217. Tenemos que
reconocer como un gran valor que se comprenda que el matrimonio es una cuestión
de amor, que sólo pueden casarse los que se eligen libremente y se aman. No
obstante, cuando el amor se convierte en una mera atracción o en una
afectividad difusa, esto hace que los cónyuges sufran una extraordinaria
fragilidad cuando la afectividad entra en crisis o cuando la atracción física
decae.
Dado que estas confusiones son frecuentes, se vuelve imprescindible
acompañar en los primeros años de la vida matrimonial para enriquecer y
profundizar la decisión consciente y libre de pertenecerse y de amarse hasta el
fin. Muchas veces, el tiempo de noviazgo no es suficiente, la decisión de
casarse se precipita por diversas razones y, como si no bastara, la maduración
de los jóvenes se ha retrasado. Entonces, los recién casados tienen que
completar ese proceso que debería haberse realizado durante el noviazgo.
218. Por otra parte,
quiero insistir en que un desafío de la pastoral matrimonial es ayudar a
descubrir que el matrimonio no puede entenderse como algo acabado. La unión es
real, es irrevocable, y ha sido confirmada y consagrada por el sacramento del
matrimonio. Pero al unirse, los esposos se convierten en protagonistas, dueños
de su historia y creadores de un proyecto que hay que llevar adelante juntos.
La mirada se dirige al futuro que hay que construir día a día con la gracia de
Dios y, por eso mismo, al cónyuge no se le exige que sea perfecto. Hay que
dejar a un lado las ilusiones y aceptarlo como es: inacabado, llamado a crecer,
en proceso. Cuando la mirada hacia el cónyuge es constantemente crítica, eso
indica que no se ha asumido el matrimonio también como un proyecto de construir
juntos, con paciencia, comprensión, tolerancia y generosidad.
Esto lleva a que
el amor sea sustituido poco a poco por una mirada inquisidora e implacable, por
el control de los méritos y derechos de cada uno, por los reclamos, la
competencia y la autodefensa. Así se vuelven incapaces de hacerse cargo el uno
del otro para la maduración de los dos y para el crecimiento de la unión.
A los
nuevos matrimonios hay que mostrarles esto con claridad realista desde el
inicio, de manera que tomen conciencia de que «están comenzando». El sí que se
dieron es el inicio de un itinerario, con un objetivo capaz de superar lo que
planteen las circunstancias y los obstáculos que se interpongan. La bendición
recibida es una gracia y un impulso para ese camino siempre abierto. Suele
ayudar el que se sienten a dialogar para elaborar su proyecto concreto en sus
objetivos, sus instrumentos, sus detalles.
219. Recuerdo un refrán
que decía que el agua estancada se corrompe, se echa a perder. Es lo que pasa
cuando esa vida del amor en los primeros años del matrimonio se estanca, deja
de estar en movimiento, deja de tener esa inquietud que la empuja hacia
delante. La danza hacia adelante con ese amor joven, la danza con esos ojos
asombrados hacia la esperanza, no debe detenerse.
En el noviazgo y en los
primeros años del matrimonio la esperanza es la que lleva la fuerza de la
levadura, la que hace mirar más allá de las contradicciones, de los conflictos,
de las coyunturas, la que siempre hace ver más allá. Es la que pone en marcha
toda inquietud para mantenerse en un camino de crecimiento. La misma esperanza
nos invita a vivir a pleno el presente, poniendo el corazón en la vida
familiar, porque la mejor forma de preparar y consolidar el futuro es vivir
bien el presente.
220. El camino implica
pasar por distintas etapas que convocan a donarse con generosidad: del impacto
inicial, caracterizado por una atracción marcadamente sensible, se pasa a la
necesidad del otro percibido como parte de la propia vida. De allí se pasa al
gusto de la pertenencia mutua, luego a la comprensión de la vida entera como un
proyecto de los dos, a la capacidad de poner la felicidad del otro por encima
de las propias necesidades, y al gozo de ver el propio matrimonio como un bien
para la sociedad.
La maduración del amor implica también aprender a «negociar».
