CAPÍTULO IV
A MÍ ME LO HICISTEIS
POR UNA NUEVA CULTURA DE LA VIDA HUMANA
Tema 174
« Vosotros sois el pueblo adquirido por Dios para anunciar sus alabanzas
» (cf. 1 P 2, 9): el pueblo de la vida y para la
vida
78. La Iglesia ha recibido el Evangelio como anuncio y fuente de gozo y
salvación. Lo ha recibido como don de Jesús, enviado del Padre « para anunciar
a los pobres la Buena Nueva » (Lc 4, 18). Lo ha recibido a través
de los Apóstoles, enviados por El a todo el mundo (cf. Mc 16,
15; Mt 28, 19-20).
La Iglesia, nacida de esta acción
evangelizadora, siente resonar en sí misma cada día la exclamación del Apóstol:
« ¡Ay de mí si no predicara el Evangelio! » (1 Cor 9, 16). En
efecto, « evangelizar —como escribía Pablo VI— constituye
la dicha y vocación propia de la Iglesia, su identidad más profunda. Ella
existe para evangelizar ».101
La evangelización es una acción global y dinámica, que compromete a la
Iglesia a participar en la misión profética, sacerdotal y real del Señor Jesús.
Por tanto, conlleva inseparablemente las dimensiones del anuncio, de la
celebración y del servicio de la caridad. Es un acto
profundamente eclesial, que exige la cooperación de todos los
operarios del Evangelio, cada uno según su propio carisma y ministerio.
Así sucede también cuando se trata de anunciar el Evangelio de la
vida, parte integrante del Evangelio que es Jesucristo. Nosotros
estamos al servicio de este Evangelio, apoyados por la certeza de haberlo
recibido como don y de haber sido enviados a proclamarlo a toda la humanidad «
hasta los confines de la tierra » (Hch 1, 8). Mantengamos, por
ello, la conciencia humilde y agradecida de ser el pueblo de la vida y
para la vida y presentémonos de este modo ante todos.
79. Somos el pueblo de la vida porque Dios, en su amor
gratuito, nos ha dado el Evangelio de la vida y hemos sido
transformados y salvados por este mismo Evangelio. Hemos sido redimidos por el
« autor de la vida » (Hch 3, 15) a precio de su preciosa sangre (cf. 1
Cor 6, 20; 7, 23; 1 P 1, 19) y mediante el baño
bautismal hemos sido injertados en El (cf. Rm 6, 4-5; Col 2,
12), como ramas que reciben savia y fecundidad del árbol único (cf. Jn 15,
5).
Renovados interiormente por la gracia del Espíritu, « que es Señor y da la
vida », hemos llegado a ser un pueblo para la vida y estamos
llamados a comportarnos como tal.
Somos enviados: estar al servicio de la vida no es para nosotros una vanagloria, sino un
deber, que nace de la conciencia de ser el pueblo adquirido por Dios para
anunciar sus alabanzas (cf. 1 P 2, 9). En nuestro camino nos
guía y sostiene la ley del amor: el amor cuya fuente y modelo es el
Hijo de Dios hecho hombre, que « muriendo ha dado la vida al mundo ».102
Somos enviados como pueblo. El compromiso al servicio de la vida obliga a todos y cada uno. Es una
responsabilidad propiamente « eclesial », que exige la acción concertada y
generosa de todos los miembros y de todas las estructuras de la comunidad
cristiana. Sin embargo, la misión comunitaria no elimina ni disminuye la
responsabilidad de cada persona, a la cual se dirige el
mandato del Señor de « hacerse prójimo » de cada hombre: « Vete y haz tú lo
mismo » (Lc 10, 37).
Todos juntos sentimos el deber de anunciar el Evangelio de la
vida, de celebrarlo en la liturgia y en toda la
existencia, de servirlo con las diversas iniciativas y
estructuras de apoyo y promoción.
« Lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos » (1 Jn 1, 3): anunciar
el Evangelio de la vida
80. « Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos
visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de
la Palabra de la vida... os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en
comunión con nosotros » (1 Jn 1, 1. 3).
Jesús es el único
Evangelio: no tenemos otra cosa que decir y testimoniar.
Precisamente el anuncio de Jesús es anuncio de la vida. En efecto, El es « la Palabra de vida » (1
Jn 1, 1). En El « la vida se manifestó » (1 Jn 1, 2); más
aún, él mismo es « la vida eterna, que estaba vuelta hacia el Padre y que se
nos manifestó » (ivi). Esta misma vida, gracias al don del Espíritu, ha
sido comunicada al hombre.
