Tema 172
« Yo doy la muerte y doy la vida » (Dt 32, 39): el drama
de la eutanasia
64. En el otro extremo de la existencia, el hombre se encuentra ante el
misterio de la muerte. Hoy, debido a los progresos de la medicina y en un
contexto cultural con frecuencia cerrado a la trascendencia, la experiencia de
la muerte se presenta con algunas características nuevas.
En efecto, cuando
prevalece la tendencia a apreciar la vida sólo en la medida en que da placer y
bienestar, el sufrimiento aparece como una amenaza insoportable, de la que es
preciso librarse a toda costa. La muerte, considerada « absurda » cuando
interrumpe por sorpresa una vida todavía abierta a un futuro rico de posibles
experiencias interesantes, se convierte por el contrario en una « liberación
reivindicada » cuando se considera que la existencia carece ya de sentido por
estar sumergida en el dolor e inexorablemente condenada a un sufrimiento
posterior más agudo.
Además, el hombre, rechazando u olvidando su relación fundamental con Dios,
cree ser criterio y norma de sí mismo y piensa tener el derecho de pedir
incluso a la sociedad que le garantice posibilidades y modos de decidir sobre
la propia vida en plena y total autonomía.
Es particularmente el hombre que
vive en países desarrollados quien se comporta así: se siente también movido a
ello por los continuos progresos de la medicina y por sus técnicas cada vez más
avanzadas. Mediante sistemas y aparatos extremadamente sofisticados, la ciencia
y la práctica médica son hoy capaces no sólo de resolver casos antes sin
solución y de mitigar o eliminar el dolor, sino también de sostener y prolongar
la vida incluso en situaciones de extrema debilidad, de reanimar
artificialmente a personas que perdieron de modo repentino sus funciones
biológicas elementales, de intervenir para disponer de órganos para
trasplantes.
En semejante contexto es cada vez más fuerte la tentación de la eutanasia, esto
es, adueñarse de la muerte, procurándola de modo anticipado y
poniendo así fin « dulcemente » a la propia vida o a la de otros. En realidad,
lo que podría parecer lógico y humano, al considerarlo en profundidad se
presenta absurdo e inhumano.
Estamos aquí ante uno de los
síntomas más alarmantes de la « cultura de la muerte », que avanza sobre todo
en las sociedades del bienestar, caracterizadas por una mentalidad eficientista
que presenta el creciente número de personas ancianas y debilitadas como algo
demasiado gravoso e insoportable.
Muy a menudo, éstas se ven aisladas por la
familia y la sociedad, organizadas casi exclusivamente sobre la base de
criterios de eficiencia productiva, según los cuales una vida irremediablemente
inhábil no tiene ya valor alguno.
65. Para un correcto juicio moral sobre la eutanasia, es necesario ante
todo definirla con claridad. Por eutanasia en sentido verdadero y
propio se debe entender una acción o una omisión que por su naturaleza
y en la intención causa la muerte, con el fin de eliminar cualquier dolor. « La
eutanasia se sitúa, pues, en el nivel de las intenciones o de los métodos
usados ».76
De ella debe distinguirse la decisión de renunciar al llamado « ensañamiento
terapéutico », o sea, ciertas intervenciones médicas ya no adecuadas a
la situación real del enfermo, por ser desproporcionadas a los resultados que
se podrían esperar o, bien, por ser demasiado gravosas para él o su familia.
En
estas situaciones, cuando la muerte se prevé inminente e inevitable, se puede
en conciencia « renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una
prolongación precaria y penosa de la existencia, sin interrumpir sin embargo
las curas normales debidas al enfermo en casos similares ».77
Ciertamente
existe la obligación moral de curarse y hacerse curar, pero esta obligación se
debe valorar según las situaciones concretas; es decir, hay que examinar si los
medios terapéuticos a disposición son objetivamente proporcionados a las
perspectivas de mejoría. La renuncia a medios extraordinarios o
desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia; expresa más bien la
aceptación de la condición humana ante al muerte. 78
En la medicina moderna van teniendo auge los llamados « cuidados
paliativos », destinados a hacer más soportable el sufrimiento en la
fase final de la enfermedad y, al mismo tiempo, asegurar al paciente un
acompañamiento humano adecuado. En este contexto aparece, entre otros, el
problema de la licitud del recurso a los diversos tipos de analgésicos y
sedantes para aliviar el dolor del enfermo, cuando esto comporta el riesgo de
acortarle la vida.
En efecto, si puede ser digno de elogio quien acepta
voluntariamente sufrir renunciando a tratamientos contra el dolor para
conservar la plena lucidez y participar, si es creyente, de manera consciente
en la pasión del Señor, tal comportamiento « heroico » no debe considerarse
obligatorio para todos.
