I. EN LA CRISIS DEL COMPROMISO COMUNITARIO
50. Antes de hablar
acerca de algunas cuestiones fundamentales relacionadas con la acción
evangelizadora, conviene recordar brevemente cuál es el contexto en el cual nos
toca vivir y actuar. Hoy suele hablarse de un «exceso de diagnóstico» que no
siempre está acompañado de propuestas superadoras y realmente aplicables. Por
otra parte, tampoco nos serviría una mirada puramente sociológica, que podría
tener pretensiones de abarcar toda la realidad con su metodología de una manera
supuestamente neutra y aséptica. Lo que quiero ofrecer va más bien en la línea
de un discernimiento evangélico. Es la mirada del discípulo
misionero, que se «alimenta a la luz y con la fuerza del Espíritu Santo»[53].
51. No es función del
Papa ofrecer un análisis detallado y completo sobre la realidad contemporánea,
pero aliento a todas las comunidades a una «siempre vigilante capacidad de
estudiar los signos de los tiempos»[54]. Se trata de una responsabilidad grave,
ya que algunas realidades del presente, si no son bien resueltas, pueden
desencadenar procesos de deshumanización difíciles de revertir más adelante. Es
preciso esclarecer aquello que pueda ser un fruto del Reino y también aquello
que atenta contra el proyecto de Dios. Esto implica no sólo reconocer e
interpretar las mociones del buen espíritu y del malo, sino —y aquí radica lo
decisivo— elegir las del buen espíritu y rechazar las del malo.
Doy por
supuestos los diversos análisis que ofrecieron otros documentos del Magisterio
universal, así como los que han propuesto los episcopados regionales y
nacionales. En esta Exhortación sólo pretendo detenerme brevemente, con una mirada
pastoral, en algunos aspectos de la realidad que pueden detener o debilitar los
dinamismos de renovación misionera de la Iglesia, sea porque afectan a la vida
y a la dignidad del Pueblo de Dios, sea porque inciden también en los sujetos
que participan de un modo más directo en las instituciones eclesiales y en
tareas evangelizadoras.
52. La humanidad vive
en este momento un giro histórico, que podemos ver en los adelantos que se
producen en diversos campos. Son de alabar los avances que contribuyen al
bienestar de la gente, como, por ejemplo, en el ámbito de la salud, de la
educación y de la comunicación.
Sin embargo, no podemos olvidar que la mayoría
de los hombres y mujeres de nuestro tiempo vive precariamente el día a día, con
consecuencias funestas. Algunas patologías van en aumento. El miedo y la
desesperación se apoderan del corazón de numerosas personas, incluso en los
llamados países ricos. La alegría de vivir frecuentemente se apaga, la falta de
respeto y la violencia crecen, la inequidad es cada vez más patente. Hay que
luchar para vivir y, a menudo, para vivir con poca dignidad.
Este cambio de
época se ha generado por los enormes saltos cualitativos, cuantitativos,
acelerados y acumulativos que se dan en el desarrollo científico, en las
innovaciones tecnológicas y en sus veloces aplicaciones en distintos campos de
la naturaleza y de la vida. Estamos en la era del conocimiento y la
información, fuente de nuevas formas de un poder muchas veces anónimo.
53. Así como el
mandamiento de «no matar» pone un límite claro para asegurar el valor de la
vida humana, hoy tenemos que decir «no a una economía de la exclusión y la
inequidad». Esa economía mata.
No puede ser que no sea noticia que muere de
frío un anciano en situación de calle y que sí lo sea una caída de dos puntos
en la bolsa. Eso es exclusión. No se puede tolerar más que se tire comida
cuando hay gente que pasa hambre. Eso es inequidad. Hoy todo entra dentro del
juego de la competitividad y de la ley del más fuerte, donde el poderoso se
come al más débil. Como consecuencia de esta situación, grandes masas de la
población se ven excluidas y marginadas: sin trabajo, sin horizontes, sin
salida.
