III. Ecología de la vida cotidiana
147. Para que pueda hablarse de un auténtico desarrollo, habrá que asegurar
que se produzca una mejora integral en la calidad de vida humana, y esto
implica analizar el espacio donde transcurre la existencia de las personas.
Los
escenarios que nos rodean influyen en nuestro modo de ver la vida, de sentir y
de actuar. A la vez, en nuestra habitación, en nuestra casa, en nuestro lugar
de trabajo y en nuestro barrio, usamos el ambiente para expresar nuestra
identidad.
Nos esforzamos para adaptarnos al medio y, cuando un ambiente es
desordenado, caótico o cargado de contaminación visual y acústica, el exceso de
estímulos nos desafía a intentar configurar una identidad integrada y feliz.
148. Es admirable la creatividad y la generosidad de personas y grupos que
son capaces de revertir los límites del ambiente, modificando los efectos
adversos de los condicionamientos y aprendiendo a orientar su vida en medio del
desorden y la precariedad.
Por ejemplo, en algunos lugares, donde las fachadas
de los edificios están muy deterioradas, hay personas que cuidan con mucha
dignidad el interior de sus viviendas, o se sienten cómodas por la cordialidad
y la amistad de la gente. La vida social positiva y benéfica de los habitantes
derrama luz sobre un ambiente aparentemente desfavorable.
A veces es encomiable
la ecología humana que pueden desarrollar los pobres en medio de tantas
limitaciones. La sensación de asfixia producida por la aglomeración en
residencias y espacios con alta densidad poblacional se contrarresta si se
desarrollan relaciones humanas cercanas y cálidas, si se crean comunidades, si
los límites del ambiente se compensan en el interior de cada persona, que se
siente contenida por una red de comunión y de pertenencia.
De ese modo,
cualquier lugar deja de ser un infierno y se convierte en el contexto de una
vida digna.
149. También es cierto que la carencia extrema que se vive en algunos
ambientes que no poseen armonía, amplitud y posibilidades de integración
facilita la aparición de comportamientos inhumanos y la manipulación de las
personas por parte de organizaciones criminales.
Para los habitantes de barrios
muy precarios, el paso cotidiano del hacinamiento al anonimato social que se
vive en las grandes ciudades puede provocar una sensación de desarraigo que
favorece las conductas antisociales y la violencia.
Sin embargo, quiero
insistir en que el amor puede más. Muchas personas en estas condiciones son
capaces de tejer lazos de pertenencia y de convivencia que convierten el
hacinamiento en una experiencia comunitaria donde se rompen las paredes del yo
y se superan las barreras del egoísmo. Esta experiencia de salvación
comunitaria es lo que suele provocar reacciones creativas para mejorar un
edificio o un barrio[117].
150. Dada la interrelación entre el espacio y la conducta humana, quienes
diseñan edificios, barrios, espacios públicos y ciudades necesitan del aporte
de diversas disciplinas que permitan entender los procesos, el simbolismo y los
comportamientos de las personas.
No basta la búsqueda de la belleza en el
diseño, porque más valioso todavía es el servicio a otra belleza: la calidad de
vida de las personas, su adaptación al ambiente, el encuentro y la ayuda mutua.
También por eso es tan importante que las perspectivas de los pobladores
siempre completen el análisis del planeamiento urbano.
151. Hace falta cuidar los lugares comunes, los marcos visuales y los hitos
urbanos que acrecientan nuestro sentido de pertenencia, nuestra sensación de
arraigo, nuestro sentimiento de «estar en casa» dentro de la ciudad que nos
contiene y nos une.
Es importante que las diferentes partes de una ciudad estén
bien integradas y que los habitantes puedan tener una visión de conjunto, en
lugar de encerrarse en un barrio privándose de vivir la ciudad entera como un
espacio propio compartido con los demás.
Toda intervención en el paisaje urbano
o rural debería considerar cómo los distintos elementos del lugar conforman un
todo que es percibido por los habitantes como un cuadro coherente con su
riqueza de significados. Así los otros dejan de ser extraños, y se los puede
sentir como parte de un « nosotros » que construimos juntos. Por esta misma
razón, tanto en el ambiente urbano como en el rural, conviene preservar algunos
lugares donde se eviten intervenciones humanas que los modifiquen
constantemente.
152. La falta de viviendas es grave en muchas partes del mundo, tanto en
las zonas rurales como en las grandes ciudades, porque los presupuestos
estatales sólo suelen cubrir una pequeña parte de la demanda. No sólo los
pobres, sino una gran parte de la sociedad sufre serias dificultades para
acceder a una vivienda propia.
La posesión de una vivienda tiene mucho que ver
con la dignidad de las personas y con el desarrollo de las familias. Es una
cuestión central de la ecología humana. Si en un lugar ya se han desarrollado
conglomerados caóticos de casas precarias, se trata sobre todo de urbanizar
esos barrios, no de erradicar y expulsar.