Ya Pío XII afirmó que es lícito suprimir el dolor por
medio de narcóticos, a pesar de tener como consecuencia limitar la conciencia y
abreviar la vida, « si no hay otros medios y si, en tales circunstancias, ello
no impide el cumplimiento de otros deberes religiosos y morales ».79
En
efecto, en este caso no se quiere ni se busca la muerte, aunque por motivos
razonables se corra ese riesgo. Simplemente se pretende mitigar el dolor de
manera eficaz, recurriendo a los analgésicos puestos a disposición por la
medicina. Sin embargo, « no es lícito privar al moribundo de la conciencia
propia sin grave motivo »: 80 acercándose
a la muerte, los hombres deben estar en condiciones de poder cumplir sus
obligaciones morales y familiares y, sobre todo, deben poderse preparar con
plena conciencia al encuentro definitivo con Dios.
Hechas estas distinciones, de acuerdo con el Magisterio de mis
Predecesores 81 y
en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la
eutanasia es una grave violación de la Ley de Dios, en cuanto
eliminación deliberada y moralmente inaceptable de una persona humana. Esta
doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita; es
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio
ordinario y universal. 82
Semejante práctica conlleva, según las circunstancias, la malicia propia
del suicidio o del homicidio.
66. Ahora bien, el suicidio es siempre moralmente inaceptable, al igual que
el homicidio. La tradición de la Iglesia siempre lo ha rechazado como decisión
gravemente mala. 83 Aunque
determinados condicionamientos psicológicos, culturales y sociales puedan
llevar a realizar un gesto que contradice tan radicalmente la inclinación
innata de cada uno a la vida, atenuando o anulando la responsabilidad
subjetiva, el suicidio, bajo el punto de vista objetivo, es un
acto gravemente inmoral, porque comporta el rechazo del amor a sí mismo y la
renuncia a los deberes de justicia y de caridad para con el prójimo, para con
las distintas comunidades de las que se forma parte y para la sociedad en
general. 84
En
su realidad más profunda, constituye un rechazo de la soberanía absoluta de
Dios sobre la vida y sobre la muerte, proclamada así en la oración del antiguo
sabio de Israel: « Tú tienes el poder sobre la vida y sobre la muerte, haces
bajar a las puertas del Hades y de allí subir » (Sb 16, 13;
cf. Tb 13, 2).
Compartir la intención suicida de otro y ayudarle a realizarla mediante el
llamado « suicidio asistido » significa hacerse colaborador, y algunas veces
autor en primera persona, de una injusticia que nunca tiene justificación, ni
siquiera cuando es solicitada. « No es lícito —escribe con sorprendente
actualidad san Agustín— matar a otro, aunque éste lo pida y lo quiera y no
pueda ya vivir... para librar, con un golpe, el alma de aquellos dolores, que
luchaba con las ligaduras del cuerpo y quería desasirse ».85
La
eutanasia, aunque no esté motivada por el rechazo egoísta de hacerse cargo de
la existencia del que sufre, debe considerarse como una falsa
piedad, más aún, como una preocupante « perversión » de la misma. En
efecto, la verdadera « compasión » hace solidarios con el dolor de los demás, y
no elimina a la persona cuyo sufrimiento no se puede soportar.
El gesto de la
eutanasia aparece aún más perverso si es realizado por quienes —como los
familiares— deberían asistir con paciencia y amor a su allegado, o por cuantos
—como los médicos—, por su profesión específica, deberían cuidar al enfermo
incluso en las condiciones terminales más penosas.
La opción de la eutanasia es más grave cuando se configura como un homicidio que
otros practican en una persona que no la pidió de ningún modo y que nunca dio
su consentimiento. Se llega además al colmo del arbitrio y de la injusticia
cuando algunos, médicos o legisladores, se arrogan el poder de decidir sobre
quién debe vivir o morir.
Así, se presenta de nuevo la tentación del Edén: ser
como Dios « conocedores del bien y del mal » (Gn 3, 5). Sin
embargo, sólo Dios tiene el poder sobre el morir y el vivir: « Yo doy la muerte
y doy la vida » (Dt 32, 39; cf. 2 R 5, 7; 1
S 2, 6). El ejerce su poder siempre y sólo según su designio de
sabiduría y de amor. Cuando el hombre usurpa este poder, dominado por una
lógica de necedad y de egoísmo, lo usa fatalmente para la injusticia y la
muerte. De este modo, la vida del más débil queda en manos del más fuerte; se
pierde el sentido de la justicia en la sociedad y se mina en su misma raíz la
confianza recíproca, fundamento de toda relación auténtica entre las personas.
67. Bien diverso es, en cambio, el camino del amor y de la
verdadera piedad, al que nos obliga nuestra común condición humana y
que la fe en Cristo Redentor, muerto y resucitado, ilumina con nuevo sentido.
El deseo que brota del corazón del hombre ante el supremo encuentro con el
sufrimiento y la muerte, especialmente cuando siente la tentación de caer en la
desesperación y casi de abatirse en ella, es sobre todo aspiración de compañía,
de solidaridad y de apoyo en la prueba. Es petición de ayuda para seguir
esperando, cuando todas las esperanzas humanas se desvanecen.