Se considera al ser humano en sí mismo como un bien de consumo,
que se puede usar y luego tirar. Hemos dado inicio a la cultura del «descarte»
que, además, se promueve. Ya no se trata simplemente del fenómeno de la
explotación y de la opresión, sino de algo nuevo: con la exclusión queda afectada
en su misma raíz la pertenencia a la sociedad en la que se vive, pues ya no se
está en ella abajo, en la periferia, o sin poder, sino que se está fuera. Los
excluidos no son «explotados» sino desechos, «sobrantes».
54. En este contexto,
algunos todavía defienden las teorías del «derrame», que suponen que todo
crecimiento económico, favorecido por la libertad de mercado, logra provocar
por sí mismo mayor equidad e inclusión social en el mundo. Esta opinión, que
jamás ha sido confirmada por los hechos, expresa una confianza burda e ingenua
en la bondad de quienes detentan el poder económico y en los mecanismos
sacralizados del sistema económico imperante. Mientras tanto, los excluidos
siguen esperando.
Para poder sostener un estilo de vida que excluye a otros, o
para poder entusiasmarse con ese ideal egoísta, se ha desarrollado una
globalización de la indiferencia. Casi sin advertirlo, nos volvemos incapaces
de compadecernos ante los clamores de los otros, ya no lloramos ante el drama
de los demás ni nos interesa cuidarlos, como si todo fuera una responsabilidad
ajena que no nos incumbe. La cultura del bienestar nos anestesia y perdemos la
calma si el mercado ofrece algo que todavía no hemos comprado, mientras todas
esas vidas truncadas por falta de posibilidades nos parecen un mero espectáculo
que de ninguna manera nos altera.
55. Una de las causas
de esta situación se encuentra en la relación que hemos establecido con el
dinero, ya que aceptamos pacíficamente su predominio sobre nosotros y nuestras
sociedades. La crisis financiera que atravesamos nos hace olvidar que en su
origen hay una profunda crisis antropológica: ¡la negación de la primacía del
ser humano! Hemos creado nuevos ídolos.
La adoración del antiguo becerro de oro
(cf. Ex 32,1-35) ha encontrado una versión nueva y despiadada
en el fetichismo del dinero y en la dictadura de la economía sin un rostro y
sin un objetivo verdaderamente humano. La crisis mundial, que afecta a las
finanzas y a la economía, pone de manifiesto sus desequilibrios y, sobre todo,
la grave carencia de su orientación antropológica que reduce al ser humano a
una sola de sus necesidades: el consumo.
56. Mientras las
ganancias de unos pocos crecen exponencialmente, las de la mayoría se quedan
cada vez más lejos del bienestar de esa minoría feliz. Este desequilibrio
proviene de ideologías que defienden la autonomía absoluta de los mercados y la
especulación financiera. De ahí que nieguen el derecho de control de los
Estados, encargados de velar por el bien común.
Se instaura una nueva tiranía
invisible, a veces virtual, que impone, de forma unilateral e implacable, sus
leyes y sus reglas. Además, la deuda y sus intereses alejan a los países de las
posibilidades viables de su economía y a los ciudadanos de su poder adquisitivo
real. A todo ello se añade una corrupción ramificada y una evasión fiscal
egoísta, que han asumido dimensiones mundiales. El afán de poder y de tener no
conoce límites.
En este sistema, que tiende a fagocitarlo todo en orden a acrecentar
beneficios, cualquier cosa que sea frágil, como el medio ambiente, queda
indefensa ante los intereses del mercado divinizado, convertidos en regla
absoluta.
57. Tras esta actitud
se esconde el rechazo de la ética y el rechazo de Dios. La ética suele ser
mirada con cierto desprecio burlón. Se considera contraproducente, demasiado
humana, porque relativiza el dinero y el poder. Se la siente como una amenaza,
pues condena la manipulación y la degradación de la persona.
