V. Amor civil y político
228. El cuidado de la naturaleza es parte de un estilo de vida que implica
capacidad de convivencia y de comunión. Jesús nos recordó que tenemos a Dios
como nuestro Padre común y que eso nos hace hermanos.
El amor fraterno sólo
puede ser gratuito, nunca puede ser un pago por lo que otro realice ni un
anticipo por lo que esperamos que haga. Por eso es posible amar a los enemigos.
Esta misma gratuidad nos lleva a amar y aceptar el viento, el sol o las nubes,
aunque no se sometan a nuestro control. Por eso podemos hablar de una fraternidad
universal.
229. Hace falta volver a sentir que nos necesitamos unos a otros, que
tenemos una responsabilidad por los demás y por el mundo, que vale la pena ser
buenos y honestos. Ya hemos tenido mucho tiempo de degradación moral,
burlándonos de la ética, de la bondad, de la fe, de la honestidad, y llegó la
hora de advertir que esa alegre superficialidad nos ha servido de poco.
Esa
destrucción de todo fundamento de la vida social termina enfrentándonos unos
con otros para preservar los propios intereses, provoca el surgimiento de
nuevas formas de violencia y crueldad e impide el desarrollo de una verdadera
cultura del cuidado del ambiente.
230. El ejemplo de santa Teresa de Lisieux nos invita a la práctica del
pequeño camino del amor, a no perder la oportunidad de una palabra amable, de
una sonrisa, de cualquier pequeño gesto que siembre paz y amistad.
Una ecología
integral también está hecha de simples gestos cotidianos donde rompemos la
lógica de la violencia, del aprovechamiento, del egoísmo. Mientras tanto, el
mundo del consumo exacerbado es al mismo tiempo el mundo del maltrato de la
vida en todas sus formas.
231. El amor, lleno de pequeños gestos de cuidado mutuo, es también civil y
político, y se manifiesta en todas las acciones que procuran construir un mundo
mejor. El amor a la sociedad y el compromiso por el bien común son una forma
excelente de la caridad, que no sólo afecta a las relaciones entre los
individuos, sino a «las macro-relaciones, como las relaciones sociales,
económicas y políticas»[156].
Por eso, la Iglesia propuso al mundo el ideal de una «civilización del amor»[157].
El amor social es la clave de un auténtico desarrollo: «Para plasmar una
sociedad más humana, más digna de la persona, es necesario revalorizar el amor
en la vida social –a nivel político, económico, cultural–, haciéndolo la norma
constante y suprema de la acción»[158].
En este marco, junto con la importancia de los pequeños gestos cotidianos, el
amor social nos mueve a pensar en grandes estrategias que detengan eficazmente
la degradación ambiental y alienten una cultura del cuidado que
impregne toda la sociedad.
Cuando alguien reconoce el llamado de Dios a
intervenir junto con los demás en estas dinámicas sociales, debe recordar que
eso es parte de su espiritualidad, que es ejercicio de la caridad y que de ese
modo madura y se santifica.
232. No todos están llamados a trabajar de manera directa en la política,
pero en el seno de la sociedad germina una innumerable variedad de asociaciones
que intervienen a favor del bien común preservando el ambiente natural y
urbano.
Por ejemplo, se preocupan por un lugar común (un edificio, una fuente,
un monumento abandonado, un paisaje, una plaza), para proteger, sanear, mejorar
o embellecer algo que es de todos. A su alrededor se desarrollan o se recuperan
vínculos y surge un nuevo tejido social local. Así una comunidad se libera de
la indiferencia consumista. Esto incluye el cultivo de una identidad común, de
una historia que se conserva y se transmite.
De esa manera se cuida el mundo y
la calidad de vida de los más pobres, con un sentido solidario que es al mismo
tiempo conciencia de habitar una casa común que Dios nos ha prestado. Estas
acciones comunitarias, cuando expresan un amor que se entrega, pueden
convertirse en intensas experiencias espirituales.
VI. Signos sacramentales y descanso celebrativo
233. El universo se desarrolla en Dios, que lo llena todo. Entonces hay
mística en una hoja, en un camino, en el rocío, en el rostro del pobre[159].
El ideal no es sólo pasar de lo exterior a lo interior para descubrir la acción
de Dios en el alma, sino también llegar a encontrarlo en todas las cosas, como
enseñaba san Buenaventura: «La contemplación es tanto más eminente cuanto más
siente en sí el hombre el efecto de la divina gracia o también cuanto mejor
sabe encontrar a Dios en las criaturas exteriores»[160].
234. San Juan de la Cruz enseñaba que todo lo bueno que hay en las cosas y
experiencias del mundo «está en Dios eminentemente en infinita manera, o, por
mejor decir, cada una de estas grandezas que se dicen es Dios»[161].
No es porque las cosas limitadas del mundo sean realmente divinas, sino porque
el místico experimenta la íntima conexión que hay entre Dios y todos los seres,
y así «siente ser todas las cosas Dios»[162].
Si le admira la grandeza de una montaña, no puede separar eso de Dios, y
percibe que esa admiración interior que él vive debe depositarse en el Señor:
«Las montañas tienen alturas, son abundantes, anchas, y hermosas, o graciosas,
floridas y olorosas. Estas montañas es mi Amado para mí. Los valles solitarios
son quietos, amenos, frescos, umbrosos, de dulces aguas llenos, y en la
variedad de sus arboledas y en el suave canto de aves hacen gran recreación y
deleite al sentido, dan refrigerio y descanso en su soledad y silencio. Estos
valles es mi Amado para mí»[163].
