La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia-Comunión
La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia (25)
La parroquia (26)
El compromiso apostólico en la parroquia (27)
Formas de participación en la vida de la Iglesia (28)
La participación de los fieles laicos en la vida de la Iglesia
25. Los fieles laicos participan en la vida de la Iglesia no sólo llevando
a cabo sus funciones y ejercitando sus carismas, sino también de otros muchos
modos.
Tal participación encuentra su primera y necesaria expresión en la vida y
misión de las Iglesias particulares, de las diócesis, en las
que «verdaderamente está presente y actúa la Iglesia de Cristo, una, santa,
católica y apostólica»[84].
Iglesias particulares e Iglesia universal
Para poder participar adecuadamente en la vida eclesial es del todo urgente
que los fieles laicos posean una visión clara y precisa de la Iglesia
particular en su relación originaria con la Iglesia universal. La
Iglesia particular no nace a partir de una especie de fragmentación de la
Iglesia universal, ni la Iglesia universal se constituye con la simple
agregación de las Iglesias particulares; sino que hay un vínculo vivo, esencial
y constante que las une entre sí, en cuanto que la Iglesia universal existe y
se manifiesta en las Iglesias particulares. Por esto dice el Concilio que las
Iglesias particulares están «formadas a imagen de la Iglesia universal, en las
cuales y a partir de las cuales existe una sola y única Iglesia católica»[85].
El mismo Concilio anima a los fieles laicos para que vivan activamente su
pertenencia a la Iglesia particular, asumiendo al mismo tiempo una amplitud de
miras cada vez más «católica». «Cultiven constantemente —leemos en el Decreto
sobre el apostolado de los laicos— el sentido de la diócesis, de la cual es la
parroquia como una célula, siempre dispuestos, cuando sean invitados por su
Pastor, a unir sus propias fuerzas a las iniciativas diocesanas. Es más, para
responder a las necesidades de la ciudad y de las zonas rurales, no deben
limitar su cooperación a los confines de la parroquia o de la diócesis, sino
que han de procurar ampliarla al ámbito interparroquial, interdiocesano,
nacional o internacional; tanto más cuando los crecientes desplazamientos
demográficos, el desarrollo de las mutuas relaciones y la facilidad de las
comunicaciones no consienten ya a ningún sector de la sociedad permanecer
cerrado en sí mismo. Tengan así presente las necesidades del Pueblo de Dios
esparcido por toda la tierra»[86].
En este sentido, el reciente Sínodo ha solicitado que se favorezca la
creación de los Consejos Pastorales diocesanos, a los que se
pueda recurrir según las ocasiones. Ellos son la principal forma de
colaboración y de diálogo, como también de discernimiento, a nivel diocesano.
La participación de los fieles laicos en estos Consejos podrá ampliar el
recurso a la consultación, y hará que el principio de colaboración —que en
determinados casos es también de decisión— sea aplicado de un modo más fuerte y
extenso[87].
Está prevista en el Código de Derecho Canónico la participación de los fieles
laicos en los Sínodos diocesanos y en los Concilios
particulares, provinciales o plenarios[88].
Esta participación podrá contribuir a la comunión y misión eclesial de la
Iglesia particular, tanto en su ámbito propio, como en relación con las demás
Iglesias particulares de la provincia eclesiástica o de la Conferencia
Episcopal.
Las Conferencias Episcopales quedan invitadas a estudiar el modo más
oportuno de desarrollar, a nivel nacional o regional, la consultación y
colaboración de los fieles laicos, hombres y mujeres. Así, los problemas
comunes podrán ser bien sopesados y se manifestará mejor la comunión eclesial
de todos[89].
La parroquia
26. La comunión eclesial, aún conservando siempre su dimensión universal,
encuentra su expresión más visible e inmediata en la parroquia. Ella
es la última localización de la Iglesia; es, en cierto sentido, la misma Iglesia
que vive entre las casas de sus hijos y de sus hijas[90].