La vida terrena de cada uno, ordenada a la vida en
plenitud, a la « vida eterna », adquiere también pleno sentido. Iluminados por este Evangelio de la vida, sentimos la
necesidad de proclamarlo y testimoniarlo por la novedad
sorprendente que lo caracteriza.
Este Evangelio, al identificarse con
el mismo Jesús, portador de toda novedad 103 y
vencedor de la « vejez » causada por el pecado y que lleva a la muerte, 104 supera
toda expectativa del hombre y descubre la sublime altura a la que, por gracia,
es elevada la dignidad de la persona.
Así la contempla san Gregorio de Nisa: «
El hombre que, entre los seres, no cuenta nada, que es polvo, hierba, vanidad,
cuando es adoptado por el Dios del universo como hijo, llega a ser familiar de
este Ser, cuya excelencia y grandeza nadie puede ver, escuchar y comprender.
¿Con qué palabra, pensamiento o impulso del espíritu se podrá exaltar la
sobreabundancia de esta gracia? El hombre sobrepasa su naturaleza: de mortal se
hace inmortal, de perecedero imperecedero, de efímero eterno, de hombre se hace
dios ».105
El agradecimiento y la alegría por la dignidad inconmensurable del hombre
nos mueve a hacer a todos partícipes de este mensaje: « Lo que hemos visto y
oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con
nosotros » (1 Jn 1, 3). Es necesario hacer llegar el Evangelio
de la vida al corazón de cada hombre y mujer e introducirlo en lo más
recóndito de toda la sociedad.
81. Ante todo se trata de anunciar el núcleo de este
Evangelio. Es anuncio de un Dios vivo y cercano, que nos llama a una profunda
comunión con El y nos abre a la esperanza segura de la vida eterna; es
afirmación del vínculo indivisible que fluye entre la persona, su vida y su
corporeidad; es presentación de la vida humana como vida de relación, don de
Dios, fruto y signo de su amor; es proclamación de la extraordinaria relación
de Jesús con cada hombre, que permite reconocer en cada rostro humano el rostro
de Cristo; es manifestación del « don sincero de sí mismo » como tarea y lugar
de realización plena de la propia libertad.
Al mismo tiempo, se trata se señalar todas las consecuencias de
este mismo Evangelio, que se pueden resumir así:
la vida humana, don precioso
de Dios, es sagrada e inviolable, y por esto, en particular, son absolutamente
inaceptables el aborto procurado y la eutanasia; la vida del hombre no sólo no
debe ser suprimida, sino que debe ser protegida con todo cuidado amoroso;
la
vida encuentra su sentido en el amor recibido y dado, en cuyo horizonte hallan
su plena verdad la sexualidad y la procreación humana; en este amor incluso el
sufrimiento y la muerte tienen un sentido y, aun permaneciendo el misterio que
los envuelve, pueden llegar a ser acontecimientos de salvación;
el respeto de
la vida exige que la ciencia y la técnica estén siempre ordenadas al hombre y a
su desarrollo integral; toda la sociedad debe respetar, defender y promover la
dignidad de cada persona humana, en todo momento y condición de su vida.
82. Para ser verdaderamente un pueblo al servicio de la vida debemos, con
constancia y valentía, proponer estos contenidos desde el primer anuncio del
Evangelio y, posteriormente, en la catequesis y en las diversas formas
de predicación, en el diálogo personal y en cada actividad educativa.
A
los educadores, profesores, catequistas y teólogos corresponde la tarea de
poner de relieve las razones antropológicas que fundamentan y
sostienen el respeto de cada vida humana.
De este modo, haciendo resplandecer
la novedad original del Evangelio de la vida, podremos ayudar
a todos a descubrir, también a la luz de la razón y de la experiencia, cómo el mensaje
cristiano ilumina plenamente el hombre y el significado de su ser y de su
existencia; hallaremos preciosos puntos de encuentro y de diálogo incluso con
los no creyentes, comprometidos todos juntos en hacer surgir una nueva cultura
de la vida.
En medio de las voces más dispares, cuando muchos rechazan la sana doctrina
sobre la vida del hombre, sentimos como dirigida también a nosotros la
exhortación de Pablo a Timoteo: « Proclama la Palabra, insiste a tiempo y a
destiempo, reprende, amenaza, exhorta con toda paciencia y doctrina » (2
Tm 4, 2).