235. Los Sacramentos son un modo privilegiado de cómo la naturaleza es
asumida por Dios y se convierte en mediación de la vida sobrenatural. A través
del culto somos invitados a abrazar el mundo en un nivel distinto.
El agua, el
aceite, el fuego y los colores son asumidos con toda su fuerza simbólica y se
incorporan en la alabanza. La mano que bendice es instrumento del amor de Dios
y reflejo de la cercanía de Jesucristo que vino a acompañarnos en el camino de
la vida. El agua que se derrama sobre el cuerpo del niño que se bautiza es
signo de vida nueva.
No escapamos del mundo ni negamos la naturaleza cuando
queremos encontrarnos con Dios. Esto se puede percibir particularmente en la
espiritualidad cristiana oriental: «La belleza, que en Oriente es uno de los nombres
con que más frecuentemente se suele expresar la divina armonía y el modelo de
la humanidad transfigurada, se muestra por doquier: en las formas del templo,
en los sonidos, en los colores, en las luces y en los perfumes»[164].
Para la experiencia cristiana, todas las criaturas del universo material
encuentran su verdadero sentido en el Verbo encarnado, porque el Hijo de Dios
ha incorporado en su persona parte del universo material, donde ha introducido
un germen de transformación definitiva: «el Cristianismo no rechaza la materia,
la corporeidad; al contrario, la valoriza plenamente en el acto litúrgico, en el
que el cuerpo humano muestra su naturaleza íntima de templo del Espíritu y
llega a unirse al Señor Jesús, hecho también él cuerpo para la salvación del
mundo»[165].
236. En la Eucaristía lo creado encuentra su mayor elevación. La gracia,
que tiende a manifestarse de modo sensible, logra una expresión asombrosa
cuando Dios mismo, hecho hombre, llega a hacerse comer por su criatura. El
Señor, en el colmo del misterio de la Encarnación, quiso llegar a nuestra
intimidad a través de un pedazo de materia. No desde arriba, sino desde
adentro, para que en nuestro propio mundo pudiéramos encontrarlo a él.
En la
Eucaristía ya está realizada la plenitud, y es el centro vital del universo, el
foco desbordante de amor y de vida inagotable. Unido al Hijo encarnado,
presente en la Eucaristía, todo el cosmos da gracias a Dios.
En efecto, la
Eucaristía es de por sí un acto de amor cósmico: «¡Sí, cósmico! Porque también
cuando se celebra sobre el pequeño altar de una iglesia en el campo, la
Eucaristía se celebra, en cierto sentido, sobre el altar del mundo»[166].
La Eucaristía une el cielo y la tierra, abraza y penetra todo lo creado. El
mundo que salió de las manos de Dios vuelve a él en feliz y plena adoración.
En
el Pan eucarístico, «la creación está orientada hacia la divinización, hacia
las santas bodas, hacia la unificación con el Creador mismo»[167].
Por eso, la Eucaristía es también fuente de luz y de motivación para nuestras
preocupaciones por el ambiente, y nos orienta a ser custodios de todo lo
creado.
237. El domingo, la participación en la Eucaristía tiene una importancia
especial. Ese día, así como el sábado judío, se ofrece como día de la sanación
de las relaciones del ser humano con Dios, consigo mismo, con los demás y con
el mundo. El domingo es el día de la Resurrección, el «primer día» de la nueva
creación, cuya primicia es la humanidad resucitada del Señor, garantía de la
transfiguración final de toda la realidad creada.
Además, ese día anuncia «el
descanso eterno del hombre en Dios»[168].
De este modo, la espiritualidad cristiana incorpora el valor del descanso y de
la fiesta. El ser humano tiende a reducir el descanso contemplativo al ámbito
de lo infecundo o innecesario, olvidando que así se quita a la obra que se
realiza lo más importante: su sentido.
Estamos llamados a incluir en nuestro
obrar una dimensión receptiva y gratuita, que es algo diferente de un mero no
hacer. Se trata de otra manera de obrar que forma parte de nuestra esencia. De
ese modo, la acción humana es preservada no únicamente del activismo vacío,
sino también del desenfreno voraz y de la conciencia aislada que lleva a
perseguir sólo el beneficio personal.
La ley del descanso semanal imponía
abstenerse del trabajo el séptimo día «para que reposen tu buey y tu asno y
puedan respirar el hijo de tu esclava y el emigrante» (Ex 23,12).
El descanso es una ampliación de la mirada que permite volver a reconocer los
derechos de los demás. Así, el día de descanso, cuyo centro es la Eucaristía,
derrama su luz sobre la semana entera y nos motiva a incorporar el cuidado de
la naturaleza y de los pobres.
Notas a pie de página:
[159] Un maestro espiritual, Ali Al-Kawwas, desde su propia experiencia,
también destacaba la necesidad de no separar demasiado las criaturas del mundo
de la experiencia de Dios en el interior. Decía: «No hace falta criticar prejuiciosamente
a los que buscan el éxtasis en la música o en la poesía. Hay un secreto sutil
en cada uno de los movimientos y sonidos de este mundo. Los iniciados llegan a
captar lo que dicen el viento que sopla, los árboles que se doblan, el agua que
corre, las moscas que zumban, las puertas que crujen, el canto de los pájaros,
el sonido de las cuerdas o las flautas, el suspiro de los enfermos, el gemido
de los afligidos…» (Eva De Vitray-Meyerovitch [ed.], Anthologie du
soufisme, Paris 1978, 200).
No hay comentarios:
Publicar un comentario