CAPÍTULO III
NO MATARÁS
LA LEY SANTA DE DIOS
LA LEY SANTA DE DIOS
« Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19, 17): Evangelio
y mandamiento
52. « En esto se le acercó uno y le dijo: "Maestro, ¿qué he de hacer
de bueno para conseguir vida eterna?" » (Mt 19, 16). Jesús
responde: « Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos » (Mt 19,
17). El Maestro habla de la vida eterna, es decir, de la participación en la
vida misma de Dios. A esta vida se llega por la observancia de los mandamientos
del Señor, incluido también el mandamiento « no matarás ». Precisamente éste es
el primer precepto del Decálogo que Jesús recuerda al joven que pregunta qué
mandamientos debe observar: « Jesús dijo: "No matarás, no cometerás
adulterio, no robarás..." » (Mt 19, 18).
El mandamiento de Dios no está nunca separado de su amor; es siempre un don para el crecimiento y la
alegría del hombre. Como tal, constituye un aspecto esencial y un elemento
irrenunciable del Evangelio, más aún, es presentado como « evangelio », esto
es, buena y gozosa noticia. También el Evangelio de la vida es
un gran don de Dios y, al mismo tiempo, una tarea que compromete al hombre.
Suscita asombro y gratitud en la persona libre, y requiere ser aceptado,
observado y estimado con gran responsabilidad: al darle la vida, Dios exige al
hombre que la ame, la respete y la promueva. De este modo, el don se
hace mandamiento, y el mandamiento mismo es un don.
El hombre, imagen viva de Dios, es querido por su Creador como rey y señor.
« Dios creó al hombre —escribe san Gregorio de Nisa— de modo tal que pudiera
desempeñar su función de rey de la tierra... El hombre fue creado a imagen de
Aquél que gobierna el universo. Todo demuestra que, desde el principio, su
naturaleza está marcada por la realeza...
También el hombre es rey. Creado para
dominar el mundo, recibió la semejanza con el rey universal, es la imagen viva
que participa con su dignidad en la perfección del modelo divino ».38 Llamado
a ser fecundo y a multiplicarse, a someter la tierra y a dominar sobre todos
los seres inferiores a él (cf. Gn 1, 28), el hombre es rey y
señor no sólo de las cosas, sino también y sobre todo de sí mismo 39 y,
en cierto sentido, de la vida que le ha sido dada y que puede transmitir por
medio de la generación, realizada en el amor y respeto del designio divino.
Sin
embargo, no se trata de un señorío absoluto, sino ministerial, reflejo
real del señorío único e infinito de Dios. Por eso, el hombre debe vivirlo
con sabiduría y amor, participando de la sabiduría y del amor
inconmensurables de Dios. Esto se lleva a cabo mediante la obediencia a su
santa Ley: una obediencia libre y gozosa (cf. Sal 119 118),
que nace y crece siendo conscientes de que los preceptos del Señor son un don
gratuito confiado al hombre siempre y sólo para su bien, para la tutela de su
dignidad personal y para la consecución de su felicidad.
Como sucede con las cosas, y más aún con la vida, el hombre no es dueño absoluto
y árbitro incensurable, sino —y aquí radica su grandeza sin par— que es «
administrador del plan establecido por el Creador ».40
La vida se confía al hombre como un tesoro que no se debe malgastar, como
un talento a negociar. El hombre debe rendir cuentas de ella a su Señor
(cf. Mt 25, 14-30; Lc 19, 12-27).
« Pediré cuentas de la vida del hombre al hombre » (cf. Gn 9, 5): la
vida humana es sagrada e inviolable
53. « La vida humana es sagrada porque desde su inicio comporta "la
acción creadora de Dios" y permanece siempre en una especial relación con
el Creador, su único fin. Sólo Dios es Señor de la vida desde su comienzo hasta
su término: nadie, en ninguna circunstancia, puede atribuirse el derecho de
matar de modo directo a un ser humano inocente ».41 Con
estas palabras la Instrucción Donum vitae expone el contenido central de la revelación de Dios
sobre el carácter sagrado e inviolable de la vida humana.
