304. Es mezquino
detenerse sólo a considerar si el obrar de una persona responde o no a una ley
o norma general, porque eso no basta para discernir y asegurar una plena
fidelidad a Dios en la existencia concreta de un ser humano. Ruego
encarecidamente que recordemos siempre algo que enseña santo Tomás de Aquino, y
que aprendamos a incorporarlo en el discernimiento pastoral: «Aunque en los
principios generales haya necesidad, cuanto más se afrontan las cosas
particulares, tanta más indeterminación hay [...] En el ámbito de la acción, la
verdad o la rectitud práctica no son lo mismo en todas las aplicaciones
particulares, sino solamente en los principios generales; y en aquellos para
los cuales la rectitud es idéntica en las propias acciones, esta no es
igualmente conocida por todos [...] Cuanto más se desciende a lo particular,
tanto más aumenta la indeterminación»[347].
Es verdad que las normas generales presentan un bien que nunca se debe
desatender ni descuidar, pero en su formulación no pueden abarcar absolutamente
todas las situaciones particulares. Al mismo tiempo, hay que decir que,
precisamente por esa razón, aquello que forma parte de un discernimiento
práctico ante una situación particular no puede ser elevado a la categoría de
una norma. Ello no sólo daría lugar a una casuística insoportable, sino que
pondría en riesgo los valores que se deben preservar con especial cuidado[348].
305. Por ello, un pastor
no puede sentirse satisfecho sólo aplicando leyes morales a quienes viven en
situaciones «irregulares», como si fueran piedras que se lanzan sobre la vida
de las personas. Es el caso de los corazones cerrados, que suelen esconderse
aun detrás de las enseñanzas de la Iglesia «para sentarse en la cátedra de
Moisés y juzgar, a veces con superioridad y superficialidad, los casos
difíciles y las familias heridas»[349].
En esta misma línea se expresó la Comisión Teológica Internacional: «La ley
natural no debería ser presentada como un conjunto ya constituido de reglas que
se imponen a priori al sujeto moral, sino que es más bien una
fuente de inspiración objetiva para su proceso, eminentemente personal, de toma
de decisión»[350].
A causa de los condicionamientos o factores atenuantes, es posible que, en
medio de una situación objetiva de pecado —que no sea subjetivamente culpable o
que no lo sea de modo pleno— se pueda vivir en gracia de Dios, se pueda amar, y
también se pueda crecer en la vida de la gracia y la caridad, recibiendo para
ello la ayuda de la Iglesia[351].
El discernimiento debe ayudar a encontrar los posibles caminos de
respuesta a Dios y de crecimiento en medio de los límites. Por creer que todo
es blanco o negro a veces cerramos el camino de la gracia y del crecimiento, y
desalentamos caminos de santificación que dan gloria a Dios. Recordemos que «un
pequeño paso, en medio de grandes límites humanos, puede ser más agradable a
Dios que la vida exteriormente correcta de quien transcurre sus días sin
enfrentar importantes dificultades»[352].
La pastoral concreta de los ministros y de las comunidades no puede dejar de
incorporar esta realidad.
306. En cualquier
circunstancia, ante quienes tengan dificultades para vivir plenamente la ley
divina, debe resonar la invitación a recorrer la via caritatis. La
caridad fraterna es la primera ley de los cristianos (cf. Jn 15,12; Ga 5,14).
No olvidemos la promesa de las Escrituras: «Mantened un amor intenso entre
vosotros, porque el amor tapa multitud de pecados» (1 P 4,8);
«expía tus pecados con limosnas, y tus delitos socorriendo los pobres» (Dn 4,24).
«El agua apaga el fuego ardiente y la limosna perdona los pecados» (Si 3,30).
Es también lo que enseña san Agustín: «Así como, en peligro de incendio,
correríamos a buscar agua para apagarlo [...] del mismo modo, si de nuestra
paja surgiera la llama del pecado, y por eso nos turbamos, cuando se nos
ofrezca la ocasión de una obra llena de misericordia, alegrémonos de ella como
si fuera una fuente que se nos ofrezca en la que podamos sofocar el incendio»[353].
307. Para evitar
cualquier interpretación desviada, recuerdo que de ninguna manera la
Iglesia debe renunciar a proponer el ideal pleno del matrimonio, el proyecto de
Dios en toda su grandeza: «Es preciso alentar a los jóvenes bautizados a no
dudar ante la riqueza que el sacramento del matrimonio procura a sus proyectos de
amor, con la fuerza del sostén que reciben de la gracia de Cristo y de la
posibilidad de participar plenamente en la vida de la Iglesia»[354].
