« Os habéis acercado a la sangre de la aspersión » (cf. Hb 12, 22.24):
signos de esperanza y llamada al compromiso
signos de esperanza y llamada al compromiso
25. « Se oye la sangre de tu hermano clamar a mí desde el suelo » (Gn 4,
10). No es sólo la sangre de Abel, el primer inocente asesinado, que clama a
Dios, fuente y defensor de la vida. También la sangre de todo hombre asesinado
después de Abel es un clamor que se eleva al Señor.
De una forma absolutamente
única, clama a Dios la sangre de Cristo, de quien Abel en su
inocencia es figura profética, como nos recuerda el autor de la Carta a los
Hebreos: « Vosotros, en cambio, os habéis acercado al monte Sión, a la ciudad
del Dios vivo... al mediador de una Nueva Alianza, y a la aspersión
purificadora de una sangre que habla mejor que la de Abel » (12, 22.24).
Es la sangre de la aspersión. De ella había sido símbolo y
signo anticipador la sangre de los sacrificios de la Antigua Alianza, con los
que Dios manifestaba la voluntad de comunicar su vida a los hombres,
purificándolos y consagrándolos (cf. Ex 24, 8; Lv 17,
11). Ahora, todo esto se cumple y verifica en Cristo: la suya es la sangre de
la aspersión que redime, purifica y salva; es la sangre del mediador de la
Nueva Alianza « derramada por muchos para perdón de los pecados » (Mt 26,
28).
Esta sangre, que brota del costado abierto de Cristo en la cruz (cf. Jn 19,
34), « habla mejor que la de Abel »; en efecto, expresa y exige una « justicia
» más profunda, pero sobre todo implora misericordia, 19 se
hace ante el Padre intercesora por los hermanos (cf. Hb 7,
25), es fuente de redención perfecta y don de vida nueva.
La sangre de Cristo, mientras revela la grandeza del amor del
Padre, manifiesta qué precioso es el hombre a los ojos de Dios y qué
inestimable es el valor de su vida.
Nos lo recuerda el apóstol Pedro:
« Sabéis que habéis sido rescatados de la conducta necia heredada de vuestros
padres, no con algo caduco, oro o plata, sino con una sangre preciosa, como de
cordero sin tacha y sin mancilla, Cristo » (1 Pe 1, 18-19).
Precisamente contemplando la sangre preciosa de Cristo, signo de su entrega de
amor (cf. Jn 13, 1), el creyente aprende a reconocer y
apreciar la dignidad casi divina de todo hombre y puede exclamar con nuevo y
grato estupor: « ¡Qué valor debe tener el hombre a los ojos del Creador, si ha
"merecido tener tan gran Redentor" (Himno Exsultet de
la Vigilia pascual), si "Dios ha dado a su Hijo", a fin de que él, el
hombre, "no muera sino que tenga la vida eterna" (cf. Jn 3,
16)! ».20
Además, la sangre de Cristo manifiesta al hombre que su grandeza, y por
tanto su vocación, consiste en el don sincero de sí mismo. Precisamente
porque se derrama como don de vida, la sangre de Cristo ya no es signo de
muerte, de separación definitiva de los hermanos, sino instrumento de una
comunión que es riqueza de vida para todos.
Quien bebe esta sangre en el
sacramento de la Eucaristía y permanece en Jesús (cf. Jn 6,
56) queda comprometido en su mismo dinamismo de amor y de entrega de la vida,
para llevar a plenitud la vocación originaria al amor, propia de todo hombre
(cf. Jn 1, 27; 2, 18-24).
Es en la sangre de Cristo donde todos los hombres encuentran la
fuerza para comprometerse en favor de la vida. Esta sangre es
justamente el motivo más grande de esperanza, más aún, es el fundamento
de la absoluta certeza de que según el designio divino la vida vencerá. «
No habrá ya muerte », exclama la voz potente que sale del trono de Dios en la
Jerusalén celestial (Ap 21, 4).
Y san Pablo nos asegura que la
victoria actual sobre el pecado es signo y anticipo de la victoria definitiva
sobre la muerte, cuando « se cumplirá la palabra que está escrita: "La
muerte ha sido devorada en la victoria. ¿Dónde está, oh muerte, tu victoria?