En efecto, la Sagrada Escritura impone al hombre el
precepto « no matarás » como mandamiento divino (Ex 20, 13; Dt 5,
17). Este precepto —como ya he indicado— se encuentra en el Decálogo, en el
núcleo de la Alianza que el Señor establece con el pueblo elegido; pero estaba
ya incluido en la alianza originaria de Dios con la humanidad después del
castigo purificador del diluvio, provocado por la propagación del pecado y de
la violencia (cf. Gn 9, 5-6).
Dios se proclama Señor absoluto de la vida del hombre, creado a su imagen y
semejanza (cf. Gn 1, 26-28). Por tanto, la vida humana tiene
un carácter sagrado e inviolable, en el que se refleja la inviolabilidad misma
del Creador. Precisamente por esto, Dios se hace juez severo de toda violación
del mandamiento « no matarás », que está en la base de la convivencia social.
Dios es el defensor del inocente (cf. Gn 4, 9-15; Is 41,
14; Jr 50, 34; Sal 19 18, 15). También de
este modo, Dios demuestra que « no se recrea en la destrucción de los vivientes
» (Sb 1, 13).
Sólo Satanás puede gozar con ella: por su envidia la
muerte entró en el mundo (cf. Sb 2, 24). Satanás, que es «
homicida desde el principio », y también « mentiroso y padre de la mentira » (Jn 8,
44), engañando al hombre, lo conduce a los confines del pecado y de la muerte,
presentados como logros o frutos de vida.
54. Explícitamente, el precepto « no matarás » tiene un fuerte contenido
negativo: indica el límite que nunca puede ser transgredido. Implícitamente,
sin embargo, conduce a una actitud positiva de respeto absoluto por la vida,
ayudando a promoverla y a progresar por el camino del amor que se da, acoge y
sirve. El pueblo de la Alianza, aun con lentitud y contradicciones, fue
madurando progresivamente en esta dirección, preparándose así al gran anuncio
de Jesús: el amor al prójimo es un mandamiento semejante al del amor a Dios; «
de estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas » (cf. Mt 22,
36-40). « Lo de... no matarás... y todos los demás preceptos —señala san Pablo—
se resumen en esta fórmula: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo" » (Rm 13,
9; cf. Ga 5, 14).
El precepto « no matarás », asumido y
llevado a plenitud en la Nueva Ley, es condición irrenunciable para poder « entrar
en la vida » (cf. Mt 19, 16-19). En esta misma perspectiva,
son apremiantes también las palabras del apóstol Juan: « Todo el que aborrece a
su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna
permanente en él » (1 Jn 3, 15).
Desde sus inicios, la Tradición viva de la Iglesia —como
atestigua la Didaché, el más antiguo escrito cristiano no
bíblico— repite de forma categórica el mandamiento « no matarás »: « Dos
caminos hay, uno de la vida y otro de la muerte; pero grande es la diferencia
que hay entre estos caminos... Segundo mandamiento de la doctrina: No
matarás... no matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al
recién nacido... Mas el camino de la muerte es éste:... que no se compadecen
del pobre, no sufren por el atribulado, no conocen a su Criador, matadores de
sus hijos, corruptores de la imagen de Dios; los que rechazan al necesitado,
oprimen al atribulado, abogados de los ricos, jueces injustos de los pobres,
pecadores en todo. ¡Ojalá os veáis libres, hijos, de todos estos pecados! ».42
A lo largo del tiempo, la Tradición de la Iglesia siempre ha enseñado
unánimemente el valor absoluto y permanente del mandamiento « no matarás ». Es
sabido que en los primeros siglos el homicidio se consideraba entre los tres
pecados más graves —junto con la apostasía y el adulterio— y se exigía una
penitencia pública particularmente dura y larga antes que al homicida
arrepentido se le concediese el perdón y la readmisión en la comunión eclesial.
55. No debe sorprendernos: matar un ser humano, en el que está presente la
imagen de Dios, es un pecado particularmente grave.¡Sólo Dios es dueño de la
vida! Desde siempre, sin embargo, ante las múltiples y a menudo
dramáticas situaciones que la vida individual y social presenta, la reflexión
de los creyentes ha tratado de conocer de forma más completa y profunda lo que
prohíbe y prescribe el mandamiento de Dios. 43
En
efecto, hay situaciones en las que aparecen como una verdadera paradoja los
valores propuestos por la Ley de Dios. Es el caso, por ejemplo, de la legítima
defensa, en que el derecho a proteger la propia vida y el deber de no
dañar la del otro resultan, en concreto, difícilmente conciliables. Sin duda
alguna, el valor intrínseco de la vida y el deber de amarse a sí mismo no menos
que a los demás son la base de un verdadero derecho a la propia
defensa.