La tibieza, cualquier forma de relativismo, o un excesivo respeto a la hora de
proponerlo, serían una falta de fidelidad al Evangelio y también una falta de
amor de la Iglesia hacia los mismos jóvenes. Comprender las situaciones
excepcionales nunca implica ocultar la luz del ideal más pleno ni proponer
menos que lo que Jesús ofrece al ser humano. Hoy, más importante que una
pastoral de los fracasos es el esfuerzo pastoral para consolidar los matrimonios
y así prevenir las rupturas.
308. Pero de nuestra
conciencia del peso de las circunstancias atenuantes —psicológicas, históricas
e incluso biológicas— se sigue que, «sin disminuir el valor del ideal
evangélico, hay que acompañar con misericordia y paciencia las etapas posibles
de crecimiento de las personas que se van construyendo día a día», dando lugar
a «la misericordia del Señor que nos estimula a hacer el bien posible»[355].
Comprendo a quienes prefieren una pastoral más rígida que no dé lugar a
confusión alguna. Pero creo sinceramente que Jesucristo quiere una Iglesia
atenta al bien que el Espíritu derrama en medio de la fragilidad: una Madre
que, al mismo tiempo que expresa claramente su enseñanza objetiva, «no renuncia
al bien posible, aunque corra el riesgo de mancharse con el barro del camino»[356].
Los pastores, que proponen a los fieles el ideal pleno del Evangelio y la
doctrina de la Iglesia, deben ayudarles también a asumir la lógica de la
compasión con los frágiles y a evitar persecuciones o juicios demasiado duros o
impacientes. El mismo Evangelio nos reclama que no juzguemos ni
condenemos (cf. Mt 7,1; Lc 6,37).
Jesús
«espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que
nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que
aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros
y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos
complica maravillosamente»[357].
309. Es providencial que
estas reflexiones se desarrollen en el contexto de un Año Jubilar dedicado a la
misericordia, porque también frente a las más diversas situaciones que afectan
a la familia, «la Iglesia tiene la misión de anunciar la misericordia de Dios,
corazón palpitante del Evangelio, que por su medio debe alcanzar la mente y el
corazón de toda persona.
La Esposa de Cristo hace suyo el comportamiento del
Hijo de Dios que sale a encontrar a todos, sin excluir ninguno»[358].
Sabe bien que Jesús mismo se presenta como Pastor de cien ovejas, no de noventa
y nueve. Las quiere todas. A partir de esta consciencia, se hará posible que «a
todos, creyentes y lejanos, pueda llegar el bálsamo de la misericordia como
signo del Reino de Dios que está ya presente en medio de nosotros»[359].
310. No podemos olvidar
que «la misericordia no es sólo el obrar del Padre, sino que ella se convierte
en el criterio para saber quiénes son realmente sus verdaderos
hijos. Así entonces, estamos llamados a vivir de misericordia, porque a
nosotros en primer lugar se nos ha aplicado misericordia»[360].
No es una propuesta romántica o una respuesta débil ante el amor de Dios, que
siempre quiere promover a las personas, ya que «la misericordia es la viga
maestra que sostiene la vida de la Iglesia. Todo en su acción pastoral debería
estar revestido por la ternura con la que se dirige a los creyentes; nada en su
anuncio y en su testimonio hacia el mundo puede carecer de misericordia»[361].
Es verdad que a veces «nos comportamos como controladores de la gracia y no
como facilitadores. Pero la Iglesia no es una aduana, es la casa paterna donde
hay lugar para cada uno con su vida a cuestas»[362].
311. La enseñanza de la
teología moral no debería dejar de incorporar estas consideraciones, porque, si
bien es verdad que hay que cuidar la integridad de la enseñanza moral de la
Iglesia, siempre se debe poner especial cuidado en destacar y alentar los
valores más altos y centrales del Evangelio[363],
particularmente el primado de la caridad como respuesta a la iniciativa
gratuita del amor de Dios.
A veces nos cuesta mucho dar lugar en la pastoral al
amor incondicional de Dios[364].
Ponemos tantas condiciones a la misericordia que la vaciamos de sentido
concreto y de significación real, y esa es la peor manera de licuar el
Evangelio. Es verdad, por ejemplo, que la misericordia no excluye la justicia y
la verdad, pero ante todo tenemos que decir que la misericordia es la plenitud
de la justicia y la manifestación más luminosa de la verdad de Dios. Por ello,
siempre conviene considerar «inadecuada cualquier concepción teológica que en
último término ponga en duda la omnipotencia de Dios y, en especial, su misericordia»[365].