No es una actitud interesada o un juego de tipo comercial, sino en definitiva
un ejercicio del amor mutuo, porque esta negociación es un entrelazado de
recíprocas ofrendas y renuncias para el bien de la familia. En cada nueva etapa
de la vida matrimonial hay que sentarse a volver a negociar los acuerdos, de
manera que no haya ganadores y perdedores sino que los dos ganen. En el hogar
las decisiones no se toman unilateralmente, y los dos comparten la
responsabilidad por la familia, pero cada hogar es único y cada síntesis
matrimonial es diferente.
221. Una de las causas
que llevan a rupturas matrimoniales es tener expectativas demasiado altas sobre
la vida conyugal. Cuando se descubre la realidad, más limitada y desafiante que
lo que se había soñado, la solución no es pensar rápida e irresponsablemente en
la separación, sino asumir el matrimonio como un camino de maduración, donde
cada uno de los cónyuges es un instrumento de Dios para hacer crecer al otro.
Es posible el cambio, el crecimiento, el desarrollo de las potencialidades
buenas que cada uno lleva en sí. Cada matrimonio es una «historia de
salvación», y esto supone que se parte de una fragilidad que, gracias al don de
Dios y a una respuesta creativa y generosa, va dando paso a una realidad cada
vez más sólida y preciosa.
Quizás la misión más grande de un hombre y una mujer
en el amor sea esa, la de hacerse el uno al otro más hombre o más mujer. Hacer
crecer es ayudar al otro a moldearse en su propia identidad. Por eso el amor es
artesanal.
Cuando uno lee el pasaje de la Biblia sobre la creación del hombre y
de la mujer, ve que Dios primero plasma al hombre (cf. Gn 2,7),
después se da cuenta de que falta algo esencial y plasma a la mujer, y entonces
escucha la sorpresa del varón: «¡Ah, ahora sí, esta sí!». Y luego, uno parece
escuchar ese hermoso diálogo donde el varón y la mujer se van descubriendo.
Porque aun en los momentos difíciles el otro vuelve a sorprender y se abren
nuevas puertas para el reencuentro, como si fuera la primera vez; y en cada
nueva etapa se vuelven a “plasmarse” el uno al otro. El amor hace que uno
espere al otro y ejercite esa paciencia propia del artesano que se heredó de
Dios.
222. El acompañamiento
debe alentar a los esposos a ser generosos en la comunicación de la vida. «De
acuerdo con el carácter personal y humanamente completo del amor conyugal, el
camino adecuado para la planificación familiar presupone un diálogo consensual
entre los esposos, el respeto de los tiempos y la consideración de la dignidad
de cada uno de los miembros de la pareja.
En este sentido, es preciso
redescubrir el mensaje de la Encíclica Humanae vitae (cf. 10-14) y
la Exhortación apostólica Familiaris consortio (cf. 14; 28-35) para
contrarrestar una mentalidad a menudo hostil a la vida [...]
La elección
responsable de la paternidad presupone la formación de la conciencia que es “el
núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que este se siente a solas
con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella” (Gaudium et spes,16). En la medida en
que los esposos traten de escuchar más en su conciencia a Dios y sus
mandamientos (cf. Rm 2,15), y se hagan acompañar
espiritualmente, tanto más su decisión será íntimamente libre de un arbitrio
subjetivo y del acomodamiento a los modos de comportarse en su ambiente»[248].
Sigue en pie lo dicho con claridad en el Concilio Vaticano II: «Cumplirán su
tarea [...] de común acuerdo y con un esfuerzo común, se formarán un recto
juicio, atendiendo no sólo a su propio bien, sino también al bien de los hijos,
ya nacidos o futuros, discerniendo las condiciones de los tiempos y del estado
de vida, tanto materiales como espirituales, y, finalmente, teniendo en cuenta
el bien de la comunidad familiar, de la sociedad temporal y de la propia
Iglesia. En último término, son los mismos esposos los que deben formarse este
juicio ante Dios»[249].
Por otra parte, «se ha de promover el uso de los métodos basados en los “ritmos
naturales de fecundidad” (Humanae vitae, 11). También se
debe hacer ver que “estos métodos respetan el cuerpo de los esposos, fomentan
el afecto entre ellos y favorecen la educación de una libertad auténtica” (Catecismo
de la Iglesia Católica,2370), insistiendo siempre en que los hijos son un
maravilloso don de Dios, una alegría para los padres y para la Iglesia. A
través de ellos el Señor renueva el mundo»[250].
