INTRODUCCIÓN
1. «Laudato si’, mi’ Signore» – «Alabado seas, mi Señor», cantaba san
Francisco de Asís. En ese hermoso cántico nos recordaba que nuestra casa común
es también como una hermana, con la cual compartimos la existencia, y como una
madre bella que nos acoge entre sus brazos: «Alabado seas, mi Señor, por la
hermana nuestra madre tierra, la cual nos sustenta, y gobierna y produce
diversos frutos con coloridas flores y hierba»[1].
2. Esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso
irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos
crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a
expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado,
también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo,
en el agua, en el aire y en los seres vivientes.
Por eso, entre los pobres más
abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra, que «gime
y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). Olvidamos que nosotros mismos
somos tierra (cf. Gn 2,7). Nuestro propio cuerpo está
constituido por los elementos del planeta, su aire es el que nos da el aliento
y su agua nos vivifica y restaura.
Nada de este mundo nos resulta indiferente
3. Hace más de cincuenta años, cuando el mundo estaba vacilando al filo de
una crisis nuclear, el santo Papa Juan XXIII escribió una encíclica en la cual
no se conformaba con rechazar una guerra, sino que quiso transmitir una
propuesta de paz. Dirigió su mensaje Pacem in terris a todo el «mundo católico », pero agregaba «y a todos
los hombres de buena voluntad ».
Ahora, frente al deterioro ambiental global,
quiero dirigirme a cada persona que habita este planeta. En mi exhortaciónEvangelii gaudium, escribí a los miembros de la Iglesia en
orden a movilizar un proceso de reforma misionera todavía pendiente. En esta
encíclica, intento especialmente entrar en diálogo con todos acerca de nuestra
casa común.
4. Ocho años después de Pacem in terris, en 1971, el beato Papa Pablo VI se
refirió a la problemática ecológica, presentándola como una crisis, que es «
una consecuencia dramática » de la actividad descontrolada del ser humano: «
Debido a una explotación inconsiderada de la naturaleza, [el ser humano] corre
el riesgo de destruirla y de ser a su vez víctima de esta degradación »[2].
También
habló a la FAO sobre la posibilidad de una «catástrofe ecológica bajo el efecto
de la explosión de la civilización industrial», subrayando la «urgencia y la
necesidad de un cambio radical en el comportamiento de la humanidad», porque
«los progresos científicos más extraordinarios, las proezas técnicas más
sorprendentes, el crecimiento económico más prodigioso, si no van acompañados
por un auténtico progreso social y moral, se vuelven en definitiva contra el
hombre»[3].
5. San Juan Pablo II se ocupó de este tema con un interés cada vez mayor.
En su primera encíclica, advirtió que el ser humano parece «no percibir otros
significados de su ambiente natural, sino solamente aquellos que sirven a los
fines de un uso inmediato y consumo»[4].
Sucesivamente llamó a una conversión ecológica global[5].
Pero al mismo tiempo hizo notar que se pone poco empeño para «salvaguardar las
condiciones morales de una auténtica ecología humana»[6].
La destrucción del ambiente humano es algo muy serio, porque Dios no sólo le
encomendó el mundo al ser humano, sino que su propia vida es un don que debe
ser protegido de diversas formas de degradación.
Toda pretensión de cuidar y
mejorar el mundo supone cambios profundos en «los estilos de vida, los modelos
de producción y de consumo, las estructuras consolidadas de poder que rigen hoy
la sociedad»[7].
El
auténtico desarrollo humano posee un carácter moral y supone el pleno respeto a
la persona humana, pero también debe prestar atención al mundo natural y «tener
en cuenta la naturaleza de cada ser y su mutua conexión en un sistema ordenado»[8].
Por lo tanto, la capacidad de transformar la realidad que tiene el ser humano
debe desarrollarse sobre la base de la donación originaria de las cosas por
parte de Dios[9].
6. Mi predecesor Benedicto XVI renovó la invitación a «eliminar las causas
estructurales de las disfunciones de la economía mundial y corregir los modelos
de crecimiento que parecen incapaces de garantizar el respeto del medio
ambiente»[10].
Recordó que el mundo no puede ser analizado sólo aislando uno de sus aspectos,
porque «el libro de la naturaleza es uno e indivisible», e incluye el ambiente,
la vida, la sexualidad, la familia, las relaciones sociales, etc. Por
consiguiente, «la degradación de la naturaleza está estrechamente unida a la
cultura que modela la convivencia humana »[11].
