Sobre todo con los últimos (233-235)
El valor y el sentido del perdón (236)
El conflicto inevitable (237-240)
Las luchas legítimas y el perdón (241-243)
La verdadera superación (244-245)
La memòria (246-249)
Sobre todo con los últimos
233. La procura de la
amistad social no implica solamente el acercamiento entre grupos sociales
distanciados a partir de algún período conflictivo de la historia, sino también
la búsqueda de un reencuentro con los sectores más empobrecidos y vulnerables.
La paz «no sólo es ausencia de guerra sino el compromiso incansable
—especialmente de aquellos que ocupamos un cargo de más amplia responsabilidad—
de reconocer, garantizar y reconstruir concretamente la dignidad tantas veces
olvidada o ignorada de hermanos nuestros, para que puedan sentirse los
principales protagonistas del destino de su nación»[220].
234. Frecuentemente se ha
ofendido a los últimos de la sociedad con generalizaciones injustas. Si a veces
los más pobres y los descartados reaccionan con actitudes que parecen
antisociales, es importante entender que muchas veces esas reacciones tienen
que ver con una historia de menosprecio y de falta de inclusión social. Como
enseñaron los Obispos latinoamericanos, «sólo la cercanía que nos hace amigos
nos permite apreciar profundamente los valores de los pobres de hoy, sus
legítimos anhelos y su modo propio de vivir la fe. La opción por los pobres
debe conducirnos a la amistad con los pobres»[221].
235. Quienes pretenden
pacificar a una sociedad no deben olvidar que la inequidad y la falta de un
desarrollo humano integral no permiten generar paz. En efecto, «sin igualdad de
oportunidades, las diversas formas de agresión y de guerra encontrarán un caldo
de cultivo que tarde o temprano provocará su explosión. Cuando la sociedad
—local, nacional o mundial— abandona en la periferia una parte de sí misma, no
habrá programas políticos ni recursos policiales o de inteligencia que puedan
asegurar indefinidamente la tranquilidad»[222].
Si hay que volver a empezar, siempre será desde los últimos.
El valor y el sentido del perdón
236. Algunos prefieren no
hablar de reconciliación porque entienden que el conflicto, la violencia y las
rupturas son parte del funcionamiento normal de una sociedad. De hecho, en
cualquier grupo humano hay luchas de poder más o menos sutiles entre distintos
sectores. Otros sostienen que dar lugar al perdón es ceder el propio espacio
para que otros dominen la situación. Por eso, consideran que es mejor mantener
un juego de poder que permita sostener un equilibrio de fuerzas entre los
distintos grupos. Otros creen que la reconciliación es cosa de débiles, que no
son capaces de un diálogo hasta el fondo, y por eso optan por escapar de los
problemas disimulando las injusticias. Incapaces de enfrentar los problemas,
eligen una paz aparente.
El conflicto inevitable
237. El perdón y la
reconciliación son temas fuertemente acentuados en el cristianismo y, de
diversas formas, en otras religiones. El riesgo está en no comprender
adecuadamente las convicciones creyentes y presentarlas de tal modo que
terminen alimentando el fatalismo, la inercia o la injusticia, o por otro lado
la intolerancia y la violencia.
238. Jesucristo nunca
invitó a fomentar la violencia o la intolerancia. Él mismo condenaba
abiertamente el uso de la fuerza para imponerse a los demás: «Ustedes saben que
los jefes de las naciones las someten y los poderosos las dominan. Entre
ustedes no debe ser así» (Mt 20,25-26). Por otra parte, el
Evangelio pide perdonar «setenta veces siete» (Mt 18,22) y pone el
ejemplo del servidor despiadado, que fue perdonado pero él a su vez no fue
capaz de perdonar a otros (cf. Mt 18,23-35).
239. Si leemos otros textos
del Nuevo Testamento, podemos advertir que de hecho las comunidades primitivas,
inmersas en un mundo pagano desbordado de corrupción y desviaciones, vivían un
sentido de paciencia, tolerancia, comprensión. Algunos textos son muy claros al
respecto: se invita a reprender a los adversarios con dulzura (cf. 2 Tm 2,25).