En definitiva, la
ética lleva a un Dios que espera una respuesta comprometida que está fuera de
las categorías del mercado. Para éstas, si son absolutizadas, Dios es
incontrolable, inmanejable, incluso peligroso, por llamar al ser humano a su
plena realización y a la independencia de cualquier tipo de esclavitud.
La
ética —una ética no ideologizada— permite crear un equilibrio y un orden social
más humano. En este sentido, animo a los expertos financieros y a los
gobernantes de los países a considerar las palabras de un sabio de la
antigüedad: «No compartir con los pobres los propios bienes es robarles y
quitarles la vida. No son nuestros los bienes que tenemos, sino suyos»[55].
58. Una reforma
financiera que no ignore la ética requeriría un cambio de actitud enérgico por
parte de los dirigentes políticos, a quienes exhorto a afrontar este reto con
determinación y visión de futuro, sin ignorar, por supuesto, la especificidad
de cada contexto. ¡El dinero debe servir y no gobernar! El Papa ama a todos,
ricos y pobres, pero tiene la obligación, en nombre de Cristo, de recordar que los
ricos deben ayudar a los pobres, respetarlos, promocionarlos. Os exhorto a la
solidaridad desinteresada y a una vuelta de la economía y las finanzas a una
ética en favor del ser humano.
59. Hoy en muchas
partes se reclama mayor seguridad. Pero hasta que no se reviertan la exclusión
y la inequidad dentro de una sociedad y entre los distintos pueblos será
imposible erradicar la violencia. Se acusa de la violencia a los pobres y a los
pueblos pobres pero, sin igualdad de oportunidades, las diversas formas de
agresión y de guerra encontrarán un caldo de cultivo que tarde o temprano
provocará su explosión.
Cuando la sociedad —local, nacional o mundial— abandona
en la periferia una parte de sí misma, no habrá programas políticos ni recursos
policiales o de inteligencia que puedan asegurar indefinidamente la
tranquilidad. Esto no sucede solamente porque la inequidad provoca la reacción
violenta de los excluidos del sistema, sino porque el sistema social y
económico es injusto en su raíz.
Así como el bien tiende a comunicarse, el mal
consentido, que es la injusticia, tiende a expandir su potencia dañina y a
socavar silenciosamente las bases de cualquier sistema político y social por
más sólido que parezca. Si cada acción tiene consecuencias, un mal enquistado
en las estructuras de una sociedad tiene siempre un potencial de disolución y
de muerte.
Es el mal cristalizado en estructuras sociales injustas, a partir
del cual no puede esperarse un futuro mejor. Estamos lejos del llamado «fin de
la historia», ya que las condiciones de un desarrollo sostenible y en paz
todavía no están adecuadamente planteadas y realizadas.
60. Los mecanismos de
la economía actual promueven una exacerbación del consumo, pero resulta que el
consumismo desenfrenado unido a la inequidad es doblemente dañino del tejido
social. Así la inequidad genera tarde o temprano una violencia que las carreras
armamentistas no resuelven ni resolverán jamás. Sólo sirven para pretender
engañar a los que reclaman mayor seguridad, como si hoy no supiéramos que las
armas y la represión violenta, más que aportar soluciones, crean nuevos y
peores conflictos. Algunos simplemente se regodean culpando a los pobres y a
los países pobres de sus propios males, con indebidas generalizaciones, y
pretenden encontrar la solución en una «educación» que los tranquilice y los
convierta en seres domesticados e inofensivos.
Esto se vuelve todavía más
irritante si los excluidos ven crecer ese cáncer social que es la corrupción
profundamente arraigada en muchos países —en sus gobiernos, empresarios e
instituciones— cualquiera que sea la ideología política de los gobernantes.