223. Los Padres
sinodales han indicado que «los primeros años de matrimonio son un período
vital y delicado durante el cual los cónyuges crecen en la conciencia de los
desafíos y del significado del matrimonio. De aquí la exigencia de un
acompañamiento pastoral que continúe después de la celebración del sacramento
(cf. Familiaris consortio, 3ª parte).
Resulta
de gran importancia en esta pastoral la presencia de esposos con experiencia.
La parroquia se considera el lugar donde los cónyuges expertos pueden ofrecer
su disponibilidad a ayudar a los más jóvenes, con el eventual apoyo de
asociaciones, movimientos eclesiales y nuevas comunidades.
Hay que alentar a
los esposos a una actitud fundamental de acogida del gran don de los hijos. Es
preciso resaltar la importancia de la espiritualidad familiar, de la oración y
de la participación en la Eucaristía dominical, y alentar a los cónyuges a
reunirse regularmente para que crezca la vida espiritual y la solidaridad en
las exigencias concretas de la vida.
Liturgias, prácticas de devoción y
Eucaristías celebradas para las familias, sobre todo en el aniversario del
matrimonio, se citaron como ocasiones vitales para favorecer la evangelización
mediante la familia»[251].
224. Este camino es una
cuestión de tiempo. El amor necesita tiempo disponible y gratuito, que coloque
otras cosas en un segundo lugar. Hace falta tiempo para dialogar, para
abrazarse sin prisa, para compartir proyectos, para escucharse, para mirarse,
para valorarse, para fortalecer la relación.
A veces, el problema es el ritmo
frenético de la sociedad, o los tiempos que imponen los compromisos laborales.
Otras veces, el problema es que el tiempo que se pasa juntos no tiene calidad.
Sólo compartimos un espacio físico pero sin prestarnos atención el uno al otro.
Los agentes pastorales y los grupos matrimoniales deberían ayudar a los
matrimonios jóvenes o frágiles a aprender a encontrarse en esos momentos, a
detenerse el uno frente al otro, e incluso a compartir momentos de silencio que
los obliguen a experimentar la presencia del cónyuge.
225. Los matrimonios que
tienen una buena experiencia de aprendizaje en este sentido pueden aportar los
recursos prácticos que les han sido de utilidad: la programación de los
momentos para estar juntos gratuitamente, los tiempos de recreación con los
hijos, las diversas maneras de celebrar cosas importantes, los espacios de
espiritualidad compartida.
Pero también pueden enseñar recursos que ayudan a
llenar de contenido y de sentido esos momentos, para aprender a comunicarse
mejor. Esto es de suma importancia cuando se ha apagado la novedad del
noviazgo. Porque, cuando no se sabe qué hacer con el tiempo compartido, uno u
otro de los cónyuges terminará refugiándose en la tecnología, inventará otros
compromisos, buscará otros brazos, o escapará de una intimidad incómoda.
226. A los matrimonios
jóvenes también hay que estimularlos a crear una rutina propia, que brinda una
sana sensación de estabilidad y de seguridad, y que se construye con una serie
de rituales cotidianos compartidos.
Es bueno darse siempre un beso
por la mañana, bendecirse todas las noches, esperar al otro y recibirlo cuando
llega, tener alguna salida juntos, compartir tareas domésticas. Pero al mismo
tiempo es bueno cortar la rutina con la fiesta, no perder la capacidad de
celebrar en familia, de alegrarse y de festejar las experiencias lindas.
Necesitan sorprenderse juntos por los dones de Dios y alimentar juntos el
entusiasmo por vivir. Cuando se sabe celebrar, esta capacidad renueva la
energía del amor, lo libera de la monotonía, y llena de color y de esperanza la
rutina diaria.
227. Los pastores
debemos alentar a las familias a crecer en la fe. Para ello es bueno animar a
la confesión frecuente, la dirección espiritual, la asistencia a retiros. Pero
no hay que dejar de invitar a crear espacios semanales de oración familiar,
porque «la familia que reza unida permanece unida».