O se exhorta: «Que no injurien a nadie ni sean agresivos, sino amables,
demostrando una gran humildad con todo el mundo. Porque nosotros también antes
[…] éramos detestables» (Tt 3,2-3). El libro de los Hechos de los
Apóstoles afirma que los discípulos, perseguidos por algunas autoridades, «gozaban
de la estima de todo el pueblo» (2,47; cf. 4,21.33; 5,13).
240. Sin embargo, cuando
reflexionamos acerca del perdón, de la paz y de la concordia social, nos
encontramos con una expresión de Jesucristo que nos sorprende: «No piensen que
vine a traer paz a la tierra. ¡No vine a traer paz, sino espada! Vine a
enfrentar al hijo contra su padre, a la hija contra su madre, a la nuera contra
su suegra y así, los enemigos de cada uno serán los de su familia» (Mt 10,34-36).
Es importante situarla en el contexto del capítulo donde está inserta. Allí
queda claro que el tema del que se está hablando es el de la fidelidad a la
propia opción, sin avergonzarse, aunque eso acarree contrariedades, y aunque
los seres queridos se opongan a dicha opción. Por lo tanto, dichas palabras no
invitan a buscar conflictos, sino simplemente a soportar el conflicto
inevitable, para que el respeto humano no lleve a faltar a la fidelidad en pos
de una supuesta paz familiar o social. San Juan Pablo II ha dicho que la
Iglesia «no pretende condenar todas y cada una de las formas de conflictividad
social. La Iglesia sabe muy bien que, a lo largo de la historia, surgen
inevitablemente los conflictos de intereses entre diversos grupos sociales y
que frente a ellos el cristiano no pocas veces debe pronunciarse con coherencia
y decisión»[223].
Las luchas legítimas y el perdón
241. No se trata de
proponer un perdón renunciando a los propios derechos ante un poderoso
corrupto, ante un criminal o ante alguien que degrada nuestra dignidad. Estamos
llamados a amar a todos, sin excepción, pero amar a un opresor no es consentir
que siga siendo así; tampoco es hacerle pensar que lo que él hace es aceptable.
Al contrario, amarlo bien es buscar de distintas maneras que deje de oprimir,
es quitarle ese poder que no sabe utilizar y que lo desfigura como ser humano.
Perdonar no quiere decir permitir que sigan pisoteando la propia dignidad y la
de los demás, o dejar que un criminal continúe haciendo daño. Quien sufre la
injusticia tiene que defender con fuerza sus derechos y los de su familia
precisamente porque debe preservar la dignidad que se le ha dado, una dignidad
que Dios ama. Si un delincuente me ha hecho daño a mí o a un ser querido, nadie
me prohíbe que exija justicia y que me preocupe para que esa persona —o
cualquier otra— no vuelva a dañarme ni haga el mismo daño a otros. Corresponde
que lo haga, y el perdón no sólo no anula esa necesidad sino que la reclama.
242. La clave está en no
hacerlo para alimentar una ira que enferma el alma personal y el alma de
nuestro pueblo, o por una necesidad enfermiza de destruir al otro que desata
una carrera de venganza. Nadie alcanza la paz interior ni se reconcilia con la
vida de esa manera. La verdad es que «ninguna familia, ningún grupo de vecinos
o una etnia, menos un país, tiene futuro si el motor que los une, convoca y
tapa las diferencias es la venganza y el odio. No podemos ponernos de acuerdo y
unirnos para vengarnos, para hacerle al que fue violento lo mismo que él nos
hizo, para planificar ocasiones de desquite bajo formatos aparentemente
legales»[224].
Así no se gana nada y a la larga se pierde todo.
243. Es cierto que «no es
tarea fácil superar el amargo legado de injusticias, hostilidad y desconfianza
que dejó el conflicto. Esto sólo se puede conseguir venciendo el mal con el
bien (cf. Rm 12,21) y mediante el cultivo de las virtudes que
favorecen la reconciliación, la solidaridad y la paz»[225].
