109. La expresión jairei
epi te adikía indica algo negativo afincado en el secreto del corazón
de la persona. Es la actitud venenosa del que se alegra cuando ve que se le
hace injusticia a alguien. La frase se complementa con la siguiente, que lo
dice de modo positivo: sygjairei te alétheia: se regocija con la
verdad. Es decir, se alegra con el bien del otro, cuando se reconoce su
dignidad, cuando se valoran sus capacidades y sus buenas obras.
Eso es
imposible para quien necesita estar siempre comparándose o compitiendo, incluso
con el propio cónyuge, hasta el punto de alegrarse secretamente por sus
fracasos.
110. Cuando una persona
que ama puede hacer un bien a otro, o cuando ve que al otro le va bien en la
vida, lo vive con alegría, y de ese modo da gloria a Dios, porque «Dios ama al
que da con alegría» (2 Co 9,7). Nuestro Señor aprecia de manera
especial a quien se alegra con la felicidad del otro. Si no alimentamos nuestra
capacidad de gozar con el bien del otro y, sobre todo, nos concentramos en
nuestras propias necesidades, nos condenamos a vivir con poca alegría, ya que
como ha dicho Jesús «hay más felicidad en dar que en recibir» (Hch 20,35).
La familia debe ser siempre el lugar donde alguien, que logra algo bueno en la
vida, sabe que allí lo van a celebrar con él.
111. El elenco se
completa con cuatro expresiones que hablan de una totalidad: «todo». Disculpa
todo, cree todo, espera todo, soporta todo. De este modo, se remarca con fuerza
el dinamismo contracultural del amor, capaz de hacerle frente a cualquier cosa
que pueda amenazarlo.
112. En primer lugar se
dice que todo lo disculpa panta stegei. Se diferencia de «no tiene
en cuenta el mal», porque este término tiene que ver con el uso de la lengua;
puede significar «guardar silencio» sobre lo malo que puede haber en otra persona.
Implica limitar el juicio, contener la inclinación a lanzar una condena dura e
implacable: «No condenéis y no seréis condenados» (Lc 6,37). Aunque
vaya en contra de nuestro habitual uso de la lengua, la Palabra de Dios nos
pide: «No habléis mal unos de otros, hermanos» (St 4,11).
Detenerse
a dañar la imagen del otro es un modo de reforzar la propia, de descargar los
rencores y envidias sin importar el daño que causemos. Muchas veces se olvida
de que la difamación puede ser un gran pecado, una seria ofensa a Dios, cuando
afecta gravemente la buena fama de los demás, ocasionándoles daños muy
difíciles de reparar.
Por eso, la Palabra de Dios es tan dura con la lengua,
diciendo que «es un mundo de iniquidad» que «contamina a toda la persona» (St 3,6),
como un «mal incansable cargado de veneno mortal» (St 3,8). Si «con
ella maldecimos a los hombres, creados a semejanza de Dios» (St3,9), el
amor cuida la imagen de los demás, con una delicadeza que lleva a preservar
incluso la buena fama de los enemigos. En la defensa de la ley divina nunca
debemos olvidarnos de esta exigencia del amor.
113. Los esposos que se
aman y se pertenecen, hablan bien el uno del otro, intentan mostrar el lado
bueno del cónyuge más allá de sus debilidades y errores. En todo caso, guardan
silencio para no dañar su imagen.
Pero no es sólo un gesto externo, sino que
brota de una actitud interna. Tampoco es la ingenuidad de quien pretende no ver
las dificultades y los puntos débiles del otro, sino la amplitud de miras de
quien coloca esas debilidades y errores en su contexto. Recuerda que esos
defectos son sólo una parte, no son la totalidad del ser del otro.
Un hecho
desagradable en la relación no es la totalidad de esa relación. Entonces, se
puede aceptar con sencillez que todos somos una compleja combinación de luces y
de sombras. El otro no es sólo eso que a mí me molesta. Es mucho más que eso.
Por la misma razón, no le exijo que su amor sea perfecto para valorarlo.
Me ama
como es y como puede, con sus límites, pero que su amor sea imperfecto no
significa que sea falso o que no sea real. Es real, pero limitado y terreno.