Como recuerda el
Concilio Vaticano II, « ante la muerte, el enigma de la condición humana
alcanza su culmen » para el hombre; y sin embargo « juzga certeramente por instinto
de su corazón cuando aborrece y rechaza la ruina total y la desaparición
definitiva de su persona. La semilla de eternidad que lleva en sí, al ser
irreductible a la sola materia, se rebela contra la muerte ».86
Esta repugnancia natural a la muerte es iluminada por la fe cristiana y
este germen de esperanza en la inmortalidad alcanza su realización por la misma
fe, que promete y ofrece la participación en la victoria de Cristo Resucitado:
es la victoria de Aquél que, mediante su muerte redentora, ha liberado al
hombre de la muerte, « salario del pecado » (Rm 6, 23), y le ha
dado el Espíritu, prenda de resurrección y de vida (cf. Rm 8,
11).
La certeza de la inmortalidad futura y la esperanza en la
resurrección prometida proyectan una nueva luz sobre el misterio del
sufrimiento y de la muerte, e infunden en el creyente una fuerza extraordinaria
para abandonarse al plan de Dios.
El apóstol Pablo expresó esta novedad como una pertenencia total al Señor
que abarca cualquier condición humana: « Ninguno de nosotros vive para sí
mismo; como tampoco muere nadie para sí mismo. Si vivimos, para el Señor
vivimos; y si morimos, para el Señor morimos. Así que, ya vivamos ya muramos,
del Señor somos » (Rm 14, 7-8). Morir para el Señor significa
vivir la propia muerte como acto supremo de obediencia al Padre (cf. Flp 2,
8), aceptando encontrarla en la « hora » querida y escogida por El (cf. Jn 13,
1), que es el único que puede decir cuándo el camino terreno se ha
concluido.
Vivir para el Señor significa también reconocer que
el sufrimiento, aun siendo en sí mismo un mal y una prueba, puede siempre
llegar a ser fuente de bien. Llega a serlo si se vive con amor y por amor,
participando, por don gratuito de Dios y por libre decisión personal, en el
sufrimiento mismo de Cristo crucificado.
De este modo, quien vive su
sufrimiento en el Señor se configura más plenamente a El (cf. Flp 3,
10; 1 P 2, 21) y se asocia más íntimamente a su obra redentora
en favor de la Iglesia y de la humanidad. 87 Esta
es la experiencia del Apóstol, que toda persona que sufre está también llamada
a revivir: « Me alegro por los padecimientos que soporto por vosotros, y
completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su
Cuerpo, que es la Iglesia » (Col 1, 24).
« Hay que obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5, 29): ley civil
y ley moral
68. Una de las características propias de los atentados actuales contra la
vida humana —como ya se ha dicho— consiste en la tendencia a exigir su legitimación
jurídica, como si fuesen derechos que el Estado, al menos en ciertas
condiciones, debe reconocer a los ciudadanos y, por consiguiente, la tendencia
a pretender su realización con la asistencia segura y gratuita de médicos y
agentes sanitarios.
No pocas veces se considera que la vida de quien aún no ha nacido o está
gravemente debilitado es un bien sólo relativo: según una lógica
proporcionalista o de puro cálculo, deberá ser cotejada y sopesada con otros
bienes. Y se piensa también que solamente quien se encuentra en esa situación
concreta y está personalmente afectado puede hacer una ponderación justa de los
bienes en juego; en consecuencia, sólo él podría juzgar la moralidad de su
decisión. El Estado, por tanto, en interés de la convivencia civil y de la armonía
social, debería respetar esta decisión, llegando incluso a admitir el aborto y
la eutanasia.
Otras veces se cree que la ley civil no puede exigir que todos los
ciudadanos vivan de acuerdo con un nivel de moralidad más elevado que el que
ellos mismos aceptan y comparten. Por esto, la ley debería siempre manifestar
la opinión y la voluntad de la mayoría de los ciudadanos y reconcerles también,
al menos en ciertos casos extremos, el derecho al aborto y a la eutanasia.
Por
otra parte, la prohibición y el castigo del aborto y de la eutanasia en estos
casos llevaría inevitablemente —así se dice— a un aumento de prácticas
ilegales, que, sin embargo, no estarían sujetas al necesario control social y
se efectuarían sin la debida seguridad médica. Se plantea, además, si sostener
una ley no aplicable concretamente no significaría, al final, minar también la
autoridad de las demás leyes.
Finalmente, las opiniones más radicales llegan a sostener que, en una
sociedad moderna y pluralista, se debería reconocer a cada persona una plena
autonomía para disponer de su propia vida y de la vida de quien aún no ha
nacido. En efecto, no correspondería a la ley elegir entre las diversas
opciones morales y, menos aún, pretender imponer una opción particular en
detrimento de las demás.
69. De todos modos, en la cultura democrática de nuestro tiempo se ha
difundido ampliamente la opinión de que el ordenamiento jurídico de una
sociedad debería limitarse a percibir y asumir las convicciones de la mayoría
y, por tanto, basarse sólo sobre lo que la mayoría misma reconoce y vive como
moral.