312. Esto nos otorga un
marco y un clima que nos impide desarrollar una fría moral de escritorio al
hablar sobre los temas más delicados, y nos sitúa más bien en el contexto de un
discernimiento pastoral cargado de amor misericordioso, que siempre se inclina
a comprender, a perdonar, a acompañar, a esperar, y sobre todo a integrar. Esa
es la lógica que debe predominar en la Iglesia, para «realizar la experiencia
de abrir el corazón a cuantos viven en las más contradictorias periferias
existenciales»[366].
Invito a los fieles que están viviendo situaciones complejas, a que se acerquen
con confianza a conversar con sus pastores o con laicos que viven entregados al
Señor. No siempre encontrarán en ellos una confirmación de sus propias ideas o
deseos, pero seguramente recibirán una luz que les permita comprender mejor lo
que les sucede y podrán descubrir un camino de maduración personal. E invito a
los pastores a escuchar con afecto y serenidad, con el deseo sincero de entrar
en el corazón del drama de las personas y de comprender su punto de vista, para
ayudarles a vivir mejor y a reconocer su propio lugar en la Iglesia.
ESPIRITUALIDAD MATRIMONIAL Y FAMILIAR
313. La caridad adquiere
matices diferentes, según el estado de vida al cual cada uno haya sido llamado.
Hace ya varias décadas, cuando el Concilio Vaticano II se refería al apostolado
de los laicos, destacaba la espiritualidad que brota de la vida familiar. Decía
que la espiritualidad de los laicos «debe asumir características peculiares por
razón del estado de matrimonio y de familia»[367] y
que las preocupaciones familiares no deben ser algo ajeno «a su estilo de vida
espiritual»[368].
Entonces vale la pena que nos detengamos brevemente a describir algunas notas
fundamentales de esta espiritualidad específica que se desarrolla en el
dinamismo de las relaciones de la vida familiar.
314. Siempre hemos
hablado de la inhabitación divina en el corazón de la persona que vive en
gracia. Hoy podemos decir también que la Trinidad está presente en el templo de
la comunión matrimonial. Así como habita en las alabanzas de su pueblo
(cf. Sal22,4), vive íntimamente en el amor conyugal que le da
gloria.
315. La presencia del
Señor habita en la familia real y concreta, con todos sus sufrimientos, luchas,
alegrías e intentos cotidianos. Cuando se vive en familia, allí es difícil
fingir y mentir, no podemos mostrar una máscara. Si el amor anima
esa autenticidad, el Señor reina allí con su gozo y su paz. La espiritualidad
del amor familiar está hecha de miles de gestos reales y concretos. En esa
variedad de dones y de encuentros que maduran la comunión, Dios tiene su
morada. Esa entrega asocia «a la vez lo humano y lo divino»[369],
porque está llena del amor de Dios. En definitiva, la
espiritualidad matrimonial es una espiritualidad del vínculo habitado por el
amor divino.
316. Una comunión
familiar bien vivida es un verdadero camino de santificación en la vida
ordinaria y de crecimiento místico, un medio para la unión íntima con Dios.
Porque las exigencias fraternas y comunitarias de la vida en familia son una
ocasión para abrir más y más el corazón, y eso hace posible un encuentro con el
Señor cada vez más pleno.
Dice la Palabra de Dios que «quien aborrece a su
hermano está en las tinieblas» (1 Jn 2,11), «permanece en la
muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1 Jn4,8). Mi
predecesor Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo nos
convierte también en ciegos ante Dios»[370],
y que el amor es en el fondo la única luz que «ilumina constantemente a un
mundo oscuro»[371].
Sólo «si nos amamos unos a otros, Dios permanece en nosotros, y su amor ha
llegado en nosotros a su plenitud» (1 Jn 4,12). Puesto que «la
persona humana tiene una innata y estructural dimensión social»[372],
y «la expresión primera y originaria de la dimensión social de la persona es el
matrimonio y la familia»[373],
la espiritualidad se encarna en la comunión familiar. Entonces, quienes tienen
hondos deseos espirituales no deben sentir que la familia los aleja del
crecimiento en la vida del Espíritu, sino que es un camino que el Señor utiliza
para llevarles a las cumbres de la unión mística.