De ese modo, «quien cultiva la bondad en su interior recibe a cambio una
conciencia tranquila, una alegría profunda aun en medio de las dificultades y
de las incomprensiones. Incluso ante las ofensas recibidas, la bondad no es
debilidad, sino auténtica fuerza, capaz de renunciar a la venganza»[226].
Es necesario reconocer en la propia vida que «también ese duro juicio que
albergo en mi corazón contra mi hermano o mi hermana, esa herida no curada, ese
mal no perdonado, ese rencor que sólo me hará daño, es un pedazo de guerra que
llevo dentro, es un fuego en el corazón, que hay que apagar para que no se
convierta en un incendio»[227].
La verdadera superación
244. Cuando los conflictos
no se resuelven sino que se esconden o se entierran en el pasado, hay silencios
que pueden significar volverse cómplices de graves errores y pecados. Pero la
verdadera reconciliación no escapa del conflicto sino que se logra en el
conflicto, superándolo a través del diálogo y de la negociación transparente,
sincera y paciente. La lucha entre diversos sectores «siempre que se abstenga
de enemistades y de odio mutuo, insensiblemente se convierte en una honesta
discusión, fundada en el amor a la justicia»[228].
245. Reiteradas veces propuse
«un principio que es indispensable para construir la amistad social: la unidad
es superior al conflicto. […] No es apostar por un sincretismo ni por la
absorción de uno en el otro, sino por la resolución en un plano superior que
conserva en sí las virtualidades valiosas de las polaridades en pugna»[229]. Sabemos
bien que «cada vez que las personas y las comunidades aprendemos a apuntar más
alto de nosotros mismos y de nuestros intereses particulares, la comprensión y
el compromiso mutuo se transforman […] en un ámbito donde los conflictos, las
tensiones e incluso los que se podrían haber considerado opuestos en el pasado,
pueden alcanzar una unidad multiforme que engendra nueva vida»[230].
La memoria
246. A quien sufrió mucho
de manera injusta y cruel, no se le debe exigir una especie de “perdón social”.
La reconciliación es un hecho personal, y nadie puede imponerla al conjunto de
una sociedad, aun cuando deba promoverla. En el ámbito estrictamente personal,
con una decisión libre y generosa, alguien puede renunciar a exigir un castigo
(cf. Mt 5,44-46), aunque la sociedad y su justicia
legítimamente lo busquen. Pero no es posible decretar una “reconciliación
general”, pretendiendo cerrar por decreto las heridas o cubrir las injusticias
con un manto de olvido. ¿Quién se puede arrogar el derecho de perdonar en
nombre de los demás? Es conmovedor ver la capacidad de perdón de algunas
personas que han sabido ir más allá del daño sufrido, pero también es humano
comprender a quienes no pueden hacerlo. En todo caso, lo que jamás se debe
proponer es el olvido.
247. La Shoah no
debe ser olvidada. Es el «símbolo de hasta dónde puede llegar la maldad del
hombre cuando, alimentada por falsas ideologías, se olvida de la dignidad
fundamental de la persona, que merece respeto absoluto independientemente del
pueblo al que pertenezca o la religión que profese»[231].
Al recordarla, no puedo menos que repetir esta oración: «Acuérdate de nosotros
en tu misericordia. Danos la gracia de avergonzarnos de lo que, como hombres,
hemos sido capaces de hacer, de avergonzarnos de esta máxima idolatría, de
haber despreciado y destruido nuestra carne, esa carne que tú modelaste del
barro, que tú vivificaste con tu aliento de vida. ¡Nunca más, Señor, nunca
más!»[232].
