259. Evangelizadores
con Espíritu quiere decir evangelizadores que se abren sin temor a la acción
del Espíritu Santo.
En Pentecostés, el Espíritu hace salir de sí mismos a los
Apóstoles y los transforma en anunciadores de las grandezas de Dios, que cada
uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo, además, infunde
la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia (parresía),
en voz alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente.
Invoquémoslo
hoy, bien apoyados en la oración, sin la cual toda acción corre el riesgo de
quedarse vacía y el anuncio finalmente carece de alma. Jesús quiere
evangelizadores que anuncien la Buena Noticia no sólo con palabras sino sobre
todo con una vida que se ha transfigurado en la presencia de Dios.
260. En este último
capítulo no ofreceré una síntesis de la espiritualidad cristiana, ni
desarrollaré grandes temas como la oración, la adoración eucarística o la
celebración de la fe, sobre los cuales tenemos ya valiosos textos magisteriales
y célebres escritos de grandes autores. No pretendo reemplazar ni superar tanta
riqueza. Simplemente propondré algunas reflexiones acerca del espíritu de la
nueva evangelización.
261. Cuando se dice
que algo tiene «espíritu», esto suele indicar unos móviles interiores que
impulsan, motivan, alientan y dan sentido a la acción personal y comunitaria.
Una evangelización con espíritu es muy diferente de un conjunto de tareas
vividas como una obligación pesada que simplemente se tolera, o se sobrelleva
como algo que contradice las propias inclinaciones y deseos.
¡Cómo quisiera
encontrar las palabras para alentar una etapa evangelizadora más fervorosa,
alegre, generosa, audaz, llena de amor hasta el fin y de vida contagiosa! Pero
sé que ninguna motivación será suficiente si no arde en los corazones el fuego
del Espíritu.
En definitiva, una evangelización con espíritu es una
evangelización con Espíritu Santo, ya que Él es el alma de la Iglesia
evangelizadora. Antes de proponeros algunas motivaciones y sugerencias
espirituales, invoco una vez más al Espíritu Santo; le ruego que venga a
renovar, a sacudir, a impulsar a la Iglesia en una audaz salida fuera de sí
para evangelizar a todos los pueblos.
262. Evangelizadores
con Espíritu quiere decir evangelizadores que oran y trabajan. Desde el punto
de vista de la evangelización, no sirven ni las propuestas místicas sin un
fuerte compromiso social y misionero, ni los discursos y praxis sociales o
pastorales sin una espiritualidad que transforme el corazón.
Esas propuestas
parciales y desintegradoras sólo llegan a grupos reducidos y no tienen fuerza
de amplia penetración, porque mutilan el Evangelio. Siempre hace falta cultivar
un espacio interior que otorgue sentido cristiano al compromiso y a la
actividad[205].
Sin momentos detenidos de adoración,
de encuentro orante con la Palabra, de diálogo sincero con el Señor, las tareas
fácilmente se vacían de sentido, nos debilitamos por el cansancio y las
dificultades, y el fervor se apaga. La Iglesia necesita imperiosamente el
pulmón de la oración, y me alegra enormemente que se multipliquen en todas las
instituciones eclesiales los grupos de oración, de intercesión, de lectura
orante de la Palabra, las adoraciones perpetuas de la Eucaristía.
Al mismo
tiempo, «se debe rechazar la tentación de una espiritualidad oculta e
individualista, que poco tiene que ver con las exigencias de la caridad y con
la lógica de la Encarnación»[206]. Existe el riesgo de que algunos
momentos de oración se conviertan en excusa para no entregar la vida en la
misión, porque la privatización del estilo de vida puede llevar a los
cristianos a refugiarse en alguna falsa espiritualidad.
263. Es sano
acordarse de los primeros cristianos y de tantos hermanos a lo largo de la
historia que estuvieron cargados de alegría, llenos de coraje, incansables en
el anuncio y capaces de una gran resistencia activa. Hay quienes se consuelan diciendo
que hoy es más difícil; sin embargo, reconozcamos que las circunstancias del
Imperio romano no eran favorables al anuncio del Evangelio, ni a la lucha por
la justicia, ni a la defensa de la dignidad humana.
En todos los momentos de la
historia están presentes la debilidad humana, la búsqueda enfermiza de sí
mismo, el egoísmo cómodo y, en definitiva, la concupiscencia que nos acecha a
todos. Eso está siempre, con un ropaje o con otro; viene del límite humano más
que de las circunstancias.