Si además se considera incluso que una verdad común y objetiva es
inaccesible de hecho, el respeto de la libertad de los ciudadanos —que en un
régimen democrático son considerados como los verdaderos soberanos— exigiría
que, a nivel legislativo, se reconozca la autonomía de cada conciencia
individual y que, por tanto, al establecer las normas que en cada caso son
necesarias para la convivencia social, éstas se adecuen exclusivamente a la
voluntad de la mayoría, cualquiera que sea. De este modo, todo político, en su
actividad, debería distinguir netamente entre el ámbito de la conciencia
privada y el del comportamiento público.
Por consiguiente, se perciben dos tendencias diametralmente opuestas en
apariencia. Por un lado, los individuos reivindican para sí la autonomía moral
más completa de elección y piden que el Estado no asuma ni imponga ninguna
concepción ética, sino que trate de garantizar el espacio más amplio posible
para la libertad de cada uno, con el único límite externo de no restringir el
espacio de autonomía al que los demás ciudadanos también tienen derecho.
Por
otro lado, se considera que, en el ejercicio de las funciones públicas y
profesionales, el respeto de la libertad de elección de los demás obliga a cada
uno a prescindir de sus propias convicciones para ponerse al servicio de
cualquier petición de los ciudadanos, que las leyes reconocen y tutelan,
aceptando como único criterio moral para el ejercicio de las propias funciones
lo establecido por las mismas leyes. De este modo, la responsabilidad de la
persona se delega a la ley civil, abdicando de la propia conciencia moral al
menos en el ámbito de la acción pública.
Tema 173
70. La raíz común de todas estas tendencias es el relativismo
ético que caracteriza muchos aspectos de la cultura contemporánea. No
falta quien considera este relativismo como una condición de la democracia, ya
que sólo él garantizaría la tolerancia, el respeto recíproco entre las personas
y la adhesión a las decisiones de la mayoría, mientras que las normas morales,
consideradas objetivas y vinculantes, llevarían al autoritarismo y a la
intolerancia.
Sin embargo, es precisamente la problemática del respeto de la vida la que
muestra los equívocos y contradicciones, con sus terribles resultados
prácticos, que se encubren en esta postura.
Es cierto que en la historia ha habido casos en los que se han cometido
crímenes en nombre de la « verdad ». Pero crímenes no menos graves y radicales
negaciones de la libertad se han cometido y se siguen cometiendo también en
nombre del « relativismo ético ». Cuando una mayoría parlamentaria o social
decreta la legitimidad de la eliminación de la vida humana aún no nacida,
inclusive con ciertas condiciones, ¿acaso no adopta una decisión « tiránica »
respecto al ser humano más débil e indefenso?
La conciencia universal reacciona
justamente ante los crímenes contra la humanidad, de los que nuestro siglo ha
tenido tristes experiencias. ¿Acaso estos crímenes dejarían de serlo si, en vez
de haber sido cometidos por tiranos sin escrúpulo, hubieran estado legitimados
por el consenso popular?
En realidad, la democracia no puede mitificarse convirtiéndola en un
sustitutivo de la moralidad o en una panacea de la inmoralidad.
Fundamentalmente, es un « ordenamiento » y, como tal, un instrumento y no un
fin. Su carácter « moral » no es automático, sino que depende de su conformidad
con la ley moral a la que, como cualquier otro comportamiento humano, debe
someterse; esto es, depende de la moralidad de los fines que persigue y de los
medios de que se sirve. Si hoy se percibe un consenso casi universal sobre el
valor de la democracia, esto se considera un positivo « signo de los tiempos »,
como también el Magisterio de la Iglesia ha puesto de relieve varias veces. 88
Pero
el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y
promueve: fundamentales e imprescindibles son ciertamente la dignidad de cada
persona humana, el respeto de sus derechos inviolables e inalienables, así como
considerar el « bien común » como fin y criterio regulador de la vida política.
En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles «
mayorías » de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva
que, en cuanto « ley natural » inscrita en el corazón del hombre, es punto de
referencia normativa de la misma ley civil. Si, por una trágica ofuscación de
la conciencia colectiva, el escepticismo llegara a poner en duda hasta los
principios fundamentales de la ley moral, el mismo ordenamiento democrático se
tambalearía en sus fundamentos, reduciéndose a un puro mecanismo de regulación
empírica de intereses diversos y contrapuestos. 89
Alguien podría pensar que semejante función, a falta de algo mejor, es
también válida para los fines de la paz social. Aun reconociendo un cierto
aspecto de verdad en esta valoración, es difícil no ver cómo, sin una base
moral objetiva, ni siquiera la democracia puede asegurar una paz estable, tanto
más que la paz no fundamentada sobre los valores de la dignidad humana y de la
solidaridad entre todos los hombres, es a menudo ilusoria.
