239. Es comprensible que
en las familias haya muchas crisis cuando alguno de sus miembros no ha madurado
su manera de relacionarse, porque no ha sanado heridas de alguna etapa de su
vida. La propia infancia o la propia adolescencia mal vividas son caldo de
cultivo para crisis personales que terminan afectando al matrimonio.
Si todos
fueran personas que han madurado normalmente, las crisis serían menos
frecuentes o menos dolorosas. Pero el hecho es que a veces las personas
necesitan realizar a los cuarenta años una maduración atrasada que debería
haberse logrado al final de la adolescencia.
A veces se ama con un amor
egocéntrico propio del niño, fijado en una etapa donde la realidad se distorsiona
y se vive el capricho de que todo gire en torno al propio yo. Es un amor
insaciable, que grita o llora cuando no tiene lo que desea. Otras veces se ama
con un amor fijado en una etapa adolescente, marcado por la confrontación, la
crítica ácida, el hábito de culpar a los otros, la lógica del sentimiento y de
la fantasía, donde los demás deben llenar los propios vacíos o seguir los
propios caprichos.
240. Muchos terminan su
niñez sin haber sentido jamás que son amados incondicionalmente, y eso lastima
su capacidad de confiar y de entregarse. Una relación mal vivida con los
propios padres y hermanos, que nunca ha sido sanada, reaparece y daña la vida
conyugal. Entonces hay que hacer un proceso de liberación que jamás se
enfrentó.
Cuando la relación entre los cónyuges no funciona bien, antes de
tomar decisiones importantes conviene asegurarse de que cada uno haya hecho ese
camino de curación de la propia historia. Eso exige reconocer la necesidad de
sanar, pedir con insistencia la gracia de perdonar y de perdonarse, aceptar
ayuda, buscar motivaciones positivas y volver a intentarlo una y otra vez.
Cada
uno tiene que ser muy sincero consigo mismo para reconocer que su modo de vivir
el amor tiene estas inmadureces. Por más que parezca evidente que toda la culpa
es del otro, nunca es posible superar una crisis esperando que sólo cambie el
otro. También hay que preguntarse por las cosas que uno mismo podría madurar o
sanar para favorecer la superación del conflicto.
241. En algunos casos,
la valoración de la dignidad propia y del bien de los hijos exige poner un
límite firme a las pretensiones excesivas del otro, a una gran injusticia, a la
violencia o a una falta de respeto que se ha vuelto crónica. Hay que reconocer que
«hay casos donde la separación es inevitable.
A veces puede llegar a ser
incluso moralmente necesaria, cuando precisamente se trata de sustraer al
cónyuge más débil, o a los hijos pequeños, de las heridas más graves causadas
por la prepotencia y la violencia, el desaliento y la explotación, la ajenidad
y la indiferencia»[257].
Pero «debe considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier
intento razonable haya sido inútil»[258].
242. Los Padres
indicaron que «un discernimiento particular es indispensable para acompañar
pastoralmente a los separados, los divorciados, los abandonados. Hay que acoger
y valorar especialmente el dolor de quienes han sufrido injustamente la separación,
el divorcio o el abandono, o bien, se han visto obligados a romper la
convivencia por los maltratos del cónyuge.
El perdón por la injusticia sufrida
no es fácil, pero es un camino que la gracia hace posible. De aquí la necesidad
de una pastoral de la reconciliación y de la mediación, a través de centros de
escucha especializados que habría que establecer en las diócesis»[259].
Al
mismo tiempo, «hay que alentar a las personas divorciadas que no se han vuelto
a casar —que a menudo son testigos de la fidelidad matrimonial— a encontrar en
la Eucaristía el alimento que las sostenga en su estado. La comunidad local y
los pastores deben acompañar a estas personas con solicitud, sobre todo cuando
hay hijos o su situación de pobreza es grave»[260].
Un fracaso familiar se vuelve mucho más traumático y doloroso cuando hay
pobreza, porque hay muchos menos recursos para reorientar la existencia. Una
persona pobre que pierde el ámbito de la tutela de la familia queda doblemente
expuesta al abandono y a todo tipo de riesgos para su integridad.
243. A las personas
divorciadas que viven en nueva unión, es importante hacerles sentir que son
parte de la Iglesia, que «no están excomulgadas» y no son tratadas como tales,
porque siempre integran la comunión eclesial[261].