61. Evangelizamos
también cuando tratamos de afrontar los diversos desafíos que puedan presentarse[56]. A veces éstos se manifiestan en
verdaderos ataques a la libertad religiosa o en nuevas situaciones de
persecución a los cristianos, las cuales en algunos países han alcanzado
niveles alarmantes de odio y violencia.
En muchos lugares se trata más bien de
una difusa indiferencia relativista, relacionada con el desencanto y la crisis de
las ideologías que se provocó como reacción contra todo lo que parezca
totalitario. Esto no perjudica sólo a la Iglesia, sino a la vida social en
general.
Reconozcamos que una cultura, en la cual cada uno quiere ser el
portador de una propia verdad subjetiva, vuelve difícil que los ciudadanos
deseen integrar un proyecto común más allá de los beneficios y deseos
personales.
62. En la cultura
predominante, el primer lugar está ocupado por lo exterior, lo inmediato, lo
visible, lo rápido, lo superficial, lo provisorio. Lo real cede el lugar a la
apariencia. En muchos países, la globalización ha significado un acelerado
deterioro de las raíces culturales con la invasión de tendencias pertenecientes
a otras culturas, económicamente desarrolladas pero éticamente debilitadas.
Así
lo han manifestado en distintos Sínodos los Obispos de varios continentes. Los
Obispos africanos, por ejemplo, retomando la Encíclica Sollicitudo rei socialis,
señalaron años atrás que muchas veces se quiere convertir a los países de
África en simples «piezas de un mecanismo y de un engranaje gigantesco.
Esto
sucede a menudo en el campo de los medios de comunicación social, los cuales,
al estar dirigidos mayormente por centros de la parte Norte del mundo, no
siempre tienen en la debida consideración las prioridades y los problemas
propios de estos países, ni respetan su fisonomía cultural»[57].
Igualmente, los Obispos de Asia
«subrayaron los influjos que desde el exterior se ejercen sobre las culturas
asiáticas. Están apareciendo nuevas formas de conducta, que son resultado de
una excesiva exposición a los medios de comunicación social […] Eso tiene como
consecuencia que los aspectos negativos de las industrias de los medios de
comunicación y de entretenimiento ponen en peligro los valores tradicionales»[58].
63. La fe católica de
muchos pueblos se enfrenta hoy con el desafío de la proliferación de nuevos
movimientos religiosos, algunos tendientes al fundamentalismo y otros que
parecen proponer una espiritualidad sin Dios.
Esto es, por una parte, el
resultado de una reacción humana frente a la sociedad materialista, consumista
e individualista y, por otra parte, un aprovechamiento de las carencias de la
población que vive en las periferias y zonas empobrecidas, que sobrevive en
medio de grandes dolores humanos y busca soluciones inmediatas para sus
necesidades.
Estos movimientos religiosos, que se caracterizan por su sutil
penetración, vienen a llenar, dentro del individualismo imperante, un vacío
dejado por el racionalismo secularista. Además, es necesario que reconozcamos
que, si parte de nuestro pueblo bautizado no experimenta su pertenencia a la
Iglesia, se debe también a la existencia de unas estructuras y a un clima poco
acogedores en algunas de nuestras parroquias y comunidades, o a una actitud
burocrática para dar respuesta a los problemas, simples o complejos, de la vida
de nuestros pueblos. En muchas partes hay un predominio de lo administrativo
sobre lo pastoral, así como una sacramentalización sin otras formas de
evangelización.
64. El proceso de
secularización tiende a reducir la fe y la Iglesia al ámbito de lo privado y de
lo íntimo. Además, al negar toda trascendencia, ha producido una creciente
deformación ética, un debilitamiento del sentido del pecado personal y social y
un progresivo aumento del relativismo, que ocasionan una desorientación
generalizada, especialmente en la etapa de la adolescencia y la juventud, tan
vulnerable a los cambios.