En efecto, en los
mismos regímenes participativos la regulación de los intereses se produce con
frecuencia en beneficio de los más fuertes, que tienen mayor capacidad para
maniobrar no sólo las palancas del poder, sino incluso la formación del
consenso. En un situación así, la democracia se convierte fácilmente en una
palabra vacía.
71. Para el futuro de la sociedad y el desarrollo de una sana democracia,
urge pues descubrir de nuevo la existencia de valores humanos y morales
esenciales y originarios, que derivan de la verdad misma del ser humano y
expresan y tutelan la dignidad de la persona. Son valores, por tanto, que
ningún individuo, ninguna mayoría y ningún Estado nunca pueden crear, modificar
o destruir, sino que deben sólo reconocer, respetar y promover.
En este sentido, es necesario tener en cuenta los elementos
fundamentales del conjunto de las relaciones entre ley civil y ley moral, tal
como son propuestos por la Iglesia, pero que forman parte también del
patrimonio de las grandes tradiciones jurídicas de la humanidad.
Ciertamente, el cometido de la ley civil es diverso y de
ámbito más limitado que el de la ley moral. Sin embargo, « en ningún ámbito de la
vida la ley civil puede sustituir a la conciencia ni dictar normas que excedan
la propia competencia »,90 que
es la de asegurar el bien común de las personas, mediante el reconocimiento y
la defensa de sus derechos fundamentales, la promoción de la paz y de la
moralidad pública. 91
En
efecto, la función de la ley civil consiste en garantizar una ordenada
convivencia social en la verdadera justicia, para que todos « podamos vivir una
vida tranquila y apacible con toda piedad y dignidad » (1 Tm 2, 2).
Precisamente por esto, la ley civil debe asegurar a todos los miembros de la
sociedad el respeto de algunos derechos fundamentales, que pertenecen
originariamente a la persona y que toda ley positiva debe reconocer y
garantizar. Entre ellos el primero y fundamental es el derecho inviolable de
cada ser humano inocente a la vida.
Si la autoridad pública puede, a veces,
renunciar a reprimir aquello que provocaría, de estar prohibido, un daño más
grave, 92 sin
embargo, nunca puede aceptar legitimar, como derecho de los individuos —aunque
éstos fueran la mayoría de los miembros de la sociedad—, la ofensa infligida a
otras personas mediante la negación de un derecho suyo tan fundamental como el
de la vida.
La tolerancia legal del aborto o de la eutanasia no puede de ningún
modo invocar el respeto de la conciencia de los demás, precisamente porque la
sociedad tiene el derecho y el deber de protegerse de los abusos que se pueden
dar en nombre de la conciencia y bajo el pretexto de la libertad. 93
A este propósito, Juan XXIII recordó en la Encíclica Pacem in terris: « En la época moderna se considera
realizado el bien común cuando se han salvado los derechos y los deberes de la
persona humana. De ahí que los deberes fundamentales de los poderes públicos
consisten sobre todo en reconocer, respetar, armonizar, tutelar y promover
aquellos derechos, y en contribuir por consiguiente a hacer más fácil el
cumplimiento de los respectivos deberes.
"Tutelar el intangible campo de
los derechos de la persona humana y hacer fácil el cumplimiento de sus
obligaciones, tal es el deber esencial de los poderes públicos". Por esta
razón, aquellos magistrados que no reconozcan los derechos del hombre o los
atropellen, no sólo faltan ellos mismos a su deber, sino que carece de
obligatoriedad lo que ellos prescriban ».94
72. En continuidad con toda la tradición de la Iglesia se encuentra también
la doctrina sobre la necesaria conformidad de la ley civil con la ley
moral, tal y como se recoge, una vez más, en la citada encíclica de
Juan XXIII: « La autoridad es postulada por el orden moral y deriva de Dios.
Por lo tanto, si las leyes o preceptos de los gobernantes estuvieran en
contradicción con aquel orden y, consiguientemente, en contradicción con la voluntad
de Dios, no tendrían fuerza para obligar en conciencia...; más aún, en tal
caso, la autoridad dejaría de ser tal y degeneraría en abuso ».95
Esta
es una clara enseñanza de santo Tomás de Aquino, que entre otras cosas escribe:
« La ley humana es tal en cuanto está conforme con la recta razón y, por tanto,
deriva de la ley eterna. En cambio, cuando una ley está en contraste con la
razón, se la denomina ley inicua; sin embargo, en este caso deja de ser ley y
se convierte más bien en un acto de violencia ».96 Y
añade: « Toda ley puesta por los hombres tiene razón de ley en cuanto deriva de
la ley natural. Por el contrario, si contradice en cualquier cosa a la ley
natural, entonces no será ley sino corrupción de la ley ».97
La primera y más inmediata aplicación de esta doctrina hace referencia a la
ley humana que niega el derecho fundamental y originario a la vida, derecho
propio de todo hombre. Así, las leyes que, como el aborto y la eutanasia,
legitiman la eliminación directa de seres humanos inocentes están en total e
insuperable contradicción con el derecho inviolable a la vida inherente a todos
los hombres, y niegan, por tanto, la igualdad de todos ante la ley.