Por eso, si le exijo demasiado, me lo hará saber de alguna manera, ya que no
podrá ni aceptará jugar el papel de un ser divino ni estar al servicio de todas
mis necesidades. El amor convive con la imperfección, la disculpa, y sabe
guardar silencio ante los límites del ser amado.
114. Panta
pisteuei, «todo lo cree», por el contexto, no se debe entender «fe» en el
sentido teológico, sino en el sentido corriente de «confianza». No se trata
sólo de no sospechar que el otro esté mintiendo o engañando. Esa confianza
básica reconoce la luz encendida por Dios, que se esconde detrás de la
oscuridad, o la brasa que todavía arde debajo de las cenizas.
115. Esta misma
confianza hace posible una relación de libertad. No es necesario controlar al
otro, seguir minuciosamente sus pasos, para evitar que escape de nuestros
brazos. El amor confía, deja en libertad, renuncia a controlarlo todo, a
poseer, a dominar.
Esa libertad, que hace posible espacios de autonomía,
apertura al mundo y nuevas experiencias, permite que la relación se enriquezca
y no se convierta en un círculo cerrado sin horizontes. Así, los cónyuges, al
reencontrarse, pueden vivir la alegría de compartir lo que han recibido y
aprendido fuera del círculo familiar.
Al mismo tiempo, hace posible la
sinceridad y la transparencia, porque cuando uno sabe que los demás confían en
él y valoran la bondad básica de su ser, entonces sí se muestra tal cual es,
sin ocultamientos. Alguien que sabe que siempre sospechan de él, que lo juzgan
sin compasión, que no lo aman de manera incondicional, preferirá guardar sus
secretos, esconder sus caídas y debilidades, fingir lo que no es.
En cambio,
una familia donde reina una básica y cariñosa confianza, y donde siempre se
vuelve a confiar a pesar de todo, permite que brote la verdadera identidad de
sus miembros, y hace que espontáneamente se rechacen el engaño, la falsedad o
la mentira.
116. Panta
elpízei: no desespera del futuro. Conectado con la palabra anterior, indica
la espera de quien sabe que el otro puede cambiar. Siempre espera que sea
posible una maduración, un sorpresivo brote de belleza, que las potencialidades
más ocultas de su ser germinen algún día. No significa que todo vaya a cambiar
en esta vida. Implica aceptar que algunas cosas no sucedan como uno desea, sino
que quizás Dios escriba derecho con las líneas torcidas de una persona y saque
algún bien de los males que ella no logre superar en esta tierra.
117. Aquí se hace
presente la esperanza en todo su sentido, porque incluye la certeza de una vida
más allá de la muerte. Esa persona, con todas sus debilidades, está llamada a
la plenitud del cielo. Allí, completamente transformada por la resurrección de
Cristo, ya no existirán sus fragilidades, sus oscuridades ni sus patologías.
Allí el verdadero ser de esa persona brillará con toda su potencia de bien y de
hermosura.
Eso también nos permite, en medio de las molestias de esta tierra,
contemplar a esa persona con una mirada sobrenatural, a la luz de la esperanza,
y esperar esa plenitud que un día recibirá en el Reino celestial, aunque ahora
no sea visible.
118. Panta
hypoménei significa que sobrelleva con espíritu positivo todas las
contrariedades. Es mantenerse firme en medio de un ambiente hostil. No consiste
sólo en tolerar algunas cosas molestas, sino en algo más amplio: una
resistencia dinámica y constante, capaz de superar cualquier desafío. Es amor a
pesar de todo, aun cuando todo el contexto invite a otra cosa. Manifiesta una
cuota de heroísmo tozudo, de potencia en contra de toda corriente negativa, una
opción por el bien que nada puede derribar.
Esto me recuerda aquellas palabras
de Martin Luther King, cuando volvía a optar por el amor fraterno aun en medio
de las peores persecuciones y humillaciones: «La persona que más te odia, tiene
algo bueno en él; incluso la nación que más odia, tiene algo bueno en ella;
incluso la raza que más odia, tiene algo bueno en ella.
Y cuando llegas al
punto en que miras el rostro de cada hombre y ves muy dentro de él lo que la
religión llama la “imagen de Dios”, comienzas a amarlo “a pesar de”. No importa
lo que haga, ves la imagen de Dios allí. Hay un elemento de bondad del que
nunca puedes deshacerte [...]