Es necesario que todos volvamos a descubrir, por la fe, el verdadero rostro
de la parroquia; o sea, el «misterio» mismo de la Iglesia presente y operante
en ella. Aunque a veces le falten las personas y los medios necesarios, aunque
otras veces se encuentre desperdigada en dilatados territorios o casi perdida
en medio de populosos y caóticos barrios modernos, la parroquia no es
principalmente una estructura, un territorio, un edificio; ella es «la familia
de Dios, como una fraternidad animada por el Espíritu de unidad»[91],
es «una casa de familia, fraterna y acogedora»[92],
es la «comunidad de los fieles»[93].
En definitiva, la parroquia está fundada sobre una realidad teológica, porque
ella es una comunidad eucarística[94].
Esto significa que es una comunidad idónea para celebrar la Eucaristía, en la
que se encuentran la raíz viva de su edificación y el vínculo sacramental de su
existir en plena comunión con toda la Iglesia. Tal idoneidad radica en el hecho
de ser la parroquia una comunidad de fe y una comunidad
orgánica, es decir, constituida por los ministros ordenados y por los
demás cristianos, en la que el párroco —que representa al Obispo diocesano[95]—
es el vínculo jerárquico con toda la Iglesia particular.
Ciertamente es inmensa la tarea que ha de realizar la Iglesia en nuestros
días; y para llevarla a cabo no basta la parroquia sola. Por esto, el Código de
Derecho Canónico prevé formas de colaboración entre parroquias en el ámbito del
territorio[96] y
recomienda al Obispo el cuidado pastoral de todas las categorías de fieles,
también de aquéllas a las que no llega la cura pastoral ordinaria[97].
En efecto, son necesarios muchos lugares y formas de presencia y de acción,
para poder llevar la palabra y la gracia del Evangelio a las múltiples y
variadas condiciones de vida de los hombres de hoy. Igualmente, otras muchas
funciones de irradiación religiosa y de apostolado de ambiente en el campo
cultural, social, educativo, profesional, etc., no pueden tener como centro o
punto de partida la parroquia. Y sin embargo, también en nuestros días la
parroquia está conociendo una época nueva y prometedora. Como decía Pablo VI,
al inicio de su pontificado, dirigiéndose al Clero romano: «Creemos simplemente
que la antigua y venerada estructura de la Parroquia tiene una misión
indispensable y de gran actualidad; a ella corresponde crear la primera
comunidad del pueblo cristiano; iniciar y congregar al pueblo en la normal
expresión de la vida litúrgica; conservar y reavivar la fe en la gente de hoy;
suministrarle la doctrina salvadora de Cristo; practicar en el sentimiento y en
las obras la caridad sencilla de las obras buenas y fraternas»[98].
Por su parte, los Padres sinodales han considerado atentamente la situación
actual de muchas parroquias, solicitando una decidida renovación de
las mismas: «Muchas parroquias, sea en regiones urbanas, sea en tierras de
misión, no pueden funcionar con plenitud efectiva debido a la falta de medios
materiales o de ministros ordenados, o también a causa de la excesiva extensión
geográfica y por la condición especial de algunos cristianos (como, por
ejemplo, los exiliados y los emigrantes). Para que todas estas parroquias sean
verdaderamente comunidades cristianas, las autoridades locales deben
favorecer: a) la adaptación de las estructuras parroquiales con la
amplia flexibilidad que concede el Derecho Canónico, sobre todo promoviendo la
participación de los laicos en las responsabilidades pastorales; b)
las pequeñas comunidades eclesiales de base, también llamadas comunidades
vivas, donde los fieles pueden comunicarse mutuamente la Palabra de Dios y
manifestarse en el recíproco servicio y en el amor; estas comunidades son
verdaderas expresiones de la comunión eclesial y centros de evangelización, en
comunión con sus Pastores»[99].
Para la renovación de las parroquias y para asegurar mejor su eficacia
operativa, también se deben favorecer formas institucionales de cooperación
entre las diversas parroquias de un mismo territorio.
