Perdón sin olvidos (250-254)
La guerra y la pena de muerte (255)
La injusticia de la guerra (256-262)
La pena de muerte (263-270)
Perdón sin olvidos
250. El perdón no implica olvido.
Decimos más bien que cuando hay algo que de ninguna manera puede ser negado,
relativizado o disimulado, sin embargo, podemos perdonar. Cuando hay algo que
jamás debe ser tolerado, justificado o excusado, sin embargo, podemos perdonar.
Cuando hay algo que por ninguna razón debemos permitirnos olvidar, sin embargo,
podemos perdonar. El perdón libre y sincero es una grandeza que refleja la
inmensidad del perdón divino. Si el perdón es gratuito, entonces puede
perdonarse aun a quien se resiste al arrepentimiento y es incapaz de pedir
perdón.
251. Los que perdonan de
verdad no olvidan, pero renuncian a ser poseídos por esa misma fuerza
destructiva que los ha perjudicado. Rompen el círculo vicioso, frenan el avance
de las fuerzas de la destrucción. Deciden no seguir inoculando en la sociedad
la energía de la venganza que tarde o temprano termina recayendo una vez más
sobre ellos mismos. Porque la venganza nunca sacia verdaderamente la
insatisfacción de las víctimas. Hay crímenes tan horrendos y crueles, que hacer
sufrir a quien los cometió no sirve para sentir que se ha reparado el daño; ni
siquiera bastaría matar al criminal, ni se podrían encontrar torturas que se
equiparen a lo que pudo haber sufrido la víctima. La venganza no resuelve nada.
252. Tampoco estamos
hablando de impunidad. Pero la justicia sólo se busca adecuadamente por amor a
la justicia misma, por respeto a las víctimas, para prevenir nuevos crímenes y
en orden a preservar el bien común, no como una supuesta descarga de la propia
ira. El perdón es precisamente lo que permite buscar la justicia sin caer en el
círculo vicioso de la venganza ni en la injusticia del olvido.
253. Cuando hubo
injusticias mutuas, cabe reconocer con claridad que pueden no haber tenido la
misma gravedad o que no sean comparables. La violencia ejercida desde las
estructuras y el poder del Estado no está en el mismo nivel de la violencia de
grupos particulares. De todos modos, no se puede pretender que sólo se
recuerden los sufrimientos injustos de una sola de las partes. Como enseñaron
los Obispos de Croacia, «nosotros debemos a toda víctima inocente el mismo
respeto. No puede haber aquí diferencias raciales, confesionales, nacionales o
políticas»[235].
254. Pido a Dios «que
prepare nuestros corazones al encuentro con los hermanos más allá de las
diferencias de ideas, lengua, cultura, religión; que unja todo nuestro ser con
el aceite de la misericordia que cura las heridas de los errores, de las
incomprensiones, de las controversias; la gracia de enviarnos, con humildad y
mansedumbre, a los caminos, arriesgados pero fecundos, de la búsqueda de la
paz»[236].
La guerra y la pena de muerte
255. Hay dos situaciones
extremas que pueden llegar a presentarse como soluciones en circunstancias
particularmente dramáticas, sin advertir que son falsas respuestas, que no
resuelven los problemas que pretenden superar y que en definitiva no hacen más
que agregar nuevos factores de destrucción en el tejido de la sociedad nacional
y universal. Se trata de la guerra y de la pena de muerte.
La injusticia de la guerra
256. «En el que trama el
mal sólo hay engaño, pero en los que promueven la paz hay alegría» (Pr 12,20).
Sin embargo hay quienes buscan soluciones en la guerra, que frecuentemente «se
nutre de la perversión de las relaciones, de ambiciones hegemónicas, de abusos
de poder, del miedo al otro y a la diferencia vista como un obstáculo»[237]. La
guerra no es un fantasma del pasado, sino que se ha convertido en una amenaza
constante. El mundo está encontrando cada vez más dificultad en el lento camino
de la paz que había emprendido y que comenzaba a dar algunos frutos.