Otra manera para amar a tu enemigo es esta:
cuando se presenta la oportunidad para que derrotes a tu enemigo, ese es el
momento en que debes decidir no hacerlo [...] Cuando te elevas al nivel del
amor, de su gran belleza y poder, lo único que buscas derrotar es los sistemas
malignos. A las personas atrapadas en ese sistema, las amas, pero tratas de
derrotar ese sistema [...]
Odio por odio sólo intensifica la existencia del
odio y del mal en el universo. Si yo te golpeo y tú me golpeas, y te devuelvo
el golpe y tú me lo devuelves, y así sucesivamente, es evidente que se llega
hasta el infinito. Simplemente nunca termina. En algún lugar, alguien debe
tener un poco de sentido, y esa es la persona fuerte. La persona fuerte es la
persona que puede romper la cadena del odio, la cadena del mal [...] Alguien
debe tener suficiente religión y moral para cortarla e inyectar dentro de la
propia estructura del universo ese elemento fuerte y poderoso del amor»[114].
119. En la vida familiar
hace falta cultivar esa fuerza del amor, que permite luchar contra el mal que
la amenaza. El amor no se deja dominar por el rencor, el desprecio hacia las
personas, el deseo de lastimar o de cobrarse algo. El ideal cristiano, y de
modo particular en la familia, es amor a pesar de todo. A veces me admira, por
ejemplo, la actitud de personas que han debido separarse de su cónyuge para protegerse
de la violencia física y, sin embargo, por la caridad conyugal que sabe ir más
allá de los sentimientos, han sido capaces de procurar su bien, aunque sea a
través de otros, en momentos de enfermedad, de sufrimiento o de dificultad. Eso
también es amor a pesar de todo.
120. El himno de san
Pablo, que hemos recorrido, nos permite dar paso a la caridad conyugal. Es el
amor que une a los esposos[115],
santificado, enriquecido e iluminado por la gracia del sacramento del
matrimonio. Es una «unión afectiva»[116],
espiritual y oblativa, pero que recoge en sí la ternura de la amistad y la
pasión erótica, aunque es capaz de subsistir aun cuando los sentimientos y la
pasión se debiliten.
El Papa Pío XI enseñaba que ese amor permea todos los
deberes de la vida conyugal y «tiene cierto principado de nobleza»[117].
Porque ese amor fuerte, derramado por el Espíritu Santo, es reflejo de la
Alianza inquebrantable entre Cristo y la humanidad que culminó en la entrega
hasta el fin, en la cruz: «El Espíritu que infunde el Señor renueva el corazón
y hace al hombre y a la mujer capaces de amarse como Cristo nos amó. El amor
conyugal alcanza de este modo la plenitud a la que está ordenado interiormente,
la caridad conyugal»[118].
121. El matrimonio es un
signo precioso, porque «cuando un hombre y una mujer celebran el sacramento del
matrimonio, Dios, por decirlo así, se “refleja” en ellos, imprime en ellos los
propios rasgos y el carácter indeleble de su amor. El matrimonio es la imagen
del amor de Dios por nosotros.
También Dios, en efecto, es comunión: las tres
Personas del Padre, Hijo y Espíritu Santo viven desde siempre y para siempre en
unidad perfecta. Y es precisamente este el misterio del matrimonio: Dios hace
de los dos esposos una sola existencia»[119].
Esto tiene consecuencias muy concretas y cotidianas, porque los esposos, «en
virtud del sacramento, son investidos de una auténtica misión, para que puedan
hacer visible, a partir de las cosas sencillas, ordinarias, el amor con el que
Cristo ama a su Iglesia, que sigue entregando la vida por ella»[120].
122. Sin embargo, no
conviene confundir planos diferentes: no hay que arrojar sobre dos personas
limitadas el tremendo peso de tener que reproducir de manera perfecta la unión
que existe entre Cristo y su Iglesia, porque el matrimonio como signo implica
«un proceso dinámico, que avanza gradualmente con la progresiva integración de
los dones de Dios»[121].