Esta exhortación debe encontrar un fuerte eco en el corazón
de cuantos, en la Iglesia, participan más directamente, con diverso título, en
su misión de « maestra » de la verdad.
Que resuene ante todo para nosotros Obispos:
somos los primeros a quienes se pide ser anunciadores incansables del Evangelio
de la vida; a nosotros se nos confía también la misión de vigilar
sobre la trasmisión íntegra y fiel de la enseñanza propuesta en esta Encíclica
y adoptar las medidas más oportunas para que los fieles sean preservados de
toda doctrina contraria a la misma.
Debemos poner una atención especial para
que en las facultades teológicas, en los seminarios y en las diversas
instituciones católicas se difunda, se ilustre y se profundice el conocimiento
de la sana doctrina. 106 Que
la exhortación de Pablo resuene para todos los teólogos, para
los pastores y para todos los que desarrollan tareas de enseñanza,
catequesis y formación de las conciencias: conscientes del papel que
les pertenece, no asuman nunca la grave responsabilidad de traicionar la verdad
y su misma misión exponiendo ideas personales contrarias al Evangelio
de la vida como lo propone e interpreta fielmente el Magisterio.
Al anunciar este Evangelio, no debemos temer la hostilidad y la
impopularidad, rechazando todo compromiso y ambigüedad que nos conformaría a la
mentalidad de este mundo (cf. Rm 12, 2). Debemos estar en
el mundo, pero no ser del mundo (cf. Jn 15,
19; 17, 16), con la fuerza que nos viene de Cristo, que con su muerte y
resurrección ha vencido el mundo (cf. Jn 16, 33).
TEMA 175
« Te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy » (Sal 139 138, 14): celebrar
el Evangelio de la vida
83. Enviados al mundo como « pueblo para la vida », nuestro anuncio debe
ser también una celebración verdadera y genuina del Evangelio de la
vida. Más aún, esta celebración, con la fuerza evocadora de sus
gestos, símbolos y ritos, debe convertirse en lugar precioso y significativo
para transmitir la belleza y grandeza de este Evangelio.
Con este fin, urge ante todo cultivar, en nosotros y en
los demás, una mirada contemplativa. 107 Esta
nace de la fe en el Dios de la vida, que ha creado a cada hombre haciéndolo
como un prodigio (cf. Sal 139 138, 14). Es la mirada de quien
ve la vida en su profundidad, percibiendo sus dimensiones de gratuidad,
belleza, invitación a la libertad y a la responsabilidad.
Es la mirada de quien
no pretende apoderarse de la realidad, sino que la acoge como un don,
descubriendo en cada cosa el reflejo del Creador y en cada persona su imagen
viviente (cf. Gn 1, 27; Sal 8, 6). Esta
mirada no se rinde desconfiada ante quien está enfermo, sufriendo, marginado o
a las puertas de la muerte; sino que se deja interpelar por todas estas situaciones
para buscar un sentido y, precisamente en estas circunstancias, encuentra en el
rostro de cada persona una llamada a la mutua consideración, al diálogo y a la
solidaridad.
Es el momento de asumir todos esta mirada, volviendo a ser capaces, con el
ánimo lleno de religiosa admiración, de venerar y respetar a todo
hombre, como nos invitaba a hacer Pablo VI en uno de sus primeros
mensajes de Navidad. 108 El
pueblo nuevo de los redimidos, animado por esta mirada contemplativa, prorrumpe
en himnos de alegría, alabanza y agradecimiento por el don inestimable
de la vida, por el misterio de la llamada de todo hombre a participar
en Cristo de la vida de gracia, y a una existencia de comunión sin fin con Dios
Creador y Padre.
84. Celebrar el Evangelio de la vida significa celebrar el Dios de
la vida, el Dios que da la vida: « Celebremos ahora la Vida eterna,
fuente de toda vida. Desde ella y por ella se extiende a todos los seres que de
algún modo participan de la vida, y de modo conveniente a cada uno de ellos.
La
Vida divina es por sí vivificadora y creadora de la vida. Toda vida y toda
moción vital proceden de la Vida, que está sobre toda vida y sobre el principio
de ella.
De esta Vida les viene a las almas el ser inmortales, y gracias a ella
vive todo ser viviente, plantas y animales hasta el grado ínfimo de vida. Además, da a los hombres, a pesar de ser compuestos, una vida similar, en lo
posible, a la de los ángeles.