El mismo precepto exigente del amor al prójimo, formulado en
el Antiguo Testamento y confirmado por Jesús, supone el amor por uno mismo como
uno de los términos de la comparación: « Amarás a tu prójimo como a ti
mismo » (Mc 12, 31). Por tanto, nadie podría renunciar al
derecho a defenderse por amar poco la vida o a sí mismo, sino sólo movido por
un amor heroico, que profundiza y transforma el amor por uno mismo, según el
espíritu de las bienaventuranzas evangélicas (cf. Mt 5, 38-48)
en la radicalidad oblativa cuyo ejemplo sublime es el mismo Señor Jesús.
Por otra parte, « la legítima defensa puede ser no solamente un derecho,
sino un deber grave, para el que es responsable de la vida de otro, del bien
común de la familia o de la sociedad ».44 Por
desgracia sucede que la necesidad de evitar que el agresor cause daño conlleva
a veces su eliminación. En esta hipótesis el resultado mortal se ha de atribuir
al mismo agresor que se ha expuesto con su acción, incluso en el caso que no
fuese moralmente responsable por falta del uso de razón. 45
56. En este horizonte se sitúa también el problema de la pena de
muerte, respecto a la cual hay, tanto en la Iglesia como en la
sociedad civil, una tendencia progresiva a pedir una aplicación muy limitada e,
incluso, su total abolición. El problema se enmarca en la óptica de una
justicia penal que sea cada vez más conforme con la dignidad del hombre y por tanto,
en último término, con el designio de Dios sobre el hombre y la sociedad.
En
efecto, la pena que la sociedad impone « tiene como primer efecto el de
compensar el desorden introducido por la falta ».46 La
autoridad pública debe reparar la violación de los derechos personales y
sociales mediante la imposición al reo de una adecuada expiación del crimen,
como condición para ser readmitido al ejercicio de la propia libertad. De este
modo la autoridad alcanza también el objetivo de preservar el orden público y
la seguridad de las personas, no sin ofrecer al mismo reo un estímulo y una
ayuda para corregirse y enmendarse. 47
Es evidente que, precisamente para conseguir todas estas finalidades, la
medida y la calidad de la pena deben ser valoradas y decididas
atentamente, sin que se deba llegar a la medida extrema de la eliminación del
reo salvo en casos de absoluta necesidad, es decir, cuando la defensa de la
sociedad no sea posible de otro modo. Hoy, sin embargo, gracias a la organización
cada vez más adecuada de la institución penal, estos casos son ya muy raros,
por no decir prácticamente inexistentes.
De todos modos, permanece válido el principio indicado por el nuevo Catecismo
de la Iglesia Católica, según el cual « si los medios incruentos
bastan para defender las vidas humanas contra el agresor y para proteger de él
el orden público y la seguridad de las personas, en tal caso la autoridad se
limitará a emplear sólo esos medios, porque ellos corresponden mejor a las
condiciones concretas del bien común y son más conformes con la dignidad de la
persona humana ».48
57. Si se pone tan gran atención al respeto de toda vida, incluida la del
reo y la del agresor injusto, el mandamiento « no matarás » tiene un valor
absoluto cuando se refiere a la persona inocente. Tanto más si
se trata de un ser humano débil e indefenso, que sólo en la fuerza absoluta del
mandamiento de Dios encuentra su defensa radical frente al arbitrio y a la
prepotencia ajena.