Como bien indican los Obispos de Estados Unidos de
América, mientras la Iglesia insiste en la existencia de normas morales objetivas,
válidas para todos, «hay quienes presentan esta enseñanza como injusta, esto
es, como opuesta a los derechos humanos básicos. Tales alegatos suelen provenir
de una forma de relativismo moral que está unida, no sin inconsistencia, a una
creencia en los derechos absolutos de los individuos. En este punto de vista se
percibe a la Iglesia como si promoviera un prejuicio particular y como si
interfiriera con la libertad individual»[59].
Vivimos en una sociedad de la
información que nos satura indiscriminadamente de datos, todos en el mismo
nivel, y termina llevándonos a una tremenda superficialidad a la hora de
plantear las cuestiones morales. Por consiguiente, se vuelve necesaria una
educación que enseñe a pensar críticamente y que ofrezca un camino de
maduración en valores.
65. A pesar de toda
la corriente secularista que invade las sociedades, en muchos países —aun donde
el cristianismo es minoría— la Iglesia católica es una institución creíble ante
la opinión pública, confiable en lo que respecta al ámbito de la solidaridad y
de la preocupación por los más carenciados. En repetidas ocasiones ha servido
de mediadora en favor de la solución de problemas que afectan a la paz, la
concordia, la tierra, la defensa de la vida, los derechos humanos y ciudadanos,
etc.
¡Y cuánto aportan las escuelas y universidades católicas en todo el mundo!
Es muy bueno que así sea. Pero nos cuesta mostrar que, cuando planteamos otras
cuestiones que despiertan menor aceptación pública, lo hacemos por fidelidad a
las mismas convicciones sobre la dignidad humana y el bien común.
66. La familia
atraviesa una crisis cultural profunda, como todas las comunidades y vínculos
sociales. En el caso de la familia, la fragilidad de los vínculos se vuelve
especialmente grave porque se trata de la célula básica de la sociedad, el
lugar donde se aprende a convivir en la diferencia y a pertenecer a otros, y
donde los padres transmiten la fe a sus hijos.
El matrimonio tiende a ser visto
como una mera forma de gratificación afectiva que puede constituirse de
cualquier manera y modificarse de acuerdo con la sensibilidad de cada uno. Pero
el aporte indispensable del matrimonio a la sociedad supera el nivel de la
emotividad y el de las necesidades circunstanciales de la pareja. Como enseñan
los Obispos franceses, no procede «del sentimiento amoroso, efímero por
definición, sino de la profundidad del compromiso asumido por los esposos que
aceptan entrar en una unión de vida total»[60].
67. El individualismo
posmoderno y globalizado favorece un estilo de vida que debilita el desarrollo
y la estabilidad de los vínculos entre las personas, y que desnaturaliza los
vínculos familiares. La acción pastoral debe mostrar mejor todavía que la
relación con nuestro Padre exige y alienta una comunión que sane, promueva y
afiance los vínculos interpersonales.
Mientras en el mundo, especialmente en
algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y enfrentamientos, los
cristianos insistimos en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las
heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos «mutuamente a
llevar las cargas» (Ga 6,2). Por otra parte, hoy surgen muchas
formas de asociación para la defensa de derechos y para la consecución de
nobles objetivos. Así se manifiesta una sed de participación de numerosos
ciudadanos que quieren ser constructores del desarrollo social y cultural.
68. El substrato
cristiano de algunos pueblos —sobre todo occidentales— es una realidad viva.
Allí encontramos, especialmente en los más necesitados, una reserva moral que
guarda valores de auténtico humanismo cristiano.
Una mirada de fe sobre la
realidad no puede dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu Santo. Sería
desconfiar de su acción libre y generosa pensar que no hay auténticos valores
cristianos donde una gran parte de la población ha recibido el Bautismo y
expresa su fe y su solidaridad fraterna de múltiples maneras. Allí hay que
reconocer mucho más que unas «semillas del Verbo», ya que se trata de una
auténtica fe católica con modos propios de expresión y de pertenencia a la
Iglesia.