317. Si la familia logra
concentrarse en Cristo, él unifica e ilumina toda la vida familiar. Los dolores
y las angustias se experimentan en comunión con la cruz del Señor, y el abrazo
con él permite sobrellevar los peores momentos. En los días amargos de la
familia hay una unión con Jesús abandonado que puede evitar una ruptura.
Las
familias alcanzan poco a poco, «con la gracia del Espíritu Santo, su santidad a
través de la vida matrimonial, participando también en el misterio de la cruz
de Cristo, que transforma las dificultades y sufrimientos en una ofrenda de
amor»[374].
Por otra parte, los momentos de gozo, el descanso o la fiesta, y aun la
sexualidad, se experimentan como una participación en la vida plena de su
Resurrección. Los cónyuges conforman con diversos gestos cotidianos ese
«espacio teologal en el que se puede experimentar la presencia
mística del Señor resucitado»[375].
318. La oración en
familia es un medio privilegiado para expresar y fortalecer esta fe pascual[376].
Se pueden encontrar unos minutos cada día para estar unidos ante el Señor vivo,
decirle las cosas que preocupan, rogar por las necesidades familiares, orar por
alguno que esté pasando un momento difícil, pedirle ayuda para amar, darle
gracias por la vida y por las cosas buenas, pedirle a la Virgen que proteja con
su manto de madre. Con palabras sencillas, ese momento de oración puede hacer
muchísimo bien a la familia. Las diversas expresiones de la piedad popular son
un tesoro de espiritualidad para muchas familias.
El camino comunitario de
oración alcanza su culminación participando juntos de la Eucaristía,
especialmente en medio del reposo dominical. Jesús llama a la puerta de la
familia para compartir con ella la cena eucarística (cf. Ap 3,20). Allí,
los esposos pueden volver siempre a sellar la alianza pascual que los ha unido
y que refleja la Alianza que Dios selló con la humanidad en la CRUZ[377].
La Eucaristía es el sacramento de la nueva Alianza donde se actualiza la acción
redentora de Cristo (cf. Lc 22,20). Así se advierten los lazos
íntimos que existen entre la vida matrimonial y la Eucaristía[378].
El alimento de la Eucaristía es fuerza y estímulo para vivir cada día la
alianza matrimonial como «iglesia doméstica»[379].
319. En el matrimonio se
vive también el sentido de pertenecer por completo sólo a una persona. Los
esposos asumen el desafío y el anhelo de envejecer y desgastarse juntos y así
reflejan la fidelidad de Dios. Esta firme decisión, que marca un estilo de
vida, es una «exigencia interior del pacto de amor conyugal»[380],
porque «quien no se decide a querer para siempre, es difícil que pueda amar de
veras un solo día»[381].
Pero esto no tendría sentido espiritual si se tratara sólo de una ley vivida
con resignación. Es una pertenencia del corazón, allí donde sólo Dios ve
(cf. Mt 5,28). Cada mañana, al levantarse, se vuelve a tomar
ante Dios esta decisión de fidelidad, pase lo que pase a lo largo de la
jornada. Y cada uno, cuando va a dormir, espera levantarse para continuar esta
aventura, confiando en la ayuda del Señor. Así, cada cónyuge es para el otro
signo e instrumento de la cercanía del Señor, que no nos deja solos: «Yo estoy
con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo» (Mt 28,20).
320. Hay un punto donde
el amor de la pareja alcanza su mayor liberación y se convierte en un espacio
de sana autonomía: cuando cada uno descubre que el otro no es suyo, sino que
tiene un dueño mucho más importante, su único Señor. Nadie más puede pretender
tomar posesión de la intimidad más personal y secreta del ser amado y sólo él
puede ocupar el centro de su vida.
Al mismo tiempo, el principio de realismo
espiritual hace que el cónyuge ya no pretenda que el otro sacie completamente
sus necesidades. Es preciso que el camino espiritual de cada uno —como bien
indicaba Dietrich Bonhoeffer— le ayude a «desilusionarse» del otro[382],
a dejar de esperar de esa persona lo que sólo es propio del amor de Dios. Esto
exige un despojo interior. El espacio exclusivo que cada uno de los cónyuges
reserva a su trato solitario con Dios, no sólo permite sanar las heridas de la
convivencia, sino que posibilita encontrar en el amor de Dios el sentido de la
propia existencia. Necesitamos invocar cada día la acción del Espíritu para que
esta libertad interior sea posible.
321. «Los esposos
cristianos son mutuamente para sí, para sus hijos y para los restantes
familiares, cooperadores de la gracia y testigos de la fe»[383].