Estas situaciones «exigen un atento discernimiento y un acompañamiento con gran
respeto, evitando todo lenguaje y actitud que las haga sentir discriminadas, y
promoviendo su participación en la vida de la comunidad. Para la comunidad
cristiana, hacerse cargo de ellos no implica un debilitamiento de su fe y de su
testimonio acerca de la indisolubilidad matrimonial, es más, en ese cuidado
expresa precisamente su caridad»[262].
244. Por otra parte, un
gran número de Padres «subrayó la necesidad de hacer más accesibles y ágiles,
posiblemente totalmente gratuitos, los procedimientos para el reconocimiento de
los casos de nulidad»[263].
La lentitud de los procesos irrita y cansa a la gente.
Mis dos recientes
documentos sobre esta materia[264] han
llevado a una simplificación de los procedimientos para una eventual
declaración de nulidad matrimonial. A través de ellos también he querido «hacer
evidente que el mismo Obispo en su Iglesia, de la que es constituido pastor y
cabeza, es por eso mismo juez entre los fieles que se le han confiado»[265].
Por ello, «la aplicación de estos documentos es una gran responsabilidad para
los Ordinarios diocesanos, llamados a juzgar ellos mismos algunas causas y a
garantizar, en todos los modos, un acceso más fácil de los fieles a la
justicia. Esto implica la preparación de un número suficiente de personal,
integrado por clérigos y laicos, que se dedique de modo prioritario a este
servicio eclesial.
Por lo tanto, será, necesario poner a disposición de las
personas separadas o de las parejas en crisis un servicio de información,
consejo y mediación, vinculado a la pastoral familiar, que también podrá acoger
a las personas en vista de la investigación preliminar del proceso matrimonial
(cf. Mitis Iudex Dominus
Iesus, art. 2-3)»[266].
245. Los Padres
sinodales también han destacado «las consecuencias de la separación o del
divorcio sobre los hijos, en cualquier caso víctimas inocentes de la situación»[267].
Por encima de todas las consideraciones que quieran hacerse, ellos son la
primera preocupación, que no debe ser opacada por cualquier otro interés u
objetivo.
A los padres separados les ruego: «Jamás, jamás, jamás tomar el hijo
como rehén. Os habéis separado por muchas dificultades y motivos, la vida os ha
dado esta prueba, pero que no sean los hijos quienes carguen el peso de esta
separación, que no sean usados como rehenes contra el otro cónyuge. Que crezcan
escuchando que la mamá habla bien del papá, aunque no estén juntos, y que el
papá habla bien de la mamá»[268].
Es una irresponsabilidad dañar la imagen del padre o de la madre con el objeto
de acaparar el afecto del hijo, para vengarse o para defenderse, porque eso
afectará a la vida interior de ese niño y provocará heridas difíciles de sanar.
246. La Iglesia, aunque
comprende las situaciones conflictivas que deben atravesar los matrimonios, no
puede dejar de ser voz de los más frágiles, que son los hijos que sufren,
muchas veces en silencio.
Hoy, «a pesar de nuestra sensibilidad aparentemente
evolucionada, y todos nuestros refinados análisis psicológicos, me pregunto si
no nos hemos anestesiado también respecto a las heridas del alma de los niños
[...] ¿Sentimos el peso de la montaña que aplasta el alma de un niño, en las
familias donde se trata mal y se hace el mal, hasta romper el vínculo de la
fidelidad conyugal?»[269].
Estas malas experiencias no ayudan a que esos niños maduren para ser capaces de
compromisos definitivos. Por esto, las comunidades cristianas no deben dejar
solos a los padres divorciados en nueva unión. Al contrario, deben incluirlos y
acompañarlos en su función educativa.
Porque, «¿cómo podremos recomendar a
estos padres que hagan todo lo posible para educar a sus hijos en la vida
cristiana, dándoles el ejemplo de una fe convencida y practicada, si los
tuviésemos alejados de la vida en comunidad, como si estuviesen excomulgados?
Se debe obrar de tal forma que no se sumen otros pesos además de los que los
hijos, en estas situaciones, ya tienen que cargar»[270].
Ayudar a sanar las heridas de los padres y ayudarlos espiritualmente, es un
bien también para los hijos, quienes necesitan el rostro familiar de la Iglesia
que los apoye en esta experiencia traumática.
