Jesucristo siempre joven
22. Jesús es «joven entre
los jóvenes para ser ejemplo de los jóvenes y consagrarlos al Señor»[3].
Por eso el Sínodo dijo que «la juventud es una etapa original y estimulante de
la vida, que el propio Jesús vivió, santificándola»[4].
¿Qué nos cuenta el Evangelio acerca de la juventud de Jesús?
La juventud de Jesús
23. El Señor «entregó su
espíritu» (Mt 27,50) en una cruz cuando tenía poco más de 30 años
de edad (cf. Lc 3,23). Es importante tomar conciencia de que
Jesús fue un joven. Dio su vida en una etapa que hoy se define como la de un
adulto joven. En la plenitud de su juventud comenzó su misión pública y así
«brilló una gran luz» (Mt 4,16), sobre todo cuando dio su vida
hasta el fin. Este final no era improvisado, sino que toda su juventud fue una
preciosa preparación, en cada uno de sus momentos, porque «todo en la vida de
Jesús es signo de su misterio»[5] y
«toda la vida de Cristo es misterio de Redención»[6].
24. El Evangelio no habla
de la niñez de Jesús, pero sí nos narra algunos acontecimientos de su
adolescencia y juventud. Mateo sitúa este período de la juventud del Señor
entre dos acontecimientos: el regreso de su familia a Nazaret, después del
tiempo de exilio, y su bautismo en el Jordán, donde comenzó su misión pública.
Las últimas imágenes de Jesús niño son las de un pequeño refugiado en Egipto
(cf. Mt 2,14-15) y posteriormente las de un repatriado en
Nazaret (cf. Mt 2,19-23). Las primeras imágenes de Jesús, joven
adulto, son las que nos lo presentan en el gentío junto al río Jordán, para
hacerse bautizar por su primo Juan el Bautista, como uno más de su pueblo
(cf. Mt 3,13-17).
25. Este bautismo no era
como el nuestro, que nos introduce en la vida de la gracia, sino que fue una
consagración antes de comenzar la gran misión de su vida. El Evangelio dice que
su bautismo fue motivo de la alegría y del beneplácito del Padre: «Tú eres mi
Hijo amado» (Lc 3,22). En seguida Jesús apareció lleno del
Espíritu Santo y fue conducido por el Espíritu al desierto.
Así estaba
preparado para salir a predicar y a hacer prodigios, para liberar y sanar
(cf. Lc 4,1-14). Cada joven, cuando se sienta llamado a
cumplir una misión en esta tierra, está invitado a reconocer en su interior
esas mismas palabras que le dice el Padre Dios: «Tú eres mi hijo amado».
26. Entre estos relatos,
encontramos uno que muestra a Jesús en plena adolescencia. Es cuando regresó
con sus padres a Nazaret, después que ellos lo perdieron y lo encontraron en el
Templo (cf. Lc 2,41-51). Allí dice que «les estaba sujeto»
(cf. Lc 2,51), porque no renegaba de su familia. Después,
Lucas agrega que Jesús «crecía en sabiduría, edad y gracia ante Dios y los
hombres» (Lc 2,52).
Es decir, estaba siendo preparado, y en ese período
iba profundizando su relación con el Padre y con los demás. San Juan Pablo II
explicaba que no crecía sólo físicamente, sino que «se dio también en Jesús un
crecimiento espiritual», porque «la plenitud de gracia en Jesús era relativa a
la edad: había siempre plenitud, pero una plenitud creciente con el crecer de
la edad»[7].
27. Con estos datos
evangélicos podemos decir que, en su etapa de joven, Jesús se fue «formando»,
se fue preparando para cumplir el proyecto que el Padre tenía. Su adolescencia
y su juventud lo orientaron a esa misión suprema.
28. En la adolescencia y
en la juventud, su relación con el Padre era la del Hijo amado, atraído por el
Padre, crecía ocupándose de sus cosas: «¿No sabían que debo ocuparme de los
asuntos de mi Padre?» (Lc 2,49). Sin embargo, no hay que pensar que
Jesús fuera un adolescente solitario o un joven ensimismado. Su relación con la
gente era la de un joven que compartía toda la vida de una familia bien
integrada en el pueblo. Aprendió el trabajo de su padre y luego lo reemplazó
como carpintero.
Por eso, en el Evangelio una vez se le llama «el hijo del carpintero»
(Mt 13,55) y otra vez sencillamente «el carpintero» (Mc 6,3).
Este detalle muestra que era un muchacho más de su pueblo, que se relacionaba
con toda normalidad. Nadie lo miraba como un joven raro o separado de los
demás. Precisamente por esta razón, cuando Jesús salió a predicar, la gente no
se explicaba de dónde sacaba esa sabiduría: «¿No es este el hijo de José?» (Lc 4,22).