Por la abundancia de su bondad, a nosotros, que
estamos separados, nos atrae y dirige. Y lo que es todavía más maravilloso:
promete que nos trasladará íntegramente, es decir, en alma y cuerpo, a la vida
perfecta e inmortal.
No basta decir que esta Vida está viviente, que es
Principio de vida, Causa y Fundamento único de la vida. Conviene, pues, a toda
vida el contemplarla y alabarla: es Vida que vivifica toda vida ».109
Como el Salmista también nosotros, en la oración cotidiana, individual
y comunitaria, alabamos y bendecimos a Dios nuestro Padre, que nos ha tejido en
el seno materno y nos ha visto y amado cuando todavía éramos informes
(cf. Sal 139 138, 13. 15-16), y exclamamos con incontenible
alegría: « Yo te doy gracias por tantas maravillas: prodigio soy, prodigios son
tus obras. Mi alma conocías cabalmente » (Sal 139 138, 14).
Sí, «
esta vida mortal, a pesar de sus tribulaciones, de sus oscuros misterios, sus
sufrimientos, su fatal caducidad, es un hecho bellísimo, un prodigio siempre
original y conmovedor, un acontecimiento digno de ser cantado con júbilo y
gloria ».110
Más
aún, el hombre y su vida no se nos presentan sólo como uno de los prodigios más
grandes de la creación: Dios ha dado al hombre una dignidad casi divina
(cf. Sal 8, 6-7). En cada niño que nace y en cada hombre que
vive y que muere reconocemos la imagen de la gloria de Dios, gloria que
celebramos en cada hombre, signo del Dios vivo, icono de Jesucristo.
Estamos llamados a expresar admiración y gratitud por la vida recibida como
don, y a acoger, gustar y comunicar el Evangelio de la vida no
sólo con la oración personal y comunitaria, sino sobre todo con las celebraciones
del año litúrgico.
Se deben recordar aquí particularmente los Sacramentos, signos
eficaces de la presencia y de la acción salvífica del Señor Jesús en la
existencia cristiana. Ellos hacen a los hombres partícipes de la vida divina,
asegurándoles la energía espiritual necesaria para realizar verdaderamente el
significado de vivir, sufrir y morir.
Gracias a un nuevo y genuino
descubrimiento del significado de los ritos y a su adecuada valoración, las
celebraciones litúrgicas, sobre todo las sacramentales, serán cada vez más
capaces de expresar la verdad plena sobre el nacimiento, la vida, el
sufrimiento y la muerte, ayudando a vivir estas realidades como participación
en el misterio pascual de Cristo muerto y resucitado.
85. En la celebración del Evangelio de la vida es preciso
saber apreciar y valorar también los gestos y los símbolos, de los que
son ricas las diversas tradiciones y costumbres culturales y populares. Son
momentos y formas de encuentro con las que, en los diversos Países y culturas,
se manifiestan el gozo por una vida que nace, el respeto y la defensa de toda
existencia humana, el cuidado del que sufre o está necesitado, la cercanía al
anciano o al moribundo, la participación del dolor de quien está de luto, la
esperanza y el deseo de inmortalidad.
En esta perspectiva, acogiendo también la sugerencia de los Cardenales en
el Consistorio de 1991, propongo que se celebre cada año en las distintas
Naciones una Jornada por la Vida, como ya tiene lugar por
iniciativa de algunas Conferencias Episcopales. Es necesario que esta Jornada
se prepare y se celebre con la participación activa de todos los miembros de la
Iglesia local. Su fin fundamental es suscitar en las conciencias, en las
familias, en la Iglesia y en la sociedad civil, el reconocimiento del sentido y
del valor de la vida humana en todos sus momentos y condiciones, centrando
particularmente la atención sobre la gravedad del aborto y de la eutanasia, sin
olvidar tampoco los demás momentos y aspectos de la vida, que merecen ser
objeto de atenta consideración, según sugiera la evolución de la situación
histórica.
86. Respecto al culto espiritual agradable a Dios (cf. Rm 12,
1), la celebración del Evangelio de la vida debe realizarse
sobre todo en la existencia cotidiana, vivida en el amor por
los demás y en la entrega de uno mismo. Así, toda nuestra existencia se hará
acogida auténtica y responsable del don de la vida y alabanza sincera y
reconocida a Dios que nos ha hecho este don. Es lo que ya sucede en tantísimos
gestos de entrega, con frecuencia humilde y escondida, realizados por hombres y
mujeres, niños y adultos, jóvenes y ancianos, sanos y enfermos.