No conviene ignorar la tremenda importancia que tiene una cultura
marcada por la fe, porque esa cultura evangelizada, más allá de sus límites,
tiene muchos más recursos que una mera suma de creyentes frente a los embates
del secularismo actual. Una cultura popular evangelizada contiene valores de fe
y de solidaridad que pueden provocar el desarrollo de una sociedad más justa y
creyente, y posee una sabiduría peculiar que hay que saber reconocer con una
mirada agradecida.
69. Es imperiosa la
necesidad de evangelizar las culturas para inculturar el Evangelio. En los
países de tradición católica se tratará de acompañar, cuidar y fortalecer la
riqueza que ya existe, y en los países de otras tradiciones religiosas o
profundamente secularizados se tratará de procurar nuevos procesos de
evangelización de la cultura, aunque supongan proyectos a muy largo plazo.
No
podemos, sin embargo, desconocer que siempre hay un llamado al crecimiento.
Toda cultura y todo grupo social necesitan purificación y maduración. En el
caso de las culturas populares de pueblos católicos, podemos reconocer algunas
debilidades que todavía deben ser sanadas por el Evangelio: el machismo, el
alcoholismo, la violencia doméstica, una escasa participación en la Eucaristía,
creencias fatalistas o supersticiosas que hacen recurrir a la brujería, etc.
Pero es precisamente la piedad popular el mejor punto de partida para sanarlas
y liberarlas.
70. También es cierto
que a veces el acento, más que en el impulso de la piedad cristiana, se coloca
en formas exteriores de tradiciones de ciertos grupos, o en supuestas
revelaciones privadas que se absolutizan.
Hay cierto cristianismo de
devociones, propio de una vivencia individual y sentimental de la fe, que en
realidad no responde a una auténtica «piedad popular». Algunos promueven estas
expresiones sin preocuparse por la promoción social y la formación de los fieles,
y en ciertos casos lo hacen para obtener beneficios económicos o algún poder
sobre los demás.
Tampoco podemos ignorar que en las últimas décadas se ha
producido una ruptura en la transmisión generacional de la fe cristiana en el
pueblo católico. Es innegable que muchos se sienten desencantados y dejan de
identificarse con la tradición católica, que son más los padres que no bautizan
a sus hijos y no les enseñan a rezar, y que hay un cierto éxodo hacia otras
comunidades de fe.
Algunas causas de esta ruptura son: la falta de espacios de
diálogo familiar, la influencia de los medios de comunicación, el subjetivismo
relativista, el consumismo desenfrenado que alienta el mercado, la falta de
acompañamiento pastoral a los más pobres, la ausencia de una acogida cordial en
nuestras instituciones, y nuestra dificultad para recrear la adhesión mística
de la fe en un escenario religioso plural.
71. La nueva
Jerusalén, la Ciudad santa (cf. Ap 21,2-4), es el destino
hacia donde peregrina toda la humanidad. Es llamativo que la revelación nos
diga que la plenitud de la humanidad y de la historia se realiza en una ciudad.
Necesitamos reconocer la ciudad desde una mirada contemplativa, esto es, una
mirada de fe que descubra al Dios que habita en sus hogares, en sus calles, en
sus plazas.
La presencia de Dios acompaña las búsquedas sinceras que personas y
grupos realizan para encontrar apoyo y sentido a sus vidas. Él vive entre los
ciudadanos promoviendo la solidaridad, la fraternidad, el deseo de bien, de
verdad, de justicia. Esa presencia no debe ser fabricada sino descubierta,
develada. Dios no se oculta a aquellos que lo buscan con un corazón sincero,
aunque lo hagan a tientas, de manera imprecisa y difusa.