El divorcio es un mal, y es muy
preocupante el crecimiento del número de divorcios. Por eso, sin duda, nuestra
tarea pastoral más importante con respecto a las familias, es fortalecer el
amor y ayudar a sanar las heridas, de manera que podamos prevenir el avance de
este drama de nuestra época.
247. «Las problemáticas
relacionadas con los matrimonios mixtos requieren una atención específica. Los
matrimonios entre católicos y otros bautizados “presentan, aun en su particular
fisonomía, numerosos elementos que es necesario valorar y desarrollar, tanto
por su valor intrínseco, como por la aportación que pueden dar al movimiento
ecuménico”. A tal fin, “se debe buscar [...] una colaboración cordial entre el
ministro católico y el no católico, desde el tiempo de la preparación al
matrimonio y a la boda” (Familiaris consortio, 78).
Acerca de la
participación eucarística, se recuerda que “la decisión de permitir o no al
contrayente no católico la comunión eucarística debe ser tomada de acuerdo con
las normas vigentes en la materia, tanto para los cristianos de Oriente como
para los otros cristianos, y teniendo en cuenta esta situación especial, es
decir, que reciben el sacramento del matrimonio dos cristianos bautizados.
Aunque los cónyuges de un matrimonio mixto tienen en común los sacramentos del
bautismo y el matrimonio, compartir la Eucaristía sólo puede ser excepcional y,
en todo caso, deben observarse las disposiciones establecidas” (Consejo
Pontificio para la Promoción de la Unidad de los Cristianos, Directorio
para la aplicación de los principios y normas sobre el ecumenismo, 25 marzo
1993, 159-160)»[271].
248. «Los matrimonios
con disparidad de culto constituyen un lugar privilegiado de diálogo interreligioso
[...] Comportan algunas dificultades especiales, sea en lo relativo a la
identidad cristiana de la familia, como a la educación religiosa de los hijos
[...] El número de familias compuestas por uniones conyugales con disparidad de
culto, en aumento en los territorios de misión, e incluso en países de larga
tradición cristiana, requiere urgentemente una atención pastoral diferenciada
en función de los diversos contextos sociales y culturales.
En algunos países,
donde no existe la libertad de religión, el cónyuge cristiano es obligado a
cambiar de religión para poder casarse, y no puede celebrar el matrimonio
canónico con disparidad de culto ni bautizar a los hijos. Por lo tanto, debemos
reafirmar la necesidad de que la libertad religiosa sea respetada para todos»[272].
«Se debe prestar especial atención a las personas que se unen en este tipo de
matrimonios, no sólo en el período previo a la boda.
Desafíos peculiares
enfrentan las parejas y las familias en las que uno de los cónyuges es católico
y el otro un no-creyente. En estos casos es necesario testimoniar la capacidad
del Evangelio de sumergirse en estas situaciones para hacer posible la
educación en la fe cristiana de los hijos»[273].
249. «Las situaciones
referidas al acceso al bautismo de personas que están en una condición
matrimonial compleja presentan dificultades particulares. Se trata de personas
que contrajeron una unión matrimonial estable en un momento en que al menos uno
de ellos aún no conocía la fe cristiana. Los obispos están llamados a ejercer,
en estos casos, un discernimiento pastoral acorde con el bien espiritual de
ellos»[274].
250. La Iglesia hace
suyo el comportamiento del Señor Jesús que en un amor ilimitado se ofrece a
todas las personas sin excepción[275].
Con los Padres sinodales, he tomado en consideración la situación de las
familias que viven la experiencia de tener en su seno a personas con tendencias
homosexuales, una experiencia nada fácil ni para los padres ni para sus hijos.
Por eso, deseamos ante todo reiterar que toda persona, independientemente de su
tendencia sexual, ha de ser respetada en su dignidad y acogida con respeto,
procurando evitar «todo signo de discriminación injusta»[276],
y particularmente cualquier forma de agresión y violencia.
Por lo que se
refiere a las familias, se trata por su parte de asegurar un respetuoso
acompañamiento, con el fin de que aquellos que manifiestan una tendencia
homosexual puedan contar con la ayuda necesaria para comprender y realizar
plenamente la voluntad de Dios en su vida[277].
251. En el curso del debate
sobre la dignidad y la misión de la familia, los Padres sinodales han hecho
notar que los proyectos de equiparación de las uniones entre personas
homosexuales con el matrimonio, «no existe ningún fundamento para asimilar o
establecer analogías, ni siquiera remotas, entre las uniones homosexuales y el
designio de Dios sobre el matrimonio y la familia [...]
