CAPÍTULO III
OS HE DESTINADO PARA QUE VAYÁIS Y DEIS FRUTO
La corresponsabilidad de los fieles laicos en la Iglesia-Misión
Comunión missionera (32)
Anunciar el Evangelio (33)
Ha llegado la hora de emprender una nueva evangelización (34)
Id por todo el mundo (35)
32. Volvamos una vez más a la imagen bíblica de la vid y los sarmientos.
Ella nos introduce, de modo inmediato y natural, a la consideración de la
fecundidad y de la vida. Enraizados y vivificados por la vid, los sarmientos
son llamados a dar fruto: «Yo soy la vid, vosotros, los sarmientos. El
que permanece en mí y yo en él, ése da mucho fruto» (Jn 15, 5). Dar
fruto es una exigencia esencial de la vida cristiana y eclesial. El que no da
fruto no permanece en la comunión: «Todo sarmiento que en mí no da fruto, (mi
Padre) lo corta» (Jn 15, 2).
La comunión con Jesús, de la cual deriva la comunión de los cristianos
entre sí, es condición absolutamente indispensable para dar fruto: «Separados
de mí no podéis hacer nada» (Jn 15, 5). Y la comunión con los otros
es el fruto más hermoso que los sarmientos pueden dar: es don de Cristo y de su
Espíritu.
Ahora bien, la comunión genera comunión, y esencialmente
se configura como comunión misionera. En efecto, Jesús dice a
sus discípulos: «No me habéis elegido vosotros a mí, sino que yo os he elegido
a vosotros, y os he destinado a que vayáis y deis fruto, y
vuestro fruto permanezca» (Jn 15, 16).
La comunión y la misión están profundamente unidas entre sí, se compenetran
y se implican mutuamente, hasta tal punto que la comunión representa a
la vez la fuente y el fruto de la misión: la comunión es misionera y la misión
es para la comunión. Siempre es el único e idéntico Espíritu el que
convoca y une la Iglesia y el que la envía a predicar el Evangelio «hasta los
confines de la tierra» (Hch 1, 8). Por su parte, la Iglesia sabe
que la comunión, que le ha sido entregada como don, tiene una destinación
universal. De esta manera la Iglesia se siente deudora, respecto de la
humanidad entera y de cada hombre, del don recibido del Espíritu que derrama en
los corazones de los creyentes la caridad de Jesucristo, fuerza prodigiosa de
cohesión interna y, a la vez, de expansión externa. La misión de la Iglesia
deriva de su misma naturaleza, tal como Cristo la ha querido: la de ser «signo
e instrumento (...) de unidad de todo el género humano»[120].
Tal misión tiene como finalidad dar a conocer a todos y llevarles a vivir la
«nueva» comunión que en el Hijo de Dios hecho hombre ha entrado en la historia
del mundo. En tal sentido, el testimonio del evangelista Juan define —y ahora
de modo irrevocable— ese fin que llena de gozo, y al que se dirige la entera misión
de la Iglesia: «Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también
vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el
Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Jn 1, 3).
En el contexto de la misión de la Iglesia el Señor confía a los
fieles laicos, en comunión con todos los demás miembros del Pueblo de Dios, una
gran parte de responsabilidad. Los Padres del Concilio Vaticano II
eran plenamente conscientes de esta realidad: «Los sagrados Pastores saben muy
bien cuánto contribuyen los laicos al bien de toda la Iglesia. Saben que no han
sido constituidos por Cristo para asumir ellos solos toda la misión de
salvación que la Iglesia ha recibido con respecto al mundo, sino que su
magnífico encargo consiste en apacentar los fieles y reconocer sus servicios y
carismas, de modo que todos, en la medida de sus posibilidades, cooperen de
manera concorde en la obra común»[121].
Esa misma convicción se ha hecho después presente, con renovada claridad y
acrecentado vigor, en todos los trabajos del Sínodo.
Anunciar el Evangelio
33. Los fieles laicos, precisamente por ser miembros de la Iglesia, tienen
la vocación y misión de ser anunciadores del Evangelio: son habilitados y
comprometidos en esta tarea por los sacramentos de la iniciación cristiana y
por los dones del Espíritu Santo.
Leemos en un texto límpido y denso de significado del Concilio Vaticano II:
«Como partícipes del oficio de Cristo sacerdote, profeta y rey, los laicos
tienen su parte activa en la vida y en la acción de la Iglesia (...).