29. El hecho es que «Jesús
tampoco creció en una relación cerrada y absorbente con María y con José, sino
que se movía gustosamente en la familia ampliada, que incluía a los parientes y
amigos»[8].
Así entendemos por qué sus padres, cuando regresaban de la peregrinación a
Jerusalén, estaban tranquilos pensando que el jovencito de doce años (cf. Lc 2,42)
caminaba libremente entre la gente, aunque no lo vieran durante un día entero:
«Creyendo que estaba en la caravana, hicieron un día de camino» (Lc 2,44).
Ciertamente, pensaban que Jesús estaba allí, yendo y viniendo entre los demás,
bromeando con otros de su edad, escuchando las narraciones de los adultos y
compartiendo las alegrías y las tristezas de la caravana. El término griego
utilizado por Lucas para la caravana de peregrinos, synodía, indica
precisamente esta “comunidad en camino” de la que forma parte la sagrada
familia. Gracias a la confianza de sus padres, Jesús se mueve libremente y
aprende a caminar con todos los demás.
Su juventud nos ilumina
30. Estos aspectos de la
vida de Jesús pueden resultar inspiradores para todo joven que crece y se
prepara para realizar su misión. Esto implica madurar en la relación con el
Padre, en la conciencia de ser uno más de la familia y del pueblo, y en la
apertura a ser colmado por el Espíritu y conducido a realizar la misión que
Dios encomienda, la propia vocación.
Nada de esto debería ser ignorado en la
pastoral juvenil, para no crear proyectos que aíslen a los jóvenes de la
familia y del mundo, o que los conviertan en una minoría selecta y preservada
de todo contagio. Necesitamos más bien proyectos que los fortalezcan, los
acompañen y los lancen al encuentro con los demás, al servicio generoso, a la
misión.
31. Jesús no los ilumina a
ustedes, jóvenes, desde lejos o desde afuera, sino desde su propia juventud,
que comparte con ustedes. Es muy importante contemplar al Jesús joven que nos
muestran los evangelios, porque Él fue verdaderamente uno de ustedes, y en Él
se pueden reconocer muchas notas de los corazones jóvenes. Lo vemos, por
ejemplo, en las siguientes características: «Jesús tenía una confianza
incondicional en el Padre, cuidó la amistad con sus discípulos, e incluso en
los momentos críticos permaneció fiel a ellos.
Manifestó una profunda compasión
por los más débiles, especialmente los pobres, los enfermos, los pecadores y
los excluidos. Tuvo la valentía de enfrentarse a las autoridades religiosas y
políticas de su tiempo; vivió la experiencia de sentirse incomprendido y
descartado; sintió miedo del sufrimiento y conoció la fragilidad de la pasión;
dirigió su mirada al futuro abandonándose en las manos seguras del Padre y a la
fuerza del Espíritu. En Jesús todos los jóvenes pueden reconocerse»[9].
32. Por otra parte, Jesús
ha resucitado y nos quiere hacer partícipes de la novedad de su resurrección.
Él es la verdadera juventud de un mundo envejecido, y también es la juventud de
un universo que espera con «dolores de parto» (Rm 8,22) ser
revestido con su luz y con su vida. Cerca de Él podemos beber del verdadero
manantial, que mantiene vivos nuestros sueños, nuestros proyectos, nuestros
grandes ideales, y que nos lanza al anuncio de la vida que vale la pena. En dos
detalles curiosos del evangelio de Marcos puede advertirse el llamado a la
verdadera juventud de los resucitados.
Por una parte, en la pasión del Señor
aparece un joven temeroso que intentaba seguir a Jesús pero que huyó desnudo
(cf. Mc 14,51-52), un joven que no tuvo la fuerza de
arriesgarlo todo por seguir al Señor. En cambio, junto al sepulcro vacío, vemos
a un joven «vestido con una túnica blanca» (16,5) que invitaba a perder el
temor y anunciaba el gozo de la resurrección (cf. 16,6-7).
33. El Señor nos llama a
encender estrellas en la noche de otros jóvenes, nos invita a mirar los
verdaderos astros, esos signos tan variados que Él nos da para que no nos
quedemos quietos, sino que imitemos al sembrador que miraba las estrellas para
poder arar el campo. Dios nos enciende estrellas para que sigamos caminando:
«Las estrellas brillan alegres en sus puestos de guardia, Él las llama y le
responden» (Ba 3,34-35). Pero Cristo mismo es para nosotros la gran
luz de esperanza y de guía en nuestra noche, porque Él es «la estrella radiante
de la mañana» (Ap 22,16).
Notas a pié de página:
[4] Documento Final de la XV Asamblea General Ordinaria del Sínodo de
los Obispos, 60. En adelante este documento se citará con la sigla DF.
Se puede encontrar en: http://www.vatican.va/roman_curia/synod/documents/rc_synod_doc_20181027_doc-final-instrumentum-xvassemblea-giovani_sp.html
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