Es inaceptable que las
iglesias locales sufran presiones en esta materia y que los organismos
internacionales condicionen la ayuda financiera a los países pobres a la
introducción de leyes que instituyan el “matrimonio” entre personas del mismo
sexo»[278].
252. Las familias
monoparentales tienen con frecuencia origen a partir de «madres o padres
biológicos que nunca han querido integrarse en la vida familiar, las
situaciones de violencia en las cuales uno de los progenitores se ve obligado a
huir con sus hijos, la muerte o el abandono de la familia por uno de los
padres, y otras situaciones.
Cualquiera que sea la causa, el progenitor que
vive con el niño debe encontrar apoyo y consuelo entre las familias que
conforman la comunidad cristiana, así como en los órganos pastorales de las
parroquias. Además, estas familias soportan a menudo otras problemáticas, como
las dificultades económicas, la incertidumbre del trabajo precario, la
dificultad para la manutención de los hijos, la falta de una vivienda»[279].
253. A veces la vida
familiar se ve desafiada por la muerte de un ser querido. No podemos dejar de
ofrecer la luz de la fe para acompañar a las familias que sufren en esos
momentos[280].
Abandonar a una familia cuando la lastima una muerte sería una falta de
misericordia, perder una oportunidad pastoral, y esa actitud puede cerrarnos
las puertas para cualquier otra acción evangelizadora.
254. Comprendo la
angustia de quien ha perdido una persona muy amada, un cónyuge con quien ha
compartido tantas cosas. Jesús mismo se conmovió y se echó a llorar en el
velatorio de un amigo (cf. Jn 11,33.35).
¿Y cómo no comprender
el lamento de quien ha perdido un hijo? Porque «es como si se detuviese el
tiempo: se abre un abismo que traga el pasado y también el futuro [...] Y a
veces se llega incluso a culpar a Dios. Cuánta gente —los comprendo— se enfada
con Dios»[281].
«La viudez es una experiencia particularmente difícil [...] Algunos, cuando les
toca vivir esta experiencia, muestran que saben volcar sus energías todavía con
más entrega en los hijos y los nietos, y encuentran en esta experiencia de amor
una nueva misión educativa [...]
A quienes no cuentan con la presencia de
familiares a los que dedicarse y de los cuales recibir afecto y cercanía, la
comunidad cristiana debe sostenerlos con particular atención y disponibilidad,
sobre todo si se encuentran en condiciones de indigencia»[282].
255. En general, el
duelo por los difuntos puede llevar bastante tiempo, y cuando un pastor quiere
acompañar ese proceso, tiene que adaptarse a las necesidades de cada una de sus
etapas.
Todo el proceso está surcado por preguntas, sobre las causas de la
muerte, sobre lo que se podría haber hecho, sobre lo que vive una persona en el
momento previo a la muerte. Con un camino sincero y paciente de oración y de
liberación interior, vuelve la paz.
En algún momento del duelo hay que ayudar a
descubrir que quienes hemos perdido un ser querido todavía tenemos una misión
que cumplir, y que no nos hace bien querer prolongar el sufrimiento, como si
eso fuera un homenaje. La persona amada no necesita nuestro sufrimiento ni le
resulta halagador que arruinemos nuestras vidas.
Tampoco es la mejor expresión
de amor recordarla y nombrarla a cada rato, porque es estar pendientes de un
pasado que ya no existe, en lugar de amar a ese ser real que ahora está en el
más allá. Su presencia física ya no es posible, pero si la muerte es algo
potente, «es fuerte el amor como la muerte» (Ct 8,6).
El amor tiene
una intuición que le permite escuchar sin sonidos y ver en lo invisible. Eso no
es imaginar al ser querido tal como era, sino poder aceptarlo transformado,
como es ahora. Jesús resucitado, cuando su amiga María quiso abrazarlo con
fuerza, le pidió que no lo tocara (cf.Jn 20,17), para llevarla a un
encuentro diferente.
256. Nos consuela saber
que no existe la destrucción completa de los que mueren, y la fe nos asegura
que el Resucitado nunca nos abandonará. Así podemos impedir que la muerte
«envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en
el vacío más oscuro»[283].
La Biblia habla de un Dios que nos creó por amor, y que nos ha hecho de tal
manera que nuestra vida no termina con la muerte (cf. Sb 3,2-3).