Entonces, no digamos que hoy es más difícil; es
distinto. Pero aprendamos de los santos que nos han precedido y enfrentaron las
dificultades propias de su época. Para ello, os propongo que nos detengamos a
recuperar algunas motivaciones que nos ayuden a imitarlos hoy[207].
264. La primera
motivación para evangelizar es el amor de Jesús que hemos recibido, esa
experiencia de ser salvados por Él que nos mueve a amarlo siempre más. Pero
¿qué amor es ese que no siente la necesidad de hablar del ser amado, de
mostrarlo, de hacerlo conocer? Si no sentimos el intenso deseo de comunicarlo,
necesitamos detenernos en oración para pedirle a Él que vuelva a cautivarnos.
Nos hace falta clamar cada día, pedir su gracia para que nos abra el corazón
frío y sacuda nuestra vida tibia y superficial. Puestos ante Él con el corazón
abierto, dejando que Él nos contemple, reconocemos esa mirada de amor que
descubrió Natanael el día que Jesús se hizo presente y le dijo: «Cuando estabas
debajo de la higuera, te vi» (Jn1,48).
¡Qué dulce es estar frente a un
crucifijo, o de rodillas delante del Santísimo, y simplemente ser ante sus
ojos! ¡Cuánto bien nos hace dejar que Él vuelva a tocar nuestra existencia y
nos lance a comunicar su vida nueva! Entonces, lo que ocurre es que, en
definitiva, «lo que hemos visto y oído es lo que anunciamos» (1 Jn 1,3).
La mejor motivación para decidirse a comunicar el Evangelio es contemplarlo con
amor, es detenerse en sus páginas y leerlo con el corazón. Si lo abordamos de
esa manera, su belleza nos asombra, vuelve a cautivarnos una y otra vez. Para
eso urge recobrar un espíritu contemplativo, que nos permita
redescubrir cada día que somos depositarios de un bien que humaniza, que ayuda
a llevar una vida nueva. No hay nada mejor para transmitir a los demás.
265. Toda la vida de
Jesús, su forma de tratar a los pobres, sus gestos, su coherencia, su
generosidad cotidiana y sencilla, y finalmente su entrega total, todo es
precioso y le habla a la propia vida. Cada vez que uno vuelve a descubrirlo, se
convence de que eso mismo es lo que los demás necesitan, aunque no lo
reconozcan: «Lo que vosotros adoráis sin conocer es lo que os vengo a anunciar»
(Hch 17,23).
A veces perdemos el entusiasmo por la misión al
olvidar que el Evangelio responde a las necesidades más profundas de
las personas, porque todos hemos sido creados para lo que el Evangelio nos
propone: la amistad con Jesús y el amor fraterno.
Cuando se logra expresar
adecuadamente y con belleza el contenido esencial del Evangelio, seguramente
ese mensaje hablará a las búsquedas más hondas de los corazones: «El misionero
está convencido de que existe ya en las personas y en los pueblos, por la
acción del Espíritu, una espera, aunque sea inconsciente, por conocer la verdad
sobre Dios, sobre el hombre, sobre el camino que lleva a la liberación del pecado
y de la muerte.
El entusiasmo por anunciar a Cristo deriva de la convicción de
responder a esta esperanza»[208]. El entusiasmo
evangelizador se fundamenta en esta convicción. Tenemos un tesoro de vida y de
amor que es lo que no puede engañar, el mensaje que no puede manipular ni
desilusionar.
Es una respuesta que cae en lo más hondo del ser humano y que
puede sostenerlo y elevarlo. Es la verdad que no pasa de moda porque es capaz
de penetrar allí donde nada más puede llegar. Nuestra tristeza infinita sólo se
cura con un infinito amor.
266. Pero esa
convicción se sostiene con la propia experiencia, constantemente renovada, de
gustar su amistad y su mensaje. No se puede perseverar en una evangelización
fervorosa si uno no sigue convencido, por experiencia propia, de que no es lo
mismo haber conocido a Jesús que no conocerlo, no es lo mismo caminar con Él
que caminar a tientas, no es lo mismo poder escucharlo que ignorar su Palabra,
no es lo mismo poder contemplarlo, adorarlo, descansar en Él, que no poder
hacerlo.
No es lo mismo tratar de construir el mundo con su Evangelio que
hacerlo sólo con la propia razón. Sabemos bien que la vida con Él se vuelve
mucho más plena y que con Él es más fácil encontrarle un sentido a todo. Por
eso evangelizamos.