Cuando los pobres viven en suburbios
contaminados o en conglomerados peligrosos, «en el caso que se deba proceder a
su traslado, y para no añadir más sufrimiento al que ya padecen, es necesario
proporcionar una información adecuada y previa, ofrecer alternativas de
alojamientos dignos e implicar directamente a los interesados»[118].
Al mismo tiempo, la creatividad debería llevar a integrar los barrios precarios
en una ciudad acogedora: «¡Qué hermosas son las ciudades que superan la
desconfianza enfermiza e integran a los diferentes, y que hacen de esa
integración un nuevo factor de desarrollo! ¡Qué lindas son las ciudades que,
aun en su diseño arquitectónico, están llenas de espacios que conectan,
relacionan, favorecen el reconocimiento del otro![119]».
153. La calidad de vida en las ciudades tiene mucho que ver con el
transporte, que suele ser causa de grandes sufrimientos para los habitantes. En
las ciudades circulan muchos automóviles utilizados por una o dos personas, con
lo cual el tránsito se hace complicado, el nivel de contaminación es alto, se
consumen cantidades enormes de energía no renovable y se vuelve necesaria la
construcción de más autopistas y lugares de estacionamiento que perjudican la
trama urbana.
Muchos especialistas coinciden en la necesidad de priorizar el
transporte público. Pero algunas medidas necesarias difícilmente serán
pacíficamente aceptadas por la sociedad sin una mejora sustancial de ese transporte,
que en muchas ciudades significa un trato indigno a las personas debido a la
aglomeración, a la incomodidad o a la baja frecuencia de los servicios y a la
inseguridad.
154. El reconocimiento de la dignidad peculiar del ser humano muchas veces
contrasta con la vida caótica que deben llevar las personas en nuestras
ciudades. Pero esto no debería hacer perder de vista el estado de abandono y
olvido que sufren también algunos habitantes de zonas rurales, donde no llegan
los servicios esenciales, y hay trabajadores reducidos a situaciones de
esclavitud, sin derechos ni expectativas de una vida más digna.
155. La ecología humana implica también algo muy hondo: la necesaria
relación de la vida del ser humano con la ley moral escrita en su propia
naturaleza, necesaria para poder crear un ambiente más digno. Decía Benedicto
XVI que existe una «ecología del hombre» porque «también el hombre posee una
naturaleza que él debe respetar y que no puede manipular a su antojo»[120].
En esta línea, cabe reconocer que nuestro propio cuerpo nos sitúa en una
relación directa con el ambiente y con los demás seres vivientes. La aceptación
del propio cuerpo como don de Dios es necesaria para acoger y aceptar el mundo
entero como regalo del Padre y casa común, mientras una lógica de dominio sobre
el propio cuerpo se transforma en una lógica a veces sutil de dominio sobre la
creación.
Aprender a recibir el propio cuerpo, a cuidarlo y a respetar sus
significados, es esencial para una verdadera ecología humana. También la
valoración del propio cuerpo en su femineidad o masculinidad es necesaria para
reconocerse a sí mismo en el encuentro con el diferente.
De este modo es
posible aceptar gozosamente el don específico del otro o de la otra, obra del
Dios creador, y enriquecerse recíprocamente. Por lo tanto, no es sana una
actitud que pretenda «cancelar la diferencia sexual porque ya no sabe
confrontarse con la misma»[121].
IV. El principio del bien común
156. La ecología humana es inseparable de la noción de bien común, un
principio que cumple un rol central y unificador en la ética social. Es «el
conjunto de condiciones de la vida social que hacen posible a las asociaciones
y a cada uno de sus miembros el logro más pleno y más fácil de la propia
perfección»[122].
157. El bien común presupone el respeto a la persona humana en cuanto tal,
con derechos básicos e inalienables ordenados a su desarrollo integral. También
reclama el bienestar social y el desarrollo de los diversos grupos intermedios,
aplicando el principio de la subsidiariedad.
Entre ellos destaca especialmente
la familia, como la célula básica de la sociedad.
Finalmente, el bien común
requiere la paz social, es decir, la estabilidad y seguridad de un cierto
orden, que no se produce sin una atención particular a la justicia
distributiva, cuya violación siempre genera violencia. Toda la sociedad –y en
ella, de manera especial el Estado– tiene la obligación de defender y promover
el bien común.
158. En las condiciones actuales de la sociedad mundial, donde hay tantas
inequidades y cada vez son más las personas descartables, privadas de derechos
humanos básicos, el principio del bien común se convierte inmediatamente, como
lógica e ineludible consecuencia, en un llamado a la solidaridad y en una
opción preferencial por los más pobres.
Esta opción implica sacar las
consecuencias del destino común de los bienes de la tierra, pero, como he
intentado expresar en la Exhortación apostólica Evangelii gaudium[123], exige contemplar ante todo la inmensa dignidad del pobre a la luz de las
más hondas convicciones creyentes. Basta mirar la realidad para entender que
esta opción hoy es una exigencia ética fundamental para la realización efectiva
del bien común.