El Papa Benedicto nos propuso reconocer que el ambiente natural está lleno de
heridas producidas por nuestro comportamiento irresponsable. También el
ambiente social tiene sus heridas. Pero todas ellas se deben en el fondo al
mismo mal, es decir, a la idea de que no existen verdades indiscutibles que
guíen nuestras vidas, por lo cual la libertad humana no tiene límites.
Se
olvida que «el hombre no es solamente una libertad que él se crea por sí solo.
El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también
naturaleza»[12].
Con paternal preocupación, nos invitó a tomar conciencia de que la creación se
ve perjudicada «donde nosotros mismos somos las últimas instancias, donde el
conjunto es simplemente una propiedad nuestra y el consumo es sólo para
nosotros mismos. El derroche de la creación comienza donde no reconocemos ya
ninguna instancia por encima de nosotros, sino que sólo nos vemos a nosotros
mismos»[13].
Unidos por una misma preocupación
7. Estos aportes de los Papas recogen la reflexión de innumerables
científicos, filósofos, teólogos y organizaciones sociales que enriquecieron el
pensamiento de la Iglesia sobre estas cuestiones. Pero no podemos ignorar que,
también fuera de la Iglesia Católica, otras Iglesias y Comunidades cristianas
–como también otras religiones– han desarrollado una amplia preocupación y una valiosa
reflexión sobre estos temas que nos preocupan a todos.
Para poner sólo un
ejemplo destacable, quiero recoger brevemente parte del aporte del querido
Patriarca Ecuménico Bartolomé, con el que compartimos la esperanza de la
comunión eclesial plena.
8. El Patriarca Bartolomé se ha referido particularmente a la necesidad de
que cada uno se arrepienta de sus propias maneras de dañar el planeta, porque,
«en la medida en que todos generamos pequeños daños ecológicos», estamos
llamados a reconocer «nuestra contribución –pequeña o grande– a la
desfiguración y destrucción de la creación»[14].
Sobre este punto él se ha expresado repetidamente de una manera firme y
estimulante, invitándonos a reconocer los pecados contra la creación: «Que los
seres humanos destruyan la diversidad biológica en la creación divina; que los
seres humanos degraden la integridad de la tierra y contribuyan al cambio
climático, desnudando la tierra de sus bosques naturales o destruyendo sus
zonas húmedas; que los seres humanos contaminen las aguas, el suelo, el aire.
Todos estos son pecados»[15].
Porque «un crimen contra la naturaleza es un crimen contra nosotros mismos y un
pecado contra Dios»[16].
9. Al mismo tiempo, Bartolomé llamó la atención sobre las raíces éticas y
espirituales de los problemas ambientales, que nos invitan a encontrar
soluciones no sólo en la técnica sino en un cambio del ser humano, porque de
otro modo afrontaríamos sólo los síntomas. Nos propuso pasar del consumo al
sacrificio, de la avidez a la generosidad, del desperdicio a la capacidad de
compartir, en una ascesis que «significa aprender a dar, y no simplemente
renunciar. Es un modo de amar, de pasar poco a poco de lo que yo quiero a lo
que necesita el mundo de Dios. Es liberación del miedo, de la avidez, de la
dependencia»[17].
Los cristianos, además, estamos llamados a « aceptar el mundo como sacramento
de comunión, como modo de compartir con Dios y con el prójimo en una escala
global. Es nuestra humilde convicción que lo divino y lo humano se encuentran
en el más pequeño detalle contenido en los vestidos sin costuras de la creación
de Dios, hasta en el último grano de polvo de nuestro planeta »[18].
San Francisco de Asís
10. No quiero desarrollar esta encíclica sin acudir a un modelo bello que
puede motivarnos. Tomé su nombre como guía y como inspiración en el momento de
mi elección como Obispo de Roma. Creo que Francisco es el ejemplo por
excelencia del cuidado de lo que es débil y de una ecología integral, vivida
con alegría y autenticidad.
Es el santo patrono de todos los que estudian y
trabajan en torno a la ecología, amado también por muchos que no son
cristianos. Él manifestó una atención particular hacia la creación de Dios y
hacia los más pobres y abandonados. Amaba y era amado por su alegría, su
entrega generosa, su corazón universal.
Era un místico y un peregrino que vivía
con simplicidad y en una maravillosa armonía con Dios, con los otros, con la
naturaleza y consigo mismo. En él se advierte hasta qué punto son inseparables
la preocupación por la naturaleza, la justicia con los pobres, el compromiso
con la sociedad y la paz interior.