Alimentados por la activa participación en la vida litúrgica de la propia
comunidad, participan con diligencia en las obras apostólicas de la misma;
conducen a la Iglesia a los hombres que quizás viven alejados de Ella; cooperan
con empeño en comunicar la palabra de Dios, especialmente mediante la enseñanza
del catecismo; poniendo a disposición su competencia, hacen más eficaz la cura
de almas y también la administración de los bienes de la Iglesia»[122].
Es en la evangelización donde se concentra y se despliega
la entera misión de la Iglesia, cuyo caminar en la historia avanza movido por
la gracia y el mandato de Jesucristo: «Id por todo el mundo y proclamad la
Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16, 15); «Y sabed que yo estoy
con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20).
«Evangelizar —ha escrito Pablo VI— es la gracia y la vocación propia de la
Iglesia, su identidad más profunda»[123].
Por la evangelización la Iglesia es construida y plasmada como comunidad
de fe; más precisamente, como comunidad de una fe confesada en
la adhesión a la Palabra de Dios, celebrada en los
sacramentos, vivida en la caridad como alma de la existencia
moral cristiana. En efecto, la «buena nueva» tiende a suscitar en el corazón y
en la vida del hombre la conversión y la adhesión personal a Jesucristo
Salvador y Señor; dispone al Bautismo y a la Eucaristía y se consolida en el
propósito y en la realización de la nueva vida según el Espíritu.
En verdad, el imperativo de Jesús: «Id y predicad el Evangelio» mantiene
siempre vivo su valor, y está cargado de una urgencia que no puede decaer. Sin
embargo, la actual situación, no sólo del mundo, sino también
de tantas partes de la Iglesia, exige absolutamente que la palabra de
Cristo reciba una obediencia más rápida y generosa. Cada discípulo es
llamado en primera persona; ningún discípulo puede escamotear su propia
respuesta: «¡Ay de mí si no predicara el Evangelio!» (1 Co 9, 16).
Ha llegado la hora de emprender una nueva evangelización
34. Enteros países y naciones, en los que en un tiempo la religión y la vida cristiana fueron florecientes y capaces de dar origen a comunidades de fe viva y operativa, están ahora sometidos a dura prueba e incluso alguna que otra vez son radicalmente transformados por el continuo difundirse del indiferentismo, del secularismo y del ateismo. Se trata, en concreto, de países y naciones del llamado Primer Mundo, en el que el bienestar económico y el consumismo —si bien entremezclado con espantosas situaciones de pobreza y miseria— inspiran y sostienen una existencia vivida «como si no hubiera Dios». Ahora bien, el indiferentismo religioso y la total irrelevancia práctica de Dios para resolver los problemas, incluso graves, de la vida, no son menos preocupantes y desoladores que el ateismo declarado.
Y también la fe cristiana —aunque
sobrevive en algunas manifestaciones tradicionales y ceremoniales— tiende a ser
arrancada de cuajo de los momentos más significativos de la existencia humana,
como son los momentos del nacer, del sufrir y del morir. De ahí proviene el afianzarse
de interrogantes y de grandes enigmas, que, al quedar sin respuesta, exponen al
hombre contemporáneo a inconsolables decepciones, o a la tentación de suprimir
la misma vida humana que plantea esos problemas.
En cambio, en otras regiones o naciones todavía se conservan muy vivas las
tradiciones de piedad y de religiosidad popular cristiana; pero este patrimonio
moral y espiritual corre hoy el riesgo de ser desperdigado bajo el impacto de
múltiples procesos, entre los que destacan la secularización y la difusión de
las sectas. Sólo una nueva evangelización puede asegurar el crecimiento de una
fe límpida y profunda, capaz de hacer de estas tradiciones una fuerza de
auténtica libertad.
Ciertamente urge en todas partes rehacer el entramado cristiano de la
sociedad humana. Pero la condición es que se rehaga la cristiana
trabazón de las mismas comunidades eclesiales que viven en estos
países o naciones.
Los fieles laicos —debido a su participación en el oficio profético de
Cristo— están plenamente implicados en esta tarea de la Iglesia. En concreto,
les corresponde testificar cómo la fe cristiana —más o menos conscientemente
percibida e invocada por todos— constituye la única respuesta plenamente válida
a los problemas y expectativas que la vida plantea a cada hombre y a cada
sociedad. Esto será posible si los fieles laicos saben superar en ellos mismos
la fractura entre el Evangelio y la vida, recomponiendo en su vida familiar
cotidiana, en el trabajo y en la sociedad, esa unidad de vida que en el Evangelio
encuentra inspiración y fuerza para realizarse en plenitud.