257. Puesto que se están creando nuevamente las condiciones para la proliferación de guerras, recuerdo que «la guerra es la negación de todos los derechos y una dramática agresión al ambiente. Si se quiere un verdadero desarrollo humano integral para todos, se debe continuar incansablemente con la tarea de evitar la guerra entre las naciones y los pueblos.
Para tal fin hay que asegurar el imperio incontestado del derecho y el infatigable recurso a la negociación, a los buenos oficios y al arbitraje, como propone la Carta de las Naciones Unidas, verdadera norma jurídica fundamental»[238]. Quiero destacar que los 75 años de las Naciones Unidas y la experiencia de los primeros 20 años de este milenio, muestran que la plena aplicación de las normas internacionales es realmente eficaz, y que su incumplimiento es nocivo. La Carta de las Naciones Unidas, respetada y aplicada con transparencia y sinceridad, es un punto de referencia obligatorio de justicia y un cauce de paz.
Pero esto supone no disfrazar intenciones espurias ni colocar
los intereses particulares de un país o grupo por encima del bien común
mundial. Si la norma es considerada un instrumento al que se acude cuando
resulta favorable y que se elude cuando no lo es, se desatan fuerzas
incontrolables que hacen un gran daño a las sociedades, a los más débiles, a la
fraternidad, al medio ambiente y a los bienes culturales, con pérdidas
irrecuperables para la comunidad global.
258. Así es como fácilmente se opta por la guerra detrás de todo tipo de excusas supuestamente humanitarias, defensivas o preventivas, acudiendo incluso a la manipulación de la información. De hecho, en las últimas décadas todas las guerras han sido pretendidamente “justificadas”. El Catecismo de la Iglesia Católica habla de la posibilidad de una legítima defensa mediante la fuerza militar, que supone demostrar que se den algunas «condiciones rigurosas de legitimidad moral»[239]. Pero fácilmente se cae en una interpretación demasiado amplia de este posible derecho. Así se quieren justificar indebidamente aun ataques “preventivos” o acciones bélicas que difícilmente no entrañen «males y desórdenes más graves que el mal que se pretende eliminar»[240].
La cuestión es que, a partir del desarrollo de las armas nucleares, químicas y
biológicas, y de las enormes y crecientes posibilidades que brindan las nuevas
tecnologías, se dio a la guerra un poder destructivo fuera de control que
afecta a muchos civiles inocentes. Es verdad que «nunca la humanidad tuvo tanto
poder sobre sí misma y nada garantiza que vaya a utilizarlo bien»[241]. Entonces
ya no podemos pensar en la guerra como solución, debido a que los riesgos
probablemente siempre serán superiores a la hipotética utilidad que se le
atribuya. Ante esta realidad, hoy es muy difícil sostener los criterios
racionales madurados en otros siglos para hablar de una posible “guerra justa”.
¡Nunca más la guerra![242]
259. Es importante agregar
que, con el desarrollo de la globalización, lo que puede aparecer como una
solución inmediata o práctica para un lugar de la tierra, desata una cadena de
factores violentos muchas veces subterráneos que termina afectando a todo el
planeta y abriendo camino a nuevas y peores guerras futuras. En nuestro mundo
ya no hay sólo “pedazos” de guerra en un país o en otro, sino que se vive una
“guerra mundial a pedazos”, porque los destinos de los países están fuertemente
conectados entre ellos en el escenario mundial.
260. Como decía san Juan
XXIII, «resulta un absurdo sostener que la guerra es un medio apto para
resarcir el derecho violado»[243].
Lo afirmaba en un período de fuerte tensión internacional, y así expresó el
gran anhelo de paz que se difundía en los tiempos de la guerra fría. Reforzó la
convicción de que las razones de la paz son más fuertes que todo cálculo de
intereses particulares y que toda confianza en el uso de las armas. Pero no se
aprovecharon adecuadamente las ocasiones que ofrecía el final de la guerra fría
por la falta de una visión de futuro y de una conciencia compartida sobre
nuestro destino común. En cambio, se cedió a la búsqueda de intereses
particulares sin hacerse cargo del bien común universal. Así volvió a abrirse
camino el engañoso espanto de la guerra.
