La
publicación de la Populorum progressio tuvo lugar poco
después de la conclusión del Concilio Ecuménico Vaticano II. La misma Encíclica
señala en los primeros párrafos su íntima relación con el Concilio.Veinte años
después, Juan Pablo II subrayó en la Sollicitudo
rei socialis la fecunda relación de aquella Encíclica con el
Concilio y, en particular, con la Constitución pastoral Gaudium et spes.
LA
IGLESIA PROMUEVE EL DESARROLLO INTEGRAL DEL HOMBRE EN TODAS SUS DIMENSIONES
La
encíclica recoge dos grandes verdades. La primera es que toda la Iglesia, en
todo su ser y obrar, cuando anuncia, celebra y actúa en la caridad, tiende a
promover el desarrollo integral del hombre. Tiene un papel público que no
se agota en sus actividades de asistencia o educación, sino que manifiesta toda
su propia capacidad de servicio a la promoción del hombre y la fraternidad
universal cuando puede contar con un régimen de libertad. Dicha libertad se ve
impedida en muchos casos por prohibiciones y persecuciones, o también limitada
cuando se reduce la presencia pública de la Iglesia solamente a sus actividades
caritativas.
La
segunda verdad es que el auténtico desarrollo del hombre concierne de manera
unitaria a la totalidad de la persona en todas sus dimensiones. Sin la
perspectiva de una vida eterna, el progreso humano en este mundo se queda sin
aliento. Encerrado dentro de la historia, queda expuesto al riesgo de reducirse
sólo al incremento del tener; así, la humanidad pierde la valentía de estar
disponible para los bienes más altos, para las iniciativas grandes y
desinteresadas que la caridad universal exige.
El hombre no se desarrolla
únicamente con sus propias fuerzas, así como no se le puede dar sin más el
desarrollo desde fuera. A lo largo de la historia, se ha creído con frecuencia
que la creación de instituciones bastaba para garantizar a la humanidad el
ejercicio del derecho al desarrollo. Desafortunadamente, se ha depositado una
confianza excesiva en dichas instituciones, casi como si ellas pudieran
conseguir el objetivo deseado de manera automática.
En
realidad, las instituciones por sí solas no bastan, porque el desarrollo humano
integral es ante todo vocación y, por tanto, comporta que se asuman libre y
solidariamente responsabilidades por parte de todos. Este desarrollo exige,
además, una visión trascendente de la persona, necesita a Dios: sin Él, o se
niega el desarrollo, o se le deja únicamente en manos del hombre, que cede a la
presunción de la auto-salvación y termina por promover un desarrollo
deshumanizado. Por lo demás, sólo el encuentro con Dios permite no «ver siempre
en el prójimo solamente al otro», sino reconocer en él la imagen divina,
llegando así a descubrir verdaderamente al otro y a madurar un amor que «es
ocuparse del otro y preocuparse por el otro»
LA
DOCTRINA SOCIAL
La
doctrina social está construida sobre el fundamento transmitido por los
Apóstoles a los Padres de la Iglesia y acogido y profundizado después por los
grandes Doctores cristianos. Esta doctrina se remite en definitiva al hombre
nuevo, al «último Adán, Espíritu que da vida» (1 Co 15,45), y que es
principio de la caridad que «no pasa nunca» (1 Co 13,8). Ha sido
atestiguada por los Santos y por cuantos han dado la vida por Cristo Salvador
en el campo de la justicia y la paz. En ella se expresa la tarea profética de
los Sumos Pontífices de guiar apostólicamente la Iglesia de Cristo y de
discernir las nuevas exigencias de la evangelización. Por estas razones, la Populorum progressio, insertada en la gran
corriente de la Tradición, puede hablarnos todavía hoy a nosotros.
Sus
enseñanzas sociales fueron de gran relevancia: reafirmó la importancia
imprescindible del Evangelio para la construcción de la sociedad según libertad
y justicia, en la perspectiva ideal e histórica de una civilización animada por
el amor. Pablo VI entendió claramente que la cuestión social se había hecho
mundial y captó la relación recíproca entre el impulso hacia la unificación de
la humanidad y el ideal cristiano de una única familia de los pueblos,
solidaria en la común hermandad. Indicó en el desarrollo, humana y
cristianamente entendido, el corazón del mensaje social cristiano y propuso
la caridad cristiana como principal fuerza al servicio del desarrollo.
Movido
por el deseo de hacer plenamente visible al hombre contemporáneo el amor de
Cristo, Pablo VI afrontó con firmeza cuestiones éticas importantes, sin ceder a
las debilidades culturales de su tiempo.
EL
DESARROLLO HUMANO ES VOCACIÓN
Pablo
VI ya puso en guardia sobre la ideología tecnocrática, hoy particularmente
arraigada, consciente del gran riesgo de confiar todo el proceso del desarrollo
sólo a la técnica, porque de este modo quedaría sin orientación. La idea de un
mundo sin desarrollo expresa desconfianza en el hombre y en Dios. Por tanto, es
un grave error despreciar las capacidades humanas de controlar las desviaciones
del desarrollo o ignorar incluso que el hombre tiende constitutivamente a «ser
más». Considerar ideológicamente como absoluto el progreso técnico y soñar con
la utopía de una humanidad que retorna a su estado de naturaleza originario,
son dos modos opuestos para eximir al progreso de su valoración moral y, por
tanto, de nuestra responsabilidad.
El
progreso, en su fuente y en su esencia, es una vocación: «En los
designios de Dios, cada hombre está llamado a promover su propio progreso,
porque la vida de todo hombre es una vocación». Esto es precisamente lo que
legitima la intervención de la Iglesia en la problemática del desarrollo.
Si éste afectase sólo a los aspectos técnicos de la vida del hombre, y no al
sentido de su caminar en la historia junto con sus otros hermanos, ni al
descubrimiento de la meta de este camino, la Iglesia no tendría por qué hablar
de él.
Decir
que el desarrollo es vocación equivale a reconocer, por un lado, que
éste nace de una llamada trascendente y, por otro, que es incapaz de darse su
significado último por sí mismo. Con buenos motivos, la palabra «vocación»
aparece de nuevo en otro pasaje de la Encíclica, donde se afirma: «No hay,
pues, más que un humanismo verdadero que se abre al Absoluto en el
reconocimiento de una vocación que da la idea verdadera de la vida humana».
La
vocación es una llamada que requiere una respuesta libre y responsable. El desarrollo
humano integral supone la libertad responsable de la persona y los
pueblos: ninguna estructura puede garantizar dicho desarrollo desde fuera y por
encima de la responsabilidad humana. Los «mesianismos prometedores, pero
forjados de ilusiones» basan siempre sus propias propuestas en la negación de
la dimensión trascendente del desarrollo, seguros de tenerlo todo a su
disposición. Sólo si es libre, el desarrollo puede ser integralmente humano;
sólo en un régimen de libertad responsable puede crecer de manera adecuada.
EL
DESARROLLO HUMANO Y LA VERDAD
Además
de la libertad, el desarrollo humano integral como vocación exige también
que se respete la verdad. La fe cristiana se ocupa del desarrollo, no
apoyándose en privilegios o posiciones de poder, ni tampoco en los méritos de
los cristianos, sino sólo en Cristo, al cual debe remitirse toda vocación
auténtica al desarrollo humano integral.
El
Evangelio es un elemento fundamental del desarrollo porque, en él, Cristo, «en la misma revelación del
misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio
hombre». Con las enseñanzas de su Señor, la Iglesia escruta los signos de los
tiempos, los interpreta y ofrece al mundo «lo que ella posee como propio: una
visión global del hombre y de la humanidad». Precisamente porque Dios pronuncia
el «sí» más grande al hombre, el hombre no puede dejar de abrirse a la vocación
divina para realizar el propio desarrollo. La verdad del desarrollo consiste en
su totalidad: si no es de todo el hombre y de todos los hombres, no es el
verdadero desarrollo.
El desarrollo humano integral en el plano natural, al ser
respuesta a una vocación de Dios creador, requiere su autentificación en «un
humanismo trascendental, que da al hombre su mayor plenitud; ésta es la
finalidad suprema del desarrollo personal». Por tanto, la vocación cristiana a
dicho desarrollo abarca tanto el plano natural como el sobrenatural; éste es el
motivo por el que, «cuando Dios queda eclipsado, nuestra capacidad de reconocer
el orden natural, la finalidad y el “bien”, empieza a disiparse».
EL
DESARROLLO HUMANO Y LA CARIDAD
Finalmente,
la visión del desarrollo como vocación comporta que su centro sea la caridad.
Pablo VI señala que las causas del subdesarrollo no son principalmente de orden
material. Nos invita a buscarlas en otras dimensiones del hombre. Ante todo, en
la voluntad, que con frecuencia se desentiende de los deberes de la
solidaridad. Después, en el pensamiento, que no siempre sabe orientar
adecuadamente el deseo. Por eso, para alcanzar el desarrollo hacen falta
«pensadores de reflexión profunda que busquen un humanismo nuevo, el cual
permita al hombre moderno hallarse a sí mismo».
Pero
eso no es todo. El subdesarrollo tiene una causa más importante aún que la
falta de pensamiento: es «la falta de fraternidad entre los hombres y entre los
pueblos». Esta fraternidad, ¿podrán lograrla alguna vez los hombres por sí
solos? La sociedad cada vez más globalizada nos hace más cercanos, pero no más
hermanos. La razón, por sí sola, es capaz de aceptar la igualdad entre los
hombres y de establecer una convivencia cívica entre ellos, pero no consigue
fundar la hermandad. Ésta nace de una vocación transcendente de Dios Padre, el
primero que nos ha amado, y que nos ha enseñado mediante el Hijo lo que es la caridad
fraterna. El nivel más alto del proceso de desarrollo del hombre es «la unidad
de la caridad de Cristo, que nos llama a todos a participar, como hijos, en la
vida del Dios vivo, Padre de todos los hombres».
Ante los grandes problemas de la injusticia en el desarrollo de los pueblos, es la
caridad de Cristo la que nos impulsa: «caritas Christi urget nos» (2
Co 5,14). Esta urgencia no se debe sólo al estado de cosas, no se
deriva solamente de la avalancha de los acontecimientos y problemas, sino de lo
que está en juego: la necesidad de alcanzar una auténtica fraternidad. Lograr
esta meta es tan importante que exige tomarla en consideración para
comprenderla a fondo y movilizarse concretamente con el «corazón», con el fin
de hacer cambiar los procesos económicos y sociales actuales hacia metas
plenamente humanas.