El compromiso apostólico en la parroquia
27. Ahora es necesario considerar más de cerca la comunión y la
participación de los fieles laicos en la vida de la parroquia. En este sentido,
se debe llamar la atención de todos los fieles laicos, hombres y mujeres, sobre
una expresión muy cierta, significativa y estimulante del Concilio: «Dentro de
las comunidades de la Iglesia —leemos en el Decreto sobre el apostolado de los
laicos— su acción es tan necesaria, que sin ella, el mismo apostolado de los
Pastores no podría alcanzar, la mayor parte de las veces, su plena eficacia»[100].
Esta afirmación radical se debe entender, evidentemente, a la luz de la
«eclesiología de comunión»: siendo distintos y complementarios, los ministerios
y los carismas son necesarios para el crecimiento de la Iglesia, cada uno según
su propia modalidad.
Los fieles laicos deben estar cada vez más convencidos del particular
significado que asume el compromiso apostólico en su parroquia. Es de nuevo el
Concilio quien lo pone de relieve autorizadamente: «La parroquia ofrece un
ejemplo luminoso de apostolado comunitario, fundiendo en la unidad todas las
diferencias humanas que allí se dan e insertándolas en la universalidad de la
Iglesia. Los laicos han de habituarse a trabajar en la parroquia en íntima
unión con sus sacerdotes, a exponer a la comunidad eclesial sus problemas y los
del mundo y las cuestiones que se refieren a la salvación de los hombres, para
que sean examinados y resueltos con la colaboración de todos; a dar, según sus
propias posibilidades, su personal contribución en las iniciativas apostólicas
y misioneras de su propia familia eclesiástica»[101].
La indicación conciliar respecto al examen y solución de los problemas
pastorales «con la colaboración de todos», debe encontrar un desarrollo
adecuado y estructurado en la valorización más convencida, amplia y decidida de
los Consejos pastorales parroquiales, en los que han
insistido, con justa razón, los Padres sinodales[102].
En las circunstancias actuales, los fieles laicos pueden y deben prestar
una gran ayuda al crecimiento de una autentica comunión eclesial en
sus respectivas parroquias, y en el dar nueva vida al afán
misionero dirigido hacia los no creyentes y hacia los mismos creyentes
que han abandonado o limitado la práctica de la vida cristiana.
Si la parroquia es la Iglesia que se encuentra entre las casas de los hombres, ella vive y obra entonces profundamente injertada en la sociedad humana e íntimamente solidaria con sus aspiraciones y dramas. A menudo el contexto social, sobre todo en ciertos países y ambientes, está sacudido violentamente por fuerzas de disgregación y deshumanización. El hombre se encuentra perdido y desorientado; pero en su corazón permanece siempre el deseo de poder experimentar y cultivar unas relaciones más fraternas y humanas.
La
respuesta a este deseo puede encontrarse en la parroquia, cuando ésta, con la
participación viva de los fieles laicos, permanece fiel a su originaria
vocación y misión: ser en el mundo el «lugar» de la comunión de los creyentes
y, a la vez, «signo e instrumento» de la común vocación a la comunión; en una
palabra ser la casa abierta a todos y al servicio de todos, o, como prefería
llamarla el Papa Juan XXIII, ser la fuente de la aldea, a la
que todos acuden para calmar su sed.
Formas de participación en la vida de la Iglesia
28. Los fieles laicos, juntamente con los sacerdotes, religiosos y
religiosas, constituyen el único Pueblo de Dios y Cuerpo de Cristo.
El ser miembros de la Iglesia no suprime el hecho de que cada cristiano sea
un ser «único e irrepetible», sino que garantiza y promueve el sentido más
profundo de su unicidad e irrepetibilidad, en cuanto fuente de variedad y de
riqueza para toda la Iglesia. En tal sentido, Dios llama a cada uno en Cristo
por su nombre propio e inconfundible. El llamamiento del Señor: «Id también
vosotros a mi viña», se dirige a cada uno personalmente; y entonces resuena de
este modo en la conciencia: «¡Ven también tú a mi viña!».