En efecto, el absoluto carácter inviolable de la vida humana inocente es
una verdad moral explícitamente enseñada en la Sagrada Escritura, mantenida
constantemente en la Tradición de la Iglesia y propuesta de forma unánime por
su Magisterio. Esta unanimidad es fruto evidente de aquel « sentido
sobrenatural de la fe » que, suscitado y sostenido por el Espíritu Santo,
preserva de error al pueblo de Dios, cuando « muestra estar totalmente de
acuerdo en cuestiones de fe y de moral ».49
Ante la progresiva pérdida de conciencia en los individuos y en la sociedad
sobre la absoluta y grave ilicitud moral de la eliminación directa de toda vida
humana inocente, especialmente en su inicio y en su término, el
Magisterio de la Iglesia ha intensificado sus intervenciones en
defensa del carácter sagrado e inviolable de la vida humana. Al Magisterio
pontificio, especialmente insistente, se ha unido siempre el episcopal, por
medio de numerosos y amplios documentos doctrinales y pastorales, tanto de
Conferencias Episcopales como de Obispos en particular. Tampoco ha faltado,
fuerte e incisiva en su brevedad, la intervención del Concilio Vaticano
II. 50
Por tanto, con la autoridad conferida por Cristo a Pedro y a sus Sucesores,
en comunión con los Obispos de la Iglesia católica, confirmo que la
eliminación directa y voluntaria de un ser humano inocente es siempre
gravemente inmoral. Esta doctrina, fundamentada en aquella ley no
escrita que cada hombre, a la luz de la razón, encuentra en el propio corazón
(cf. Rm 2, 14-15), es corroborada por la Sagrada Escritura,
transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio
ordinario y universal. 51
La decisión deliberada de privar a un ser humano inocente de su vida es
siempre mala desde el punto de vista moral y nunca puede ser lícita ni como
fin, ni como medio para un fin bueno. En efecto, es una desobediencia grave a
la ley moral, más aún, a Dios mismo, su autor y garante; y contradice las
virtudes fundamentales de la justicia y de la caridad. «
Nada ni nadie puede autorizar
la muerte de un ser humano inocente, sea feto o embrión, niño o adulto,
anciano, enfermo incurable o agonizante. Nadie además puede pedir este gesto
homicida para sí mismo o para otros confiados a su responsabilidad ni puede
consentirlo explícita o implícitamente. Ninguna autoridad puede legítimamente
imponerlo ni permitirlo ».52
Cada ser humano inocente es absolutamente igual a todos los demás en el
derecho a la vida. Esta igualdad es la base de toda auténtica relación social
que, para ser verdadera, debe fundamentarse sobre la verdad y la justicia,
reconociendo y tutelando a cada hombre y a cada mujer como persona y no como
una cosa de la que se puede disponer. Ante la norma moral que prohíbe la
eliminación directa de un ser humano inocente « no hay privilegios ni
excepciones para nadie. No hay ninguna diferencia entre ser el dueño
del mundo o el último de los miserables de la tierra: ante las exigencias
morales somos todos absolutamente iguales ».53
« Mi embrión tus ojos lo veían » (Sal 139 138, 16): el
delito abominable del aborto
58. Entre todos los delitos que el hombre puede cometer contra la vida, el
aborto procurado presenta características que lo hacen particularmente grave e
ignominioso. El Concilio Vaticano II lo define, junto con el infanticidio, como
« crímenes nefandos ».54
Hoy, sin embargo, la percepción de su gravedad se ha ido debilitando
progresivamente en la conciencia de muchos.
La aceptación del aborto en la
mentalidad, en las costumbres y en la misma ley es señal evidente de una
peligrosísima crisis del sentido moral, que es cada vez más incapaz de
distinguir entre el bien y el mal, incluso cuando está en juego el derecho
fundamental a la vida. Ante una situación tan grave, se requiere más que nunca
el valor de mirar de frente a la verdad y de llamar a las cosas por su
nombre, sin ceder a compromisos de conveniencia o a la tentación de
autoengaño. A este propósito resuena categórico el reproche del Profeta: « ¡Ay,
los que llaman al mal bien, y al bien mal!; que dan oscuridad por luz, y luz
por oscuridad » (Is 5, 20).
Precisamente en el caso del aborto se
percibe la difusión de una terminología ambigua, como la de « interrupción del
embarazo », que tiende a ocultar su verdadera naturaleza y a atenuar su
gravedad en la opinión pública. Quizás este mismo fenómeno lingüístico sea
síntoma de un malestar de las conciencias. Pero ninguna palabra puede cambiar
la realidad de las cosas: el aborto procurado es la eliminación
deliberada y directa, como quiera que se realice, de un ser humano en la fase
inicial de su existencia, que va de la concepción al nacimiento.