A su vez, cuando visitemos
los hogares, deberíamos convocar a todos los miembros de la familia a un
momento para orar unos por otros y para poner la familia en las manos del
Señor. Al mismo tiempo, conviene alentar a cada uno de los cónyuges a tener
momentos de oración en soledad ante Dios, porque cada uno tiene sus cruces
secretas. ¿Por qué no contarle a Dios lo que perturba al corazón, o pedirle la
fuerza para sanar las propias heridas, e implorar las luces que se necesitan
para poder mantener el propio compromiso?
Los Padres sinodales también
remarcaron que «la Palabra de Dios es fuente de vida y espiritualidad para la
familia. Toda la pastoral familiar deberá dejarse modelar interiormente y
formar a los miembros de la iglesia doméstica mediante la lectura orante y
eclesial de la Sagrada Escritura. La Palabra de Dios no sólo es una buena nueva
para la vida privada de las personas, sino también un criterio de juicio y una
luz para el discernimiento de los diversos desafíos que deben afrontar los
cónyuges y las familias»[252].
228. Es posible que uno
de los dos cónyuges no sea bautizado, o que no quiera vivir los compromisos de
la fe. En ese caso, el deseo del otro de vivir y crecer como cristiano hace que
la indiferencia de ese cónyuge sea vivida con dolor. No obstante, es posible
encontrar algunos valores comunes que se puedan compartir y cultivar con
entusiasmo. De todos modos, amar al cónyuge incrédulo, darle felicidad, aliviar
sus sufrimientos y compartir la vida con él es un verdadero camino de
santificación.
Por otra parte, el amor es un don de Dios, y allí donde se
derrama hace sentir su fuerza transformadora, de maneras a veces misteriosas,
hasta el punto de que «el marido no creyente queda santificado por la mujer, y
la mujer no creyente queda santifica por el marido creyente» (1 Co 7,14).
229. Las parroquias, los
movimientos, las escuelas y otras instituciones de la Iglesia pueden desplegar
diversas mediaciones para cuidar y reavivar a las familias. Por ejemplo, a
través de recursos como: reuniones de matrimonios vecinos o amigos, retiros
breves para matrimonios, charlas de especialistas sobre problemáticas muy
concretas de la vida familiar, centros de asesoramiento matrimonial, agentes
misioneros orientados a conversar con los matrimonios sobre sus dificultades y
anhelos, consultorías sobre diferentes situaciones familiares (adicciones,
infidelidad, violencia familiar), espacios de espiritualidad, talleres de
formación para padres con hijos problemáticos, asambleas familiares.
La
secretaría parroquial debería contar con la posibilidad de acoger con
cordialidad y de atender las urgencias familiares, o de derivar fácilmente
hacia quienes puedan ayudarles. También hay un apoyo pastoral que se da en los
grupos de matrimonios, tanto de servicio o de misión, de oración, de formación,
o de apoyo mutuo. Estos grupos brindan la ocasión de dar, de vivir la apertura
de la familia a los demás, de compartir la fe, pero al mismo tiempo son un
medio para fortalecer al matrimonio y hacerlo crecer.
230. Es verdad que
muchos matrimonios desaparecen de la comunidad cristiana después del
casamiento, pero muchas veces desperdiciamos algunas ocasiones en que vuelven a
hacerse presentes, donde podríamos reproponerles de manera atractiva el ideal
del matrimonio cristiano y acercarlos a espacios de acompañamiento: me refiero,
por ejemplo, al bautismo de un hijo, a la primera comunión, o cuando participan
de un funeral o del casamiento de un pariente o amigo. Casi todos los
matrimonios reaparecen en esas ocasiones, que podrían ser mejor aprovechadas.
Otro camino de acercamiento es la bendición de los hogares o la visita de una
imagen de la Virgen, que dan la ocasión para desarrollar un diálogo pastoral
acerca de la situación de la familia. También puede ser útil asignar a
matrimonios más crecidos la tarea de acompañar a matrimonios más recientes de
su propio vecindario, para visitarlos, acompañarlos en sus comienzos y
proponerles un camino de crecimiento. Con el ritmo de vida actual, la mayoría
de los matrimonios no estarán dispuestos a reuniones frecuentes, y no podemos
reducirnos a una pastoral de pequeñas élites. Hoy, la pastoral familiar debe
ser fundamentalmente misionera, en salida, en cercanía, en lugar de reducirse a
ser una fábrica de cursos a los que pocos asisten.