V. Justicia entre las generaciones
159. La noción de bien común incorpora también a las generaciones futuras.
Las crisis económicas internacionales han mostrado con crudeza los efectos
dañinos que trae aparejado el desconocimiento de un destino común, del cual no
pueden ser excluidos quienes vienen detrás de nosotros.
Ya no puede hablarse de
desarrollo sostenible sin una solidaridad intergeneracional. Cuando pensamos en
la situación en que se deja el planeta a las generaciones futuras, entramos en
otra lógica, la del don gratuito que recibimos y comunicamos.
Si la tierra nos
es donada, ya no podemos pensar sólo desde un criterio utilitarista de
eficiencia y productividad para el beneficio individual. No estamos hablando de
una actitud opcional, sino de una cuestión básica de justicia, ya que la tierra
que recibimos pertenece también a los que vendrán.
Los Obispos de Portugal han
exhortado a asumir este deber de justicia: «El ambiente se sitúa en la lógica
de la recepción. Es un préstamo que cada generación recibe y debe transmitir a
la generación siguiente»[124].
Una ecología integral posee esa mirada amplia.
160. ¿Qué tipo de mundo queremos dejar a quienes nos sucedan, a los niños
que están creciendo? Esta pregunta no afecta sólo al ambiente de manera
aislada, porque no se puede plantear la cuestión de modo fragmentario. Cuando
nos interrogamos por el mundo que queremos dejar, entendemos sobre todo su
orientación general, su sentido, sus valores.
Si no está latiendo esta pregunta
de fondo, no creo que nuestras preocupaciones ecológicas puedan lograr efectos
importantes. Pero si esta pregunta se plantea con valentía, nos lleva
inexorablemente a otros cuestionamientos muy directos: ¿Para qué pasamos por
este mundo? ¿para qué vinimos a esta vida? ¿para qué trabajamos y luchamos?
¿para qué nos necesita esta tierra?
Por eso, ya no basta decir que debemos
preocuparnos por las futuras generaciones. Se requiere advertir que lo que está
en juego es nuestra propia dignidad. Somos nosotros los primeros interesados en
dejar un planeta habitable para la humanidad que nos sucederá. Es un drama para
nosotros mismos, porque esto pone en crisis el sentido del propio paso por esta
tierra.
161. Las predicciones catastróficas ya no pueden ser miradas con desprecio
e ironía. A las próximas generaciones podríamos dejarles demasiados escombros,
desiertos y suciedad. El ritmo de consumo, de desperdicio y de alteración del
medio ambiente ha superado las posibilidades del planeta, de tal manera que el
estilo de vida actual, por ser insostenible, sólo puede terminar en
catástrofes, como de hecho ya está ocurriendo periódicamente en diversas
regiones.
La atenuación de los efectos del actual desequilibrio depende de lo
que hagamos ahora mismo, sobre todo si pensamos en la responsabilidad que nos
atribuirán los que deberán soportar las peores consecuencias.
162. La dificultad para tomar en serio este desafío tiene que ver con un
deterioro ético y cultural, que acompaña al deterioro ecológico. El hombre y la
mujer del mundo posmoderno corren el riesgo permanente de volverse
profundamente individualistas, y muchos problemas sociales se relacionan con el
inmediatismo egoísta actual, con las crisis de los lazos familiares y sociales,
con las dificultades para el reconocimiento del otro.
Muchas veces hay un
consumo inmediatista y excesivo de los padres que afecta a los propios hijos,
quienes tienen cada vez más dificultades para adquirir una casa propia y fundar
una familia.
Además, nuestra incapacidad para pensar seriamente en las futuras
generaciones está ligada a nuestra incapacidad para ampliar los intereses
actuales y pensar en quienes quedan excluidos del desarrollo.
No imaginemos
solamente a los pobres del futuro, basta que recordemos a los pobres de hoy,
que tienen pocos años de vida en esta tierra y no pueden seguir esperando. Por
eso, «además de la leal solidaridad intergeneracional, se ha de reiterar la
urgente necesidad moral de una renovada solidaridad intrageneracional»[125].
Notas a pie de página:
[117] Algunos autores han mostrado los valores que suelen vivirse, por
ejemplo, en las « villas », chabolas o favelas de América Latina: cf. Juan
Carlos Scannone, S.J., «La irrupción del pobre y la lógica de la gratuidad», en
Juan Carlos Scannone y Marcelo Perine (eds.), Irrupción del pobre y
quehacer filosófico. Hacia una nueva racionalidad, Buenos Aires 1993,
225-230.
[121] Catequesis (15 abril 2015): L’Osservatore Romano, ed.
semanal en lengua española (17 abril 2015), p. 2.
[124] Conferencia Episcopal Portuguesa, Carta pastoral Responsabilidade
solidária pelo bem comum (15 septiembre 2003), 20.
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