248. No deben olvidarse los
bombardeos atómicos a Hiroshima y Nagasaki. Una vez más «hago memoria aquí de
todas las víctimas, me inclino ante la fuerza y la dignidad de aquellos que,
habiendo sobrevivido a esos primeros momentos, han soportado en sus cuerpos
durante muchos años los sufrimientos más agudos y, en sus mentes, los gérmenes
de la muerte que seguían consumiendo su energía vital. […] No podemos permitir
que las actuales y nuevas generaciones pierdan la memoria de lo acontecido, esa
memoria que es garante y estímulo para construir un futuro más justo y más
fraterno»[233].
Tampoco deben olvidarse las persecuciones, el tráfico de esclavos y las
matanzas étnicas que ocurrieron y ocurren en diversos países, y tantos otros
hechos históricos que nos avergüenzan de ser humanos. Deben ser recordados
siempre, una y otra vez, sin cansarnos ni anestesiarnos.
249. Es fácil hoy caer en
la tentación de dar vuelta la página diciendo que ya hace mucho tiempo que
sucedió y que hay que mirar hacia adelante. ¡No, por Dios! Nunca se avanza sin
memoria, no se evoluciona sin una memoria íntegra y luminosa. Necesitamos
mantener «viva la llama de la conciencia colectiva, testificando a las
generaciones venideras el horror de lo que sucedió» que «despierta y preserva
de esta manera el recuerdo de las víctimas, para que la conciencia humana se
fortalezca cada vez más contra todo deseo de dominación y destrucción»[234].
Lo necesitan las mismas víctimas —personas, grupos sociales o naciones—
para no ceder a la lógica que lleva a justificar las represalias y cualquier
tipo de violencia en nombre del enorme mal que han sufrido. Por esto, no me
refiero sólo a la memoria de los horrores, sino también al recuerdo de quienes,
en medio de un contexto envenenado y corrupto fueron capaces de recuperar la
dignidad y con pequeños o grandes gestos optaron por la solidaridad, el perdón,
la fraternidad. Es muy sano hacer memoria del bien.
Notas a pie de página:
[220] Discurso a las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo
diplomático, Maputo – Mozambique (5 septiembre 2019): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (13 septiembre 2019), p. 2.
[221] V Conferencia General del Episcopado Latinoamericano y del
Caribe, Documento de Aparecida (29 junio 2007), 398.
[222] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre
2013), 59: AAS 105 (2013), 1044.
[223] Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991),
14: AAS 83 (1991), 810.
[224] Homilía durante la Santa Misa por el progreso de los
pueblos, Maputo – Mozambique (6 septiembre 2019): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (13 septiembre 2019), p. 7.
[225] Discurso en la ceremonia de bienvenida,
Colombo – Sri Lanka (13 enero 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (16 enero 2015), p. 3.
[226] Discurso a los niños del centro Betania y a una
representación de asistidos de otros centros caritativos de Albania,
Tirana - Albania (21 septiembre 2014): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (26 septiembre 2014), p. 11.
[227] Videomensaje al TED2017 de Vancouver (26
abril 2017): L’Osservatore Romano (27 abril 2017), p. 7.
[228]Pío XI, Carta enc. Quadragesimo anno (15 mayo 1931),
114: AAS 23 (1931), 213.
[229] Exhort. ap. Evangelii gaudium (24 noviembre
2013), 228: AAS 105 (2013), 1113.
[230] Discurso a las autoridades, la sociedad civil y el Cuerpo
diplomático, Riga – Letonia (24 septiembre 2018): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (28 septiembre 2018), p. 12.
[231] Discurso en la Ceremonia de bienvenida,
Tel Aviv – Israel (25 mayo 2014): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (30 mayo 2014), p. 10.
[232] Discurso en el Memorial de Yad Vashem, Jerusalén
(26 mayo 2014): AAS 106 (2014), 228; L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (30 mayo 2014), p. 9.
[233] Discurso en el Memorial de la Paz,
Hiroshima – Japón (24 noviembre 2019): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (29 noviembre 2019), p. 13.
[234] Mensaje para la 53.ª Jornada Mundial de la Paz 1 enero
2020 (8 diciembre 2019), 2:L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (13 diciembre 2019), p. 6.
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