¿Dónde está, oh muerte, tu aguijón?" » (1 Cor 15, 54-55).
26. En realidad, no faltan signos que anticipan esta victoria en nuestras
sociedades y culturas, a pesar de estar fuertemente marcadas por la « cultura de
la muerte ». Se daría, por tanto, una imagen unilateral, que podría inducir a
un estéril desánimo, si junto con la denuncia de las amenazas contra la vida no
se presentan los signos positivos que se dan en la situación
actual de la humanidad.
Desgraciadamente, estos signos positivos encuentran a menudo dificultad
para manifestarse y ser reconocidos, tal vez también porque no encuentran una
adecuada atención en los medios de comunicación social. Pero, ¡cuántas
iniciativas de ayuda y apoyo a las personas más débiles e indefensas han
surgido y continúan surgiendo en la comunidad cristiana y en la sociedad civil,
a nivel local, nacional e internacional, promovidas por individuos, grupos,
movimientos y organizaciones diversas!
Son todavía muchos los esposos que, con generosa
responsabilidad, saben acoger a los hijos como « el don más excelente del
matrimonio ».21 No
faltan familias que, además de su servicio cotidiano a la
vida, acogen a niños abandonados, a muchachos y jóvenes en dificultad, a
personas minusválidas, a ancianos solos. No pocos centros de ayuda a la
vida, o instituciones análogas, están promovidos por personas y grupos
que, con admirable dedicación y sacrificio, ofrecen un apoyo moral y material a
madres en dificultad, tentadas de recurrir al aborto.
También surgen y se
difunden grupos de voluntarios dedicados a dar hospitalidad a
quienes no tienen familia, se encuentran en condiciones de particular penuria o
tienen necesidad de hallar un ambiente educativo que les ayude a superar
comportamientos destructivos y a recuperar el sentido de la vida.
La medicina, impulsada con gran dedicación por
investigadores y profesionales, persiste en su empeño por encontrar remedios
cada vez más eficaces: resultados que hace un tiempo eran del todo impensables
y capaces de abrir prometedoras perspectivas se obtienen hoy para la vida
naciente, para las personas que sufren y los enfermos en fase aguda o terminal.
Distintos entes y organizaciones se movilizan para llevar, incluso a los países
más afectados por la miseria y las enfermedades endémicas, los beneficios de la
medicina más avanzada. Así, asociaciones nacionales e internacionales de
médicos se mueven oportunamente para socorrer a las poblaciones probadas por
calamidades naturales, epidemias o guerras.
Aunque una verdadera justicia
internacional en la distribución de los recursos médicos está aún lejos de su
plena realización, ¿cómo no reconocer en los pasos dados hasta ahora el signo
de una creciente solidaridad entre los pueblos, de una apreciable sensibilidad
humana y moral y de un mayor respeto por la vida?
27. Frente a legislaciones que han permitido el aborto y a tentativas,
surgidas aquí y allá, de legalizar la eutanasia, han aparecido en todo el
mundo movimientos e iniciativas de sensibilización social en favor de
la vida. Cuando, conforme a su auténtica inspiración, actúan con
determinada firmeza pero sin recurrir a la violencia, estos movimientos
favorecen una toma de conciencia más difundida y profunda del valor de la vida,
solicitando y realizando un compromiso más decisivo por su defensa.
¿Cómo no recordar, además, todos estos gestos cotidianos de
acogida, sacrificio y cuidado desinteresado que un número incalculable
de personas realiza con amor en las familias, hospitales, orfanatos,
residencias de ancianos y en otros centros o comunidades, en defensa de la
vida?
La Iglesia, dejándose guiar por el ejemplo de Jesús « buen samaritano »
(cf. Lc 10, 29-37) y sostenida por su fuerza, siempre ha
estado en la primera línea de la caridad: tantos de sus hijos e hijas,
especialmente religiosas y religiosos, con formas antiguas y siempre nuevas,
han consagrado y continúan consagrando su vida a Dios ofreciéndola por amor al
prójimo más débil y necesitado.