La gravedad moral del aborto procurado se manifiesta en toda su verdad si
se reconoce que se trata de un homicidio y, en particular, si se consideran las
circunstancias específicas que lo cualifican. Quien se elimina es un ser humano
que comienza a vivir, es decir, lo más inocente en absoluto
que se pueda imaginar: ¡jamás podrá ser considerado un agresor, y menos aún un
agresor injusto! Es débil, inerme, hasta el punto de estar
privado incluso de aquella mínima forma de defensa que constituye la fuerza
implorante de los gemidos y del llanto del recién nacido. Se halla totalmente
confiado a la protección y al cuidado de la mujer que lo lleva en su
seno. Sin embargo, a veces, es precisamente ella, la madre, quien decide y pide
su eliminación, e incluso la procura.
Es cierto que en muchas ocasiones la opción del aborto tiene para la madre
un carácter dramático y doloroso, en cuanto que la decisión de deshacerse del
fruto de la concepción no se toma por razones puramente egoístas o de
conveniencia, sino porque se quisieran preservar algunos bienes importantes,
como la propia salud o un nivel de vida digno para los demás miembros de la
familia. A veces se temen para el que ha de nacer tales condiciones de
existencia que hacen pensar que para él lo mejor sería no nacer. Sin embargo,
estas y otras razones semejantes, aun siendo graves y dramáticas, jamás
pueden justificar la eliminación deliberada de un ser humano inocente.
59. En la decisión sobre la muerte del niño aún no nacido, además de la
madre, intervienen con frecuencia otras personas. Ante todo, puede ser culpable
el padre del niño, no sólo cuando induce expresamente a la mujer al aborto,
sino también cuando favorece de modo indirecto esta decisión suya al dejarla
sola ante los problemas del embarazo: 55 de
esta forma se hiere mortalmente a la familia y se profana su naturaleza de
comunidad de amor y su vocación de ser « santuario de la vida ». No se pueden
olvidar las presiones que a veces provienen de un contexto más amplio de
familiares y amigos.
No raramente la mujer está sometida a presiones tan
fuertes que se siente psicológicamente obligada a ceder al aborto: no hay duda
de que en este caso la responsabilidad moral afecta particularmente a quienes
directa o indirectamente la han forzado a abortar.
También son responsables los
médicos y el personal sanitario cuando ponen al servicio de la muerte la
competencia adquirida para promover la vida.
Pero la responsabilidad implica también a los legisladores que han
promovido y aprobado leyes que amparan el aborto y, en la medida en que haya
dependido de ellos, los administradores de las estructuras sanitarias
utilizadas para practicar abortos. Una responsabilidad general no menos grave
afecta tanto a los que han favorecido la difusión de una mentalidad de
permisivismo sexual y de menosprecio de la maternidad, como a quienes debieron
haber asegurado —y no lo han hecho— políticas familiares y sociales válidas en
apoyo de las familias, especialmente de las numerosas o con particulares
dificultades económicas y educativas.
Finalmente, no se puede minimizar el
entramado de complicidades que llega a abarcar incluso a instituciones
internacionales, fundaciones y asociaciones que luchan sistemáticamente por la
legalización y la difusión del aborto en el mundo. En este sentido, el aborto
va más allá de la responsabilidad de las personas concretas y del daño que se
les provoca, asumiendo una dimensión fuertemente social: es una herida gravísima
causada a la sociedad y a su cultura por quienes deberían ser sus constructores
y defensores. Como he escrito en mi Carta a las Familias, « nos encontramos ante una enorme amenaza contra la
vida: no sólo la de cada individuo, sino también la de toda la civilización ».56 Estamos
ante lo que puede definirse como una « estructura de pecado » contra la
vida humana aún no nacida.
60. Algunos intentan justificar el aborto sosteniendo que el fruto de la
concepción, al menos hasta un cierto número de días, no puede ser todavía
considerado una vida humana personal. En realidad, « desde el momento en que el
óvulo es fecundado, se inaugura una nueva vida que no es la del padre ni la de
la madre, sino la de un nuevo ser humano que se desarrolla por sí mismo. Jamás
llegará a ser humano si no lo ha sido desde entonces.
A esta evidencia de
siempre... la genética moderna otorga una preciosa confirmación. Muestra que
desde el primer instante se encuentra fijado el programa de lo que será ese
viviente: una persona, un individuo con sus características ya bien
determinadas. Con la fecundación inicia la aventura de una vida humana, cuyas
principales capacidades requieren un tiempo para desarrollarse y poder actuar
».57
Aunque
la presencia de un alma espiritual no puede deducirse de la observación de
ningún dato experimental, las mismas conclusiones de la ciencia sobre el
embrión humano ofrecen « una indicación preciosa para discernir racionalmente
una presencia personal desde este primer surgir de la vida humana: ¿cómo un
individuo humano podría no ser persona humana? ».58
Por lo demás, está en juego algo tan importante que, desde el punto de
vista de la obligación moral, bastaría la sola probabilidad de encontrarse ante
una persona para justificar la más rotunda prohibición de cualquier
intervención destinada a eliminar un embrión humano.
Precisamente por esto, más
allá de los debates científicos y de las mismas afirmaciones filosóficas en las
que el Magisterio no se ha comprometido expresamente, la Iglesia siempre ha
enseñado, y sigue enseñando, que al fruto de la generación humana, desde el
primer momento de su existencia, se ha de garantizar el respeto incondicional
que moralmente se le debe al ser humano en su totalidad y unidad corporal y
espiritual: « El ser humano debe ser respetado y tratado como persona
desde el instante de su concepción y, por eso, a partir de ese mismo
momento se le deben reconocer los derechos de la persona, principalmente el
derecho inviolable de todo ser humano inocente a la vida ».59
61. Los textos de la Sagrada Escritura, que nunca hablan
del aborto voluntario y, por tanto, no contienen condenas directas y
específicas al respecto, presentan de tal modo al ser humano en el seno
materno, que exigen lógicamente que se extienda también a este caso el
mandamiento divino « no matarás ».
La vida humana es sagrada e inviolable en cada momento de su existencia,
también en el inicial que precede al nacimiento. El hombre, desde el seno
materno, pertenece a Dios que lo escruta y conoce todo, que lo forma y lo
plasma con sus manos, que lo ve mientras es todavía un pequeño embrión informe
y que en él entrevé el adulto de mañana, cuyos días están contados y cuya
vocación está ya escrita en el « libro de la vida » (cf. Sal 139
138, 1. 13-16). Incluso cuando está todavía en el seno materno, —como testimonian
numerosos textos bíblicos 60— el
hombre es término personalísimo de la amorosa y paterna providencia divina.
La Tradición cristiana —como bien señala la Declaración emitida
al respecto por la Congregación para la Doctrina de la Fe 61— es
clara y unánime, desde los orígenes hasta nuestros días, en considerar el
aborto como desorden moral particularmente grave. Desde que entró en contacto
con el mundo greco-romano, en el que estaba difundida la práctica del aborto y
del infanticidio, la primera comunidad cristiana se opuso radicalmente, con su
doctrina y praxis, a las costumbres difundidas en aquella sociedad, como bien
demuestra la ya citada Didaché. 62
Entre
los escritores eclesiásticos del área griega, Atenágoras recuerda que los
cristianos consideran como homicidas a las mujeres que recurren a medicinas
abortivas, porque los niños, aun estando en el seno de la madre, son ya «
objeto, por ende, de la providencia de Dios ».63 Entre
los latinos, Tertuliano afirma: « Es un homicidio anticipado impedir el
nacimiento; poco importa que se suprima el alma ya nacida o que se la haga
desaparecer en el nacimiento. Es ya un hombre aquél que lo será ».64
A lo largo de su historia bimilenaria, esta misma doctrina ha sido enseñada
constantemente por los Padres de la Iglesia, por sus Pastores y Doctores.
Incluso las discusiones de carácter científico y filosófico sobre el momento
preciso de la infusión del alma espiritual, nunca han provocado la mínima duda
sobre la condena moral del aborto.
62. El Magisterio pontificio más reciente ha reafirmado
con gran vigor esta doctrina común. En particular, Pío XI en la Encíclica Casti connubii rechazó las pretendidas justificaciones del
aborto; 65 Pío
XII excluyó todo aborto directo, o sea, todo acto que tienda directamente a
destruir la vida humana aún no nacida, « tanto si tal destrucción se entiende
como fin o sólo como medio para el fin »; 66 Juan
XXIII reafirmó que la vida humana es sagrada, porque « desde que aflora, ella
implica directamente la acción creadora de Dios ».67
El
Concilio Vaticano II, como ya he recordado, condenó con gran severidad el
aborto: « se ha de proteger la vida con el máximo cuidado desde la concepción;
tanto el aborto como el infanticidio son crímenes nefandos ».68
La disciplina canónica de la Iglesia, desde los primeros
siglos, ha castigado con sanciones penales a quienes se manchaban con la culpa
del aborto y esta praxis, con penas más o menos graves, ha sido ratificada en
los diversos períodos históricos. El Código de Derecho Canónico de
1917 establecía para el aborto la pena de excomunión. 69 También
la nueva legislación canónica se sitúa en esta dirección cuando sanciona que «
quien procura el aborto, si éste se produce, incurre en excomunión latae
sententiae »,70 es
decir, automática.