72. En la ciudad, lo
religioso está mediado por diferentes estilos de vida, por costumbres asociadas
a un sentido de lo temporal, de lo territorial y de las relaciones, que difiere
del estilo de los habitantes rurales. En sus vidas cotidianas los ciudadanos
muchas veces luchan por sobrevivir, y en esas luchas se esconde un sentido
profundo de la existencia que suele entrañar también un hondo sentido
religioso. Necesitamos contemplarlo para lograr un diálogo como el que el Señor
desarrolló con la samaritana, junto al pozo, donde ella buscaba saciar su sed
(cf. Jn 4,7-26).
73. Nuevas culturas
continúan gestándose en estas enormes geografías humanas en las que el
cristiano ya no suele ser promotor o generador de sentido, sino que recibe de
ellas otros lenguajes, símbolos, mensajes y paradigmas que ofrecen nuevas
orientaciones de vida, frecuentemente en contraste con el Evangelio de Jesús.
Una cultura inédita late y se elabora en la ciudad.
El Sínodo ha constatado que
hoy las transformaciones de esas grandes áreas y la cultura que expresan son un
lugar privilegiado de la nueva evangelización.[61] Esto requiere imaginar espacios de
oración y de comunión con características novedosas, más atractivas y
significativas para los habitantes urbanos. Los ambientes rurales, por la
influencia de los medios de comunicación de masas, no están ajenos a estas
transformaciones culturales que también operan cambios significativos en sus
modos de vida.
74. Se impone una
evangelización que ilumine los nuevos modos de relación con Dios, con los otros
y con el espacio, y que suscite los valores fundamentales. Es necesario llegar
allí donde se gestan los nuevos relatos y paradigmas, alcanzar con la Palabra
de Jesús los núcleos más profundos del alma de las ciudades. No hay que olvidar
que la ciudad es un ámbito multicultural.
En las grandes urbes puede observarse
un entramado en el que grupos de personas comparten las mismas formas de soñar
la vida y similares imaginarios y se constituyen en nuevos sectores humanos, en
territorios culturales, en ciudades invisibles. Variadas formas culturales
conviven de hecho, pero ejercen muchas veces prácticas de segregación y de
violencia. La Iglesia está llamada a ser servidora de un difícil diálogo.
Por
otra parte, aunque hay ciudadanos que consiguen los medios adecuados para el
desarrollo de la vida personal y familiar, son muchísimos los «no ciudadanos»,
los «ciudadanos a medias» o los «sobrantes urbanos». La ciudad produce una
suerte de permanente ambivalencia, porque, al mismo tiempo que ofrece a sus
ciudadanos infinitas posibilidades, también aparecen numerosas dificultades
para el pleno desarrollo de la vida de muchos.
Esta contradicción provoca
sufrimientos lacerantes. En muchos lugares del mundo, las ciudades son
escenarios de protestas masivas donde miles de habitantes reclaman libertad,
participación, justicia y diversas reivindicaciones que, si no son adecuadamente
interpretadas, no podrán acallarse por la fuerza.
75. No podemos
ignorar que en las ciudades fácilmente se desarrollan el tráfico de drogas y de
personas, el abuso y la explotación de menores, el abandono de ancianos y
enfermos, varias formas de corrupción y de crimen. Al mismo tiempo, lo que
podría ser un precioso espacio de encuentro y solidaridad, frecuentemente se
convierte en el lugar de la huida y de la desconfianza mutua. Las casas y los
barrios se construyen más para aislar y proteger que para conectar e integrar.
La proclamación del Evangelio será una base para restaurar la dignidad de la
vida humana en esos contextos, porque Jesús quiere derramar en las ciudades
vida en abundancia (cf. Jn 10,10). El sentido unitario y
completo de la vida humana que propone el Evangelio es el mejor remedio para
los males urbanos, aunque debamos advertir que un programa y un estilo uniforme
e inflexible de evangelización no son aptos para esta realidad. Pero vivir a
fondo lo humano e introducirse en el corazón de los desafíos como fermento
testimonial, en cualquier cultura, en cualquier ciudad, mejora al cristiano y
fecunda la ciudad.