sábado, 11 de febrero de 2012

TEMA 49. DIES DOMINI (4). DIA DE LA IGLESIA II

La mesa de la Palabra

En la asamblea dominical, como en cada celebración eucarística, el encuentro con el Resucitado se realiza mediante la participación en la doble mesa de la Palabra y del Pan de vida.

La primera continúa ofreciendo la comprensión de la historia de la salvación y, particularmente, la del misterio pascual que el mismo Jesús resucitado dispensó a los discípulos: « está presente en su palabra, pues es él mismo el que habla cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura ».

En la segunda se hace real, sustancial y duradera la presencia del Señor resucitado a través del memorial de su pasión y resurrección, y se ofrece el Pan de vida que es prenda de la gloria futura.

Es preciso que la escucha de la Palabra de Dios proclamada esté bien preparada en el ánimo de los fieles por un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura y, donde sea posible pastoralmente, por iniciativas específicas de profundización de los textos bíblicos, especialmente los de las Misas festivas. En efecto, si la lectura del texto sagrado, hecha con espíritu de oración y con docilidad a la interpretación eclesial, no anima habitualmente la vida de las personas y de las familias cristianas, es difícil que la proclamación litúrgica de la Palabra de Dios pueda, por sí sola, producir los frutos esperados.


La proclamación litúrgica de la Palabra de Dios, sobre todo en el contexto de la asamblea eucarística, no es tanto un momento de meditación y de catequesis, sino que es el diálogo de Dios con su pueblo, en el cual son proclamadas las maravillas de la salvación y propuestas siempre de nuevo las exigencias de la alianza.

El Pueblo de Dios, por su parte, se siente llamado a responder a este diálogo de amor con la acción de gracias y la alabanza, pero verificando al mismo tiempo su fidelidad en el esfuerzo de una continua « conversión ». La asamblea dominical compromete de este modo a una renovación interior de las promesas bautismales, que en cierto modo están implícitas al recitar el Credo y que la liturgia prevé expresamente en la celebración de la vigilia pascual o cuando se administra el bautismo durante la Misa.

Dios, al comunicar su Palabra, espera nuestra respuesta; respuesta que Cristo dio ya por nosotros con su « Amén » (cf. 2 Co 1,20-22) y que el Espíritu Santo hace resonar en nosotros de modo que lo que se ha escuchado impregne profundamente nuestra vida.

La mesa del Cuerpo de Cristo
La mesa de la Palabra lleva naturalmente a la mesa del Pan eucarístico y prepara a la comunidad a vivir sus múltiples dimensiones, que en la Eucaristía dominical tienen un carácter de particular solemnidad. En el ambiente festivo del encuentro de toda la comunidad en el « día del Señor », la Eucaristía se presenta, de un modo más visible que en otros días, como la gran « acción de gracias », con la cual la Iglesia, llena del Espíritu, se dirige al Padre, uniéndose a Cristo y haciéndose voz de toda la humanidad.

La Misa es la viva actualización del sacrificio de la Cruz. Bajo las especies de pan y vino, sobre las que se ha invocado la efusión del Espíritu Santo, que actúa con una eficacia del todo singular en las palabras de la consagración, Cristo se ofrece al Padre con el mismo gesto de inmolación con que se ofreció en la cruz. « En este divino sacrificio, que se realiza en la Misa, este mismo Cristo, que se ofreció a sí mismo una vez y de manera cruenta sobre el altar de la cruz, es contenido e inmolado de manera incruenta ». A su sacrificio Cristo une el de la Iglesia: « En la Eucaristía el sacrificio de Cristo es también el sacrificio de los miembros de su Cuerpo.

La vida de los fieles, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo se unen a los de Cristo y a su total ofrenda, y adquieren así un valor nuevo ».Esta participación de toda la comunidad asume un particular relieve en el encuentro dominical, que permite llevar al altar la semana transcurrida con las cargas humanas que la han caracterizado.