El verdadero misionero, que nunca deja de ser discípulo,
sabe que Jesús camina con él, habla con él, respira con él, trabaja con él.
Percibe a Jesús vivo con él en medio de la tarea misionera. Si uno no lo
descubre a Él presente en el corazón mismo de la entrega misionera, pronto
pierde el entusiasmo y deja de estar seguro de lo que transmite, le falta fuerza
y pasión. Y una persona que no está convencida, entusiasmada, segura,
enamorada, no convence a nadie.
267. Unidos a Jesús,
buscamos lo que Él busca, amamos lo que Él ama. En definitiva, lo que buscamos
es la gloria del Padre; vivimos y actuamos «para alabanza de la gloria de su
gracia» (Ef 1,6). Si queremos entregarnos a fondo y con
constancia, tenemos que ir más allá de cualquier otra motivación. Éste es el
móvil definitivo, el más profundo, el más grande, la razón y el sentido final
de todo lo demás.
Se trata de la gloria del Padre que Jesús buscó durante toda
su existencia. Él es el Hijo eternamente feliz con todo su ser «hacia el seno
del Padre» (Jn 1,18). Si somos misioneros, es ante todo porque
Jesús nos ha dicho: «La gloria de mi Padre consiste en que deis fruto
abundante» (Jn 15,8). Más allá de que nos convenga o no, nos
interese o no, nos sirva o no, más allá de los límites pequeños de nuestros
deseos, nuestra comprensión y nuestras motivaciones, evangelizamos para la
mayor gloria del Padre que nos ama.
268. La Palabra de
Dios también nos invita a reconocer que somos pueblo: «Vosotros, que en otro
tiempo no erais pueblo, ahora sois pueblo de Dios» (1 Pe 2,10).
Para ser evangelizadores de alma también hace falta desarrollar el gusto
espiritual de estar cerca de la vida de la gente, hasta el punto de descubrir
que eso es fuente de un gozo superior.
La misión es una pasión por Jesús pero,
al mismo tiempo, una pasión por su pueblo. Cuando nos detenemos ante Jesús crucificado,
reconocemos todo su amor que nos dignifica y nos sostiene, pero allí mismo, si
no somos ciegos, empezamos a percibir que esa mirada de Jesús se amplía y se
dirige llena de cariño y de ardor hacia todo su pueblo. Así redescubrimos que
Él nos quiere tomar como instrumentos para llegar cada vez más cerca de su
pueblo amado. Nos toma de en medio del pueblo y nos envía al pueblo, de tal
modo que nuestra identidad no se entiende sin esta pertenencia.
269. Jesús mismo es
el modelo de esta opción evangelizadora que nos introduce en el corazón del
pueblo. ¡Qué bien nos hace mirarlo cercano a todos! Si hablaba con alguien,
miraba sus ojos con una profunda atención amorosa: «Jesús lo miró con cariño» (Mc 10,21).
Lo vemos accesible cuando se acerca al ciego del camino (cf. Mc 10,46-52)
y cuando come y bebe con los pecadores (cf. Mc 2,16), sin
importarle que lo traten de comilón y borracho (cf. Mt 11,19).
Lo vemos disponible cuando deja que una mujer prostituta unja sus pies
(cf. Lc 7,36-50) o cuando recibe de noche a Nicodemo
(cf. Jn 3,1-15).
La entrega de Jesús en la cruz no es más que
la culminación de ese estilo que marcó toda su existencia. Cautivados por ese
modelo, deseamos integrarnos a fondo en la sociedad, compartimos la vida con
todos, escuchamos sus inquietudes, colaboramos material y espiritualmente con
ellos en sus necesidades, nos alegramos con los que están alegres, lloramos con
los que lloran y nos comprometemos en la construcción de un mundo nuevo, codo a
codo con los demás. Pero no por obligación, no como un peso que nos desgasta,
sino como una opción personal que nos llena de alegría y nos otorga identidad.
270. A veces sentimos
la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas
del Señor. Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la
carne sufriente de los demás. Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos
personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de
la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la
existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura. Cuando
lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la
intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo.
271. Es verdad que,
en nuestra relación con el mundo, se nos invita a dar razón de nuestra
esperanza, pero no como enemigos que señalan y condenan. Se nos advierte muy
claramente: «Hacedlo con dulzura y respeto» (1 Pe 3,16), y «en lo
posible y en cuanto de vosotros dependa, en paz con todos los hombres» (Rm 12,18).