11. Su testimonio nos muestra también que una ecología integral requiere
apertura hacia categorías que trascienden el lenguaje de las matemáticas o de
la biología y nos conectan con la esencia de lo humano. Así como sucede cuando
nos enamoramos de una persona, cada vez que él miraba el sol, la luna o los más
pequeños animales, su reacción era cantar, incorporando en su alabanza a las
demás criaturas.
Él entraba en comunicación con todo lo creado, y hasta
predicaba a las flores «invitándolas a alabar al Señor, como si gozaran del don
de la razón»[19].
Su reacción era mucho más que una valoración intelectual o un cálculo
económico, porque para él cualquier criatura era una hermana, unida a él con
lazos de cariño. Por eso se sentía llamado a cuidar todo lo que existe.
Su
discípulo san Buenaventura decía de él que, «lleno de la mayor ternura al
considerar el origen común de todas las cosas, daba a todas las criaturas, por
más despreciables que parecieran, el dulce nombre de hermanas»[20].
Esta convicción no puede ser despreciada como un romanticismo irracional,
porque tiene consecuencias en las opciones que determinan nuestro
comportamiento.
Si nos acercamos a la naturaleza y al ambiente sin esta
apertura al estupor y a la maravilla, si ya no hablamos el lenguaje de la
fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, nuestras
actitudes serán las del dominador, del consumidor o del mero explotador de
recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos.
En cambio, si
nos sentimos íntimamente unidos a todo lo que existe, la sobriedad y el cuidado
brotarán de modo espontáneo. La pobreza y la austeridad de san Francisco no
eran un ascetismo meramente exterior, sino algo más radical: una renuncia a
convertir la realidad en mero objeto de uso y de dominio.
12. Por otra parte, san Francisco, fiel a la Escritura, nos propone
reconocer la naturaleza como un espléndido libro en el cual Dios nos habla y
nos refleja algo de su hermosura y de su bondad: «A través de la grandeza y de
la belleza de las criaturas, se conoce por analogía al autor» (Sb 13,5),
y «su eterna potencia y divinidad se hacen visibles para la inteligencia a
través de sus obras desde la creación del mundo» (Rm 1,20).
Por
eso, él pedía que en el convento siempre se dejara una parte del huerto sin
cultivar, para que crecieran las hierbas silvestres, de manera que quienes las
admiraran pudieran elevar su pensamiento a Dios, autor de tanta belleza[21].
El mundo es algo más que un problema a resolver, es un misterio gozoso que
contemplamos con jubilosa alabanza.
Mi llamado
13. El desafío urgente de proteger nuestra casa común incluye la
preocupación de unir a toda la familia humana en la búsqueda de un desarrollo
sostenible e integral, pues sabemos que las cosas pueden cambiar. El Creador no
nos abandona, nunca hizo marcha atrás en su proyecto de amor, no se arrepiente
de habernos creado. La humanidad aún posee la capacidad de colaborar para
construir nuestra casa común.
Deseo reconocer, alentar y dar las gracias a
todos los que, en los más variados sectores de la actividad humana, están
trabajando para garantizar la protección de la casa que compartimos. Merecen
una gratitud especial quienes luchan con vigor para resolver las consecuencias
dramáticas de la degradación ambiental en las vidas de los más pobres del
mundo. Los jóvenes nos reclaman un cambio. Ellos se preguntan cómo es posible
que se pretenda construir un futuro mejor sin pensar en la crisis del ambiente
y en los sufrimientos de los excluidos.
14. Hago una invitación urgente a un nuevo diálogo sobre el modo como
estamos construyendo el futuro del planeta. Necesitamos una conversación que
nos una a todos, porque el desafío ambiental que vivimos, y sus raíces humanas,
nos interesan y nos impactan a todos.
El movimiento ecológico mundial ya ha
recorrido un largo y rico camino, y ha generado numerosas agrupaciones
ciudadanas que ayudaron a la concientización. Lamentablemente, muchos esfuerzos
para buscar soluciones concretas a la crisis ambiental suelen ser frustrados no
sólo por el rechazo de los poderosos, sino también por la falta de interés de
los demás.
Las actitudes que obstruyen los caminos de solución, aun entre los
creyentes, van de la negación del problema a la indiferencia, la resignación
cómoda o la confianza ciega en las soluciones técnicas.
Necesitamos una
solidaridad universal nueva. Como dijeron los Obispos de Sudáfrica, «se
necesitan los talentos y la implicación de todos para reparar el
daño causado por el abuso humano a la creación de Dios»[22].
Todos podemos colaborar como instrumentos de Dios para el cuidado de la
creación, cada uno desde su cultura, su experiencia, sus iniciativas y sus
capacidades.