Se podría
objetar que éste no es el caso de la eutanasia, cuando es pedida por el sujeto
interesado con plena conciencia. Pero un Estado que legitimase una petición de
este tipo y autorizase a llevarla a cabo, estaría legalizando un caso de
suicidio-homicidio, contra los principios fundamentales de que no se puede
disponer de la vida y de la tutela de toda vida inocente. De este modo se
favorece una disminución del respeto a la vida y se abre camino a
comportamientos destructivos de la confianza en las relaciones sociales.
Por tanto, las leyes que autorizan y favorecen el aborto y la eutanasia se
oponen radicalmente no sólo al bien del individuo, sino también al bien común
y, por consiguiente, están privadas totalmente de auténtica validez jurídica.
En efecto, la negación del derecho a la vida, precisamente porque lleva a
eliminar la persona en cuyo servicio tiene la sociedad su razón de existir, es
lo que se contrapone más directa e irreparablemente a la posibilidad de
realizar el bien común. De esto se sigue que, cuando una ley civil legitima el
aborto o la eutanasia deja de ser, por ello mismo, una verdadera ley civil
moralmente vinculante.
73. Así pues, el aborto y la eutanasia son crímenes que ninguna ley humana
puede pretender legitimar. Leyes de este tipo no sólo no crean ninguna
obligación de conciencia, sino que, por el contrario, establecen una grave
y precisa obligación de oponerse a ellas mediante la objeción de
conciencia.
Desde los orígenes de la Iglesia, la predicación
apostólica inculcó a los cristianos el deber de obedecer a las autoridades
públicas legítimamente constituidas (cf. Rm 13, 1-7, 1
P 2, 13-14), pero al mismo tiempo enseñó firmemente que « hay que
obedecer a Dios antes que a los hombres » (Hch 5, 29).
Ya en el
Antiguo Testamento, precisamente en relación a las amenazas contra la vida,
encontramos un ejemplo significativo de resistencia a la orden injusta de la
autoridad. Las comadronas de los hebreos se opusieron al faraón, que había
ordenado matar a todo recién nacido varón. Ellas « no hicieron lo que les había
mandado el rey de Egipto, sino que dejaban con vida a los niños » (Ex 1,
17). Pero es necesario señalar el motivo profundo de su comportamiento: « Las
parteras temían a Dios » (ivi). Es precisamente de la
obediencia a Dios —a quien sólo se debe aquel temor que es reconocimiento de su
absoluta soberanía— de donde nacen la fuerza y el valor para resistir a las
leyes injustas de los hombres. Es la fuerza y el valor de quien está dispuesto
incluso a ir a prisión o a morir a espada, en la certeza de que « aquí se
requiere la paciencia y la fe de los santos » (Ap 13, 10).
En el caso pues de una ley intrínsecamente injusta, como es la que admite
el aborto o la eutanasia, nunca es lícito someterse a ella, « ni participar en
una campaña de opinión a favor de una ley semejante, ni darle el sufragio del
propio voto ».98
Un problema concreto de conciencia podría darse en los casos en que un voto
parlamentario resultase determinante para favorecer una ley más restrictiva, es
decir, dirigida a restringir el número de abortos autorizados, como alternativa
a otra ley más permisiva ya en vigor o en fase de votación. No son raros
semejantes casos.
En efecto, se constata el dato de que mientras en algunas
partes del mundo continúan las campañas para la introducción de leyes a favor
del aborto, apoyadas no pocas veces por poderosos organismos internacionales,
en otras Naciones —particularmente aquéllas que han tenido ya la experiencia
amarga de tales legislaciones permisivas— van apareciendo señales de revisión.
En el caso expuesto, cuando no sea posible evitar o abrogar completamente una
ley abortista, un parlamentario, cuya absoluta oposición personal al aborto sea
clara y notoria a todos, puede lícitamente ofrecer su apoyo a propuestas
encaminadas a limitar los daños de esa ley y disminuir así los
efectos negativos en el ámbito de la cultura y de la moralidad pública. En
efecto, obrando de este modo no se presta una colaboración ilícita a una ley
injusta; antes bien se realiza un intento legítimo y obligado de limitar sus
aspectos inicuos.
74. La introducción de legislaciones injustas pone con frecuencia a los
hombres moralmente rectos ante difíciles problemas de conciencia en materia de
colaboración, debido a la obligatoria afirmación del propio derecho a no ser
forzados a participar en acciones moralmente malas.
A veces las opciones que se
imponen son dolorosas y pueden exigir el sacrificio de posiciones profesionales
consolidadas o la renuncia a perspectivas legítimas de avance en la carrera. En
otros casos, puede suceder que el cumplimiento de algunas acciones en sí mismas
indiferentes, o incluso positivas, previstas en el articulado de legislaciones
globalmente injustas, permita la salvaguarda de vidas humanas amenazadas.