Estos gestos construyen en lo profundo la «
civilización del amor y de la vida », sin la cual la existencia de las personas
y de la sociedad pierde su significado más auténticamente humano. Aunque nadie
los advierta y permanezcan escondidos a la mayoría, la fe asegura que el Padre,
« que ve en lo secreto » (Mt 6, 4), no sólo sabrá recompensarlos,
sino que ya desde ahora los hace fecundos con frutos duraderos para todos.
Entre los signos de esperanza se da también el incremento, en muchos
estratos de la opinión pública, de una nueva sensibilidad cada vez más
contraria a la guerra como instrumento de solución de los conflictos
entre los pueblos, y orientada cada vez más a la búsqueda de medios eficaces,
pero « no violentos », para frenar la agresión armada.
Además, en este mismo
horizonte se da la aversión cada vez más difundida en la opinión
pública a la pena de muerte, incluso como instrumento de « legítima
defensa » social, al considerar las posibilidades con las que cuenta una
sociedad moderna para reprimir eficazmente el crimen de modo que, neutralizando
a quien lo ha cometido, no se le prive definitivamente de la posibilidad de
redimirse.
También se debe considerar positivamente una mayor atención a la calidad
de vida y a la ecología, que se registra sobre todo
en las sociedades más desarrolladas, en las que las expectativas de las
personas no se centran tanto en los problemas de la supervivencia cuanto más
bien en la búsqueda de una mejora global de las condiciones de vida.
Particularmente significativo es el despertar de una reflexión ética sobre la
vida. Con el nacimiento y desarrollo cada vez más extendido de la bioética se
favorece la reflexión y el diálogo —entre creyentes y no creyentes, así como
entre creyentes de diversas religiones— sobre problemas éticos, incluso
fundamentales, que afectan a la vida del hombre.
28. Este horizonte de luces y sombras debe hacernos a todos plenamente
conscientes de que estamos ante un enorme y dramático choque entre el bien y el
mal, la muerte y la vida, la « cultura de la muerte » y la « cultura de la vida
». Estamos no sólo « ante », sino necesariamente « en medio » de este
conflicto: todos nos vemos implicados y obligados a participar, con la
responsabilidad ineludible de elegir incondicionalmente en favor de la
vida.
También para nosotros resuena clara y fuerte la invitación a Moisés: «
Mira, yo pongo hoy ante ti vida y felicidad, muerte y desgracia...; te pongo
delante vida o muerte, bendición o maldición. Escoge la vida, para que
vivas, tú y tu descendencia » (Dt 30, 15.19). Es una
invitación válida también para nosotros, llamados cada día a tener que decidir
entre la « cultura de la vida » y la « cultura de la muerte ». Pero la llamada
del Deuteronomio es aún más profunda, porque nos apremia a una opción
propiamente religiosa y moral.
Se trata de dar a la propia existencia una
orientación fundamental y vivir en fidelidad y coherencia con la Ley del Señor:
« Yo te prescribo hoy que ames al Señor tu Dios, que sigas
sus caminos y guardes sus mandamientos, preceptos y
normas... Escoge la vida, para que vivas, tú y tu descendencia, amando al Señor
tu Dios, escuchando su voz, viviendo unido a él; pues en eso está tu
vida, así como la prolongación de tus días » (30, 16.19-20).
La opción incondicional en favor de la vida alcanza plenamente su
significado religioso y moral cuando nace, viene plasmada y es alimentada por
la fe en Cristo. Nada ayuda tanto a afrontar positivamente el
conflicto entre la muerte y la vida, en el que estamos inmersos, como la fe en
el Hijo de Dios que se ha hecho hombre y ha venido entre los hombres « para que
tengan vida y la tengan en abundancia » (Jn 10, 10): es la fe
en el Resucitado, que ha vencido la muerte; es la fe en la sangre de
Cristo « que habla mejor que la de Abel » (Hb 12, 24).
Por tanto, a la luz y con la fuerza de esta fe, y ante los desafíos de la
situación actual, la Iglesia toma más viva conciencia de la gracia y de la
responsabilidad que recibe de su Señor para anunciar, celebrar y servir
al Evangelio de la vida.
Notas a pie de página: