Colaboradores de Dios educador (61)
Otros ambientes educatives (62)
La formación recibida y dada recíprocamente por todos (63)
Llamamiento y oración (64)
Colaboradores de Dios educador
61. ¿Cuáles son los lugares y los medios de la formación cristiana de los
fieles laicos? ¿Cuáles son las personas y las comunidades llamadas
a asumir la tarea de la formación integral y unitaria de los fieles laicos?
Del mismo modo que la acción educativa humana está íntimamente unida a la
paternidad y maternidad, así también la formación cristiana encuentra su raíz y
su fuerza en Dios, el Padre que ama y educa a sus hijos. Sí, Dios es el
primer y gran educador de su Pueblo, como dice el magnífico pasaje del
Canto de Moisés: «En tierra desierta le encuentra, / en el rugiente caos del
desierto. / Y le envuelve, le sustenta, le cuida, como a la niña de sus ojos. /
Como un águila incita a su nidada, / revolotea sobre sus polluelos, así él
despliega sus alas y le toma, / y le lleva sobre su plumaje. / Sólo Yavéh le
guía a su destino, / no había con él ningún Dios extranjero» (Dt 32,
10-12; cf. 8, 5).
La obra educadora de Dios se revela y cumple en Jesús, el Maestro, y toca
desde dentro el corazón de cada hombre gracias a la presencia dinámica del
Espíritu. La Iglesia madre está llamada a tomar parte en la
acción educadora divina, bien en sí misma, bien en sus distintas articulaciones
y manifestaciones. Así es como los fieles laicos son formados por la
Iglesia y en la Iglesia, en una recíproca comunión y colaboración de
todos sus miembros: sacerdotes, religiosos y fieles laicos.
Así la entera comunidad eclesial, en su diversos miembros, recibe la
fecundidad del Espíritu y coopera con ella activamente. En tal sentido Metodio
de Olimpo escribía: «Los imperfectos (...) son llevados y formados, como en las
entrañas de una madre, por los más perfectos hasta que sean engendrados y
alumbrados a la grandeza y belleza de la virtud»[217];
como ocurrió con Pablo, llevado e introducido en la Iglesia por los perfectos
(en la persona de Ananías), y después convertido a su vez en perfecto y fecundo
en tantos hijos.
Educadora es, sobre todo, la Iglesia universal, en la que
el Papa desempeña el papel de primer formador de los fieles laicos. A él, como
sucesor de Pedro, le compete el ministerio de «confirmar en la fe a los
hermanos», enseñando a todos los creyentes los contenidos esenciales de la
vocación y misión cristiana y eclesial. No sólo su palabra directa pide una
atención dócil y amorosa por parte de los fieles laicos, sino también su
palabra transmitida a través de los documentos de los diversos Dicasterios de
la Santa Sede.
La Iglesia una y universal está presente en las diversas partes del mundo a
través de las Iglesias particulares. En cada una de ellas el
Obispo tiene una responsabilidad personal con respecto a los fieles laicos, a
los que debe formar mediante el anuncio de la Palabra, la celebración de la
Eucaristía y de los sacramentos, la animación y guía de su vida cristiana.
Dentro de la Iglesia particular o diócesis se encuentra y actúa la parroquia, a
la que corresponde desempeñar una tarea esencial en la formación más inmediata
y personal de los fieles laicos. En efecto, con unas relaciones que pueden
llegar más fácilmente a cada persona y a cada grupo, la parroquia está llamada
a educar a sus miembros en la recepción de la Palabra, en el diálogo litúrgico
y personal con Dios, en la vida de caridad fraterna, haciendo palpar de modo
más directo y concreto el sentido de la comunión eclesial y de la
responsabilidad misionera.
Además, dentro de algunas parroquias, sobre todo si son extensas y
dispersas, las pequeñas comunidades eclesiales presentes
pueden ser una ayuda notable en la formación de los cristianos, pudiendo hacer
más capilar e incisiva la conciencia y la experiencia de la comunión y de la
misión eclesial. Puede servir de ayuda también, como han dicho los Padres
sinodales, una catequesis postbautismal a modo de catecumenado, que vuelva a
proponer algunos elementos del «Ritual de la Iniciación Cristiana de Adultos»,
destinados a hacer captar y vivir las inmensas riquezas del Bautismo ya
recibido[218].
En la formación que los fieles laicos reciben en la diócesis y en la
parroquia, por lo que se refiere en concreto al sentido de comunión y de
misión, es particularmente importante la ayuda que recíprocamente se prestan
los diversos miembros de la Iglesia: es una ayuda que revela y opera a la vez
el misterio de la Iglesia, Madre y Educadora. Los sacerdotes y los religiosos
deben ayudar a los fieles laicos en su formación. En este sentido los Padres
del Sínodo han invitado a los presbíteros y a los candidatos a las sagradas
Órdenes a «prepararse cuidadosamente para ser capaces de favorecer la vocación
y misión de los laicos»[219].
A su vez, los mismos fieles laicos pueden y deben ayudar a los sacerdotes y
religiosos en su camino espiritual y pastoral.
Otros ambientes educativos
62. También la familia cristiana, en cuanto «Iglesia
doméstica», constituye la escuela primigenia y fundamental para la formación de
la fe. El padre y la madre reciben en el sacramento del Matrimonio la gracia y
la responsabilidad de la educación cristiana en relación con los hijos, a los
que testifican y transmiten a la vez los valores humanos y religiosos.
Aprendiendo las primeras palabras, los hijos aprenden también a alabar a Dios,
al que sienten cercano como Padre amoroso y providente; aprendiendo los primeros
gestos de amor, los hijos aprenden también a abrirse a los otros, captando en
la propia entrega el sentido del humano vivir. La misma vida cotidiana de una
familia auténticamente cristiana constituye la primera «experiencia de
Iglesia», destinada a ser corroborada y desarrollada en la gradual inserción
activa y responsable de los hijos en la más amplia comunidad eclesial y en la
sociedad civil. Cuanto más crezca en los esposos y padres cristianos la
conciencia de que su «iglesia doméstica» es partícipe de la vida y de la misión
de la Iglesia universal, tanto más podrán ser formados los hijos en el «sentido
de la Iglesia» y sentirán toda la belleza de dedicar sus energías al servicio
del Reino de Dios.
También son lugares importantes de formación las escuelas y
universidades católicas, como también los centros de renovación
espiritual que hoy se van difundiendo cada vez más. Como han hecho notar los
Padres sinodales, en el actual contexto social e histórico, marcado por un
profundo cambio cultural, ya no basta la participación —por otra parte siempre
necesaria e insustituible— de los padres cristianos en la vida de la escuela;
hay que preparar fieles laicos que se dediquen a la acción educativa como a una
verdadera y propia misión eclesial; es necesario constituir y desarrollar
«comunidades educativas», formadas a la vez por padres, docentes, sacerdotes,
religiosos y religiosas, representantes de los jóvenes. Y para que la escuela
pueda desarrollar dignamente su función de formación, los fieles laicos han de
sentirse comprometidos a exigir de todos y a promover para todos una verdadera
libertad de educación, incluso mediante una adecuada legislación civil[220].
Los Padres sinodales han tenido palabras de aprecio y de aliento hacia
todos aquellos fieles laicos, hombres y mujeres, que con espíritu cívico y
cristiano desarrollan una tarea educativa en la escuela y en los institutos de
formación. También han puesto de relieve la urgente necesidad de que los fieles
laicos maestros y profesores en las diversas escuelas, católicas o no, sean
verdaderos testigos del Evangelio, mediante el ejemplo de vida, la competencia
y rectitud profesional, la inspiración cristiana de la enseñanza, salvando
siempre —como es evidente— la autonomía de las diversas ciencias y disciplinas.
Es de particular importancia que la investigación científica y técnica llevada
a cabo por los fieles laicos esté regida por el criterio del servicio al hombre
en la totalidad de sus valores y de sus exigencias. A estos fieles laicos la
Iglesia les confía la tarea de hacer más comprensible a todos el íntimo vínculo
que existe entre la fe y la ciencia, entre el Evangelio y la cultura humana[221].
«Este Sínodo —leemos en una proposición— hace un llamamiento al papel
profético de las escuelas y universidades católicas, y alaba la dedicación de
los maestros y educadores —hoy, en su gran mayoría, laicos— para que en los
institutos de educación católica puedan formar hombres y mujeres en los que se encarne
el "mandamiento nuevo". La presencia contemporánea de sacerdotes y
laicos, y también de religiosos y religiosas, ofrece a los alumnos una imagen
viva de la Iglesia y hace más fácil el conocimiento de sus riquezas (cf.
Congregación para la Educación Católica, El laico educador, testigo de
la fe en la escuela)»[222].
También los grupos, las asociaciones y los movimientos tienen
su lugar en la formación de los fieles laicos. Tienen, en efecto, la
posibilidad, cada uno con sus propios métodos, de ofrecer una formación
profundamente injertada en la misma experiencia de vida apostólica, como
también la oportunidad de completar, concretar y especificar la formación que
sus miembros reciben de otras personas y comunidades.
La formación recibida y dada recíprocamente por todos
63. La formación no es el privilegio de algunos, sino un derecho y un deber
de todos. Al respecto, los Padres sinodales han dicho: «Se ofrezca a todos la
posibilidad de la formación, sobre todo a los pobres, los cuales pueden ser
—ellos mismos— fuente de formación para todos», y han añadido: «Para la
formación empléense medios adecuados que ayuden a cada uno a realizar la plena
vocación humana y cristiana»[223].
Para que se dé una pastoral verdaderamente incisiva y eficaz hay que
desarrollar la formación de los formadores, poniendo en
funcionamiento los cursos oportunos o escuelas para tal fin. Formar a los que,
a su vez, deberán empeñarse en la formación de los fieles laicos, constituye
una exigencia primaria para asegurar la formación general y capilar de todos
los fieles laicos.
En la labor formativa se deberá reservar una atención especial a la cultura
local, según la explícita invitación de los Padres sinodales: «La formación de
los cristianos tendrá máximamente en cuenta la cultura humana del lugar, que
contribuye a la misma formación, y que ayudará a juzgar tanto el valor que se
encierra en la cultura tradicional, como aquel otro propuesto en la cultura
moderna. Se preste también la debida atención a las diversas culturas que
pueden coexistir en un mismo pueblo y en una misma nación. La Iglesia, Madre y
Maestra de los pueblos, se esforzará por salvar, donde sea el caso, la cultura
de las minorías que viven en grandes naciones[224].
Algunas convicciones se revelan especialmente necesarias y fecundas en la
labor formativa. Antes que nada, la convicción de que no se da formación
verdadera y eficaz si cada uno no asume y no desarrolla por sí mismo la
responsabilidad de la formación. En efecto, ésta se configura esencialmente
como «auto-formación».
Además está la convicción de que cada uno de nosotros es el término y a la
vez el principio de la formación. Cuanto más nos formamos, más sentimos la
exigencia de proseguir y profundizar tal formación; como también cuanto más
somos formados, más nos hacemos capaces de formar a los demás.
Es de particular importancia la conciencia de que la labor formativa, al
tiempo que recurre inteligentemente a los medios y métodos de las ciencias
humanas, es tanto más eficaz cuanto más se deja llevar por la acción de
Dios: sólo el sarmiento que no teme dejarse podar por el viñador, da
más fruto para sí y para los demás.
Llamamiento y oración
64. Como conclusión de este documento post-sinodal vuelvo a dirigiros, una
vez más, la invitación del «dueño de casa» del que nos habla el
Evangelio: Id también vosotros a mi viña. Se puede decir que
el significado del Sínodo sobre la vocación y misión de los laicos está
precisamente en este llamamiento de Nuestro Señor Jesucristo dirigido a
todos, y, en particular, a los fieles laicos, hombres y mujeres.
Los trabajos sinodales han constituido para todos los participantes una
gran experiencia espiritual: la de una Iglesia atenta —en la luz y en la fuerza
del Espíritu— para discernir y acoger el renovado llamamiento de su Señor; y
esto para volver a presentar al mundo de hoy el misterio de su comunión y el
dinamismo de su misión de salvación, captando en particular el puesto y papel
específico de los fieles laicos. El fruto del Sínodo —que esta Exhortación
tiene intención de urgir como el más abundante posible en todas las Iglesias
esparcidas por el mundo— estará en función de la efectiva acogida que el
llamamiento del Señor recibirá por parte del entero Pueblo de Dios y, dentro de
él, por parte de los fieles laicos.
Por eso os exhorto vivamente a todos y a cada uno, Pastores y fieles, a no
cansaros nunca de mantener vigilante, más aún, de arraigar cada vez más —en la
mente, en el corazón y en la vida— la conciencia eclesial; es
decir, la conciencia de ser miembros de la Iglesia de Jesucristo, partícipes de
su misterio de comunión y de su energía apostólica y misionera.
Es particularmente importante que todos los cristianos sean conscientes de
la extraordinaria dignidad que les ha sido otorgada mediante
el santo Bautismo. Por gracia estamos llamados a ser hijos amados del Padre,
miembros incorporados a Jesucristo y a su Iglesia, templos vivos y santos del
Espíritu. Volvamos a escuchar, emocionados y agradecidos, las palabras de Juan
el Evangelista: «¡Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de
Dios, y lo somos realmente!» (1 Jn 3, 1).
Esta «novedad cristiana» otorgada a los miembros de la Iglesia, mientras
constituye para todos la raíz de su participación al oficio sacerdotal,
profético y real de Cristo y de su vocación a la santidad en el amor, se manifiesta
y se actúa en los fieles laicos según la «índole secular» que es «propia y
peculiar» de ellos.
La conciencia eclesial comporta, junto con el sentido de la común dignidad
cristiana, el sentido de pertenecer al misterio de la Iglesia Comunión. Es
éste un aspecto fundamental y decisivo para la vida y para la misión de la
Iglesia. La ardiente oración de Jesús en la última Cena: «Ut unum
sint!», ha de convertirse para todos y cada uno, todos los días, en un
exigente e irrenunciable programa de vida y de acción.
El vivo sentido de la comunión eclesial, don del Espíritu Santo que urge
nuestra libre respuesta, tendrá como fruto precioso la valoración armónica, en
la Iglesia «una y católica», de la rica variedad de vocaciones y condiciones de
vida, de carismas, de ministerios y de tareas y responsabilidades, como también
una más convencida y decidida colaboración de los grupos, de las asociaciones y
de los movimientos de fieles laicos en el solidario cumplimiento de la común
misión salvadora de la misma Iglesia. Esta comunión ya es en sí misma el primer
gran signo de la presencia de Cristo Salvador en el mundo; y, al mismo tiempo,
favorece y estimula la directa acción apostólica y misionera de la Iglesia.
En los umbrales del tercer milenio, toda la Iglesia, Pastores y fieles, ha
de sentir con más fuerza su responsabilidad de obedecer al mandato de Cristo:
«Id por todo el mundo y proclamad la Buena Nueva a toda la creación» (Mc 16,
15), renovando su empuje misionero. Una grande, comprometedora y magnífica empresa
ha sido confiada a la Iglesia: la de una nueva evangelización, de
la que el mundo actual tiene una gran necesidad. Los fieles laicos han de
sentirse parte viva y responsable de esta empresa, llamados como están a
anunciar y a vivir el Evangelio en el servicio a los valores y a las exigencias
de las personas y de la sociedad.
El Sínodo de los Obispos, celebrado en el mes de octubre durante el Año
Mariano, ha confiado sus trabajos, de modo muy especial, a la intercesión de
María Santísima, Madre del Redentor. Y ahora confío a la misma intercesión la
fecundidad espiritual de los frutos del Sínodo. Al término de este documento
postsinodal me dirijo a la Virgen, en unión con los Padres y fieles laicos
presentes en el Sínodo y con todos los demás miembros del Pueblo de Dios. La
llamada se hace oración:
Oh Virgen santísima
Madre de Cristo y Madre de la Iglesia,
con alegría y admiración
nos unimos a tu Magnificat,
a tu canto de amor agradecido.
Contigo damos gracias a Dios,
«cuya misericordia se extiende
de generación en generación»,
por la espléndida vocación
y por la multiforme misión
confiada a los fieles laicos,
por su nombre llamados por Dios
a vivir en comunión de amor
y de santidad con Él
y a estar fraternalmente unidos
en la gran familia de los hijos de Dios,
enviados a irradiar la luz de Cristo
y a comunicar el fuego del Espíritu
por medio de su vida evangélica
en todo el mundo.
Virgen del Magnificat,
llena sus corazones
de reconocimiento y entusiasmo
por esta vocación y por esta misión.
Tú que has sido,
con humildad y magnanimidad,
«la esclava del Señor»,
danos tu misma disponibilidad
para el servicio de Dios
y para la salvación del mundo.
Abre nuestros corazones
a las inmensas perspectivas
del Reino de Dios
y del anuncío del Evangelio
a toda criatura.
En tu corazón de madre
están siempre presentes los muchos peligros
y los muchos males
que aplastan a los hombres y mujeres
de nuestro tiempo.
Pero también están presentes
tantas iniciativas de bien,
las grandes aspiraciones a los valores,
los progresos realizados
en el producir frutos abundantes de salvación.
Virgen valiente,
inspira en nosotros fortaleza de ánimo
y confianza en Dios,
para que sepamos superar
todos los obstáculos que encontremos
en el cumplimiento de nuestra misión.
Enséñanos a tratar las realidades del mundo
con un vivo sentido de responsabilidad cristiana
y en la gozosa esperanza
de la venida del Reino de Dios,
de los nuevos cielos y de la nueva tierra.
Tú que junto a los Apóstoles
has estado en oración
en el Cenáculo
esperando la venida del Espíritu de Pentecostés,
invoca su renovada efusión
sobre todos los fieles laicos, hombres y mujeres,
para que correspondan plenamente
a su vocación y misión,
como sarmientos de la verdadera vid,
llamados a dar mucho fruto
para la vida del mundo.
Virgen Madre,
guíanos y sostennos para que vivamos siempre
como auténticos hijos
e hijas de la Iglesia de tu Hijo
y podamos contribuir a establecer sobre la tierra
la civilización de la verdad y del amor,
según el deseo de Dios
y para su gloria.
Amén.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 de diciembre, fiesta de la
sagrada Familia de Jesús, María y José, del año 1988, undécimo de mi
Pontificado.
JOANNES PAULUS PP. II
[217] San Metodio de Olimpo, Symposion III, 8: S. Ch. 95, 110.
[218] Cf. Propositio 11.
[219] Propositio 40.
[220] Cf. Propositio 44.
[221] Cf. Propositio 45.
[222] Propositio 44.
[223] Propositio 41.
[224] Propositio 42.
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