Por
otra parte, sin embargo, se puede temer justamente que la disponibilidad a
cumplir tales acciones no sólo conlleve escándalo y favorezca el debilitamiento
de la necesaria oposición a los atentados contra la vida, sino que lleve
insensiblemente a ir cediendo cada vez más a una lógica permisiva.
Para iluminar esta difícil cuestión moral es necesario tener en cuenta los
principios generales sobre la cooperación en acciones moralmente
malas. Los cristianos, como todos los hombres de buena voluntad, están
llamados, por un grave deber de conciencia, a no prestar su colaboración formal
a aquellas prácticas que, aun permitidas por la legislación civil, se oponen a
la Ley de Dios.
En efecto, desde el punto de vista moral, nunca es lícito
cooperar formalmente en el mal. Esta cooperación se produce cuando la acción
realizada, o por su misma naturaleza o por la configuración que asume en un
contexto concreto, se califica como colaboración directa en un acto contra la
vida humana inocente o como participación en la intención inmoral del agente
principal.
Esta cooperación nunca puede justificarse invocando el respeto de la
libertad de los demás, ni apoyarse en el hecho de que la ley civil la prevea y
exija. En efecto, los actos que cada uno realiza personalmente tienen una
responsabilidad moral, a la que nadie puede nunca substraerse y sobre la cual
cada uno será juzgado por Dios mismo (cf. Rm 2, 6; 14, 12).
El rechazo a participar en la ejecución de una injusticia no sólo es un
deber moral, sino también un derecho humano fundamental. Si no fuera así, se
obligaría a la persona humana a realizar una acción intrínsecamente
incompatible con su dignidad y, de este modo, su misma libertad, cuyo sentido y
fin auténticos residen en su orientación a la verdad y al bien, quedaría
radicalmente comprometida.
Se trata, por tanto, de un derecho esencial que, como
tal, debería estar previsto y protegido por la misma ley civil. En este
sentido, la posibilidad de rechazar la participación en la fase consultiva,
preparatoria y ejecutiva de semejantes actos contra la vida debería asegurarse
a los médicos, a los agentes sanitarios y a los responsables de las
instituciones hospitalarias, de las clínicas y casas de salud. Quien recurre a
la objeción de conciencia debe estar a salvo no sólo de sanciones penales, sino
también de cualquier daño en el plano legal, disciplinar, económico y
profesional.
« Amarás a tu prójimo como a ti mismo » (Lc 10, 27): «
promueve » la vida
75. Los mandamientos de Dios nos enseñan el camino de la vida. Los preceptos
morales negativos, es decir, los que declaran moralmente inaceptable
la elección de una determinada acción, tienen un valor absoluto para la
libertad humana: obligan siempre y en toda circunstancia, sin excepción.
Indican que la elección de determinados comportamientos es radicalmente
incompatible con el amor a Dios y la dignidad de la persona, creada a su
imagen.
Por eso, esta elección no puede justificarse por la bondad de ninguna
intención o consecuencia, está en contraste insalvable con la comunión entre
las personas, contradice la decisión fundamental de orientar la propia vida a
Dios. 99
Ya en este sentido los preceptos morales negativos tienen una
importantísima función positiva: el « no » que exigen incondicionalmente marca
el límite infranqueable más allá del cual el hombre libre no puede pasar y, al
mismo tiempo, indica el mínimo que debe respetar y del que debe partir para
pronunciar innumerables « sí », capaces de abarcar progresivamente elhorizonte
completo del bien (cf. Mt 5, 48).
Los mandamientos,
en particular los preceptos morales negativos, son el inicio y la primera etapa
necesaria del camino hacia la libertad: « La primera libertad —escribe san
Agustín— es no tener delitos... como homicidio, adulterio, alguna inmundicia de
fornicación, hurto, fraude, sacrilegio y otros parecidos. Cuando el hombre
empieza a no tener tales delitos (el cristiano no debe tenerlos), comienza a
levantar la cabeza hacia la libertad; pero ésta es una libertad incoada, no es
perfecta ».100
76. El mandamiento « no matarás » establece, por tanto, el punto de partida
de un camino de verdadera libertad, que nos lleva a promover activamente la
vida y a desarrollar determinadas actitudes y comportamientos a su servicio.
Obrando así, ejercitamos nuestra responsabilidad hacia las personas que nos han
sido confiadas y manifestamos, con las obras y según la verdad, nuestro
reconocimiento a Dios por el gran don de la vida (cf. Sal 139
138, 13-14).
El Creador ha confiado la vida del hombre a su cuidado responsable, no para
que disponga de ella de modo arbitrario, sino para que la custodie con
sabiduría y la administre con amorosa fidelidad. El Dios de la Alianza ha
confiado la vida de cada hombre a otro hombre hermano suyo, según la ley de la
reciprocidad del dar y del recibir, del don de sí mismo y de la acogida del
otro.