Dios los llama a engendrar y a cuidar. Por eso mismo, la familia «ha sido
siempre el “hospital” más cercano»[384].
Curémonos, contengámonos y estimulémonos unos a otros, y vivámoslo como parte
de nuestra espiritualidad familiar.
La vida en pareja es una participación en
la obra fecunda de Dios, y cada uno es para el otro una permanente provocación
del Espíritu. El amor de Dios se expresa «a través de las palabras vivas y
concretas con que el hombre y la mujer se declaran su amor conyugal»[385].
Así, los dos son entre sí reflejos del amor divino que consuela con la palabra,
la mirada, la ayuda, la caricia, el abrazo. Por eso, «querer formar una familia
es animarse a ser parte del sueño de Dios, es animarse a soñar con él, es
animarse a construir con él, es animarse a jugarse con él esta historia de
construir un mundo donde nadie se sienta solo»[386].
322. Toda la vida de la familia es un «pastoreo» misericordioso. Cada uno, con cuidado, pinta y escribe
en la vida del otro: «Vosotros sois nuestra carta, escrita en nuestros
corazones [...] no con tinta, sino con el Espíritu de Dios vivo» (2 Co 3,2-3).
Cada uno es un «pescador de hombres» (Lc 5,10) que, en el nombre de
Jesús, «echa las redes» (cf. Lc 5,5) en los demás, o un
labrador que trabaja en esa tierra fresca que son sus seres amados, estimulando
lo mejor de ellos. La fecundidad matrimonial implica promover, porque «amar a
un ser es esperar de él algo indefinible e imprevisible; y es, al mismo tiempo,
proporcionarle de alguna manera el medio de responder a esta espera»[387].
Esto es un culto a Dios, porque es él quien sembró muchas cosas buenas en los
demás esperando que las hagamos crecer.
323. Es una honda
experiencia espiritual contemplar a cada ser querido con los ojos de Dios y
reconocer a Cristo en él. Esto reclama una disponibilidad gratuita que permita
valorar su dignidad. Se puede estar plenamente presente ante el otro si uno se
entrega «porque sí», olvidando todo lo que hay alrededor.
El ser amado merece
toda la atención. Jesús era un modelo porque, cuando alguien se acercaba a
conversar con él, detenía su mirada, miraba con amor (cf. Mc 10,21).
Nadie se sentía desatendido en su presencia, ya que sus palabras y gestos eran
expresión de esta pregunta: «¿Qué quieres que haga por ti?» (Mc 10,51).
Eso se vive en medio de la vida cotidiana de la familia. Allí recordamos que
esa persona que vive con nosotros lo merece todo, ya que posee una dignidad
infinita por ser objeto del amor inmenso del Padre. Así brota la ternura, capaz
de «suscitar en el otro el gozo de sentirse amado. Se expresa, en particular,
al dirigirse con atención exquisita a los límites del otro, especialmente
cuando se presentan de manera evidente»[388].
324. Bajo el impulso del
Espíritu, el núcleo familiar no sólo acoge la vida generándola en su propio
seno, sino que se abre, sale de sí para derramar su bien en otros, para
cuidarlos y buscar su felicidad. Esta apertura se expresa particularmente en la
hospitalidad[389],
alentada por la Palabra de Dios de un modo sugestivo: «no olvidéis la
hospitalidad: por ella algunos, sin saberlo, hospedaron a ángeles» (Hb 13,2).
Cuando la familia acoge y sale hacia los demás, especialmente hacia los pobres
y abandonados, es «símbolo, testimonio y participación de la maternidad de la
Iglesia»[390].
El amor social, reflejo de la Trinidad, es en realidad lo que
unifica el sentido espiritual de la familia y su misión fuera de sí, porque
hace presente el kerygma con todas sus exigencias
comunitarias. La familia vive su espiritualidad propia siendo al mismo tiempo
una iglesia doméstica y una célula vital para transformar el mundo[391].
* * *
325. Las palabras del
Maestro (cf. Mt 22,30) y las de san Pablo (cf. 1 Co 7,29-31)
sobre el matrimonio, están insertas —no casualmente— en la dimensión última y
definitiva de nuestra existencia, que necesitamos recuperar. De ese modo, los
matrimonios podrán reconocer el sentido del camino que están recorriendo.
Porque, como recordamos varias veces en esta Exhortación, ninguna familia es
una realidad celestial y confeccionada de una vez para siempre, sino que
requiere una progresiva maduración de su capacidad de amar.