En este contexto, rico en humanidad y amor, es donde surgen también
los gestos heroicos. Estos son la celebración más
solemne del Evangelio de la vida, porque lo proclaman con la
entrega total de sí mismos; son la elocuente manifestación del grado
más elevado del amor, que es dar la vida por la persona amada (cf. Jn 15,
13); son la participación en el misterio de la Cruz, en la que Jesús revela
cuánto vale para El la vida de cada hombre y cómo ésta se realiza plenamente en
la entrega sincera de sí mismo.
Más allá de casos clamorosos, está el heroísmo
cotidiano, hecho de pequeños o grandes gestos de solidaridad que alimentan una
auténtica cultura de la vida. Entre ellos merece especial reconocimiento la
donación de órganos, realizada según criterios éticamente aceptables, para
ofrecer una posibilidad de curación e incluso de vida, a enfermos tal vez sin
esperanzas.
A este heroísmo cotidiano pertenece el testimonio silencioso, pero a la vez
fecundo y elocuente, de « todas las madres valientes, que se dedican sin
reservas a su familia, que sufren al dar a luz a sus hijos, y luego están
dispuestas a soportar cualquier esfuerzo, a afrontar cualquier sacrificio, para
transmitirles lo mejor de sí mismas ».111
Al
desarrollar su misión « no siempre estas madres heroicas encuentran apoyo en su
ambiente. Es más, los modelos de civilización, a menudo promovidos y propagados
por los medios de comunicación, no favorecen la maternidad. En nombre del
progreso y la modernidad, se presentan como superados ya los valores de la
fidelidad, la castidad y el sacrificio, en los que se han distinguido y siguen
distinguiéndose innumerables esposas y madres cristianas...
Os damos las
gracias, madres heroicas, por vuestro amor invencible. Os damos las gracias por
la intrépida confianza en Dios y en su amor. Os damos las gracias por el sacrificio
de vuestra vida... Cristo, en el misterio pascual, os devuelve el don que le
habéis hecho, pues tiene el poder de devolveros la vida que le habéis dado como
ofrenda ».112 «
¿De qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no
tiene obras? » (St 2, 14): servir el Evangelio de
la vida
87. En virtud de la participación en la misión real de Cristo, el apoyo y
la promoción de la vida humana deben realizarse mediante el servicio de
la caridad, que se manifiesta en el testimonio personal, en las
diversas formas de voluntariado, en la animación social y en el compromiso
político.
Esta es una exigencia particularmente apremiante en el
momento actual, en que la « cultura de la muerte » se contrapone tan
fuertemente a la « cultura de la vida » y con frecuencia parece que la supera.
Sin embargo, es ante todo una exigencia que nace de la « fe que actúa por la
caridad » (Gal 5, 6), como nos exhorta la Carta de Santiago: « ¿De
qué sirve, hermanos míos, que alguien diga: "Tengo fe", si no tiene
obras? ¿Acaso podrá salvarle la fe? Si un hermano o una hermana están desnudos
y carecen del sustento diario, y algunos de vosotros les dice: "Idos en
paz, calentaos y hartaos", pero no les dais lo necesario para el cuerpo,
¿de qué sirve? Así también la fe, si no tiene obras, está realmente muerta »
(2, 14-17).
En el servicio de la caridad, hay una actitud que debe animarnos y distinguirnos: hemos
de hacernos cargo del otro como persona confiada por Dios a nuestra
responsabilidad. Como discípulos de Jesús, estamos llamados a hacernos prójimos
de cada hombre (cf. Lc 10, 29-37), teniendo una preferencia
especial por quien es más pobre, está sólo y necesitado.
Precisamente mediante
la ayuda al hambriento, al sediento, al forastero, al desnudo, al enfermo, al
encarcelado —como también al niño aún no nacido, al anciano que sufre o cercano
a la muerte— tenemos la posibilidad de servir a Jesús, como El mismo dijo: «
Cuanto hicisteis a unos de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo
hicisteis » (Mt 25, 40).
Por eso, nos sentimos interpelados y
juzgados por las palabras siempre actuales de san Juan Crisóstomo: « ¿Queréis
de verdad honrar el cuerpo de Cristo? No consintáis que esté desnudo. No le
honréis aquí en el templo con vestidos de seda y fuera le dejéis perecer de
frío y desnudez ».113
El servicio de la caridad a la vida debe ser profundamente unitario: no se pueden tolerar unilateralismos y
discriminaciones, porque la vida humana es sagrada e inviolable en todas sus
fases y situaciones. Es un bien indivisible. Por tanto, se trata de «
hacerse cargo » de toda la vida y de la vida de todos. Más aún, se
trata de llegar a las raíces mismas de la vida y del amor.