261. Toda guerra deja al
mundo peor que como lo había encontrado. La guerra es un fracaso de la política
y de la humanidad, una claudicación vergonzosa, una derrota frente a las
fuerzas del mal. No nos quedemos en discusiones teóricas, tomemos contacto con
las heridas, toquemos la carne de los perjudicados. Volvamos a contemplar a tantos
civiles masacrados como “daños colaterales”. Preguntemos a las víctimas.
Prestemos atención a los prófugos, a los que sufrieron la radiación atómica o
los ataques químicos, a las mujeres que perdieron sus hijos, a los niños
mutilados o privados de su infancia. Prestemos atención a la verdad de esas
víctimas de la violencia, miremos la realidad desde sus ojos y escuchemos sus
relatos con el corazón abierto. Así podremos reconocer el abismo del mal en el
corazón de la guerra y no nos perturbará que nos traten de ingenuos por elegir
la paz.
262. Las normas tampoco serán suficientes si se piensa que la solución a los problemas actuales está en disuadir a otros a través del miedo, amenazando con el uso de armas nucleares, químicas o biológicas. Porque «si se tienen en cuenta las principales amenazas a la paz y a la seguridad con sus múltiples dimensiones en este mundo multipolar del siglo XXI, tales como, por ejemplo, el terrorismo, los conflictos asimétricos, la seguridad informática, los problemas ambientales, la pobreza, surgen no pocas dudas acerca de la inadecuación de la disuasión nuclear para responder eficazmente a estos retos.
Estas preocupaciones son aún más consistentes si tenemos en cuenta las catastróficas consecuencias humanitarias y ambientales derivadas de cualquier uso de las armas nucleares con devastadores efectos indiscriminados e incontrolables en el tiempo y el espacio. […] Debemos preguntarnos cuánto sea sostenible un equilibrio basado en el miedo, cuando en realidad tiende a aumentarlo y a socavar las relaciones de confianza entre los pueblos.
La paz y la estabilidad internacional no pueden basarse en una falsa sensación de seguridad, en la amenaza de la destrucción mutua o de la aniquilación total, en el simple mantenimiento de un equilibrio de poder. […] En este contexto, el objetivo último de la eliminación total de las armas nucleares se convierte tanto en un desafío como en un imperativo moral y humanitario. […]
El aumento de la interdependencia y la globalización
comportan que cualquier respuesta que demos a la amenaza de las armas
nucleares, deba ser colectiva y concertada, basada en la confianza mutua. Esta
última se puede construir sólo a través de un diálogo que esté sinceramente
orientado hacia el bien común y no hacia la protección de intereses encubiertos
o particulares»[244].
Y con el dinero que se usa en armas y otros gastos militares, constituyamos un
Fondo mundial[245], para
acabar de una vez con el hambre y para el desarrollo de los países más pobres,
de tal modo que sus habitantes no acudan a soluciones violentas o engañosas ni
necesiten abandonar sus países para buscar una vida más digna.
La pena de muerte
263. Hay otra manera de
hacer desaparecer al otro, que no se dirige a países sino a personas. Es la
pena de muerte. San Juan Pablo II declaró de manera clara y firme que esta es
inadecuada en el ámbito moral y ya no es necesaria en el ámbito penal[246].
No es posible pensar en una marcha atrás con respecto a esta postura. Hoy
decimos con claridad que «la pena de muerte es inadmisible»[247] y
la Iglesia se compromete con determinación para proponer que sea abolida en
todo el mundo[248].
264. En el Nuevo
Testamento, al tiempo que se pide a los particulares no tomar la justicia por
cuenta propia (cf. Rm 12,17.19), se reconoce la necesidad de
que las autoridades impongan penas a los que obran el mal (cf. Rm 13,4; 1
P 2,14). En efecto, «la vida en común, estructurada en torno a
comunidades organizadas, necesita normas de convivencia cuya libre violación
requiere una respuesta adecuada»[249]. Esto
implica que la autoridad pública legítima pueda y deba «conminar penas proporcionadas
a la gravedad de los delitos»[250] y
que se garantice al poder judicial «la independencia necesaria en el ámbito de
la ley»[251].
