones pueden contribuir al desarrollo solamente
si Dios tiene un lugar en la esfera pública, con específica referencia a la
dimensión cultural, social, económica y, en particular, política. La doctrina
social de la Iglesia ha nacido para reivindicar esa «carta de ciudadanía» de la
religión cristiana.
La
negación del derecho a profesar públicamente la propia religión y a trabajar
para que las verdades de la fe inspiren también la vida pública, tiene consecuencias
negativas sobre el verdadero desarrollo. La exclusión de la religión del ámbito
público, así como, el fundamentalismo religioso por otro lado, impiden el
encuentro entre las personas y su colaboración para el progreso de la
humanidad. La vida pública se empobrece de motivaciones y la política adquiere
un aspecto opresor y agresivo. Se corre el riesgo de que no se respeten los
derechos humanos, bien porque se les priva de su fundamento trascendente, bien
porque no se reconoce la libertad personal.
DIALOGO
ENTRE FE Y RAZON
En
el laicismo y en el fundamentalismo se pierde la posibilidad de un diálogo
fecundo y de una provechosa colaboración entre la razón y la fe religiosa. La
razón necesita siempre ser purificada por la fe, y esto vale también para
la razón política, que no debe creerse omnipotente. A su vez, la religión
tiene siempre necesidad de ser purificada por la razón para mostrar su
auténtico rostro humano. La ruptura de este diálogo comporta un coste muy
gravoso para el desarrollo de la humanidad.
El
diálogo fecundo entre fe y razón hace más eficaz el ejercicio de la caridad en
el ámbito social y es el marco más apropiado para promover la colaboración
fraterna entre creyentes y no creyentes, en la perspectiva compartida de
trabajar por la justicia y la paz de la humanidad. Los Padres conciliares
afirmaban en la Constitución pastoral Gaudium
et spes: «Según la opinión casi unánime de creyentes y no creyentes,
todo lo que existe en la tierra debe ordenarse al hombre como su centro y su
culminación».
Para
los creyentes, el mundo no es fruto de la casualidad ni de la necesidad, sino
de un proyecto de Dios. De ahí nace el deber de los creyentes de aunar sus
esfuerzos con todos los hombres y mujeres de buena voluntad de otras
religiones, o no creyentes, para que nuestro mundo responda efectivamente al
proyecto divino: vivir como una familia, bajo la mirada del Creador.
LA
SUBSIDIARIDAD COMO PRINCIPIO DE LAS RELACIONES ENTRE LAS PERSONAS Y LOS PUEBLOS
La
subsidiaridad es ante todo una ayuda que se ofrece cuando la persona y los
sujetos sociales no son capaces de valerse por sí mismos, implicando siempre
una finalidad emancipadora, porque favorece la libertad y la participación a la
hora de asumir responsabilidades. La subsidiaridad respeta la dignidad de la
persona, en la que ve un sujeto siempre capaz de dar algo a los otros. La
subsidiaridad, al reconocer que la reciprocidad forma parte de la constitución
íntima del ser humano, es el antídoto más eficaz contra cualquier forma de
asistencialismo paternalista.
Por
tanto, la subsidiaridad es un principio particularmente adecuado para gobernar
la globalización y orientarla hacia un verdadero desarrollo humano.
El
principio de subsidiaridad debe mantenerse íntimamente unido al principio de la
solidaridad y viceversa, porque así como la subsidiaridad sin la
solidaridad desemboca en el particularismo social, también es cierto que la
solidaridad sin la subsidiaridad acabaría en el asistencialismo que humilla al
necesitado. Esta regla de carácter general se ha de tener muy en cuenta incluso
cuando se afrontan los temas sobre las ayudas internacionales al desarrollo.
Éstas,
por encima de las intenciones de los donantes, pueden mantener a veces a un
pueblo en un estado de dependencia, e incluso favorecer situaciones de dominio
local y de explotación en el país que las recibe. Las ayudas económicas, para
que lo sean de verdad, no deben perseguir otros fines. Han de ser concedidas
implicando no sólo a los gobiernos de los países interesados, sino también a
los agentes económicos locales y a los agentes culturales de la sociedad civil,
incluidas las Iglesias locales. Los programas de ayuda han de adaptarse cada
vez más a la forma de los programas integrados y compartidos desde la base.