Partiendo precisamente de un amor profundo por cada hombre y mujer, se ha
desarrollado a lo largo de los siglos unaextraordinaria historia de
caridad, que ha introducido en la vida eclesial y civil numerosas
estructuras de servicio a la vida, que suscitan la admiración de todo
observador sin prejuicios. Es una historia que cada comunidad cristiana, con
nuevo sentido de responsabilidad, debe continuar escribiendo a través de una
acción pastoral y social múltiple.
En este sentido, se deben poner en práctica
formas discretas y eficaces de acompañamiento de la vida
naciente, con una especial cercanía a aquellas madres que, incluso sin
el apoyo del padre, no tienen miedo de traer al mundo su hijo y educarlo. Una
atención análoga debe prestarse a la vida que se encuentra en la marginación o
en el sufrimiento, especialmente en sus fases finales.
88. Todo esto supone una paciente y valiente obra educativa que
apremie a todos y cada uno a hacerse cargo del peso de los demás (cf. Gal 6,
2); exige una continua promoción de vocaciones al servicio, particularmente
entre los jóvenes; implica la realización de proyectos e
iniciativas concretas, estables e inspiradas en el Evangelio.
Múltiples son los medios para valorar con competencia y
serio propósito. Respecto a los inicios de la vida, los centros de
métodos naturales de regulación de la fertilidad han de ser promovidos
como una valiosa ayuda para la paternidad y maternidad responsables, en la que
cada persona, comenzando por el hijo, es reconocida y respetada por sí misma, y
cada decisión es animada y guiada por el criterio de la entrega sincera de sí.
También los consultorios matrimoniales y familiares, mediante
su acción específica de consulta y prevención, desarrollada a la luz de una
antropología coherente con la visión cristiana de la persona, de la pareja y de
la sexualidad, constituyen un servicio precioso para profundizar en el sentido
del amor y de la vida y para sostener y acompañar cada familia en su misión
como « santuario de la vida ».
Al servicio de la vida naciente están
también los centros de ayuda a la vida y las casas o centros de acogida
de la vida. Gracias a su labor muchas madres solteras y parejas en
dificultad hallan razones y convicciones, y encuentran asistencia y apoyo para
superar las molestias y miedos de acoger una vida naciente o recién dada a luz.
Ante condiciones de dificultad, extravío, enfermedad y marginación en la
vida, otros medios —como las comunidades de recuperación de
drogadictos, las residencias para menores o enfermos mentales, los centros de
atención y acogida para enfermos de SIDA, y las cooperativas de solidaridad sobre
todo para incapacitados— son expresiones elocuentes de lo que la
caridad sabe inventar para dar a cada uno razones nuevas de esperanza y
posibilidades concretas de vida.
Cuando la existencia terrena llega a su fin, de nuevo la caridad encuentra
los medios más oportunos para que los ancianos, especialmente si no
son autosuficientes, y los llamados enfermos terminales puedan
gozar de una asistencia verdaderamente humana y recibir cuidados adecuados a
sus exigencias, en particular a su angustia y soledad.
En estos casos es
insustituible el papel de las familias; pero pueden encontrar gran ayuda en las
estructuras sociales de asistencia y, si es necesario, recurriendo a los cuidados
paliativos, utilizando los adecuados servicios sanitarios y sociales,
presentes tanto en los centros de hospitalización y tratamiento públicos como a
domicilio.
En particular, se debe revisar la función de los hospitales, de
las clínicas y de las casas de salud: su
verdadera identidad no es sólo la de estructuras en las que se atiende a los
enfermos y moribundos, sino ante todo la de ambientes en los que el
sufrimiento, el dolor y la muerte son considerados e interpretados en su
significado humano y específicamente cristiano. De modo especial esta identidad
debe ser clara y eficaz en los institutos regidos por religiosos o
relacionados de alguna manera con la Iglesia.
89. Estas estructuras y centros de servicio a la vida, y todas las demás
iniciativas de apoyo y solidaridad que las circunstancias puedan aconsejar
según los casos, tienen necesidad de ser animadas por personas
generosamente disponibles y profundamente conscientes de lo
fundamental que es el Evangelio de la vida para el bien del
individuo y de la sociedad.