Repito, una vez más, a todos los hombres contemporáneos el grito apasionado
con el que inicié mi servicio pastoral: «¡No tengáis miedo! ¡Abrid, abrid de
par en par las puertas a Cristo! Abrid a su potestad salvadora los
confines de los Estados, los sistemas tanto económicos como políticos, los
dilatados campos de la cultura, de la civilización, del desarrollo. ¡No tengáis
miedo! Cristo sabe lo que hay dentro del hombre. ¡Solo Él lo sabe! Tantas veces
hoy el hombre no sabe qué lleva dentro, en lo profundo de su alma, de su
corazón. Tan a menudo se muestra incierto ante el sentido de su vida sobre esta
tierra. Está invadido por la duda que se convierte en desesperación. Permitid,
por tanto —os ruego, os imploro con humildad y con confianza— permitid a Cristo
que hable al hombre. Solo Él tiene palabras de vida, ¡sí! de vida eterna»[124].
Abrir de par en par las puertas a Cristo, acogerlo en el ámbito de la
propia humanidad no es en absoluto una amenaza para el hombre, sino que es, más
bien, el único camino a recorrer si se quiere reconocer al hombre en su entera
verdad y exaltarlo en sus valores.
La síntesis vital entre el Evangelio y los deberes cotidianos de la vida
que los fieles laicos sabrán plasmar, será el más espléndido y convincente
testimonio de que, no el miedo, sino la búsqueda y la adhesión a Cristo son el
factor determinante para que el hombre viva y crezca, y para que se configuren
nuevos modos de vida más conformes a la dignidad humana.
¡El hombre es amado por Dios! Este es el simplicísimo y sorprendente anuncio del que
la Iglesia es deudora respecto del hombre. La palabra y la vida de cada
cristiano pueden y deben hacer resonar este anuncio: ¡Dios te ama, Cristo ha
venido por ti; para ti Cristo es «el Camino, la Verdad, y la Vida!» (Jn 14,
6).
Esta nueva evangelización —dirigida no sólo a cada una de las personas,
sino también a enteros grupos de poblaciones en sus más variadas situaciones,
ambientes y culturas— está destinada a la formación de comunidades
eclesiales maduras, en las cuales la fe consiga liberar y realizar
todo su originario significado de adhesión a la persona de Cristo y a su
Evangelio, de encuentro y de comunión sacramental con Él, de existencia vivida
en la caridad y en el servicio.
Los fieles laicos tienen su parte que cumplir en la formación de tales
comunidades eclesiales, no sólo con una participación activa y responsable en
la vida comunitaria y, por tanto, con su insustituible testimonio, sino también
con el empuje y la acción misionera entre quienes todavía no creen o ya no
viven la fe recibida con el Bautismo.
En relación con la nuevas generaciones, los fieles laicos deben ofrecer una
preciosa contribución, más necesaria que nunca, con una sistemática
labor de catequesis. Los Padres sinodales han acogido con gratitud el
trabajo de los catequistas, reconociendo que éstos «tienen una tarea de gran
peso en la animación de las comunidades eclesiales»[125].
Los padres cristianos son, desde luego, los primeros e insustituibles
catequistas de sus hijos, habilitados para ello por el sacramento del
Matrimonio; pero, al mismo tiempo, todos debemos ser conscientes del «derecho»
que todo bautizado tiene de ser instruido, educado, acompañado en la fe y en la
vida cristiana.
Id por todo el mundo
35. La Iglesia, mientras advierte y vive la actual urgencia de una nueva
evangelización, no puede sustraerse a la perenne misión de llevar el
Evangelio a cuantos —y son millones y millones de hombres y
mujeres— no conocen todavía a Cristo Redentor del hombre. Ésta
es la responsabilidad más específicamente misionera que Jesús ha confiado y
diariamente vuelve a confiar a su Iglesia.