231. Vaya una palabra a
los que en el amor ya han añejado el vino nuevo del noviazgo. Cuando el vino se
añeja con esta experiencia del camino, allí aparece, florece en toda su
plenitud, la fidelidad de los pequeños momentos de la vida. Es la fidelidad de
la espera y de la paciencia. Esa fidelidad llena de sacrificios y de gozos va
como floreciendo en la edad en que todo se pone añejo y los ojos se ponen
brillantes al contemplar los hijos de sus hijos.
Así era desde el principio,
pero eso ya se hizo consciente, asentado, madurado en la sorpresa cotidiana del
redescubrimiento día tras día, año tras año. Como enseñaba san Juan de la Cruz,
«los viejos amadores son los ya ejercitados y probados». Ellos «ya no tienen
aquellos hervores sensitivos ni aquellas furias y fuegos hervorosos por fuera,
sino que gustan la suavidad del vino de amor ya bien cocido en su sustancia
[...] asentado allá dentro en el alma»[253].
Esto supone haber sido capaces de superar juntos las crisis y los tiempos de
angustia, sin escapar de los desafíos ni esconder las dificultades.
232. La historia de una
familia está surcada por crisis de todo tipo, que también son parte de su
dramática belleza. Hay que ayudar a descubrir que una crisis superada no lleva
a una relación con menor intensidad sino a mejorar, asentar y madurar el vino
de la unión. No se convive para ser cada vez menos felices, sino para aprender
a ser felices de un modo nuevo, a partir de las posibilidades que abre una
nueva etapa.
Cada crisis implica un aprendizaje que permite incrementar la
intensidad de la vida compartida, o al menos encontrar un nuevo sentido a la
experiencia matrimonial. De ningún modo hay que resignarse a una curva
descendente, a un deterioro inevitable, a una soportable mediocridad. Al
contrario, cuando el matrimonio se asume como una tarea, que implica también
superar obstáculos, cada crisis se percibe como la ocasión para llegar a beber
juntos el mejor vino.
Es bueno acompañar a los cónyuges para que puedan aceptar
las crisis que lleguen, tomar el guante y hacerles un lugar en la vida
familiar. Los matrimonios experimentados y formados deben estar dispuestos a
acompañar a otros en este descubrimiento, de manera que las crisis no los
asusten ni los lleven a tomar decisiones apresuradas. Cada crisis esconde una
buena noticia que hay que saber escuchar afinando el oído del corazón.
233. La reacción
inmediata es resistirse ante el desafío de una crisis, ponerse a la defensiva
por sentir que escapa al propio control, porque muestra la insuficiencia de la
propia manera de vivir, y eso incomoda. Entonces se usa el recurso de negar los
problemas, esconderlos, relativizar su importancia, apostar sólo al paso del
tiempo. Pero eso retarda la solución y lleva a consumir mucha energía en un
ocultamiento inútil que complicará todavía más las cosas. Los vínculos se van
deteriorando y se va consolidando un aislamiento que daña la intimidad.
En una
crisis no asumida, lo que más se perjudica es la comunicación. De ese modo,
poco a poco, alguien que era «la persona que amo» pasa a ser «quien me acompaña
siempre en la vida», luego sólo «el padre o la madre de mis hijos», y, al
final, «un extraño».
234. Para enfrentar una
crisis se necesita estar presentes. Es difícil, porque a veces las personas se
aíslan para no manifestar lo que sienten, se arrinconan en el silencio mezquino
y tramposo. En estos momentos es necesario crear espacios para comunicarse de
corazón a corazón. El problema es que se vuelve más difícil comunicarse así en
un momento de crisis si nunca se aprendió a hacerlo. Es todo un arte que se
aprende en tiempos de calma, para ponerlo en práctica en los tiempos duros.