Hay un llamado
constante que viene de la comunión plena de la Trinidad, de la unión preciosa
entre Cristo y su Iglesia, de esa comunidad tan bella que es la familia de
Nazaret y de la fraternidad sin manchas que existe entre los santos del cielo.
Pero además, contemplar la plenitud que todavía no alcanzamos, nos permite
relativizar el recorrido histórico que estamos haciendo como familias, para
dejar de exigir a las relaciones interpersonales una perfección, una pureza de
intenciones y una coherencia que sólo podremos encontrar en el Reino
definitivo. También nos impide juzgar con dureza a quienes viven en condiciones
de mucha fragilidad.
Todos estamos llamados a mantener viva la tensión hacia un
más allá de nosotros mismos y de nuestros límites, y cada familia debe vivir en
ese estímulo constante. Caminemos familias, sigamos caminando. Lo que se nos
promete es siempre más. No desesperemos por nuestros límites, pero tampoco
renunciemos a buscar la plenitud de amor y de comunión que se nos ha prometido.
Dado en Roma, junto a San Pedro, en el Jubileo
extraordinario de la Misericordia, el 19 de marzo, Solemnidad de San José, del
año 2016, cuarto de mi Pontificado.
Franciscus
Notas a pie de página:
[348] En otro texto,
refiriéndose al conocimiento general de la norma y al conocimiento particular
del discernimiento práctico, santo Tomás llega a decir que «si no hay más que
uno solo de los dos conocimientos, es preferible que este sea el conocimiento
de la realidad particular que se acerca más al obrar»: Tomás de Aquino, Sententia
libri Ethicorum, VI, 6 (ed. Leonina, t. XLVII, 354).
[349] Discurso en la
clausura de la XIV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de los Obispos (24 octubre
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
30 de octubre de 2015, p. 4.
[351] En ciertos
casos, podría ser también la ayuda de los sacramentos. Por eso, «a los
sacerdotes les recuerdo que el confesionario no debe ser una sala de torturas
sino el lugar de la misericordia del Señor»: Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre
2013), 44: AAS 105 (2013), 1038. Igualmente destaco que la Eucaristía
«no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para
los débiles» ( ibíd, 47: 1039).
[353] De
catechizandis rudibus, 1, 14, 22: PL 40, 327; cf. Exhort.
ap. Evangelii gaudium (24 noviembre
2013), 193: AAS 105 (2013), 1101.
[364] Quizás por
escrúpulo, oculto detrás de un gran deseo de fidelidad a la verdad, algunos
sacerdotes exigen a los penitentes un propósito de enmienda sin sombra alguna,
con lo cual la misericordia se esfuma debajo de la búsqueda de una justicia
supuestamente pura. Por ello, vale la pena recordar la enseñanza de san Juan
Pablo II, quien afirmaba que la previsibilidad de una nueva caída «no prejuzga
la autenticidad del propósito»: Carta al Card. William W. Baum y a los
participantes del curso anual sobre el fuero interno organizado por la
Penitenciaría Apostólica (22 marzo 1996), 5: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 5 de abril de 1996, p. 4
[365] Comisión
Teológica Internacional, La esperanza de
salvación para los niños que mueren sin bautismo (19 abril
2007), 2.
[372] Juan Pablo II,
Exhort. ap. postsin. Christifideles laici (30 diciembre
1988), 40: AAS 81 (1989), 468.
[377] Cf. Juan Pablo
II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 57: AAS 74 (1982), 150.
[378] No olvidemos
que la Alianza de Dios con su pueblo se expresa como un desposorio (cf. Ez 16,8.60; Is 62,5; Os 2,21-22),
y la nueva Alianza también se presenta como un matrimonio (cf. Ap 19,7;
21,2; Ef 5,25).
[381] Id., Homilía en la
Eucaristía celebrada para las familias en Córdoba, Argentina (8 abril 1987),
4: L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española, 26 de
abril de 1987, p. 21.
[384] Catequesis(10 junio
2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 12 de
junio de 2015, p. 16.
[386] Discurso en la Fiesta
de las Familias y vigilia de oración en Filadelfia (26 septiembre
2015): L’Osservatore Romano,ed. semanal en lengua española, 2 de
octubre de 2015, p. 16.
[389] Cf. Juan Pablo
II, Exhort. ap. Familiaris consortio (22 noviembre
1981), 44: AAS 74 (1982), 136.
[391] Sobre los
aspectos sociales de la familia: cf. Pontificio Consejo «Justicia y Paz», Compendio de la
Doctrina Social de la Iglesia, 248-254.