La acción de los fieles laicos —que, por otra parte, nunca ha faltado en
este ámbito— se revela hoy cada vez más necesaria y valiosa. En realidad, el
mandato del Señor «Id por todo el mundo» sigue encontrando muchos laicos
generosos, dispuestos a abandonar su ambiente de vida, su trabajo, su región o
patria, para trasladarse, al menos por un determinado tiempo, en zona de
misiones. Se dan también matrimonios cristianos que, a imitación de Aquila y
Priscila (cf. Hch 18; Rm 16 3 s.), están
ofreciendo un confortante testimonio de amor apasionado a Cristo y a la
Iglesia, mediante su presencia activa en tierras de misión. Auténtica presencia
misionera es también la de quienes, viviendo por diversos motivos en países o
ambientes donde aún no está establecida la Iglesia, dan testimonio de su fe.
Pero el problema misionero se presenta actualmente a la Iglesia con una
amplitud y con una gravedad tales, que sólo una solidaria asunción de
responsabilidades por parte de todos los miembros de la Iglesia —tanto personal
como comunitariamente— puede hacer esperar una respuesta más eficaz.
La invitación que el Concilio Vaticano II ha dirigido a las Iglesias
particulares conserva todo su valor; es más, exige hoy una acogida más
generalizada y más decidida: «La Iglesia particular, debiendo representar en el
modo más perfecto la Iglesia universal, ha de tener la plena conciencia de
haber sido también enviada a los que no creen en Cristo»[126].
La Iglesia tiene que dar hoy un gran paso adelante en su
evangelización; debe entrar en una nueva etapa histórica de su
dinamismo misionero. En un mundo que, con la desaparición de las distancias, se
hace cada vez más pequeño, las comunidades eclesiales deben relacionarse entre
sí, intercambiarse energías y medios, comprometerse a una en la única y común
misión de anunciar y de vivir el Evangelio. «Las llamadas Iglesias más jóvenes
—han dicho los Padres sinodales— necesitan la fuerza de las antiguas, mientras
que éstas tienen necesidad del testimonio y del empuje de las más jóvenes, de
tal modo que cada Iglesia se beneficie de las riquezas de las otras Iglesias»[127].
En esta nueva etapa, la formación no sólo del clero local, sino también de
un laicado maduro y responsable, se presenta en las jóvenes Iglesias como
elemento esencial e irrenunciable de la plantatio Ecclesiae[128].
De este modo, las mismas comunidades evangelizadas se lanzan hacia nuevos
rincones del mundo, para responder ellas también a la misión de anunciar y
testificar el Evangelio de Cristo.
Los fieles laicos, con el ejemplo de su vida y con la propia acción, pueden
favorecer la mejora de las relaciones entre los seguidores de las diversas
religiones, como oportunamente han subrayado los Padres sinodales:
«Hoy la Iglesia vive por todas partes en medio de hombres de distintas
religiones (...). Todos los fieles, especialmente los laicos que viven en medio
de pueblos de otras religiones, tanto en las regiones de origen como en tierras
de emigración, han de ser para éstos un signo del Señor y de su Iglesia, en
modo adecuado a las circunstancias de vida de cada lugar. El diálogo entre las
religiones tiene una importancia preeminente, porque conduce al amor y al
respeto recíprocos, elimina, o al menos disminuye, prejuicios entre los
seguidores de las distintas religiones, y promueve la unidad y amistad entre
los pueblos»[129].
Para la evangelización del mundo hacen falta, sobre todo, evangelizadores. Por
eso, todos, comenzando desde las familias cristianas, debemos sentir la
responsabilidad de favorecer el surgir y madurar de vocaciones
específicamente misioneras, ya sacerdotales y religiosas, ya laicales,
recurriendo a todo medio oportuno, sin abandonar jamás el medio privilegiado de
la oración, según las mismas palabras del Señor Jesús: «La mies es mucha y los
obreros pocos. Pues, ¡rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies!» (Mt 9,
37-38).
Notas a pie de página:
[121] Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. sobre la Iglesia Lumen gentium, 30.
[122] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre el apostolado de los laicos Apostolicam actuositatem, 10.
[123] Pablo VI, Exh. Ap. Evangelii nuntiandi, 14: AAS 68 (1976) 13.
[124] Juan Pablo II, Homilía al inicio del ministerio de Supremo Pastor de la
Iglesia (22 Octubre 1978): AAS 70
(1978) 947.
[125] Propositio 10.
[126] Conc. Ecum. Vat. II, Dec. sobre la actividad misionera de la
Iglesia Ad gentes, 20. Cf. también Ibid., 37.
[127] Propositio 29.