Banquete pascual y encuentro fraterno
Este aspecto comunitario se manifiesta especialmente en el carácter de banquete pascual propio de la Eucaristía, en la cual Cristo mismo se hace alimento. En efecto, « Cristo entregó a la Iglesia este sacrificio para que los fieles participen de él tanto espiritualmente por la fe y la caridad como sacramentalmente por el banquete de la sagrada comunión. Y la participación en la cena del Señor es siempre comunión con Cristo que se ofrece en sacrificio al Padre por nosotros ».

Por eso la Iglesia recomienda a los fieles comulgar cuando participan en la Eucaristía, con la condición de que estén en las debidas disposiciones y, si fueran conscientes de pecados graves, que hayan recibido el perdón de Dios mediante el Sacramento de la reconciliación.

Es importante, además, que se tenga conciencia clara de la íntima vinculación entre la comunión con Cristo y la comunión con los hermanos.

La asamblea eucarística dominical es un acontecimiento de fraternidad, que la celebración ha de poner bien de relieve, aunque respetando el estilo propio de la acción litúrgica. A ello contribuyen el servicio de acogida y el estilo de oración, atenta a las necesidades de toda la comunidad.

El intercambio del signo de la paz, puesto significativamente antes de la comunión eucarística en el Rito romano, es un gesto particularmente expresivo, que los fieles son invitados a realizar como manifestación del consentimiento dado por el pueblo de Dios a todo lo que se ha hecho en la celebración y del compromiso de amor mutuo que se asume al participar del único pan en recuerdo de la palabra exigente de Cristo: « Si, pues, al presentar tu ofrenda en el altar te acuerdas entonces de que un hermano tuyo tiene algo contra ti, deja tu ofrenda allí, delante del altar, y vete primero a reconciliarte con tu hermano; luego vuelves y presentas tu ofrenda » (Mt 5,23-24).

De la Misa a la « misión »
Al recibir el Pan de vida, los discípulos de Cristo se disponen a afrontar, con la fuerza del Resucitado y de su Espíritu, los cometidos que les esperan en su vida ordinaria. En efecto, para el fiel que ha comprendido el sentido de lo realizado, la celebración eucarística no termina sólo dentro del templo. Como los primeros testigos de la resurrección, los cristianos convocados cada domingo para vivir y confesar la presencia del Resucitado están llamados a ser evangelizadores y testigos en su vida cotidiana.

La oración después de la comunión y el rito de conclusión —bendición y despedida— han de ser entendidos y valorados mejor, desde este punto de vista, para que quienes han participado en la Eucaristía sientan más profundamente la responsabilidad que se les confía.

Después de despedirse la asamblea, el discípulo de Cristo vuelve a su ambiente habitual con el compromiso de hacer de toda su vida un don, un sacrificio espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12,1). Se siente deudor para con los hermanos de lo que ha recibido en la celebración, como los discípulos de Emaús que, tras haber reconocido a Cristo resucitado « en la fracción del pan » (cf. Lc 24,30-32), experimentaron la exigencia de ir inmediatamente a compartir con sus hermanos la alegría del encuentro con el Señor (cf. Lc 24,33-35).

PARA REFLEXIONAR:
El precepto dominical
Al ser la Eucaristía el verdadero centro del domingo, se comprende por qué, desde los primeros siglos, los Pastores no han dejado de recordar a sus fieles la necesidad de participar en la asamblea litúrgica.
La Iglesia no ha cesado de afirmar esta obligación de conciencia, basada en una exigencia interior que los cristianos de los primeros siglos sentían con tanta fuerza, aunque al principio no se consideró necesario prescribirla. Sólo más tarde, ante la tibieza o negligencia de algunos, ha debido explicitar el deber de participar en la Misa dominical.
Corresponde a los Obispos preocuparse « de que el domingo sea reconocido por todos los fieles, santificado y celebrado como verdadero "día del Señor", en el que la Iglesia se reúne para renovar el recuerdo de su misterio pascual con la escucha de la Palabra de Dios, la ofrenda del sacrificio del Señor, la santificación del día mediante la oración, las obras de caridad y la abstención del trabajo ».