Hay
que ayudar a descubrir las causas más ocultas en los corazones de los cónyuges,
y a enfrentarlas como un parto que pasará y dejará un nuevo tesoro. Pero las
respuestas a las consultas realizadas remarcan que en situaciones difíciles o
críticas la mayoría no acude al acompañamiento pastoral, ya que no lo siente
comprensivo, cercano, realista, encarnado. Por eso, tratemos ahora de
acercarnos a las crisis matrimoniales con una mirada que no ignore su carga de
dolor y de angustia.
235. Hay crisis comunes
que suelen ocurrir en todos los matrimonios, como la crisis de los comienzos,
cuando hay que aprender a compatibilizar las diferencias y desprenderse de los
padres; o la crisis de la llegada del hijo, con sus nuevos desafíos emocionales;
la crisis de la crianza, que cambia los hábitos del matrimonio; la crisis de la
adolescencia del hijo, que exige muchas energías, desestabiliza a los padres y
a veces los enfrenta entre sí; la crisis del «nido vacío», que obliga a la
pareja a mirarse nuevamente a sí misma; la crisis que se origina en la vejez de
los padres de los cónyuges, que reclaman más presencia, cuidados y decisiones
difíciles. Son situaciones exigentes, que provocan miedos, sentimientos de
culpa, depresiones o cansancios que pueden afectar gravemente a la unión.
236. A estas se suman
las crisis personales que inciden en la pareja, relacionadas con dificultades
económicas, laborales, afectivas, sociales, espirituales. Y se agregan
circunstancias inesperadas que pueden alterar la vida familiar, y que exigen un
camino de perdón y reconciliación. Al mismo tiempo que intenta dar el paso del
perdón, cada uno tiene que preguntarse con serena humildad si no ha creado las
condiciones para exponer al otro a cometer ciertos errores.
Algunas familias
sucumben cuando los cónyuges se culpan mutuamente, pero «la experiencia muestra
que, con una ayuda adecuada y con la acción de reconciliación de la gracia, un
gran porcentaje de crisis matrimoniales se superan de manera satisfactoria.
Saber perdonar y sentirse perdonados es una experiencia fundamental en la vida
familiar»[254].
«El difícil arte de la reconciliación, que requiere del sostén de la gracia,
necesita la generosa colaboración de familiares y amigos, y a veces incluso de
ayuda externa y profesional»[255].
237. Se ha vuelto
frecuente que, cuando uno siente que no recibe lo que desea, o que no se cumple
lo que soñaba, eso parece ser suficiente para dar fin a un matrimonio. Así no
habrá matrimonio que dure. A veces, para decidir que todo acabó basta una
insatisfacción, una ausencia en un momento en que se necesitaba al otro, un
orgullo herido o un temor difuso.
Hay situaciones propias de la inevitable
fragilidad humana, a las cuales se otorga una carga emotiva demasiado grande.
Por ejemplo, la sensación de no ser completamente correspondido, los celos, las
diferencias que surjan entre los dos, el atractivo que despiertan otras
personas, los nuevos intereses que tienden a apoderarse del corazón, los
cambios físicos del cónyuge, y tantas otras cosas que, más que atentados contra
el amor, son oportunidades que invitan a recrearlo una vez más.
238. En esas
circunstancias, algunos tienen la madurez necesaria para volver a elegir al
otro como compañero de camino, más allá de los límites de la relación, y
aceptan con realismo que no pueda satisfacer todos los sueños acariciados.
Evitan considerarse los únicos mártires, valoran las pequeñas o limitadas
posibilidades que les da la vida en familia y apuestan por fortalecer el
vínculo en una construcción que llevará tiempo y esfuerzo.
Porque en el fondo
reconocen que cada crisis es como un nuevo «sí» que hace posible que el amor
renazca fortalecido, transfigurado, madurado, iluminado. A partir de una crisis
se tiene la valentía de buscar las raíces profundas de lo que está ocurriendo,
de volver a negociar los acuerdos básicos, de encontrar un nuevo equilibrio y
de caminar juntos una etapa nueva. Con esta actitud de constante apertura se
pueden afrontar muchas situaciones difíciles. De todos modos, reconociendo que
la reconciliación es posible, hoy descubrimos que «un ministerio dedicado a
aquellos cuya relación matrimonial se ha roto parece particularmente urgente»[256].
Notas a pie de página:
[248] Ibíd.,
63.
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