265. Desde los primeros siglos de la Iglesia, algunos se manifestaron claramente contrarios a la pena capital. Por ejemplo, Lactancio sostenía que «no hay que hacer ninguna distinción: siempre será crimen matar a un hombre».[252] El Papa Nicolás I exhortaba: «Esfuércense por liberar de la pena de muerte no sólo a cada uno de los inocentes, sino también a todos los culpables»[253].
Con ocasión del juicio contra unos homicidas que habían asesinado a dos
sacerdotes, san Agustín pedía al juez que no quitara la vida a los asesinos, y
lo fundamentaba de esta manera: «Con esto no impedimos que se reprima la
licencia criminal de esos malhechores. Queremos que se conserven vivos y con
todos sus miembros; que sea suficiente dirigirlos, por la presión de las leyes,
de su loca inquietud al reposo de la salud, o bien que se les ocupe en alguna
tarea útil, una vez apartados de sus perversas acciones. También esto se llama
condena, pero todos entenderán que se trata de un beneficio más bien que de un
suplicio, al ver que no se suelta la rienda a su audacia para dañar ni se les
impide la medicina del arrepentimiento. […] Encolerízate contra la iniquidad de
modo que no te olvides de la humanidad. No satisfagas contra las atrocidades de
los pecadores un apetito de venganza, sino más bien haz intención de curar las
llagas de esos pecadores»[254].
266. Los miedos y los rencores fácilmente llevan a entender las penas de una manera vindicativa, cuando no cruel, en lugar de entenderlas como parte de un proceso de sanación y de reinserción en la sociedad. Hoy, «tanto por parte de algunos sectores de la política como por parte de algunos medios de comunicación, se incita algunas veces a la violencia y a la venganza, pública y privada, no sólo contra quienes son responsables de haber cometido delitos, sino también contra quienes cae la sospecha, fundada o no, de no haber cumplido la ley. […]
Existe la tendencia a
construir deliberadamente enemigos: figuras estereotipadas, que concentran en
sí mismas todas las características que la sociedad percibe o interpreta como
peligrosas. Los mecanismos de formación de estas imágenes son los mismos que,
en su momento, permitieron la expansión de las ideas racistas»[255].
Esto ha vuelto particularmente riesgosa la costumbre creciente que existe en
algunos países de acudir a prisiones preventivas, a reclusiones sin juicio y
especialmente a la pena de muerte.
267. Quiero remarcar que
«es imposible imaginar que hoy los Estados no puedan disponer de otro medio que
no sea la pena capital para defender la vida de otras personas del agresor
injusto». Particular gravedad tienen las así llamadas ejecuciones
extrajudiciales o extralegales, que «son homicidios deliberados cometidos por
algunos Estados o por sus agentes, que a menudo se hacen pasar como
enfrentamientos con delincuentes o son presentados como consecuencias no
deseadas del uso razonable, necesario y proporcional de la fuerza para hacer
aplicar la ley»[256].
268. «Los argumentos contrarios a la pena de muerte son muchos y bien conocidos. La Iglesia ha oportunamente destacado algunos de ellos, como la posibilidad de la existencia del error judicial y el uso que hacen de ello los regímenes totalitarios y dictatoriales, que la utilizan como instrumento de supresión de la disidencia política o de persecución de las minorías religiosas y culturales, todas víctimas que para sus respectivas legislaciones son “delincuentes”.
Todos los
cristianos y los hombres de buena voluntad están llamados, por lo tanto, a
luchar no sólo por la abolición de la pena de muerte, legal o ilegal que sea, y
en todas sus formas, sino también con el fin de mejorar las condiciones
carcelarias, en el respeto de la dignidad humana de las personas privadas de
libertad. Y esto yo lo relaciono con la cadena perpetua. […] La cadena perpetua
es una pena de muerte oculta»[257].
269. Recordemos que «ni
siquiera el homicida pierde su dignidad personal y Dios mismo se hace su
garante»[258].
El firme rechazo de la pena de muerte muestra hasta qué punto es posible
reconocer la inalienable dignidad de todo ser humano y aceptar que tenga un
lugar en este universo. Ya que, si no se lo niego al peor de los criminales, no
se lo negaré a nadie, daré a todos la posibilidad de compartir conmigo este
planeta a pesar de lo que pueda separarnos.