La excomunión afecta a todos los que cometen este delito
conociendo la pena, incluidos también aquellos cómplices sin cuya cooperación
el delito no se hubiera producido: 71 con
esta reiterada sanción, la Iglesia señala este delito como uno de los más
graves y peligrosos, alentando así a quien lo comete a buscar solícitamente el
camino de la conversión. En efecto, en la Iglesia la pena de excomunión tiene
como fin hacer plenamente conscientes de la gravedad de un cierto pecado y
favorecer, por tanto, una adecuada conversión y penitencia.
Ante semejante unanimidad en la tradición doctrinal y disciplinar de la
Iglesia, Pablo VI pudo declarar que esta enseñanza no había cambiado y que era
inmutable. 72 Por
tanto, con la autoridad que Cristo confirió a Pedro y a sus Sucesores, en
comunión con todos los Obispos —que en varias ocasiones han condenado el aborto
y que en la consulta citada anteriormente, aunque dispersos por el mundo, han
concordado unánimemente sobre esta doctrina—, declaro que el aborto
directo, es decir, querido como fin o como medio, es siempre un desorden moral
grave, en cuanto eliminación deliberada de un ser humano inocente.
Esta doctrina se fundamenta en la ley natural y en la Palabra de Dios escrita;
es transmitida por la Tradición de la Iglesia y enseñada por el Magisterio
ordinario y universal. 73
Ninguna circunstancia, ninguna finalidad, ninguna ley del mundo podrá jamás
hacer lícito un acto que es intrínsecamente ilícito, por ser contrario a la Ley
de Dios, escrita en el corazón de cada hombre, reconocible por la misma razón,
y proclamada por la Iglesia.
63. La valoración moral del aborto se debe aplicar también a las recientes
formas de intervención sobre los embriones humanos que, aun buscando
fines en sí mismos legítimos, comportan inevitablemente su destrucción. Es el
caso de los experimentos con embriones, en creciente expansión
en el campo de la investigación biomédica y legalmente admitida por algunos
Estados.
Si « son lícitas las intervenciones sobre el embrión humano siempre
que respeten la vida y la integridad del embrión, que no lo expongan a riesgos
desproporcionados, que tengan como fin su curación, la mejora de sus
condiciones de salud o su supervivencia individual »,74 se
debe afirmar, sin embargo, que el uso de embriones o fetos humanos como objeto
de experimentación constituye un delito en consideración a su dignidad de seres
humanos, que tienen derecho al mismo respeto debido al niño ya nacido y a toda
persona. 75
La misma condena moral concierne también al procedimiento que utiliza los
embriones y fetos humanos todavía vivos —a veces « producidos » expresamente
para este fin mediante la fecundación in vitro— sea como « material biológico »
para ser utilizado, sea como abastecedores de órganos o tejidos para
trasplantar en el tratamiento de algunas enfermedades. En verdad, la
eliminación de criaturas humanas inocentes, aun cuando beneficie a otras,
constituye un acto absolutamente inaceptable.
Una atención especial merece la valoración moral de las técnicas de
diagnóstico prenatal, que permiten identificar precozmente eventuales
anomalías del niño por nacer. En efecto, por la complejidad de estas técnicas,
esta valoración debe hacerse muy cuidadosa y articuladamente. Estas técnicas
son moralmente lícitas cuando están exentas de riesgos desproporcionados para
el niño o la madre, y están orientadas a posibilitar una terapia precoz o
también a favorecer una serena y consciente aceptación del niño por nacer.
Pero, dado que las posibilidades de curación antes del nacimiento son hoy
todavía escasas, sucede no pocas veces que estas técnicas se ponen al servicio
de una mentalidad eugenésica, que acepta el aborto selectivo para impedir el
nacimiento de niños afectados por varios tipos de anomalías. Semejante
mentalidad es ignominiosa y totalmente reprobable, porque pretende medir el
valor de una vida humana siguiendo sólo parámetros de « normalidad » y de
bienestar físico, abriendo así el camino a la legitimación incluso del
infanticidio y de la eutanasia.