15. Espero que esta Carta encíclica, que se agrega al Magisterio social de
la Iglesia, nos ayude a reconocer la grandeza, la urgencia y la hermosura del
desafío que se nos presenta.
En primer lugar, haré un breve recorrido por
distintos aspectos de la actual crisis ecológica, con el fin de asumir los
mejores frutos de la investigación científica actualmente disponible, dejarnos
interpelar por ella en profundidad y dar una base concreta al itinerario ético
y espiritual como se indica a continuación. A partir de esa mirada, retomaré
algunas razones que se desprenden de la tradición judío-cristiana, a fin de
procurar una mayor coherencia en nuestro compromiso con el ambiente. Luego
intentaré llegar a las raíces de la actual situación, de manera que no miremos
sólo los síntomas sino también las causas más profundas.
Así podremos proponer
una ecología que, entre sus distintas dimensiones, incorpore el lugar peculiar
del ser humano en este mundo y sus relaciones con la realidad que lo rodea. A
la luz de esa reflexión quisiera avanzar en algunas líneas amplias de diálogo y
de acción que involucren tanto a cada uno de nosotros como a la política
internacional. Finalmente, puesto que estoy convencido de que todo cambio
necesita motivaciones y un camino educativo, propondré algunas líneas de
maduración humana inspiradas en el tesoro de la experiencia espiritual
cristiana.
16. Si bien cada capítulo posee su temática propia y una metodología
específica, a su vez retoma desde una nueva óptica cuestiones importantes
abordadas en los capítulos anteriores. Esto ocurre especialmente con algunos
ejes que atraviesan toda la encíclica.
Por ejemplo: la íntima relación entre
los pobres y la fragilidad del planeta, la convicción de que en el mundo todo
está conectado, la crítica al nuevo paradigma y a las formas de poder que
derivan de la tecnología, la invitación a buscar otros modos de entender la
economía y el progreso, el valor propio de cada criatura, el sentido humano de
la ecología, la necesidad de debates sinceros y honestos, la grave
responsabilidad de la política internacional y local, la cultura del descarte y
la propuesta de un nuevo estilo de vida.
Estos temas no se cierran ni
abandonan, sino que son constantemente replanteados y enriquecidos.
notas a pie de página
[1] Cántico de las criaturas: Fonti Francescane (FF) 263.
[2] Carta ap. Octogesima adveniens (14 mayo 1971), 21: AAS 63 (1971),
416-417
[3] Discurso a la FAO en su 25 aniversario (16 noviembre 1970): AAS 62 (1970),
833.
[4] Carta enc. Redemptor hominis (4 marzo 1979), 15: AAS 71 (1979),
287.
[5] Cf. Catequesis (17 enero 2001), 4: L’Osservatore Romano,
ed. semanal en lengua española (19 enero 2001), p. 12.
[6] Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 38: AAS 83 (1991),
841.
[7] Ibíd., 58, p. 863.
[8] Juan Pablo II, Carta enc. Sollicitudo rei socialis (30 diciembre 1987), 34: AAS 80
(1988), 559.
[9] Cf. Id., Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 37: AAS 83 (1991),
840.
[10] Discurso al Cuerpo diplomático acreditado
ante la Santa Sede (8 enero 2007): AAS 99
(2007), 73.
[11] Carta enc. Caritas in veritate (29 junio 2009), 51: AAS 101 (2009),
687
[12] Discurso al Deutscher Bundestag, Berlín (22 septiembre 2011): AAS 103 (2011), 664.
[13] Discurso al clero de la Diócesis de
Bolzano-Bressanone (6 agosto 2008): AAS 100
(2008), 634.
[14] Mensaje para el día de oración por la protección de la
creación (1 septiembre 2012).
[15] Discurso en Santa Bárbara, California (8 noviembre 1997); cf. John Chryssavgis, On Earth as
in Heaven: Ecological Vision and Initiatives of Ecumenical Patriarch
Bartholomew, Bronx, New York 2012.
[16] Ibíd.9.
[17] Conferencia en el Monasterio de Utstein, Noruega (23 junio 2003).
[18] Discurso « Global Responsibility and Ecological
Sustainability: Closing Remarks », I Vértice de Halki, Estambul (20
junio 2012).
[19] Tomás de Celano, Vida primera de San Francisco, XXIX,
81: FF 460.
[20] Legenda maior, VIII, 6: FF 1145.
[21] Cf. Tomás de Celano, Vida segunda de San Francisco,
CXXIV, 165: FF 750.
[22]Conferencia de los Obispos Católicos del Sur de África, Pastoral
Statement on the Environmental Crisis (5 septiembre 1999).