En la plenitud de los tiempos, el Hijo de Dios, encarnándose y dando su
vida por el hombre, ha demostrado a qué altura y profundidad puede llegar esta
ley de la reciprocidad. Cristo, con el don de su Espíritu, da contenidos y
significados nuevos a la ley de la reciprocidad, a la entrega del hombre al
hombre.
El Espíritu, que es artífice de comunión en el amor, crea entre los
hombres una nueva fraternidad y solidaridad, reflejo verdadero del misterio de
recíproca entrega y acogida propio de la Santísima Trinidad. El mismo Espíritu
llega a ser la ley nueva, que da la fuerza a los creyentes y apela a su
responsabilidad para vivir con reciprocidad el don de sí mismos y la acogida
del otro, participando del amor mismo de Jesucristo según su medida.
77. En esta ley nueva se inspira y plasma el mandamiento « no matarás ».
Por tanto, para el cristiano implica en definitiva el imperativo de respetar,
amar y promover la vida de cada hermano, según las exigencias y las dimensiones
del amor de Dios en Jesucristo. « El dio su vida por nosotros. También nosotros
debemos dar la vida por los hermanos » (1 Jn 3, 16).
El mandamiento « no matarás », incluso en sus contenidos más positivos de
respeto, amor y promoción de la vida humana, obliga a todo hombre. En efecto,
resuena en la conciencia moral de cada uno como un eco permanente de la alianza
original de Dios creador con el hombre; puede ser conocido por todos a la luz
de la razón y puede ser observado gracias a la acción misteriosa del Espíritu
que, soplando donde quiere (cf. Jn 3, 8), alcanza y compromete
a cada hombre que vive en este mundo.
Por tanto, lo que todos debemos asegurar a nuestro prójimo es un servicio
de amor, para que siempre se defienda y promueva su vida, especialmente cuando
es más débil o está amenazada. Es una exigencia no sólo personal sino también
social, que todos debemos cultivar, poniendo el respeto incondicional de la
vida humana como fundamento de una sociedad renovada.
Se nos pide amar y respetar la vida de cada hombre y de cada mujer y
trabajar con constancia y valor, para que se instaure finalmente en nuestro
tiempo, marcado por tantos signos de muerte, una cultura nueva de la vida,
fruto de la cultura de la verdad y del amor.
Notas a pie de página:
76. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980), II: AAS 72 (1980),
546.
78. Cf. Ibid.
79. Discurso a un grupo internacional de médicos (24 febrero 1957), III; AAS 49
(1957), 147; Cf.. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia, III: AAS 72
(1980), 547-548.
80. Pío XII, Discurso a un grupo internacional de médicos (24 febrero 1957), III: AAS 49
(1957), 145.
81. Cf. Pío XII, Discurso a un grupo internacional de médicos (24 febrero 1957): AAS 49
(1957), 129-147; Congregación del San Oficio, Decretum de directa
insontium occisione (2 diciembre 1940): AAS 32 (
1940), 553-554; Pablo VI, Mensaje a la televisión francesa: « Toda vida es
sagrada » (27 enero 1971): Insegnamenti IX 1971 ), 57-58;
Discurso al International College of Surgeons (1 junio 1972): AAS 64
(1972), 432-436; Conc. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 27.
83. Cf. S. Agustín, De Civitate Dei I, 20: CCL 47,
22; S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 6, a. 5.
84. Cf. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980),
I: AAS 72 (1980), 545; Catecismo de la Iglesia Católica, 2281-2283.
85. Epistula 204, 5: CSEL 57, 320.
88. Cf, Carta enc. Centesimus annus (1 mayo 1991), 46: AAS 83
(1991), 850; Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1944): AAS 37
(1945), 10-20.
90. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana
naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), III; AAS 80
(1988), 98.
92. Cf. S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II, q. 96, a. 2.
94 Carta enc. Pacem in terris (11 abril 1963 ), II: AAS 55
( 1963 ), 273-274; la cita interna está tomada del Radiomensaje de Pentecostés 1941 (1 junio 1941 ) de Pío XII: AAS 33
( 1941 ), 200. Sobre este tema la Encíclica hace referencia en nota a: Pío XI,
Carta enc. Mit brennender Sorge (14 marzo 1937): AAS 29
(1937), 159; Carta enc. Divini Redemptoris (19 marzo 1937), III: AAS 29
(1937), 79; Pío XII, Radiomensaje de Navidad (24 diciembre 1942): AAS 35
(1943), 9-24.
96. Summa Theologiae, I-II, q. 93, a. 3, ad 2um.
97. Ibid., I-II, q. 95, a. 2. El Aquinate cita a S.. Agustín:
«Non videtur esse lex, quae insta non fuerit», De libero arbitrio,
I, 5, 11: PL 32, 1227.
98. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto procurado (18 noviembre 1974), 22: AAS 66
(1974), 744.
99. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica,1753-1755; Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 81-82; AAS 85
(1993), 1198-1199.
100. In Iohannis Evangelium Tractatus, 41,10: CCL 36,
363; cf. Carta enc. Veritatis splendor (6 agosto 1993), 13: AAS 85
(1993), 1144.
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