Es peculiar la responsabilidad confiada a todo el personal sanitario:
médicos, farmacéuticos, enfermeros, capellanes, religiosos y religiosas,
personal administrativo y voluntarios. Su profesión les exige ser custodios y servidores de la vida humana.
En el contexto cultural y social actual, en que la ciencia y la medicina corren
el riesgo de perder su dimensión ética original, ellos pueden estar a veces
fuertemente tentados de convertirse en manipuladores de la vida o incluso en
agentes de muerte.
Ante esta tentación, su responsabilidad ha crecido hoy
enormemente y encuentra su inspiración más profunda y su apoyo más fuerte
precisamente en la intrínseca e imprescindible dimensión ética de la profesión
sanitaria, como ya reconocía el antiguo y siempre actual juramento de
Hipócrates, según el cual se exige a cada médico el compromiso de
respetar absolutamente la vida humana y su carácter sagrado.
El respeto absoluto de toda vida humana inocente exige tambiénejercer la
objeción de conciencia ante el aborto procurado y la eutanasia. El «
hacer morir » nunca puede considerarse un tratamiento médico, ni siquiera
cuando la intención fuera sólo la de secundar una petición del paciente: es más
bien la negación de la profesión sanitaria que debe ser un apasionado y tenaz «
sí » a la vida.
También la investigación biomédica, campo fascinante y
prometedor de nuevos y grandes beneficios para la humanidad, debe rechazar
siempre los experimentos, descubrimientos o aplicaciones que, al ignorar la
dignidad inviolable del ser humano, dejan de estar al servicio de los hombres y
se transforman en realidades que, aparentando socorrerlos, los oprimen.
90. Un papel específico están llamadas a desempeñar las personas
comprometidas en el voluntariado: ofrecen una aportación preciosa al
servicio de la vida, cuando saben conjugar la capacidad profesional con el amor
generoso y gratuito. El Evangelio de la vida las mueve a
elevar los sentimientos de simple filantropía a la altura de la caridad de
Cristo; a reconquistar cada día, entre fatigas y cansancios, la conciencia de
la dignidad de cada hombre; a salir al encuentro de las necesidades de las
personas iniciando —si es preciso— nuevos caminos allí donde más urgentes son
las necesidades y más escasas las atenciones y el apoyo.
El realismo tenaz de la caridad exige que al Evangelio de la
vida se le sirva también mediante formas de animación social y
de compromiso político, defendiendo y proponiendo el valor de la vida
en nuestras sociedades cada vez más complejas y pluralistas.Los individuos,
las familias, los grupos y las asociaciones tienen una responsabilidad,
aunque a título y en modos diversos, en la animación social y en la elaboración
de proyectos culturales, económicos, políticos y legislativos que, respetando a
todos y según la lógica de la convivencia democrática, contribuyan a edificar
una sociedad en la que se reconozca y tutele la dignidad de cada persona, y se
defienda y promueva la vida de todos.
Esta tarea corresponde en particular a los responsables de la vida
pública. Llamados a servir al hombre y al bien común, tienen el deber
de tomar decisiones valientes en favor de la vida, especialmente en el campo de
las disposiciones legislativas. En un régimen democrático,
donde las leyes y decisiones se adoptan sobre la base del consenso de muchos,
puede atenuarse el sentido de la responsabilidad personal en la conciencia de
los individuos investidos de autoridad.
Pero nadie puede abdicar jamás de esta
responsabilidad, sobre todo cuando se tiene un mandato legislativo o ejecutivo,
que llama a responder ante Dios, ante la propia conciencia y ante la sociedad
entera de decisiones eventualmente contrarias al verdadero bien común.
Si las
leyes no son el único instrumento para defender la vida humana, sin embargo
desempeñan un papel muy importante y a veces determinante en la promoción de
una mentalidad y de unas costumbres. Repito una vez más que una norma que viola
el derecho natural a la vida de un inocente es injusta y, como tal, no puede
tener valor de ley.
Por eso renuevo con fuerza mi llamada a todos los políticos
para que no promulguen leyes que, ignorando la dignidad de la persona, minen
las raíces de la misma convivencia ciudadana.
La Iglesia sabe que, en el contexto de las democracias pluralistas, es
difícil realizar una eficaz defensa legal de la vida por la presencia de
fuertes corrientes culturales de diversa orientación. Sin embargo, movida por
la certeza de que la verdad moral encuentra un eco en la intimidad de cada
conciencia, anima a los políticos, comenzando por los cristianos, a no
resignarse y a adoptar aquellas decisiones que, teniendo en cuenta las
posibilidades concretas, lleven a restablecer un orden justo en la afirmación y
promoción del valor de la vida. En esta perspectiva, es necesario poner de
relieve que no basta con eliminar las leyes inicuas. Hay que eliminar las
causas que favorecen los atentados contra la vida, asegurando sobre todo el
apoyo debido a la familia y a la maternidad: la política familiar debe
ser eje y motor de todas las políticas sociales.