También se nos exhorta a tratar de vencer «el mal con el bien» (Rm 12,21),
sin cansarnos «de hacer el bien» (Ga 6,9) y sin pretender aparecer
como superiores, sino «considerando a los demás como superiores a uno mismo» (Flp 2,3).
De hecho, los Apóstoles del Señor gozaban de «la simpatía de todo el pueblo» (Hch 2,47;
4,21.33; 5,13).
Queda claro que Jesucristo no nos quiere príncipes que miran
despectivamente, sino hombres y mujeres de pueblo. Ésta no es la opinión de un
Papa ni una opción pastoral entre otras posibles; son indicaciones de la
Palabra de Dios tan claras, directas y contundentes que no necesitan
interpretaciones que les quiten fuerza interpelante. Vivámoslas «sine glossa»,
sin comentarios. De ese modo, experimentaremos el gozo misionero de compartir
la vida con el pueblo fiel a Dios tratando de encender el fuego en el corazón
del mundo.
272. El amor a la
gente es una fuerza espiritual que facilita el encuentro pleno con Dios hasta
el punto de que quien no ama al hermano «camina en las tinieblas» (1 Jn 2,11),
«permanece en la muerte» (1 Jn 3,14) y «no ha conocido a Dios» (1
Jn 4,8).
Benedicto XVI ha dicho que «cerrar los ojos ante el prójimo
nos convierte también en ciegos ante Dios»,[209] y que el amor es en el fondo
la única luz que «ilumina constantemente a un mundo oscuro y
nos da la fuerza para vivir y actuar»[210]. Por lo tanto, cuando vivimos la
mística de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro
interior para recibir los más hermosos regalos del Señor.
Cada vez que nos
encontramos con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir
algo nuevo de Dios. Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro,
se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios. Como consecuencia de esto, si
queremos crecer en la vida espiritual, no podemos dejar de ser misioneros.
La
tarea evangelizadora enriquece la mente y el corazón, nos abre horizontes
espirituales, nos hace más sensibles para reconocer la acción del Espíritu, nos
saca de nuestros esquemas espirituales limitados.
Simultáneamente, un misionero
entregado experimenta el gusto de ser un manantial, que desborda y refresca a
los demás. Sólo puede ser misionero alguien que se sienta bien buscando el bien
de los demás, deseando la felicidad de los otros. Esa apertura del corazón es
fuente de felicidad, porque «hay más alegría en dar que en recibir» (Hch 20,35).
Uno no vive mejor si escapa de los demás, si se esconde, si se niega a
compartir, si se resiste a dar, si se encierra en la comodidad. Eso no es más
que un lento suicidio.
273. La misión en el
corazón del pueblo no es una parte de mi vida, o un adorno que me puedo quitar;
no es un apéndice o un momento más de la existencia. Es algo que yo no puedo
arrancar de mi ser si no quiero destruirme. Yo soy una misión en
esta tierra, y para eso estoy en este mundo.
Hay que reconocerse a sí mismo
como marcado a fuego por esa misión de iluminar, bendecir, vivificar, levantar,
sanar, liberar. Allí aparece la enfermera de alma, el docente de alma, el
político de alma, esos que han decidido a fondo ser con los demás y para los
demás. Pero si uno separa la tarea por una parte y la propia privacidad por otra,
todo se vuelve gris y estará permanentemente buscando reconocimientos o
defendiendo sus propias necesidades. Dejará de ser pueblo.
274. Para compartir
la vida con la gente y entregarnos generosamente, necesitamos reconocer también
que cada persona es digna de nuestra entrega. No por su aspecto físico, por sus
capacidades, por su lenguaje, por su mentalidad o por las satisfacciones que
nos brinde, sino porque es obra de Dios, criatura suya. Él la creó a su imagen,
y refleja algo de su gloria.
Todo ser humano es objeto de la ternura infinita
del Señor, y Él mismo habita en su vida. Jesucristo dio su preciosa sangre en
la cruz por esa persona. Más allá de toda apariencia, cada uno es inmensamente
sagrado y merece nuestro cariño y nuestra entrega. Por ello, si logro
ayudar a una sola persona a vivir mejor, eso ya justifica la entrega de mi
vida. Es lindo ser pueblo fiel de Dios. ¡Y alcanzamos plenitud cuando rompemos
las paredes y el corazón se nos llena de rostros y de nombres!