COOPERACIÓN PARA EL DESARROLLO ECONÓMICO, CULTURA Y
HUMANO
La
cooperación para el desarrollo no debe contemplar solamente la dimensión
económica; ha de ser una gran ocasión para el encuentro cultural y humano.
Si los sujetos de la cooperación de los países económicamente desarrollados,
como a veces sucede, no tienen en cuenta la identidad cultural propia y ajena,
con sus valores humanos, no podrán entablar diálogo alguno con los ciudadanos
de los países pobres. Si éstos, a su vez, se abren con indiferencia y sin
discernimiento a cualquier propuesta cultural, no estarán en condiciones de
asumir la responsabilidad de su auténtico desarrollo.
En
todas las culturas se dan singulares y múltiples convergencias éticas,
expresiones de una misma naturaleza humana, querida por el Creador, y que la
sabiduría ética de la humanidad llama ley natural. Dicha ley moral universal es
fundamento sólido de todo diálogo cultural, religioso y político, ayudando al
pluralismo multiforme de las diversas culturas a que no se alejen de la
búsqueda común de la verdad, del bien y de Dios. Por tanto, la adhesión a esa
ley escrita en los corazones es la base de toda colaboración social
constructiva. En todas las culturas hay costras que limpiar y sombras que
despejar. La fe cristiana, que se encarna en las culturas trascendiéndolas,
puede ayudarlas a crecer en la convivencia y en la solidaridad universal, en
beneficio del desarrollo comunitario y planetario.
En
la búsqueda de soluciones para la crisis económica actual, la ayuda al
desarrollo de los países pobres debe considerarse un verdadero instrumento de
creación de riqueza para todos. En esta perspectiva, los estados
económicamente más desarrollados harán lo posible por destinar mayores
porcentajes de su producto interior bruto para ayudas al desarrollo, respetando
los compromisos que se han tomado sobre este punto en el ámbito de la comunidad
internacional. Una posibilidad de ayuda para el desarrollo podría venir de la
aplicación eficaz de la llamada subsidiaridad fiscal, que permitiría a los
ciudadanos decidir sobre el destino de los porcentajes de los impuestos
que pagan al Estado.
Una
solidaridad más amplia a nivel internacional se manifiesta ante todo en seguir
promoviendo, también en condiciones de crisis económica, un mayor acceso a
la educación que, por otro lado, es una condición esencial para la
eficacia de la cooperación internacional misma. Con el término «educación» no
nos referimos sólo a la instrucción o a la formación para el trabajo, que son
dos causas importantes para el desarrollo, sino a la formación completa de la
persona. A este respecto, se ha de subrayar un aspecto problemático: para
educar es preciso saber quién es la persona humana, conocer su naturaleza.
TURISMO
INTERNACIONAL
El
turismo internacional puede ser un notable factor de desarrollo económico y
crecimiento cultural, pero en ocasiones puede transformarse en una forma de
explotación y degradación moral. La situación actual ofrece oportunidades
singulares para que los aspectos económicos del desarrollo, es decir, los
flujos de dinero y la aparición de experiencias empresariales locales
significativas, se combinen con los culturales, y en primer lugar el educativo.
En
muchos casos es así, pero en muchos otros el turismo internacional es una
experiencia deseducativa, tanto para el turista como para las poblaciones
locales. Con frecuencia, éstas se encuentran con conductas inmorales, y hasta
perversas, como en el caso del llamado turismo sexual, al que se sacrifican
tantos seres humanos, incluso de tierna edad. Es doloroso constatar que esto
ocurre muchas veces con el respaldo de gobiernos locales, con el silencio de
aquellos otros de donde proceden los turistas y con la complicidad de tantos
operadores del sector.
Aún
sin llegar a ese extremo, el turismo internacional se plantea con frecuencia de
manera consumista y hedonista, como una evasión y con modos de organización
típicos de los países de origen, de forma que no se favorece un verdadero
encuentro entre personas y culturas. Hay que pensar, pues, en un turismo
distinto, capaz de promover un verdadero conocimiento recíproco, que nada
quite al descanso y a la sana diversión: hay que fomentar un turismo así,
también a través de una relación más estrecha con las experiencias de
cooperación internacional y de iniciativas empresariales para el desarrollo.