270. A los cristianos que
dudan y se sienten tentados a ceder ante cualquier forma de violencia, los
invito a recordar aquel anuncio del libro de Isaías: «Con sus espadas forjarán
arados» (2,4). Para nosotros esa profecía toma carne en Jesucristo, que frente
a un discípulo cebado por la violencia dijo con firmeza: «¡Vuelve tu espada a
su lugar!, pues todos los que empuñan espada, a espada morirán» (Mt 26,52).
Era un eco de aquella antigua advertencia: «Pediré cuentas al ser humano por la
vida de su hermano. Quien derrame sangre humana, su sangre será derramada por
otro ser humano» (Gn 9,5-6). Esta reacción de Jesús, que le brotó
del corazón, supera la distancia de los siglos y llega hasta hoy como un
constante reclamo.
Notas a pie de página:
[235] Conferencia de Obispos de Croacia, Letter on the Fiftieth
Anniversary of the End of the Second World War (1 mayo 1995).
[236] Homilía durante la Santa Misa, Amán –
Jordania (24 mayo 2014): L’Osservatore Romano, ed. semanal en
lengua española (30 mayo 2014), p. 6.
[237] Cf. Mensaje para la 53.ª Jornada Mundial de la Paz 1 enero
2020 (8 diciembre 2019), 1: L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (13 diciembre 2019), p. 6.
[238] Discurso a la Organización de las Naciones Unidas,
Nueva York (25 septiembre 2015): AAS 107 (2015), 1041-1042.
[241] Carta enc. Laudato si’ (24 mayo 2015),
104: AAS 107 (2015), 888.
[242] Aun san Agustín, quien forjó una idea de la “guerra justa” que hoy ya
no sostenemos, dijo que «dar muerte a la guerra con la palabra, y alcanzar y
conseguir la paz con la paz y no con la guerra, es mayor gloria que darla a los
hombres con la espada» (Epistola 229, 2: PL 33,
1020).
[243] Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963),
127: AAS 55 (1963), 291.
[244] Mensaje a la Conferencia de la ONU para la negociación de
un instrumento jurídicamente vinculante sobre la prohibición de las armas
nucleares (23 marzo 2017): AAS 109
(2017), 394-396; L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española (31 marzo 2017), p. 9.
[245] Cf. S. Pablo VI, Carta enc. Populorum progressio (26 marzo
1967), 51: AAS 59 (1967), 282.
[246] Cf. Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), 56: AAS 87 (1995), 463-464.
[247] Discurso con motivo del 25.º aniversario del Catecismo de
la Iglesia Católica (11 octubre 2017): AAS 109
(2017), 1196; L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española (13 octubre 2017), p. 1.
[248] Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Carta a los Obispos acerca de la nueva redacción del n.
2267 del Catecismo de la Iglesia Católica sobre la pena de muerte (1
agosto 2018): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española
(3 agosto 2018), p. 11.
[249] Discurso a una delegación de la Asociación internacional de
Derecho Penal (23 octubre 2014): AAS 106
(2014), 840; L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua
española (31 octubre 2014), p. 9.
[250] Consejo Pontificio Justicia y Paz, Compendio de la doctrina social de la Iglesia,
402.
[251] S. Juan Pablo II, Discurso a la Asociación Nacional Italiana de Magistrados (31
marzo 2000), 4: AAS 92 (2000), 633; L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (7 abril 2000), p. 9.
[252] Divinae Institutiones 6, 20, 17: PL 6,
708.
[253] Epistola 97 (responsa ad consulta
bulgarorum), 25: PL 119, 991.
[254] Epistola ad Marcellinum 133, 1.2: PL 33,
509.
[255] Discurso a una delegación de la Asociación internacional de
Derecho Penal (23 octubre 2014): AAS 106 (2014), 840-841; L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española (31 octubre 2014), p. 9.
[258] S. Juan Pablo II, Carta enc. Evangelium vitae (25 marzo
1995), 9: AAS 87 (1995), 411.
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