En realidad, precisamente el valor y la serenidad con que tantos hermanos
nuestros, afectados por graves formas de minusvalidez, viven su existencia
cuando son aceptados y amados por nosotros, constituyen un testimonio
particularmente eficaz de los auténticos valores que caracterizan la vida y que
la hacen, incluso en condiciones difíciles, preciosa para sí y para los demás.
La Iglesia está cercana a aquellos esposos que, con gran ansia y sufrimiento,
acogen a sus hijos gravemente afectados de incapacidades, así como agradece a
todas las familias que, por medio de la adopción, amparan a quienes han sido
abandonados por sus padres, debido a formas de minusvalidez o enfermedades.
Notas a pie de página:
38. La creación del hombre, 4: PG 44, 136.
39. Cf. S. Juan Damasceno, La fe recta, 2, 12: PG 94,
920.922, citado en S. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I-II,
Prol.
41. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana
naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), Introd., 5: AAS 80
(1988), 76-77; cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2258.
42. Didaché, I, 1; II, 1-2; V, 1 y 3: Patres Apostolici,
ed. F.X. Funk, I, 2-3, 6-9, 14-17; cf. Carta del Pseudo-Bernabé,
XIX, 5: l.c., 90-93.
43. Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 2263-2269; cf, Catecismo del
Concilio de Trento III, 327-332.
45. Cf. S. 'I'omás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 6-1, a.
7; S. Alfonso de Ligorio, Theologia moralis, I. III, tr. 4, C. 1
dub. 3.
52. Congregación para la Doctrina de la Fe, Decl. Iura et bona, sobre la eutanasia (5 mayo 1980),
II: AAS 72 ( 1980), 546.
54. Const. past. Gaudium et spes, sobre la Iglesia en el mundo actual, 51:
« Abortus necnon infanticidium nefanda sunt crimina ».
57. Congregación para la Doctrina de la Fe, Declaración sobre el aborto procurado (18 noviembre 1974), 12-13: AAS 66
(1974), 738.
58. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana
naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 1: AAS 80
(1988), 78-79.
60. Así el profeta Jeremías: « Me fue dirigida la palabra del Señor en estos
términos: "Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y
antes que nacieses, te tenía consagrado: yo profeta de las naciones te
constituí" » (1, 4-5). El Salmista, por su parte, se dirige de este modo
al Señor: « En ti tengo mi apoyo desde el seno, tú mi porción desde las entrañas
de mi madre » (Sal 71/70, 6; cf. Is 46, 3; Jb 10,
8-12; Sal 22/21, 10-11). También el evangelista Lucas -en el
magnífico episodio del encuentro de las dos madres, Isabel y María, y de los
hijos, Juan el Bautista y Jesús, ocultos todavía en el seno materno (cf. 1,
39-45)- señala cómo el niño advierte la venida del Niño y exulta de alegría.
62. « No matarás al hijo en el seno de su madre, ni quitarás la vida al
recién nacido »: V, 2, Patres Apostolici, ed. F.X. Funk, I, 17.
66. Discurso a la Unión médico-biológica «S. Lucas» (12 noviembre
1944): Discorsi e radiomessaggi, VI, (1944-1945),191;
cf, Discurso a la Unión Católica Italiana de Comadronas (29 octubre 1951), 2: AAS 43
(1951), 838.
70. Código de Derecho Canónico, can. 1398; cf. Código de
los Cánones de las Iglesias Orientales, can. 1450 ~ 2.
72. Cf. Discurso al Congreso de la Asociación de Juristas Católicos Italianos
(9 diciembre 1972): AAS 64 (1972), 777; Carta enc. Humanae vitae (25 julio 1968), 14: AAS 60
( 1968), 490.
74. Congregación para la Doctrina de la Fe, Instr. Donum vitae, sobre el respeto de la vida humana
naciente y la dignidad de la procreación (22 febrero 1987), I, 3: AAS 80
(1988), 80.
75. Cf. Carta de los derechos de la familia (22 octubre 1983), art. 4b,
Tipografía Políglota Vaticana, 1983,
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