De esta manera cada uno, en su unicidad e irrepetibilidad, con su ser y con
su obrar, se pone al servicio del crecimiento de la comunión eclesial; así
como, por otra parte, recibe personalmente y hace suya la riqueza común de toda
la Iglesia. Ésta es la «Comunión de los Santos» que profesamos en el
Credo; el bien de todos se convierte en el bien de cada uno, y el bien
de cada uno se convierte en el bien de todos. «En la Santa Iglesia —escribe
San Gregorio Magno— cada uno sostiene a los demás y los demás le sostienen a
él»[103].
Es absolutamente necesario que cada fiel laico tenga siempre una viva conciencia
de ser un «miembro de la Iglesia», a quien se le ha confiado una tarea
original, insustituible e indelegable, que debe llevar a cabo para el bien de
todos. En esta perspectiva asume todo su significado la afirmación del Concilio
sobre la absoluta necesidad del apostolado de cada persona singular: «El
apostolado que cada uno debe realizar, y que fluye con abundancia de la fuente
de una vida auténticamente cristiana (cf. Jn 4, 14), es la
forma primordial y la condición de todo el apostolado de los laicos, incluso
del asociado, y nada puede sustituirlo. A este apostolado, siempre y en todas
partes provechoso, y en ciertas circunstancias el único apto y posible, están
llamados y obligados todos los laicos, cualquiera que sea su condición, aunque
no tengan ocasión o posibilidad de colaborar en las asociaciones»[104].
En el apostolado personal existen grandes riquezas que reclaman ser descubiertas, en vista de una intensificación del dinamismo misionero de cada uno de los fieles laicos. A través de esta forma de apostolado, la irradiación del Evangelio puede hacerse extremadamente capilar, llegando a tantos lugares y ambientes como son aquéllos ligados a la vida cotidiana y concreta de los laicos.
Se trata, además, de una irradiación constante, pues
es inseparable de la continua coherencia de la vida personal con la fe; y se
configura también como una forma de apostolado particularmente incisiva, ya
que al compartir plenamente las condiciones de vida y de trabajo, las
dificultades y esperanzas de sus hermanos, los fieles laicos pueden llegar al
corazón de sus vecinos, amigos o colegas, abriéndolo al horizonte total, al
sentido pleno de la existencia humana: la comunión con Dios y entre los
hombres.
Notas a pie de página:
[84] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el oficio pastoral de los Obispos en
la Iglesia Christus Dominus, 11.
[85] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 23.
[86] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 10.
[87] Cf. Propositio 10.
[88] Cf. C.I.C., cann. 443 SS 4; 463 SS 1 y 2.
[89] Cf. Propositio 10.
[90] Leemos en el Concilio: «Ya que en su Iglesia el Obispo no puede
presidir siempre y en todas partes personalmente a toda su grey, debe
constituir necesariamente asambleas de fieles, entre las cuales tienen un lugar
preeminente las parroquias constituidas localmente bajo la guía de un pastor
que hace las veces del Obispo: ellas, en efecto, representan en cierto modo la
Iglesia visible establecida en toda la tierra» (Conc. Ecum. Vat. II, Const.
sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 42).
[91] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 28.
[92] Juan Pablo II, Exh. Ap. Catechesi tradendae, 67: AAS 71 (1979) 1333.
[93] C.I.C., can. 515 SS 1.
[94] Cf. Propositio 10.
[95] Cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. sobre la sagrada liturgia Sacrosanctum Concilium, 42.
[96] Cf. C.I.C., can. 555 SS 1, 1.
[97] Cf. C.I.C., can. 383 SS 1.
[98] Pablo VI, Discurso al Clero romano (24 Junio 1963): AAS 55
(1963) 674.
[99] Propositio 11.
[100] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 10.
[101] Ibid.
[102] Propositio 10.
[103] San Gregorio Magno, Hom. in Ez., II, I, 5: CCL 142,
211.
[104] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 16.