San Pablo se refiere a un encuentro con Cristo inmediatamente después de la
muerte: «Deseo partir para estar con Cristo» (Flp 1,23). Con él,
después de la muerte nos espera «lo que Dios ha preparado para los que lo aman»
(1 Co 2,9).
El prefacio de la Liturgia de los difuntos expresa
bellamente: «Aunque la certeza de morir nos entristece, nos
consuela la promesa de la futura inmortalidad. Porque la vida de los que en ti
creemos, Señor, no termina, se transforma». Porque «nuestros seres
queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos
asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios»[284].
257. Una manera de
comunicarnos con los seres queridos que murieron es orar por ellos[285].
Dice la Biblia que «rogar por los difuntos» es «santo y piadoso» (2 M 12,44-45).
Orar por ellos «puede no solamente ayudarles, sino también hacer eficaz su
intercesión en nuestro favor»[286].
El Apocalipsis presenta a los mártires intercediendo por los que sufren la
injusticia en la tierra (cf. Ap 6,9-11), solidarios con este
mundo en camino.
Algunos santos, antes de morir, consolaban a sus seres
queridos prometiéndoles que estarían cerca ayudándoles. Santa Teresa de Lisieux
sentía el deseo de seguir haciendo el bien desde el cielo[287].
Santo Domingo afirmaba que «sería más útil después de muerto [...] Más poderoso
en obtener gracias»[288].
Son lazos de amor[289].
porque «la unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que
durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe [...] Se refuerza
con la comunicación de los bienes espirituales»[290].
258. Si aceptamos la
muerte podemos prepararnos para ella. El camino es crecer en el amor hacia los
que caminan con nosotros, hasta el día en que «ya no habrá muerte, ni duelo, ni
llanto ni dolor» (Ap 21,4). De ese modo, también nos prepararemos
para reencontrar a los seres queridos que murieron.
Así como Jesús entregó el
hijo que había muerto a su madre (cf. Lc 7,15), lo mismo hará
con nosotros. No desgastemos energías quedándonos años y años en el pasado.
Mientras mejor vivamos en esta tierra, más felicidad podremos compartir con los
seres queridos en el cielo. Mientras más logremos madurar y crecer, más cosas
lindas podremos llevarles para el banquete celestial.
Notas a pie de página:
[257] Catequesis (24 junio
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
26 de junio de 2015, p. 16.
[261] Cf. Catequesis (5 agosto
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
7-14 de agosto de 2015, p. 2.
[264] Cf. Motu
proprio Mitis Iudex Dominus
Iesus (15 agosto 2015): L’Osservatore
Romano, 9 de septiembre de 2015 , pp. 3-4;
Motu proprio Mitis et Misericors Iesus (15 agosto 2015),
preámbulo, 3, 1: ibíd., pp. 5-6.
[265] Motu
proprio Mitis Iudex Dominus
Iesus (15 agosto 2015), preámbulo, 3: L’Osservatore
Romano, 9 de septiembre de 2015, p. 3.
[268] Catequesis (20 mayo 2015): L’Osservatore
Romano, ed. semanal en lengua española, 22 de mayo de 2015, p. 16.
[269] Catequesis (24 junio
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
26 de junio de 2015, p. 16.
[270] Catequesis (5 agosto
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
7-14 de agosto de 2015, p. 2.
[278] Relación final 2015, 76; cf.
Congregación para la Doctrina de la Fe, Consideraciones
acerca de los proyectos de reconocimiento legal de las uniones entre personas
homosexuales (3 junio 2003), 4.
[281] Catequesis (17 junio
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
19 de junio de 2015, p. 16.
[283] Catequesis (17 junio
2015): L’Osservatore Romano, ed. semanal en lengua española,
19 de junio de 2015, p. 16.
[287] Cf. Últimas
Conversaciones: El «Cuaderno Amarillo» de la Madre Inés (17 julio
1897): Obras Completas, Burgos 1996, 826. A este respecto, es
significativo el testimonio de las Hermanas del convento sobre la promesa de
santa Teresa de que su salida de este mundo sería «como una lluvia de rosas»
( ibíd., 9 junio, 991).
[288] Jordán de
Sajonia, Libellus de principiis Ordinis predicatorum, 93: Monumenta
Historica Sancti Patris Nostri Dominici, XVI, Roma 1935, p. 69.