123. Después del amor
que nos une a Dios, el amor conyugal es la «máxima amistad»[122].
Es una unión que tiene todas las características de una buena amistad: búsqueda
del bien del otro, reciprocidad, intimidad, ternura, estabilidad, y una
semejanza entre los amigos que se va construyendo con la vida compartida.
Pero
el matrimonio agrega a todo ello una exclusividad indisoluble, que se expresa
en el proyecto estable de compartir y construir juntos toda la existencia.
Seamos sinceros y reconozcamos las señales de la realidad: quien está enamorado
no se plantea que esa relación pueda ser sólo por un tiempo; quien vive
intensamente la alegría de casarse no está pensando en algo pasajero; quienes
acompañan la celebración de una unión llena de amor, aunque frágil, esperan que
pueda perdurar en el tiempo; los hijos no sólo quieren que sus padres se amen,
sino también que sean fieles y sigan siempre juntos.
Estos y otros signos
muestran que en la naturaleza misma del amor conyugal está la apertura a lo
definitivo. La unión que cristaliza en la promesa matrimonial para siempre, es
más que una formalidad social o una tradición, porque arraiga en las
inclinaciones espontáneas de la persona humana. Y, para los creyentes, es una
alianza ante Dios que reclama fidelidad: «El Señor es testigo entre tú y la
esposa de tu juventud, a la que tú traicionaste, siendo que era tu compañera,
la mujer de tu alianza [...] No traiciones a la esposa de tu juventud. Pues yo
odio el repudio» (Ml 2,14.15-16).
124. Un amor débil o
enfermo, incapaz de aceptar el matrimonio como un desafío que requiere luchar,
renacer, reinventarse y empezar siempre de nuevo hasta la muerte, no puede
sostener un nivel alto de compromiso. Cede a la cultura de lo provisorio, que
impide un proceso constante de crecimiento.
Pero «prometer un amor para siempre
es posible cuando se descubre un plan que sobrepasa los propios proyectos, que
nos sostiene y nos permite entregar totalmente nuestro futuro a la persona
amada»[123].
Que ese amor pueda atravesar todas las pruebas y mantenerse fiel en contra de
todo, supone el don de la gracia que lo fortalece y lo eleva.
Como decía san
Roberto Belarmino: «El hecho de que uno solo se una con una sola en un lazo
indisoluble, de modo que no puedan separarse, cualesquiera sean las
dificultades, y aun cuando se haya perdido la esperanza de la prole, esto no
puede ocurrir sin un gran misterio»[124].
125. El matrimonio,
además, es una amistad que incluye las notas propias de la pasión, pero
orientada siempre a una unión cada vez más firme e intensa. Porque «no ha sido
instituido solamente para la procreación» sino para que el amor mutuo «se
manifieste, progrese y madure según un orden recto»[125].
Esta amistad peculiar entre un hombre y una mujer adquiere un carácter
totalizante que sólo se da en la unión conyugal.
Precisamente por ser
totalizante, esta unión también es exclusiva, fiel y abierta a la generación.
Se comparte todo, aun la sexualidad, siempre con el respeto recíproco. El
Concilio Vaticano II lo expresó diciendo que «un tal amor, asociando a la vez lo
humano y lo divino, lleva a los esposos a un don libre y mutuo de sí mismos,
comprobado por sentimientos y actos de ternura, e impregna toda su vida»[126].
Notas a pei de página:
[114] Sermón en la
iglesia Bautista de la Avenida Dexter, Montgomery, Alabama, 17 de noviembre
de 1957.
[115] Santo Tomás de
Aquino entiende el amor como « vis unitiva» ( Summa
Theologiae I, a. 20, 1, ad 3), retomando una expresión de Dionisio Ps.
Areopagita ( De divinis nominibus, 4, 12: PG, 709).
[119] Catequesis (2 abril 2014): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 4 de abril de 2014, p. 16.
[122] Tomás de
Aquino, Summa contra Gentiles, III, 123; cf. Aristóteles, Ética
a Nicómaco, 8, 12 (ed. Bywater, Oxford 1984), 174.
[124] De
sacramento matrimonii, 1, 2: en Id., Disputationes, III,
5, 3 (ed. Giuliano, Nápoles 1858), 778.
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