Por tanto, es
necesario promover iniciativas sociales y legislativas capaces de garantizar
condiciones de auténtica libertad en la decisión sobre la paternidad y la
maternidad; además, es necesario replantear las políticas laborales,
urbanísticas, de vivienda y de servicios para que se puedan conciliar entre sí
los horarios de trabajo y los de la familia, y sea efectivamente posible la
atención a los niños y a los ancianos.
91. La problemática demográfica constituye hoy un capítulo
importante de la política sobre la vida. Las autoridades públicas tienen
ciertamente la responsabilidad de « intervenir para orientar la demografía de
la población »; 114 pero
estas iniciativas deben siempre presuponer y respetar la responsabilidad
primaria e inalienable de los esposos y de las familias, y no pueden recurrir a
métodos no respetuosos de la persona y de sus derechos fundamentales,
comenzando por el derecho a la vida de todo ser humano inocente.
Por tanto, es
moralmente inaceptable que, para regular la natalidad, se favorezca o se
imponga el uso de medios como la anticoncepción, la esterilización y el aborto.
Los caminos para resolver el problema demográfico son otros: los Gobiernos
y las distintas instituciones internacionales deben mirar ante todo a la
creación de las condiciones económicas, sociales, médico-sanitarias y
culturales que permitan a los esposos tomar sus opciones procreativas con plena
libertad y con verdadera responsabilidad; deben además esforzarse en « aumentar
los medios y distribuir con mayor justicia la riqueza para que todos puedan
participar equitativamente de los bienes de la creación.
Hay que buscar
soluciones a nivel mundial, instaurando una verdadera economía de
comunión y de participación de bienes, tanto en el orden internacional
como nacional ».115
Este
es el único camino que respeta la dignidad de las personas y de las familias,
además de ser el auténtico patrimonio cultural de los pueblos.
El servicio al Evangelio de la vida es, pues, vasto y complejo. Se nos presenta cada vez más como un ámbito privilegiado y favorable para una colaboración activa con los hermanos de las otras Iglesias y Comunidades eclesiales, en la línea de aquel ecumenismo de las obras que el Concilio Vaticano II autorizadamente impulsó. 116
Además, se presenta como espacio providencial para el diálogo y la colaboración con los fieles de otras religiones y con todos los hombres de buena voluntad: la defensa y la promoción de la vida no son monopolio de nadie, sino deber y responsabilidad de todos.
El desafío que tenemos ante nosotros, a las puertas del tercer milenio, es arduo. Sólo la cooperación concorde de cuantos creen en el valor de la vida podrá evitar una derrota de la civilización de consecuencias imprevisibles
Notas a pié de página:
102. Cf. Misal romano, Oración del celebrante antes de la
comunión.
103. Cf. S. Ireneo: « Omnem novitatem attulit, semetipsum afferens, qui fuerat
annuntiatus », Contra las herejías, IV, 34, 1: SCh100/2,
846-847.
104. Cf. S. Tomás de Aquino « Peccator inveterascit, recedens a novitate
Christi », In Psalmos Davidis lectura, 6, 5.
105. Sobre las bienaventuranzas, Sermón VII: PG 44,
1280.
108. Cf. Mensaje con ocasión de la Navidad de 1967: AAS 60 (
1968), 40.
109. Pseudo-Dionisio Areopagita, Sobre los nombres divinos, 6,
1-3: PG 3, 856-857.
110. Pablo VI, Pensamiento sobre la muerte, Instituto Pablo VI,
Brescia 1988, 24.
111. Homilía para la beatificación de Isidoro Bakanja, Elisabetta Canori Mora
y Gianna Beretta Molla (24 abril 1994): L'Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española, 29 abril 1994, 2.
112. Ibid.
113. Homilías sobre Mateo, L, 3: PG 58, 508.
115. Discurso a la IV Conferencia General del
Episcopado Latinoamericano en Santo Domingo (12 octubre 1992), 15: AAS 85
(1993), 819.
116. Cf. Decr. Unitatis redintegratio, sobre el ecumenismo, l2; Const.
past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 90.
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